—¿Qué haremos ahora para divertirnos?
Tanis escuchó las palabras susurrantes de Litanas, y vio a Selena taparse la boca con su mano enguantada para ocultar la risita. El semielfo se encogió por la humillación.
Sin embargo, no se había pasado toda la mañana disparando flechas a las balas de paja para que ahora lo dejaran con dos palmos de narices. Encajó una flecha en el arco y apuntó al blanco.
—No soy tan débil para no aguantar un poco de lluvia, lord Tyresian —declaró, con un tono deliberadamente apacible—. Mas, si no queréis mojaros, podéis poneros a cubierto. Tal vez alguno de los sirvientes encienda una chimenea para que os calentéis. Pero yo me quedo.
El rostro del elfo enrojeció desde la cuadrada mandíbula hasta la raíz del corto cabello.
—Daremos la clase —repuso con frialdad.
No llovió durante el rato en que Tanis disparó flecha tras flecha; las plumas azules y después rojas, centellearon al surcar veloces el patio. Unas cuantas flechas se estrellaron contra el muro de piedra, pero, de manera paulatina, empezaron a acertar en las balas de paja. El semielfo llegó incluso a hacer blanco cada cuatro o cinco intentonas, si bien en ninguna ocasión en el centro de la diana. Tyresian recitaba su acostumbrada letanía de críticas.
—Mantén firme ese hombro. ¡Echa más atrás el codo! Disparas como un enano gully, semielfo. Mantén ambos ojos abiertos. Supongo que querrás saber a qué distancia se encuentra la diana, ¿o no?
Por fin, Tanis, cuyo rostro transpiraba en el aire cargado de la tarde, colocó una flecha a cinco centímetros del centro de la diana. Se volvió con actitud ufana hacia Tyresian y el charlatán grupo de espectadores. Selena, con el maquillaje de los ojos estropeado por las lágrimas, se abrazaba a Ulthen sin poder contener las risas. El noble tenía la cabeza inclinada y cubría con una mano los labios de la mujer en un vano intento de amortiguar sus carcajadas. Litanas lo miraba con los ojos entrecerrados y sonreía burlón. Por el contrario, lord Xenoth, el consejero del Orador, que se encontraba de pie en el umbral de las dobles puertas, exhibía una expresión impasible. Al otro lado del grupo, Porthios no daba muestras de estar impresionado; cogió el juguete de madera de Flint e hizo girar el aspa con gesto ausente, de manera que los dos peces empezaron a dar vueltas.
—¿Y bien? —gritó desesperado Tanis—. ¿Qué tiene de malo ese tiro? ¡Casi ha dado en la diana! —Para su horror, notó que las lágrimas pugnaban por brotar en sus ojos.
«Si lloro ahora
—se dijo—,
ya puedo ponerme en camino a Caergoth.»
Porthios dejó la talla de madera sobre un banco vacío, se acercó a Tanis, y le cogió el arco de flexible madera de fresno. Una expresión mezcla de orgullo y desasosiego se plasmaba en su rostro, y, por un momento, Tanis creyó que a su primo le molestaba el giro tomado por los acontecimientos.
—Fíjate. —La voz de Porthios tenía un tono cortante. Aparentemente sin el menor esfuerzo, el elfo tensó el arco y disparó una flecha que se clavó en el blanco, partiendo en dos la de Tanis con un vibrante golpe seco de acero sobre madera y lona. Sin cruzar una palabra más con el semielfo, le entregó el arco y se dio media vuelta para marcharse. Por un breve instante, otra vez, Tanis advirtió turbación en los ojos hundidos de su primo.
—¡Pero no te has acercado a la diana más que yo! —protestó. Porthios se volvió hacia él.
Unas gotas de lluvia cayeron sobre ellos, y Tanis oyó a Selena ordenar a Litanas que le trajera una capa impermeable. Al otro lado, se escuchó el resoplido desdeñoso de Tyresian.
De espaldas a los mirones, Porthios, cuyo rostro asumió por primera vez una expresión comprensiva, alargó la mano y aferró a su primo por el brazo.
—Apunté a tu flecha, primito, no a la diana —dijo con voz queda. Sus verdes ojos, tan semejantes a los del Orador, lanzaron un cálido destello.
—¡Eso es lo que dices ahora! —gritó Tanis, a despecho de sí mismo. Apretó los puños. Una gruesa gota de lluvia cayó sobre la cabeza de Porthios y le humedeció el cabello dorado oscuro—. ¡Y yo digo que fallaste el tiro!
Más que verlo, sintió que Tyresian se acercaba a ellos y le oyó decir en voz baja:
—Esas palabras parecen un desafío, mi señor. Veamos cómo tu fogoso amigo semihumano compite contigo. La actitud afectuosa de Porthios se desvaneció de su semblante.
—¿Me estás retando? —inquirió a Tanis con suavidad. El muchacho sintió todas las miradas clavadas en él, y tomó una decisión precipitada.
—¡Sí, te reto!
—No sería una competición justa, Porthios —intervino Ulthen desde el banco—. El semielfo apenas ha recibido instrucción. Tienes ventaja sobre él.
—Puedo vencerte, Porthios —gritó Tanis con atrevimiento.
El elfo observó con atención a su primo, y se acercó a él.
—No hagas esto, Tanis —musitó—. No me obligues a hacerlo.
Pero el semielfo estaba fuera de sí, y era incapaz de razonar.
—¡Puedo vencerte en cualquier circunstancia, Porthios! ¡Pon tú las reglas!
Una suave llovizna empezaba a empapar el patio. Porthios suspiró y examinó el césped a sus pies.
—Cuatro tiros cada uno —dijo al cabo—. Utilizaremos tu arco, Tanis.
Unos sirvientes se acercaron con pequeños doseles para que los jóvenes nobles se resguardaran bajo las tirantes lonas. Lord Xenoth se ausentó un momento y regresó poco después con una capa provista de capucha.
Tyresian se auto designó árbitro de la competición; su cabello, ahora empapado, se pegaba en torno a sus facciones angulosas, y sus orejas puntiagudas goteaban agua. Se situó entre los dos primos.
—Porthios Kanan ha establecido las siguientes reglas: Tanis Semielfo será el primero en iniciar la tanda de cuatro flechas. —Su voz de acento militar resonaba en los muros de piedra—. Una diana serán diez puntos. Acertar en cualquier otra parte circular del blanco, serán cinco puntos. Dar en las balas de paja, fuera del blanco, dos puntos. Y cualquier flecha que salga de las balas... —sonrió con sorna— restará diez puntos al arquero. —Tyresian tosió—. Y si el árbitro enferma de pulmonía con este condenado tiempo, a cada arquero se lo penalizará con cincuenta puntos, aunque esperamos que eso no ocurra. —Litanas, que acababa de regresar con dos capas, celebró la broma—. Las flechas escarlatas para Porthios, las cobalto para Tanis. Que empiece la competición.
La lluvia arreció. Algunas ramas de laurel se quebraron y cayeron al suelo. Tanis se puso en posición de tiro, y apuntó en medio del aguacero. Los espectadores, para su sorpresa, guardaron silencio, aunque lo más probable es que fuera el mal tiempo lo que calmaba el alboroto, y no un gesto de cortesía para con él. Ulthen y Litanas, con las polainas empapadas hasta la rodilla, parecían elfos marinos. Selena, que se había resguardado bajo un dosel de franjas amarillas y blancas, había salido mejor parada que sus amigos. Casi sin pensarlo, Tanis soltó la flecha, que fue a hincarse en el recuadro del blanco, como una pincelada azul sobre el fondo pardo de la lona.
—¡Dos puntos para el semielfo! —anuncio Tyresian—. El siguiente en tirar es Porthios.
El heredero del Orador, con una expresión resignada en el semblante, aceptó el arco que le tendía su primo. —Recuérdalo, Tanis. No fui yo quien quiso esto.
El semielfo sostuvo su mirada con actitud impasible, como si no se conocieran. Porthios encajó una flecha en el arco, tensó la cuerda... y Tanis se quedó paralizado por la humillación.
Porthios era diestro. Sin embargo, en esta competición, había cogido el arco al contrario y apuntaba con el brazo izquierdo. Tanis sintió que su rostro palidecía y acto seguido la sangre se agolpaba en sus mejillas. El hecho de disparar como si fuera zurdo daba a entender que Porthios podía derrotarlo sin esforzarse en ello. Su primo apenas había apuntado cuando la flecha de plumas rojas se hincó profundamente en el centro de la diana.
—¡Diez puntos para el elfo! —gritó Tyresian.
La siguiente tanda acabó con el mismo resultado, y la puntuación se puso en veinte a cuatro a favor de Porthios.
—Aún no es tarde para volverte atrás —susurró Porthios mientras le entregaba el arco a Tanis después de lograr su segunda diana. Por una vez, sus amigos guardaban silencio—. Puedo dar por terminada esta pantomima con el pretexto de la lluvia.
Sus palabras se clavaron en el semielfo como las punzantes gotas de lluvia que caían en torno a los dos contrincantes. Incluso Tyresian había buscado refugio bajo uno de los doseles. Sólo los dos primos permanecían bajo el diluvio. Tanis regresó a la línea de tiro.
En la tercera ronda, su flecha zumbó en el aire hacia el blanco... y pasó de largo, para ir a arrancar una esquirla de piedra del muro que había detrás.
—¡Menos diez! —grito Tyresian—. La puntuación queda en este momento: Tanthalas Semielfo, menos seis, con tres disparos; Porthios, veinte, con dos.
Porthios suspiró e hizo un ademán como si dijera que estaría encantado de poner punto final a la competición.
—Adelante. Dispara —dijo Tanis.
El elfo, todavía apuntando con el brazo izquierdo, empleó aún menos tiempo en este turno, y su flecha voló y se hincó a un palmo de la diana. Apenas prestó atención al anunció de Tyresian.
—Cinco puntos. La puntuación está en veinticinco para Porthios, menos seis para el semielfo.
Tanis sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula, y Porthios miró hacia otro lado en tanto que su primo apuntaba a la diana con más cuidado que nunca, concentrado en lo que iba a ocurrir, visualizando la flecha en el mismo centro del blanco. Tanis cerró los ojos, rogando para que los dioses estuvieran con él en esta ocasión. Pensó en las miradas despectivas de lord Xenoth, Selena y los demás, y sintió que la ira bullía en su interior. Estrechó los ojos para otear a través del aguacero, se situó en línea con la diana, y soltó la flecha.
El proyectil de plumas cobalto trazó un leve arco ascendente en el aire, y Tanis sintió que el alma se le caía a los pies.
Después, la trayectoria de la flecha descendió y se clavó con limpieza en la misma diana.
—¡Diez puntos! La puntuación está: cuatro para Tanis, veinticinco para Porthios.
Porthios rechazó el arco cuando Tanis se lo tendió. —Hagamos una pausa, semielfo. No estás acostumbrado a esta disciplina. Descansemos.
Por un instante, Tanis estuvo a punto de dejarse vencer por la afectuosa comprensión que de nuevo afloraba a los ojos verdes de Porthios. De repente, el muchacho fue consciente de cuanto lo rodeaba: el olor fresco del césped mojado, el aroma de las manzanas caídas al pie de un árbol cercano, el débil piar de un gorrión resguardado de la lluvia entre las ramas de un abeto. Entonces Tyresian habló:
—Quizá debiste elegir otra disciplina más «humana» para competir que el arco, semielfo.
Tanis sintió renacer la ira.
—Dispara, Porthios —espetó—. O date por vencido. Su primo, obviamente cansado de la charada, alzó los brazos y sin apenas dedicar una mirada al blanco, hizo lo que Tanis le pedía. La flecha se clavó a más de diez pasos de la diana.
—Resultado final: Porthios, con quince puntos, es el ganador. Un total de cuatro puntos para el semihumano que intentó demostrar su pericia en una disciplina elfa —dijo Tyresian con frialdad, y giró sobre sus talones para dirigirse a palacio.
Incluso Selena y Litanas dieron un respingo ante las corrosivas palabras de Tyresian, pero fueron en pos de él hacia las puertas, que brillaban opacas a través del gris aguacero. Sólo Ulthen protestó:
—Eres injusto, Tyresian. El muchacho hizo cuanto pudo.
—Pero no fue suficiente, ¿verdad? —replicó el lord elfo con suavidad.
Mientras el grupo abandonaba el patio, Porthios se adelantó y quedó frente a Tanis con actitud vacilante, sin que al parecer reparara en la violencia del aguacero que había doblado tres ramas como si fueran cañas. Sus rasgos aguileños mostraban algo parecido a la compasión.
Tanis, yo... —comenzó, pero no concluyó la frase. El muchacho guardó silencio, y se limitó a agacharse para recoger el arco tirado en el suelo; luego fue hasta el muro para recuperar las flechas, azules y rojas, cuyas plumas estaban empapadas y embarradas en los charcos que se habían formado entre el césped.
Tanis —repitió Porthios, y, en esta ocasión, su semblante denotaba la firmeza que, si la dejaba desarrollarse, tendría cuando fuera el Orador.
—Quiero la revancha —lo interrumpió su primo. Porthios se quedó boquiabierto, como si no pudiera creer lo que el muchacho decía.
—¿Has perdido la razón, Tanthalas? Tienes treinta años, y yo ochenta. Ya me he sentido bastante violento con esta charada. ¡Por todos los dioses! ¿Acaso tú competirías con Laurana? Pues eso mismo es lo que ha significado esta parodia para mí.
Tanis malinterpretó, intencionadamente, sus palabras.
—Quizá tú te lo tomes a broma, Porthios. Pero para mí es muy serio. Quiero la revancha.
Porthios soltó un suspiro de resignación.
—Está lloviendo, Tanis. No me apetece competir otra vez con el arco, y...
—No hablo del arco —interrumpió el semielfo—. Sino de los puños.
—¿Qué? —bramó el elfo. Tanis casi podía escuchar el razonamiento de su primo:
«Vaya métodos humanos de arreglar una disputa».
Todos los espectadores, salvo lord Xenoth, habían entrado a palacio para ponerse ropas secas y tomar un ponche. Xenoth remoloneaba en el umbral, atraído, probablemente, por el intercambio de palabras entre los dos primos y el tono cortante de sus voces. Con su cabello banco, los labios apretados, y los brazos cruzados sobre el pecho, el anciano consejero semejaba un viejo gato de pelo largo al que le faltan ya algunos dientes, pero no la curiosidad.
«Bien
—pensó Tanis—.
¿Quieres tener algo que contar al Orador? Esto te servirá».
Sin cruzar una palabra más, propinó un puñetazo a Porthios en la mandíbula.
Un segundo después, el heredero del Orador yacía despatarrado sobre el barro, con una expresión de desconcierto que en cualquier otro momento habría resultado jocosa.
La lluvia había corrido los colores de su túnica de seda, y unos reguerillos amarillos, verdes y azules se deslizaban por sus brazos. Su expresión perpleja y resentida era tan evidente, que Tanis estalló en carcajadas.
... y un instante después salía disparado contra un pequeño melocotonero. Fue como si hubiera chocado de cabeza contra un puerco espín del Bosque Oscuro. Sintió los arañazos de las ramas en la cara, oyó el crujido de las pequeñas ramas a su alrededor, y notó el impacto de frutos húmedos y maduros que se precipitaron sobre él al soltarse por el impacto. Un olor a melocotones machacados le inundó las fosas nasales.