Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Con los padres de Juan Barreto en Londres, pude regresar a París, a trabajar. Acepté los contratos que me proponían, aunque fueran de uno o dos días, pues, debido al tiempo que permanecí en Inglaterra acompañando a Juan, mis ingresos habían caído en picada.
Aunque Mrs. Richardson me lo había prohibido, comencé a llamar a su casa de Newmarket para averiguar cuándo regresarían los esposos de su viaje a Japón. La persona que me respondía, una empleada filipina, no lo sabía. Yo me hacía pasar cada vez por una persona diferente, pero tenía la sospecha de que la filipina me reconocía y me daba con el teléfono en las narices: «
They are not yet back
».
Hasta que un día, cuando ya desesperaba de encontrarla nunca, la propia Mrs. Richardson me contestó el teléfono. Me reconoció al instante pues hubo un largo silencio. «¿Puedes hablar?», le pregunté. Me contestó con voz cortante, llena de furia contenida: «No. ¿Estás en París? Te llamaré a la Unesco o a tu casa, apenas pueda». Y me cortó, con un golpe que subrayaba su disgusto. Me llamó ese mismo día, en la noche, a mi pisito de la École Militaire.
—Por haberte dejado plantada una vez, me pegaste y me hiciste aquel escándalo —me quejé, con acento cariñoso—. ¿Qué tendría que hacerte yo por dejarme sin noticias tuyas cerca de tres meses?
—No vuelvas a llamar a Newmarket nunca más en tu vida —me riñó, con un desagrado que rechinaba en sus palabras—. Esto no es broma. Estoy en un problema muy serio con mi marido. No debemos vernos ni hablarnos, por un tiempo. Por favor. Te ruego. Si es verdad que me quieres, haz eso por mí. Nos veremos cuando todo esto pase, te prometo. Pero no me llames nunca más. Estoy en un lío y tengo que cuidarme.
—Espera, espera, no cortes. Dime al menos cómo sigue Juan Barreto.
—Ya se murió. Sus padres se han llevado los restos a Lima. Vinieron a Newmarket a poner en venta su casita. Otra cosa, Ricardo. Evita venir a Londres por un tiempo, si no te importa. Porque, si vienes, sin querer lo me puedes crear un problema muy serio. No te puedo decir más, ahora.
Y me cortó, sin decir adiós. Me quedé vacío y descompuesto. Sentí tanta cólera, tanta desmoralización, tanto desprecio de mí mismo, que tomé —¡una vez más!— la resolución de arrancarme de la memoria y, para decirlo con una de esas huachaferías que la hacían reír, de mi corazón, a Mrs. Richardson. Era estúpido seguir amando a una personita tan insensible, que estaba harta de mí, que jugaba conmigo como si fuera un pelele, que jamás me había demostrado la menor consideración. ¡Esta vez sí te librarías de la peruanita, Ricardo Somocurcio!
Varias semanas después recibí unas líneas, desde Lima, de los padres de Juan Barreto. Me agradecían que les hubiera echado una mano y se disculpaban por no haberme escrito ni llamado, como yo les pedí. Pero, la muerte de Juan, tan súbita, los dejó aturdidos, enloquecidos, sin atinar a nada. Los trámites para repatriar los restos fueron horribles, y, si no hubiera sido por la gente de la embajada peruana, jamás habrían conseguido llevárselo y enterrarlo en el Perú como él quería. Por lo menos, habían conseguido darle ese gusto al hijo adorado de cuya pérdida nunca se consolarían. De todas maneras, en medio de su dolor, era un consuelo saber que Juan había muerto como un santo, reconciliado con Dios y con la religión, en verdadero estado angélico. Así se lo había dicho el padre dominico que le administró los últimos sacramentos.
La muerte de Juan Barreto me afectó mucho. Volví a quedar sin otro amigo íntimo, el que en cierta forma había reemplazado al gordo Paúl. Desde que éste desapareció en las guerrillas, no había vuelto a tener en Europa una persona a la que estimara tanto y con la que me sintiera tan próximo como el hippy peruano que llegó a ser retratista de caballos en Newmarket. Londres, Inglaterra, no serían los mismos sin él. Otra razón para no volver allá, por un buen tiempo.
Traté de poner en práctica mi decisión con la receta de costumbre: cargándome de trabajo. Aceptaba todos los contratos y me pasaba semanas y meses viajando de una ciudad europea a otra, trabajando como intérprete, en conferencias y congresos sobre todos los temas imaginables. Había adquirido la destreza del buen intérprete, que consiste en conocer las equivalencias de las palabras sin necesariamente entender sus contenidos (según Salomón Toledano entenderlos era un inconveniente), y seguí perfeccionando el ruso, lengua con la que estaba encariñado, hasta adquirir en ella una seguridad y una desenvoltura equivalentes a las que tenía en francés y en inglés.
Pese a que, hacía años, había obtenido el permiso de residencia en Francia, comencé a gestionar la nacionalidad francesa pues con un pasaporte francés se me abrirían mayores posibilidades de trabajo. El pasaporte peruano despertaba desconfianza en algunas organizaciones a la hora de contratar un intérprete, pues tenían dificultad para situar al Perú en el mundo y averiguar el estatuto del país en el concierto de las naciones. Además, desde los años setenta, empezó a crecer en toda Europa occidental una actitud de rechazo y hostilidad hacia los inmigrantes de países pobres.
Un domingo de mayo, mientras me afeitaba y me disponía a aprovechar el día primaveral para dar un paseo por los muelles del Sena hasta el Barrio Latino, donde pensaba almorzar un
couscous
en uno de los restaurantes árabes de la rue St. Séverin, sonó el teléfono. Sin decirme «hola» o «buenos días», la niña mala me gritó:
—¿Le has contado tú a David que yo estaba casada con Robert Arnoux en Francia?
Estuve a punto de colgarle el teléfono. Habían pasado cuatro o cinco meses desde nuestra última conversación. Pero disimulé mi enojo.
—Debí hacerlo, pero no se me ocurrió, señora bígama. No sabes cuánto lamento no haberlo hecho. Ahora estarías presa, ¿no?
—Contéstame y no te hagas el idiota —insistió su voz, echando chispas—. No estoy para bromas ahora. ¿Has sido tú? Una vez me amenazaste con contárselo, no creas que me he olvidado.
—No, no he sido yo. ¿Qué te pasa? ¿En qué líos andas ahora, salvajita?
Hizo una pausa. La sentí respirar, ansiosa. Cuando volvió a hablar, parecía quebrada, llorosa.
—Estábamos divorciándonos y la cosa iba bien. Pero, de pronto, no sé cómo, en estos días ha aparecido lo de mi matrimonio con Robert. David tiene los mejores abogados. El mío es un don nadie y ahora dice que si se prueba que estoy casada en Francia, mi matrimonio con David en Gibraltar queda nulo, de manera automática, y que puedo verme en un gran lío. David no me dará un centavo y, si se pone de acuerdo con Robert, pueden entablar contra mí una acción criminal, pedirme daños y perjuicios y no sé qué más. Hasta ir a la cárcel, de repente. Y me expulsarían del país. ¿No has sido tú el del chisme, seguro? Bueno, me alegro, tú no me parecías de los que hacen esas cosas.
Hizo otra larga pausa y suspiró, como si se aguantara un sollozo. Mientras me decía todo aquello, parecía sincera. Había hablado sin pizca de autocompasión.
—Lo siento mucho —le dije—. La verdad, tu última llamada me dejó tan dolido que decidí no verte, ni hablarte, ni buscarte, ni acordarme de tu existencia nunca más.
—¿Ya no estás enamorado de mí? —se rió.
—Sí lo estoy, por lo visto. Para mi desgracia. Me parte el alma lo que me has contado. No quiero que te pase nada, quiero que sigas haciéndome todas las maldades del mundo. ¿Puedo ayudarte de algún modo? Haré lo que me pidas. Porque te sigo queriendo con toda mi alma, niña mala.
Volvió a reírse.
—Por lo menos, me quedan tus huachaferías —exclamó—. Te llamaré, para que me lleves naranjas a la cárcel.
Salomón Toledano se jactaba de hablar doce lenguas y poder interpretarlas todas en las dos direcciones. Era un hombre bajito y esmirriado, medio perdido en unos trajes bolsudos que, se diría, se compraba a propósito para que le quedaran grandes, y unos ojos de tortuga indecisos entre la vigilia y el sueño. Le raleaban los cabellos y se afeitaba sólo cada dos o tres días, de modo que siempre andaba con una sombra grisácea ensuciándole la cara. Nadie que lo viera así, tan poca cosa, el perfecto don nadie, hubiera podido imaginarse la extraordinaria facilidad de que estaba dotado para los idiomas y su fabulosa aptitud para interpretarlos. Las organizaciones internacionales se lo disputaban y también transnacionales y gobiernos, pero él no aceptó nunca un puesto fijo, porque como
freelance
se sentía más libre y ganaba más. No sólo era el mejor intérprete que conocí en todos los años en que me gané la vida ejerciendo la «profesión de fantasmas» —así la llamaba él—; también, el más original.
Todo el mundo lo admiraba y lo envidiaba, pero muy pocos de nuestros colegas lo querían. Los abrumaban su locuacidad, su falta de tacto, sus chiquillerías y la avidez con que acaparaba la conversación. Hablaba de manera ostentosa y a veces vulgar, porque, aunque sabía las generalidades de los idiomas, ignoraba los matices, tonos y usos locales, lo que a menudo lo hacía parecer torpe o grosero. Pero podía ser entretenido contando anécdotas, recuerdos de familia y sus andanzas por el mundo. A mí me fascinaba su personalidad de genio aniñado y, como me pasaba horas escuchándolo, llegó a tenerme bastante estima. Cada vez que coincidíamos en las cabinas de intérpretes de alguna conferencia o congreso yo sabía que tendría a Salomón Toledano prendido de mí como una lapa.
Había nacido en una familia sefardí de Esmirna que hablaba ladino y por eso se consideraba «más español que turco, aunque con cinco siglos de atraso». Su padre debía de haber sido un comerciante y banquero muy próspero porque envió a Salomón a estudiar en colegios privados de Suiza e Inglaterra, y a hacer estudios universitarios en Boston y Berlín. Antes de obtener sus diplomas hablaba ya turco, árabe, inglés, francés, español, portugués, italiano y alemán, y, luego de graduarse en filologías románica y germánica, vivió unos años en Tokio y Taiwán, donde aprendió japonés, mandarín y el dialecto taiwanés. Conmigo hablaba siempre en un español masticado y ligeramente arcaizante, en el que, por ejemplo, a los «intérpretes» nos llamaba «trujimanes». Por eso, lo habíamos apodado el Trujimán. A veces, sin darse cuenta, pasaba del español al francés o al inglés o a lenguas más exóticas y entonces yo tenía que interrumpirlo y pedirle que se confinara en mi (comparado con el suyo) pequeñito mundo lingüístico. Cuando lo conocí, estaba aprendiendo ruso, y en un año de esfuerzos llegó a leerlo y hablarlo con más desenvoltura que yo, que llevaba cinco escudriñando los misterios del alfabeto cirílico.
Aunque generalmente traducía al inglés, cuando hacía falta interpretaba también al francés, al español y a otros idiomas, y siempre me maravilló la fluidez con que se expresaba en mi lengua, sin haber vivido jamás en un país hispanohablante. No era un hombre con muchas lecturas, ni demasiado interesado en la cultura, salvo en las gramáticas y los diccionarios, y de pasatiempos inusitados, como la filatelia y los soldaditos de plomo, temas en los que decía ser tan versado como en lenguas. Lo más extraordinario era oírlo hablar en japonés, porque entonces, sin advertirlo, adoptaba las posturas, venias y ademanes de los orientales, como un verdadero camaleón. Gracias a él, descubrí que la predisposición para los idiomas es tan misteriosa como la de ciertas personas para las matemáticas o la música, no tiene nada que ver con la inteligencia ni el conocimiento. Es algo aparte, un don que algunos poseen y otros no. Salomón Toledano lo tenía tan desarrollado que, con todo su aire inofensivo y anodino, a sus colegas nos parecía algo monstruoso. Porque, cuando no se trataba de idiomas, era de una ingenuidad desarmante, un hombreniño.
Aunque habíamos coincidido antes por razones de trabajo, mi amistad con él nació de veras en la época en que, una vez más en la vida, perdí el contacto con la niña mala. Su separación de David Richardson fue una catástrofe cuando éste pudo demostrar ante el tribunal que veía la demanda de divorcio que Mrs. Richardson era bígama, pues estaba casada con todas las de la ley también en Francia con un funcionario del Quai d'Orsay del que nunca se divorció. La niña mala, viendo la batalla perdida, optó por escapar de Inglaterra y de los odiados caballos de Newmarket con rumbo desconocido. Pero pasó por París —por lo menos, es lo que quiso que yo creyera— y, desde el flamante aeropuerto de Charles de Gaulle, en marzo de 1974 me llamó por teléfono para despedirse. Me contó que las cosas le habían ido muy mal, que su ex marido había salido ganando en todos los sentidos, y que, harta de tribunales y de abogados que le habían volatilizado la poca plata que tenía, se iba a donde nadie pudiera fregarle más la paciencia.
—Si quieres quedarte en París, mi casa es tuya —le dije, muy en serio—. Y si quieres casarte otra vez, casémonos. A mí me importa un pito que seas bígama o trígama.
—¿Quedarme en París para que monsieur Robert Arnoux me denuncie a la policía o cosas peores? Ni loca. Gracias, de todos modos, Ricardito. Ya nos veremos alguna vez, cuando pase la tormenta.
Sabiendo que no me lo diría, le pregunté dónde se iba a instalar, qué pensaba hacer ahora con su vida.
—Te lo cuento la próxima vez que nos veamos. Un besito y no me metas muchos cuernos con las francesas.
También esta vez estuve seguro de que nunca volvería a saber de ella. Como las veces anteriores, me hice el firme propósito, a mis treinta y ocho años, de enamorarme de alguien menos evasivo y complicado, una chica normal, con la que pudiera tener una relación sin sobresaltos, acaso hasta casarme con ella y tener hijos. Pero, no ocurrió así, porque en esta vida rara vez ocurren las cosas como los pichiruchis las planeamos.
Pronto entré en una rutina de trabajo que, aunque a ratos me aburría, tampoco me desagradaba. Ser intérprete me parecía una profesión anodina, pero, también, la que menos problemas morales plantea a quien la ejerce. Y me permitía viajar, ganar bastante bien y tomarme el tiempo libre que quisiera.
Mi único contacto con el Perú, pues ya muy rara vez veía a peruanos en París, seguían siendo las cartas del tío Ataúlfo, cada día más desesperanzadas. Su mujer, la tía Dolores, siempre me ponía a mano un recuerdo y yo le enviaba de tanto en tanto partituras, pues tocar el piano era la gran distracción de su vida de inválida. Los ocho años de la dictadura militar del general Velasco, con las nacionalizaciones, la reforma agraria, la comunidad industrial, los controles y el dirigismo económico, me decía el tío Ataúlfo, habían dado soluciones erróneas al problema de las injusticias sociales y las grandes desigualdades, así como a la explotación de las mayorías por la minoría de privilegiados, y esto sólo había servido para enconar y empobrecer todavía más a unos y otros, ahuyentar las inversiones, acabar con el ahorro y aumentar la crispación y la violencia. Aunque en la segunda etapa de la dictadura, dirigida en sus últimos cuatro años por el general Francisco Morales Bermúdez, se frenó algo el populismo, los diarios y las estaciones de televisión y de radio seguían estatizados, la vida política cancelada y no había asomo de que fuera a restablecerse la democracia. La amargura que destilaban las cartas del tío Ataúlfo me apenaba por él y por los peruanos de su generación que, al llegar a la vejez, veían que su antiguo sueño de que el Perú progresara, en vez de materializarse, retrocedía. La sociedad peruana se iba sumiendo cada vez más en la pobreza, la ignorancia y la brutalidad. Había hecho bien viniéndome a Europa, aunque mi vida fuera algo solitaria y la de un oscuro trujimán.