—Ha llegado el momento de que inicies un entrenamiento regular para perfeccionar el tiro con arco, Tanthalas —dijo el Orador—. He elegido al instructor.
Tanis dirigió una mirada mezcla de sorpresa y complacencia a Flint.
—¿El maestro Fireforge? —inquirió esperanzado el semielfo.
El enano se tragó el trozo de manzana y sacudió la cabeza.
—Yo no, muchacho. Desconozco el manejo del arco, aunque estaría encantado de demostrar las ventajas de un hacha de guerra.
—«Y no haría mal papel el semielfo con su musculatura»,
pensó Flint.
—El hacha no es un arma elfa —corrigió con suavidad Solostaran—. No, Tanis. Lord Tyresian ha aceptado encargarse de tu entrenamiento.
—Pero Tyresian... —el semielfo no acabó la frase, y la expresión de descontento volvió a su rostro.
—Es uno de los mejores arqueros del reino —concluyó el Orador—. También es el mejor amigo de Porthios, y el heredero de una de las familias más nobles de Qualinost. Podría ser un valioso aliado tuyo, Tanthalas, si le causas buena impresión como discípulo.
Flint, de quien al parecer se habían olvidado durante la conversación, observó a Tanis con los ojos entrecerrados mientras cogía del cuenco de plata una pera escarchada y se la llevaba a la boca. El muchacho y Tyresian jamás serían aliados, pensó el enano, al recordar al noble elfo a quién había conocido el día de su llegada. Tyresian, uno de los cuatro o cinco elfos de buena cuna que se pegaban a Porthios, heredero del Orador
,
como las moscas a la miel, tenía el don de caer bien a la aristocracia. Pocos eran los elfos corrientes que estaban en disposición de igualar el alto nivel de vida de Tyresian. Considerado atractivo por los cortesanos, Tyresian tenía los ojos azules y penetrantes, y —algo poco habitual entre los elfos— llevaba el pelo muy corto, poco más de dos centímetros de longitud. No era pues de sorprender que, a los ojos de Tyresian, un enano, por muy buen artesano que fuera, no estuviera a su altura; y Flint suponía que, en su escala de valores, un semielfo ocuparía un peldaño aún más bajo. El enano se preguntó en qué medida habían influido los prejuicios de Tyresian en la mal disimulada actitud de superioridad mostrada por Porthios hacia el protegido de su padre. Tanis inició una última protesta.
—Pero, Orador, mis estudios con el maestro Miral me ocupan gran parte del día, y...
Solostaran lo interrumpió con cierta irritación.
—Basta, Tanthalas. Miral te ha enseñado mucho de ciencia, matemáticas e historia; pero es mago. No está capacitado para instruirte en el manejo de las armas. Tyresian se reunirá contigo en el patio norte de palacio a media tarde. Si deseas hablar con él antes, lo encontrarás en los aposentos de Porthios.
Tanis abrió la boca, pero, al parecer, lo pensó mejor y, con un cortes «sí, señor», cruzo la cámara con porte tieso y salió.
Solostaran siguió mirando durante unos segundos la puerta por la que había salido el muchacho, y que había cerrado con un sonoro portazo.
Sólo cuando Flint empezó a recoger los diseños y el ruido de papeles le llamó la atención, el Orador recordó la audiencia con el enano.
—¿Puedo ofrecerte algo? —preguntó Solostaran de nuevo, haciendo un vago gesto hacia el cuenco, ahora medio vacío—. ¿Alguna fruta escarchada? ¿Un poco de vino?
Flint declinó el ofrecimiento alegando que había comido antes de reunirse con el Orador. Una fugaz sonrisa —cuyo motivo el enano no alcanzaba a comprender— iluminó la faz de Solostaran, pero enseguida se desvaneció. Flint se puso bajo el brazo el paquete de rollos de pergamino; se disponía a partir cuando la voz del Orador lo detuvo.
—¿Alguna vez has sentido la necesidad de poder cambiar la historia, maestro Fireforge? —preguntó con gesto pensativo.
Flint hizo un alto, y los grises ojos miraron atentos los verdes del Orador. El enano comprendió que entre los elfos no había nadie a quien el dignatario pudiera llamar amigo. Desde que había sido investido como Orador en los tumultuosos años después de que el Cataclismo cambiara la faz de Krynn, Solostaran se había convertido en el foco de continuos rumores de destitución. Mantenía su cargo merced a su gran personalidad y fuerte carácter, a la innegable circunstancia de que pocos elfos podían remontar su linaje hasta los tiempos de Kith-Kanan, y a la innata aversión de esta raza a verter la sangre de sus congéneres. Aun así, Solostaran tenía que estar al corriente de los rumores de descontento que de vez en cuando circulaban entre los cortesanos. Algunos creían que Qualinesti debía estar más abierto al comercio con el resto de Ansalon. Otros opinaban que todos aquellos por cuyas venas no corriera sangre elfa al ciento por ciento debían ser deportados a las tierras fronterizas de Abanasinia.
El Enano de las Colinas se estrujó el cerebro para dar respuesta a la pregunta del Orador. Aspiró con lentitud el aire impregnado de olor a frutas.
—Si estuviera en mis manos, cambiaría el curso de la historia, desde luego. Mi familia perdió a muchos de los suyos durante la época de mi abuelo, a causa del Cataclismo.
Tres siglos atrás, se había producido una espantosa hecatombe como represalia de los dioses contra el orgullo desmedido del dirigente religioso más influyente de la era, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Cuando la destrucción se abatió sobre Krynn, los Enanos de las Montañas se refugiaron en Thorbardin, el enorme reino subterráneo, y lo cerraron a cal y canto; como resultado, sus parientes, los Enanos de las Colinas, atrapados en el exterior, padecieron toda la violencia del castigo de los dioses.
Las cejas del Orador se arquearon, y, alterado por la compasión reflejada en su rostro, Flint se sintió incapaz de continuar.
—¿Murieron porque los Enanos de las Montañas cerraron las puertas de su reino? —preguntó el Orador, y el enano respondió con un cabeceo, reacio a hablar más del asunto.
Solostaran se levantó del sillón, y se acercó despacio a la pared de cristal. La diadema de oro que le ceñía la frente brilló. Un profundo silencio reinó en la estancia, roto sólo por la suave respiración de los dos hombres.
—Daría cualquier cosa porque Tanis fuera mi verdadero sobrino. Por tener de nuevo entre nosotros a mi hermano Kethrenan y a su esposa Elansa. Por ver otra vez a mi hermano Arelas.
Miral, el mago del Orador, le había relatado a Flint la historia de Kethrenan Kanan y Elansa, y el nacimiento de Tanis. Pero no le había mencionado la existencia de otro hermano. Al parecer, el Orador necesitaba hablar, y Flint no conocía a nadie, aparte de sí mismo, en quien Solostaran pudiera confiar. El enano cogió un puñado de almendras confitadas y se metió una en la boca.
—¿Arelas? —preguntó mientras masticaba. El Orador se volvió hacia él.
—Mi hermano menor. —Ante el gesto interrogante del enano, continuó:— Apenas lo conocía. Era un niño cuando abandonó Qualinost, y murió sin haber regresado.
—¿Por qué se marchó? —inquirió Flint.
—Estaba... enfermo. Aquí no podíamos curarlo.
Sobrevino un silencio que se alargó varios minutos; por fin, el enano lo rompió con un comentario.
—La muerte de un niño es un triste acontecimiento.
Solostaran alzó la cabeza con brusquedad; una expresión de sorpresa se plasmaba en su semblante.
—Arelas era ya adulto cuando murió. Venía de regreso a Qualinost, pero jamás llegó. —El Orador dio unos pasos que lo acercaron a Flint; era evidente que intentaba controlar sus emociones—. Si hubiera vivido una semana más, habría llegado sano y salvo. Pero los caminos eran peligrosos, más incluso que hoy en día.
El Orador se dejó caer en su sillón con pesadez. Flint vaciló, sin saber qué decir. Transcurridos unos minutos, Solostaran le pidió que lo dejara a solas.
Sin apenas reparar en los rollos de pergamino de los diseños, y sumido en un sombrío estado de ánimo, Flint regresó al pequeño taller que le había proporcionado el Orador, un edificio bajo de proporciones irregulares situado al sureste de la Torre. En él, durante los últimos meses, había forjado muchas cosas: gargantillas de jade engastado en finísimas cadenas de plata, anillos con hilos de oro trenzados, brazaletes de cobre bruñido y esmeraldas.
El taller se encontraba al final de un estrecho callejón, junto a un bosquecillo de perales. Rosales trepadores se enroscaban a ambos lados de la puerta de madera. Flint, en recuerdo a la afición de su madre por los dondiego de día, había plantado estas flores junto a los rosales, y los capullos blancos, rosas y azules se entremezclaban con los amarillos y rojos de las rosas.
La vivienda se le había adjudicado a Flint para que dispusiera de ella todo el tiempo que quisiera, aunque el enano no estaba seguro de hasta cuándo estaría en la ciudad. Lo más probable es que se quedara hasta el final de la primavera, se dijo en principio; después de todo, no había emprendido un viaje tan largo para volver a casa nada más llegar. Sin embargo, el recuerdo de su cálido hogar de Solace, tan lejano —y el no menos lejano sabor de la cerveza—, acudía a menudo a su mente. La cerveza elfa era una patética imitación de la verdadera, en opinión del enano, si bien superaba al vino de frutas... y era mucho más compatible con su paladar que éste.
Entre las reuniones mantenidas casi a diario con el Orador, y los numerosos encargos a los que su martillo apenas daba abasto, no es de extrañar que la primavera hubiera quedado atrás dando paso a los dorados días estivales sin que el enano casi se apercibiera de ello.
A menudo, la ventana del taller se iluminaba con un resplandor tan rojizo como Lunitari hasta altas horas de la noche, y no era infrecuente que el primer elfo que se levantaba en Qualinost al día siguiente, lo hiciera al despertarlo el golpeteo del martillo en el yunque. A muchos les maravillaba la aplicación al trabajo del enano, y no eran pocos los que esperaban que el Orador los distinguiera con el regalo de alguna creación del maestro Fireforge.
Esta tarde en particular, el enano regresó a grandes zancadas junto a la forja, asió su herramienta, y de nuevo se valió del ardiente fuego y los golpes del martillo para transformar un pedazo inanimado de metal den un objeto bello. Pasó varias horas dedicado a su tarea, y olvidó el paso del tiempo al absorberse en la realización de su trabajo.
Por fin, con un suspiro, Flint se limpió del hollín de las manos y la frente con un pañuelo, y bebió un cazo de agua del barril de roble que estaba junto a la puerta del taller. Salió al dorado atardecer, y esbozó una sonrisa que suavizó las líneas que arrugaban su entrecejo. El sendero que conducía a la puerta de la casa atravesaba un corrillo de jóvenes álamos. Sus troncos, esbeltos y blancos, se mecían suavemente con la brisa, como si realizaran una leve reverencia al enano, y sus hojas susurraban y se mecían en un cambiante trémulo verde, plateado y de nuevo verde. El enano se llevó la mano al pecho, como si quisiera mitigar una aflicción con la belleza del entorno. Una parte de su ser aún estaba apenada por la tristeza del Orador.
En ese momento, Flint reparó en unas leves pinceladas doradas en lo alto de los árboles, y sintió, en lo más hondo de su ser, la misma inquietud que lo había atormentado toda su vida. Ya había notado que del aire en la madrugada era más cortante que la fresca brisa de las noches estivales, y la luz del ocaso tenía un tinte dorado más profundo. Y, ahora, empezaban los árboles.
Todo ello anunciaba el otoño, y sus pensamientos volaron hacia Solace y las casas acunadas en las altas ramas de los vallenwoods. Supuso que las hojas de los gigantescos árboles empezarían a mostrar las primeras pinceladas multicolores en sus bordes estriados; suspiró otra vez. El otoño era una buena época para viajar. Debería regresar a casa, donde pertenecía.
Con cierto sobresalto, Flint se descubrió preguntándose si Solace era en verdad del lugar al que pertenecía. Se había establecido allí hacía años, más por estar harto de vagabundeos que por cualquier otro motivo, después de haber abandonado su pueblo natal huyendo de la pobreza. ¿En qué se diferenciaba del que un enano de Casacolina viviera entre elfos o viviera entre humanos? En cualquiera de los dos casos, era un extraño; a su entender, no era muy distinto lo uno de lo otro. Además, pensó, mientras respiraba hondo el aire fresco del atardecer, aquí sentía una paz que no había sentido den ninguna otra parte.
Flint se encogió de hombros y regresó al interior del taller; poco después, se reanudaba del repiqueteo del martillo.
Varias horas más tarde, Flint levantó la vista de su trabajo y vio que del reloj —el que había fabricado con madera de roble y dos pedazos de granito como contrapesas— marcaba la hora de la cena. No obstante, sus pensamientos no estaban den la comida, ni en la rosa de plata en la que trabajaba por encargo de lady Selena, uno de los miembros de la pandilla de Porthios, que había superado su desagrado por los enanos cuando cayó den la cuenta de que el «estilo Flint» era la última moda entre los cortesanos.
—¡Es la hora! —exclamó el enano, que soltó el martillo y amontonó las brasas den del horno de la forja.
Cada pocas semanas, seguía del mismo ritual. Se lavaba la cara y los brazos en una palangana para quitarse del sudor y el hollín. Cogía una bolsa, abría la tapa de un pequeño nicho cavado en la pared de piedra, y empezaba a llenar el saco con objetos curiosos. Todos estaban hechos de madera, y Flint daba un último toque suavizando un filo aquí, puliendo una curva allá, con gestos amorosos.
De improviso, una figura, una sombra en la ventana, cruzó ante su campo de visión; enderezó la espalda y aguardó. ¿Otro encargo? Un gran desánimo se apoderó de Flint. Sabía que los niños elfos esperaban desde hacía días ver aparecer al enano, que paseaba por las calles cada dos o tres semanas y regalaba juguetes hechos a mano a cada crío con el que se encontraba. Confiaba en que, fuera quien fuera, no lo entretuviese mucho tiempo.
Flint creyó escuchar unos pasos, un alboroto en del exterior, y corrió hacia la puerta para investigar. Pero no oyó ni vio a nadie.
—Fireforge, te estás haciendo viejo. Empiezas a imaginar cosas —rezongó mientras reanudaba la tarea de guardar los juguetes.
Sintió una grata sensación de calidez den su interior al tocar cada figura de madera. El metal era un buen material para moldear; proporcionaba al artesano una sensación de poder cuando la fría sustancia se sometía al martillo y tomaba forma, doblegada por la voluntad del artífice. Pero con la madera era diferente, pensó, mientras acariciaba un silbato. A la madera no se la obligaba a adoptar una forma ó diseñó, se dijo el enano, uno tenía que descubrir la forma oculta en su interior. Flint no conocía momentos de mayor paz que cuando se sentaba con una navaja en una manó y un trozo de madera en la otra, y se preguntaba qué tesoro yacería oculto en su interior.