Travesuras de la niña mala (21 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Vas a terminar acuchillada, asesinada, encerrada años de años en una horrible cárcel —le dije—. ¿Te has vuelto loca? Si me estás contando la verdad, lo que haces es una estupidez. Cuando te pesquen contrabandeando drogas o algo peor, ¿crees que este gángster se va a ocupar de ti?

—Ya sé que no, él mismo me lo ha advertido —me interrumpió—. Por lo menos, es muy franco conmigo, ya ves. Si alguna vez te cogen, allá tú. Yo no te conozco ni te he conocido nunca. Allá tú.

—Cuánto te debe querer, ya se ve.

—A mí él no me quiere. Ni a mí, ni a nadie. Es como yo, en eso. Pero, tiene más carácter y es más fuerte que yo.

Había pasado más de una hora desde que estábamos allí y comenzaba a oscurecer. Yo no sabía qué decirle. Me sentía desmoralizado. Era la primera vez que me parecía totalmente entregada en cuerpo y alma a un hombre. Ahora sí, estaba clarísimo: la niña mala nunca sería tuya, pichiruchi.

—Has puesto una carita triste —me sonrió—. ¿Te apena lo que te conté? Eres la única persona a la que hubiera podido contárselo. Y, además, necesitaba decírselo a alguien. Pero, tal vez, he hecho mal. ¿Me perdonas si te doy un beso?

—Me apena que, por primera vez en tu vida, ames de verdad a alguien y que no sea yo.

—No, no, no es amor —repitió, moviendo la cabeza—. Es más complicado, una enfermedad más bien, ya te he dicho. Me hace sentirme viva, útil, activa. Pero no feliz. Es como una posesión. No te rías, no bromeo, a veces siento que estoy poseída por Fukuda.

—Si le tienes tanto miedo, me imagino que no te atreverás a hacer el amor conmigo. Y yo que vine expresamente a Tokio a pedirte que me lleves al
Château Meguru
.

Había estado muy seria mientras me contaba su vida con Fukuda pero, ahora, abriendo mucho los ojos, soltó una carcajada:

—¿Cómo diablos sabes tú, recién llegado a Tokio, qué es el
Château Meguru
?

—Por mi amigo, el intérprete. Salomón se llama a sí mismo «el Trujimán del
Château Meguru
» —le cogí la mano y se la besé—. ¿Te atreverías, niña mala? Miró su reloj y estuvo unos momentos pensativa, calculando. De pronto, resuelta, pidió a la camarera que nos llamara un taxi.

—No tengo mucho tiempo —me dijo—. Pero me da no sé qué verte con esa cara de perrito apaleado. Vamos, aunque me arriesgo mucho haciendo esto.

El
Château Meguru
era una casa de citas que funcionaba en un edificio laberíntico, lleno de pasillos y escaleras oscuras que conducían a unos cuartos equipados con saunas, jacuzzis, camas con colchones de agua, espejos en las paredes y en el techo, y aparatos de radio y de televisión, junto a los cuales había pilas de videos pornográficos con fantasías para todos los gustos imaginables y una preferencia marcada por el sadomasoquismo. También, en una pequeña vitrina, preservativos y vibradores de distintos tamaños y con aditamentos como crestas de gallo, penachos y mitras, así como una rica parafernalia de juegos sadomasoquistas, látigos, antifaces, esposas y cadenas. Al igual que los ómnibus, las calles y el parque, también aquí la limpieza era meticulosa y enfermiza. Al entrar a la habitación, tuve la sensación de estar en un laboratorio o en una estación espacial. La verdad, me costó entender el entusiasmo de Salomón Toledano, que llamaba el edén de los placeres a estas alcobas tecnológicas y mini
sex shops
.

Cuando empecé a desnudar a Kuriko, y vi y toqué su piel suavecita, y olí su aroma, pese a mis esfuerzos por contenerme, la angustia que me cerraba el pecho desde que me contó su rendición incondicional a Fukuda, me venció. Rompí en llanto. Ella me dejó llorar un buen rato, sin decir nada. Sobreponiéndome, balbuceé unas disculpas, y sentí que me volvía a acariciar los cabellos.

—Aquí no hemos venido a ponernos tristes —me dijo—. Hazme cariños y dime que me quieres, zonzito.

Cuando estuvimos los dos desnudos vi que, en efecto, se había adelgazado mucho. En el pecho y en la espalda se le distinguían las costillas y la pequeña cicatriz de su vientre se había alargado. Pero sus formas eran siempre armoniosas y sus pechitos firmes. La besé despacio, mucho rato, por todo el cuerpo —el tenue perfume que despedía su piel parecía emanar de sus entrañas—, susurrándole palabras de amor. No me importaba nada. Ni siquiera que estuviera hechizada por ese japonés. Me aterraba que, por las tareas en que éste la había metido, terminara despanzurrada a balazos o en una cárcel africana. Pero yo movería cielo y tierra para rescatarla. Porque, para qué negarlo, la amaba cada día más. Y la amaría siempre, aunque me engañara con mil fukudas, porque ella era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita, mi japonesita, mi único amor. Kuriko se había cubierto la cara con el brazo y no decía nada, ni siquiera me escuchaba, totalmente concentrada en su placer.

—Lo que me gusta, niño bueno —me ordenó al fin, abriendo las piernas y atrayendo mi cabeza hacia su sexo.

Besarlo, sorberlo, gustar la fragancia que salía del fondo de su vientre me hizo tan feliz como antaño. Por unos minutos eternos me olvidé de Fukuda y de las mil y una aventuras que me había contado, sumido en una exaltación quieta y febril, tragando los jugos dulces que succionaba de sus entrañas. Después de sentirla gozar, me encaramé sobre ella y, con la misma dificultad de tantas veces, la penetré, sintiendo que se quejaba y se fruncía. Estaba muy excitado pero conseguí demorarme en ella, sumido en un frenesí de vértigo hasta que por fin eyaculé. La tuve largo rato soldada a mí, apretándola con fuerza. La acaricié, mordí sus cabellos, sus perfectas orejas, la besé, le pedí perdón por no haber podido retenerme más tiempo.

—Hay un remedio para que no termines tan rápido, para seguir con la erección mucho rato, horas —me dijo al fin, en el oído, con la vocecita traviesa de otros tiempos—. ¿Sabes cuál? No, tú qué vas a saber esas cosas, santito. Unos polvos que se preparan con los colmillos molidos de los elefantes y el cuerno de los rinocerontes. No te rías, no es brujería, es verdad. Te regalaré un pomito para que te lo lleves de recuerdo mío a París. En toda Asia valen una fortuna, te advierto. Así te acordarás de Kuriko cada vez que te acuestes con una francesa.

Alcé la cabeza de su cuello para verle la cara: estaba muy bella así, pálida, con esas ojeras azuladas y la languidez en que la sumía el amor.

—¿Eso es lo que contrabandeas en tus viajes por Asia y África? ¿Afrodisíacos preparados con colmillos de elefantes y cuernos de rinocerontes para estafar incautos? —le pregunté, sacudido por las carcajadas.

—Es el mejor negocio del mundo, aunque no lo creas —se rió, contagiada—. Por culpa de los ecologistas, que han hecho prohibir la caza de elefantes, rinocerontes y qué sé yo cuántos animales más. Ahora, esos colmillos y cuernos valen un ojo de la cara, en los países de por acá. También hago pasar otras cosas que no pienso decirte. Pero el gran negocio de Fukuda es ése. Y, ahora, tengo que irme, niño bueno.

—No pienso regresar a París —le advertí, mientras la veía, desnuda, de espaldas, yendo en puntas de pie hacia el baño—. Me quedaré a vivir en Tokio y, si no puedo matar a Fukuda, me contentaré con ser tu perro, así como tú eres la perra de ese gángster.

—Guau, guau —ladró la chilenita.

Al regresar a mi hotel, me di con un mensaje de Mitsuko. Quería verme a solas, para un asunto urgente. ¿Podía llamarla a su oficina, mañana temprano?

La llamé apenas me levanté y, entre interminables cortesías japonesas, la amiga del Trujimán me pidió que nos tomáramos un café en la cafetería del Hotel Hilton, a media mañana, porque tenía que comunicarme algo importante. Apenas había colgado cuando sonó el teléfono. Era Kuriko. Le había contado a Fukuda que un viejo amigo peruano estaba en Tokio y el jefe Yakuza me invitaba esta noche, junto con el Trujimán y su novia, a tomar una copa en su casa y luego a una cena—espectáculo, en el musical más popular de Ginza. ¿Había oído bien?

—Y, además, le he dicho que estos días te iba a llevar a hacer un poco de turismo. No me ha puesto ningún pero.

—Qué generoso, qué galante —le contesté, indignado con lo que me acababa de contar—. ¡Tú, pidiéndole permiso a un hombre! No te reconozco, niña mala.

—Me has hecho poner colorada —susurró, algo confundida—. Creí que estarías feliz sabiendo que podremos vernos todos los días que estés en Tokio.

—Estoy celoso. ¿No te has dado cuenta? Antes, no me importaba, porque tus amantes o maridos tampoco te importaban a ti. Pero, este japonés si te importa. No debiste decirme nunca que él puede hacer contigo lo que quiera. Ese puñal en el corazón me va a acompañar hasta la tumba.

Se rió, como si yo le hubiera hecho un chiste.

—Ahora no tengo tiempo para tus huachaferías, niño bueno. Yo te voy a quitar los celos. Te he preparado un programa regio para todo el día, ya verás.

Le pedí que me recogiera en la cafetería del Hilton a mediodía y fui a la cita con Mitsuko. Cuando llegué, ella estaba ya allí, fumando. Parecía muy nerviosa. Volvió a pedirme disculpas por su atrevimiento de llamarme, pero, me dijo, no tenía a quién dirigirse, «la situación se ha vuelto muy difícil y ya no sé qué hacer». Tal vez yo pudiera aconsejarla.

—¿Te refieres a tu relación con Salomón? —le pregunté, sospechando lo que se venía.

—Yo pensé que lo nuestro sería un pequeño
flirt
—asintió, echando humo por la nariz y por la boca a la vez—. Una aventura agradable, pasajera, de esas que no comprometen. Pero Salomón no lo entiende así. Quiere convertir esto en una relación para toda la vida. Se empeña en que nos casemos. Yo no volveré a casarme nunca. Ya pasé por un fracaso matrimonial y sé lo que es eso. Además, tengo una carrera por delante. La verdad, me está volviendo loca con su obstinación. No sé qué hacer para que esto termine de una vez.

No me alegró que mis sospechas se confirmaran. El Trujimán había construido castillos en el aire y se iba a llevar la frustración de su vida.

—Como ustedes son tan amigos y él te estima tanto, pensé, en fin, espero que no te importe. Pensé que podrías ayudarme.

Pero, en qué forma te puedo ayudar, Mitsuko.

—Hablándole. Explicándole. Que yo no me voy a casar nunca con él. Que yo no quiero ni puedo continuar esta relación de la manera en que él se empeña. La verdad, me atosiga, me abruma. Yo tengo muchas responsabilidades en la compañía y este asunto está afectando mi trabajo. A mí me ha costado mucho llegar a donde estoy, en la Mitsubishi.

Todos los fumadores de Tokio parecían haberse concentrado en la impersonal cafetería del Hotel Hilton. Nubecillas de humo y un fuerte olor a tabaco impregnaban el local. Se oía hablar inglés en casi todas las mesas. Había tantos extranjeros como japoneses.

—Lo siento mucho, Mitsuko, pero no lo haré. Éste no es un asunto donde deban intervenir terceras personas, sino algo entre tú y él. Debes hablarle, con franqueza, y cuanto antes. Porque Salomón está muy enamorado de ti. Como no lo ha estado nunca antes de nadie. Y se hace muchas ilusiones. Él cree que tú lo quieres, también.

Le conté algo de lo que el Trujimán me decía de ella en sus cartas. Cómo, conocerla, lo había hecho cambiar de manera de pensar sobre el amor desde aquella lejana experiencia de su juventud berlinesa, cuando la novia polaca lo dejó en plenos preparativos de boda. Advertí que lo que yo le decía no la apenaba en absoluto: debía estar ya harta del pobre Trujimán.

—Yo la comprendo a esa muchacha —comentó, glacial—. Tu amigo puede ser, no sé cómo decirlo en inglés, abrumador, sofocante. A veces, cuando estamos juntos, me siento en una prisión. No me deja ningún espacio para ser yo misma, para respirar. Quiere tocarme todo el tiempo. A pesar de que le he explicado que aquí, en Japón, no se acostumbran esas expansiones en público.

Hablaba de tal manera que, a los pocos minutos, pensé que el problema era todavía más grave: Mitsuko se sentía tan empalagada de los besos y manoseos a la vista de todo el mundo del Trujimán, y vaya usted a saber de qué asedios privados, que había llegado a detestarlo.

—Entonces, ¿crees que debo hablarle?

—No lo sé, Mitsuko, no me hagas darte un consejo sobre algo tan personal. Yo lo único que quisiera es que mi amigo sufra lo menos posible. Y creo que, si no vas a seguir con él, si has decidido romper la relación, es preferible que lo hagas cuanto antes. Después, será peor.

Cuando se despidió, entre nuevas disculpas y cortesías, me sentí incómodo y desagradado. Hubiera preferido no haber tenido esa conversación con Mitsuko, no enterarme de que mi amigo iba a ser brutalmente despertado del sueño en que estaba y devuelto a la cruda realidad. Felizmente, no tuve que esperar mucho: Kuriko apareció en la entrada de la cafetería y fui a su encuentro, feliz de salir de este antro humoso. Llevaba un sombrerito y un impermeable de la misma tela clara, a cuadritos, unos pantalones de franela oscura, con una chompa granate de cuello alto y unos mocasines deportivos. Tenía la cara más fresca y más joven que la víspera. Una adolescente de cuarenta y pico de años. Me bastó verla para que se me disipara la desazón. Ella misma me alcanzó los labios para que la besara, cosa que no solía hacer, siempre era yo el que le buscaba la boca.

—Ven, vamos, te voy a llevar a los templos sintoístas, los más bonitos de Tokio. En todos hay animales sueltos, caballos, gallos, palomas. Los consideran sagrados, reencarnaciones. Y, mañana, a los templos budistas zen, con sus jardines de arena y rocas, que los monjes rastrillan y cambian cada día. Preciosos, también.

Fue un día de intenso trajín, subiendo y bajando de ómnibus, del aerodinámico metro, a veces de taxis. Entré y salí de templos y pagodas, y de un enorme museo donde había huacos peruanos imitados porque —lo indicaba un cartel— la institución, respetuosa de las prohibiciones que existían en el Perú para sacar fuera del país objetos del patrimonio arqueológico, no exhibía piezas originales. Pero no creo haber puesto mayor atención en lo que veía, porque mis cinco sentidos estaban concentrados en Kuriko, que me tenía casi todo el tiempo de la mano y se mostraba insólitamente cariñosa. Me hacía bromas y coqueterías, y se reía a sus anchas, con los ojos brillantes, cada vez que me pedía al oído «Ahora, otra huachafería, niño bueno», y yo le daba gusto. A media tarde nos sentamos en una mesita apartada de la cafetería del Museo de Antropología, a comer un sándwich. Se quitó el sombrerito a cuadros y se arregló los cabellos. Los llevaba muy cortos y lucía todo su cuello, airoso, en el que se insinuaba la culebrita verde de una vena.

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