—¿Lo encontró? —se interesó Tanis, con la boca llena
de quith-pa,
a la vez que cogía unas migas que se habían caído sobre sus polainas. Miral asintió con un cabeceo.
—Lo encontró, sí —repuso—. Pero no como había imaginado. Se topó con Panthell justo cuando el regimiento
elfo
entraba en combate con una tropa de humanos. A punta de espada se abrió camino hasta donde se encontraba su hermano, y allí, con gran sorpresa y consternación, descubrió... —El mago hizo una pausa—. ¿Qué crees que descubrió, Tanis? —inquirió.
El muchacho se tragó el último bocado y alzó la cabeza.
—¿Qué descubrió? —inquirió a su vez.
—Que Panthell combatía al lado de los humanos —resumió Miral.
El semielfo sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo. Se incorporó en el cojín tan deprisa que se sintió mareado y la habitación le dio vueltas. Sacudió la cabeza para librarse del vértigo. ¿Qué intentaba decirle Miral?
El mago, sin mirar a Tanis, reanudó la historia. Su semblante había asumido una expresión fría, implacable. Joheric, dominada por la cólera, sin parar mientes en lo que hacía, gritó el nombre de su hermano y, cuando Panthell se volvió hacia ella, lo atravesó con la espada. Al parecer, los elfos habían estado siguiendo el rastro de la tropa de humanos a la que se había unido, y dirigía, Panthell. Los elfos diezmaron a los humanos y regresaron con Joheric, a quien aclamaban como una heroína.
—¿Heroína? ¿Por matar a su hermano? Tanis tragó saliva con esfuerzo. Había oído decir que los silvanestis eran más fríos y calculadores que los qualinestis, pero...
—Por matar a un traidor —enmendó Miral—. Heredó las posesiones de su padre y obtuvo grandes victorias como general del ejército elfo. —Hizo una pausa y miró de soslayo a su pupilo. Tanis estaba horrorizado.
—¿Quieres decir que mató a su hermano y fue recompensada por ello? —inquirió, alzando la voz en contra de su deseo.
—La tristeza y el remordimiento la abrumaron el resto de su vida —admitió Miral—. Durante años y años sufrió pesadillas en las que lo atravesaba una y otra vez, hasta que se despertaba gritando.
Tanis reflexionó mientras sus ojos recorrían la sombría habitación, pero en lugar de ver el entorno familiar, contemplaba a una mujer elfa acuchillando a su propio hermano en medio de una batalla.
—Sufrir pesadillas no es pagar un precio alto por acabar con la vida de otro elfo —dijo por último.
—Depende de la clase de pesadillas —replicó el mago.
Los dos guardaron silencio. Al cabo de un rato, Miral se echó hacia adelante.
—¿Entiendes la moraleja de lo que acabo de contarte? —preguntó.
El semielfo reflexionó unos momentos más mientras masticaba el último trozo de
quith pa.
—¿Que una persona puede cambiar el curso de la historia? —sugirió. El mago asumió una expresión aprobadora.
—Muy bien. ¿Y qué más?
Tanis se estrujó el cerebro, pero no se le ocurría ninguna otra alternativa. El mago se aproximó más a él; sus ojos semejaban fragmentos de cristal.
—Decide de qué lado estás, Tanis.
El semielfo se puso muy pálido.
—¿Qué has dicho? —murmuró con un hilo de voz.
—Decide de qué lado estás —reiteró el mago.
Acto seguido, se incorporó y se dio media vuelta.
En aquel momento, Laurana irrumpió en la estancia y Miral decidió hacer un intermedio, inducido también, sin duda, por la conmoción que todavía reflejaba el rostro de su pupilo. Antes o después, el chico tendría que enfrentarse a la verdad, pensó el mago; Tanis no podía vivir siendo semielfo y semihumano sin decidir por cuál de las dos razas se decidía y cuál aceptaba como suya. Sin embargo, para Miral había sido penoso tener que hacer daño a su joven pupilo, y lamentaba no haber encontrado otra manera menos acerba de llevarlo a la misma conclusión. Si Tanis no levantaba un escudo entre él y la corte, recibiría una herida tras otra a lo largo de su vida.
Aun así, era una pena, pensó el mago.
Tanis regresó al cabo de unos minutos, tras haber eludido con éxito las insistentes tentativas de su pequeña prima para arrastrarlo al soleado patio y unirse a algún juego infantil.
—Puede que no haya muchos otros días como éste antes de que llegue el invierno —había argumentado la hija del Orador—. El frío se habrá echado encima en un abrir y cerrar de ojos, Tanis.
La pequeña lo había mirado risueña, pero el semielfo sintió un leve estremecimiento. Sentía en sus huesos el viento invernal, y, de algún modo, sabía que el cambio de estación significaba mas para él que para los otros elfos. Quizá se debía a que notaba que él mismo cambiaba con la estación, que se hacía mayor. Quizá se debía a que cada estación era más significativa para las razas que esperaban más de ellas que los elfos. La vida de un semielfo era más corta que la de un elfo, que se contaba por centurias; en contrapartida, era mucho más prolongada que la de un humano.
El mago y su pupilo se enfrascaron en una nueva materia: el funcionamiento de las alas. Miral había encontrado un gorrión muerto y un murciélago mientras daba un paseo por el bosque esta mañana; él y Tanis examinaron a las dos criaturas que yacían sobre una bandeja en el escritorio del tutor, a la luz de una lámpara que impregnaba el ambiente del cuarto con el aroma de óleo perfumado. Con todo, y mientras los dos estudiaban al murciélago y al gorrión muertos, con las cabezas muy juntas, se percibía una tensión entre maestro y pupilo. Tanis puso todo su empeño en prestar atención a la lección de Miral.
—¿Entonces ves las diferencias entre el murciélago y el gorrión, Tanis? —preguntó el mago, cuyo aliento olía a hojas de laurel.
—Creo que sí —respondió el muchacho. Siguió con el índice las frágiles líneas del ala del murciélago—. El ala de este animal es una membrana que se extiende entre los dedos, que se han desarrollado mucho, salvo el pulgar. Volvió la vista hacia el gorrión—. Y en el pájaro, los dedos se han atrofiado, y las alas las forman plumas que crecen de los brazos.
—Bien —dijo Miral con gravedad—. Creo que esto es todo por hoy. No me gustaría darte ideas de cómo volar... tú mismo.
Los dos sonrieron.
—Me temo que, si lo intentara, acabaría como estos dos pobres bichos —repuso el muchacho mientras miraba pensativo a los animales muertos.
—La vida y la muerte forman parte del ciclo de la naturaleza —apuntó Miral, al advertir su expresión—. Y, si aprendemos algo al contemplar la muerte, tanto mejor para nosotros. —Puso a un lado la bandeja, y sirvió una copa de vino para él y otra para el muchacho—. Bueno, creo que todavía disponemos de un rato para charlar mientras nos tomamos el vino. ¿Sobre qué te apetece hablar?
—Sobre ti. Me gustaría conocer la historia de tu vida. Las sombras del cuarto se hicieron más densas otra vez, en tanto que los ojos claros del mago asimilaban la seriedad con que el muchacho hacía su requerimiento. El suelo de piedra parecía irradiar frío, y el semielfo se estremeció. Al parecer, Miral tomó una decisión y dio otro sorbo de vino.
—¿Qué podría contarte de mí? —preguntó.
—¿Qué te parece todos los viajes que has hecho? —propuso el semielfo. Miral se dio media vuelta.
—Sólo fueron los vagabundeos sin rumbo fijo de un necio y joven elfo, eso es todo —dijo el mago encogiéndose de hombros—. Mi vida fue algo monótono y vacío hasta que tuve el sentido común de venir a Qualinost.
Tanis bebió otro sorbo de vino, y otro más, con lo que reunió el suficiente valor para plantear una nueva pregunta.
—¿Cómo fue que llegaste aquí? Has dicho que eres silvanesti. ¿Por qué viniste entonces a Qualinost?
—La tarde ha comenzado. ¿No es hora ya de tu lección de tiro con arco?
—Dijiste que teníamos tiempo para charlar otro rato —insistió Tanis con testarudez. Miral suspiró.
Veo que no darás tu brazo a torcer hasta que satisfaga tu curiosidad sobre la aburrida vida de un mago de mediana edad. Vamos pues. Daremos un paseo hasta donde te espera Tyresian y hablaremos por el camino.
Apuraron las copas de vino, y Tanis siguió al mago al pasillo; Miral echó la llave a la puerta del estudio. A requerimiento del tutor, el corredor en el que se encontraban sus aposentos estaba pobremente iluminado en todo momento. Y, también a petición propia, no había guardia en él.
—¿Qué sabes de mí, Tanis? —inquirió Miral mientras caminaban despacio corredor adelante.
El muchacho ajustó su paso al del mago. Tanto las pisadas del tutor como las del pupilo eran leves y apenas levantaban un suave rumor; el semielfo porque calzaba suaves mocasines de piel, y el mago porque calzaba zapatillas de fieltro acolchado.
—Se que eras amigo de Arelas, el hermano menor del Orador. Y que llegaste aquí cuando yo todavía era un niño. El semielfo enrojeció, y deseó en su fuero interno que el mago no dijera que todavía seguía siendo un crío. No obstante, Miral parecía estar absorto en la contemplación de las vetas grises del suelo de mármol mientras caminaban. Se habían alejado ya bastante de los aposentos del mago, y los hacheros de las paredes sostenían antorchas encendidas que iluminaban el corredor; los dos pasaban de un círculo de luz a una zona sombría, para acto seguido penetrar en un nuevo círculo de luz. Por fin, Miral rompió el silencio. Su voz parecía provenir de los pliegues más recónditos de su capucha.
—Fuimos amigos largo tiempo —dijo con tono ronco—. ¿Sabes que Arelas creció lejos de la corte?
Tanis asintió con un cabeceo, y entonces cayó en la cuenta de que Miral no podía ver su gesto ya que llevaba la capucha echada y miraba hacia adelante.
—Sí, desde luego —repuso en voz alta.
—Arelas era el menor de tres hermanos. Solostaran era el mayor, por supuesto. Kethrenan era mucho más joven que el Orador, y Arelas nació pocos años después que Kethrenan. Lo sacaron de la corte cuando todavía era un niño; unos dicen que porque era débil y enfermizo y no se desarrollaría en Qualinost. Lo enviaron con un grupo de clérigos, cerca de Caergoth, a varias semanas de viaje al norte de aquí, más allá de las montañas y del estrecho de Schallsea. Poco antes de que eso ocurriera, yo llegué a la misma zona con un grupo de magos; por aquel entonces, era aprendiz.
»
Pensarás que dos elfos que viven en una ciudad humana se harían enseguida amigos, aunque sólo fuera por la soledad de encontrarse entre gentes de otra raza —continuó Miral—. Pero, no fue ése nuestro caso. Vivimos en la vecindad durante años, cruzándonos en la plaza del mercado, saludándonos con una inclinación de cabeza, pero sin cruzar jamás una palabra entre los dos. Él jamás regresó a Qualinost. Tampoco yo regresé a Silvanost.
El mago hizo una pausa, y Tanis casi notó el esfuerzo de su amigo por encontrar las palabras adecuadas con las que proseguir su historia. Al pasar ante una puerta, lord Xenoth, el anciano consejero del Orador, salió de ella en medio de un revuelo de seda gris, pero cruzó ante ellos sin saludarlos, como si no los hubiera visto.
—A Xenoth le desagradé desde el principio —musitó el mago—. No sé por qué. Nunca he hecho nada contra él. Y, por supuesto, no represento el menor peligro para su posición en la corte, que es, al parecer, lo único que le interesa.
Al pasar ante un ventanal —una hendidura vertical abierta en el cuarzo—, Tanis esquivó un macetero en el que crecían helechos con profusión.
—Sin embargo, Arelas y tú os conocisteis al final —comentó, para animar al mago a que siguiera con la historia.
Miral giró a la derecha y bajó los amplios escalones de piedra que conducían al patio.
—Nos conocimos por mi magia. Un día, en el mercado de Caergoth, Arelas se puso enfermo. Siempre tuvo una salud débil. Yo me encontraba cerca, y corrí en su ayuda. Conozco muchos hechizos menores para aliviar enfermedades, aunque no soy un buen curandero, como muy bien sabes.
Tanis se apresuró a mostrar su desacuerdo con el último comentario del mago, pero Miral desechó sus corteses protestas con uno de sus característicos gestos bruscos, y el semielfo guardó silencio. De hecho, Miral era sólo un mago de segunda fila, pero su afable personalidad y su buena disposición para dedicar su tiempo a otros le habían granjeado una relativa popularidad.
—Sea como sea —continuó—, conseguí mitigar el dolor de Arelas, y lo visité a menudo en los siguientes días. Al final, nos hicimos amigos.
Habían llegado a las puertas dobles que comunicaban el palacio del Orador con el patio. Los portones eran de brillante acero, lo que los convertía en un objeto valioso en una época en que la continua amenaza de guerra hacía de este metal, con el que se fabricaban las armas, más valioso que el oro o la plata. Su altura duplicaba la de un elfo y su anchura permitía el paso de tres personas codo con codo; no obstante, la destreza de los artesanos elfos quedaba demostrada por el hecho de que cualquier elfo, tuviera la fuerza que tuviese, podía abrirlas sin esfuerzo.
Tanis entreabrió una de ellas, lo bastante para atisbar a Tyresian, que se reclinaba con actitud arrogante en una columna, a unos doce metros de distancia. Miral retrocedió un paso y se refugió de nuevo en las sombras; el semielfo cerró la puerta.
—¿Cómo acabaste en Qualinost? —preguntó Tanis—. ¿Y qué le ocurrió a Arelas?
Miral retiró la capucha de su rostro.
Tal vez sea mejor dejar esta conversación para otro momento. No es la clase de historia que se revela un instante antes de que dos amigos se separen. —Mas, al ver la expresión desilusionada del muchacho, el mago continuó:— Arelas decidió visitar Qualinost, y me pidió que lo acompañara. Yo había deseado siempre conocer las tierras elfas occidentales, y, en consecuencia, acepté su invitación. Supongo que pudimos haber solicitado a la corte que enviara una escolta; pero Arelas deseaba entrar en Qualinesti de incógnito. El porqué, nunca lo supe. En muchos aspectos, era bastante reservado.
»
Desde el Cataclismo, se han vivido tiempos turbulentos. Por aquel entonces, las bandas de maleantes eran habituales en las calzadas. Pero Arelas me aseguró que no corríamos peligro alguno al viajar con un pequeño grupo de personas.
Miral agachó la cabeza; parecía costarle trabajo respirar. Tanis estaba fascinado por el relato, pero deseó no haberle pedido al mago que reviviera lo que sin duda era para él una dolorosa experiencia. Al cabo, el mago suspiró.
—Arelas estaba equivocado. La travesía de Caergoth a Abanasinia transcurrió con tranquilidad, y viajamos tierra adentro durante una semana sin que ocurriera ningún incidente. Después, a una jornada de camino de Solace, cerca de Gateway, nuestro pequeño grupo fue atacado por una cuadrilla de malhechores humanos. Matamos a uno de los salteadores de caminos, pero ellos abatieron a los guardias que viajaban con nosotros.