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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (22 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Cualquiera que no te conozca diría que estás enamorada de mí, niña mala. Creo que nunca, desde que te conocí en Miraflores, de chilenita, has estado así de cariñosa.

—A lo mejor me he enamorado de ti y no me acabo de dar cuenta —me dijo, pasándome la mano por los cabellos y acercándome la cara, para que viera lo irónicos e insolentes que eran sus ojos—. ¿Qué harías si te dijera que lo estoy y que nos podemos ir a vivir juntos?

—Me daría un infarto y me quedaría tieso aquí mismo. ¿Lo estás, Kuriko?

—Estoy contenta, porque podremos vernos todos los días que pases en Tokio. Tenía esa preocupación, cómo hacer para verte a diario. Por eso me atreví a contárselo a Fukuda. Y ya ves qué bien salió.

—El gángster magnánimo te dio permiso para que muestres a tu compatriota los encantos de Tokio. Odio a tu maldito jefe Yakuza. Hubiera preferido no conocerlo, no verlo nunca. Esta noche voy a pasar un mal rato horrible viéndote con él. ¿Te puedo pedir un favor? No lo toques, no lo beses, delante de mí.

Kuriko se echó a reír y me tapó la boca con la mano.

—Calla, tonto, él no haría nunca esas cosas, ni conmigo ni con nadie. Ningún japonés las haría. Aquí hay una diferencia tan grande entre lo que se hace en público y en privado que las cosas más naturales para nosotros, a ellos les chocan. Él no es como tú. Fukuda, a mí, me trata como a su empleada. A veces, como a su puta. En cambio, tú, la verdad es la verdad, me has tratado siempre como a una princesa.

—Ahora, eres tú la que dice huachaferías.

Le cogí la carita con las manos y la besé.

—Tampoco debiste decirme que ese japonés te trata como a su puta —le susurré al oído—. ¿No ves que es como si me despellejaras vivo? —No te lo he dicho. Olvidémoslo, borrémoslo.

Fukuda vivía en un barrio alejado del centro, una zona residencial donde alternaban edificios de seis, ocho pisos, muy modernos, con casitas tradicionales, de techos de tejas y jardines minúsculos, que parecían a punto de ser aplastadas por sus altísimos vecinos. Tenía un apartamento en el sexto piso de un edificio con un portero engalonado, que me acompañó hasta el ascensor. Éste se abría en el interior de la casa, y, luego de un pequeño recibidor desnudo, apareció una sala comedor amplia, con un gran ventanal por el que se divisaba un manto infinito de lucecitas titilantes, bajo un cielo sin estrellas. La sala estaba sobriamente amueblada y tenía en las paredes unos platos de cerámica azul, en unas repisas unas esculturas polinesias, y, sobre una mesa chata y larga, objetos tallados en marfil. Mitsuko y Salomón ya estaban allí con copas de champagne en las manos. La niña mala llevaba un vestido largo, color mostaza, que le dejaba los hombros descubiertos, y una cadenita de oro en el cuello. Estaba maquillada como para una fiesta y sus cabellos recogidos en dos bandas. El peinado, que no le había visto antes, acentuaba su apariencia oriental. Se la hubiera podido tomar por una japonesa, ahora más que nunca. Me besó en la mejilla y le dijo en español al señor Fukuda:

—Éste es Ricardo Somocurcio, el amigo del que te hablé.

El señor Fukuda hizo la consabida venia de saludo japonesa. Y, en un español bastante comprensible, me saludó así, alargándome la mano:

—El jefe Yakuza le da la bienvenida.

El chiste me dejó totalmente desconcertado, no sólo porque no lo esperaba —no me imaginaba que Kuriko pudiera contarle lo que yo le decía sobre él— sino porque el señor Fukuda bromeó —¿bromeó?— sin sonreír, con la misma cara inexpresiva y neutral, apergaminada, que conservó toda la noche. Una cara que parecía una máscara. Cuando atiné a decirle «Ah, habla usted español», me negó con la cabeza, y, a partir de ese momento, sólo habló en un inglés muy pausado y difícil, las pocas veces que habló. Me alcanzó una copa de champagne y me señaló un asiento, al lado de Kuriko.

Era un hombre bajito, más todavía que Salomón Toledano, casi esquelético, tanto que, comparado con la esbelta y menuda niña mala, parecía un alfeñique. Me había hecho una idea tan distinta de él que me dio la impresión de estar ante un impostor. Llevaba unos anteojos oscuros, de cristales redondos y montura de metal, que no se quitó en toda la noche, lo que aumentaba el malestar que me producía su persona, pues no sabía si sus ojitos —los imaginaba fríos y pugnaces— me estaban observando o no. Tenía unos cabellos grises, aplastados contra el cráneo, acaso engominados y peinados hacia atrás a la manera de los cantantes argentinos de tango de los años cincuenta. Vestía un traje y una corbata oscuros, que le daban cierto aire funeral, y podía permanecer inmóvil y mudo mucho rato, con las pequeñas manos sobre las rodillas, como petrificado. Pero, tal vez, el rasgo más acusado de su físico era su boca sin labios, que apenas se movía cuando hablaba, como los ventrílocuos. Me sentía tan tenso e incómodo que, contra mi costumbre —nunca pude beber mucho porque el alcohol se me subía rápido—, esa noche bebí en exceso. Cuando el señor Fukuda se puso en pie, indicando de este modo que debíamos partir, yo llevaba tres copas de champagne en el cuerpo y me había comenzado a dar vueltas la cabeza. Y, algo ajeno a la conversación que mantenía casi sólo el Trujimán hablando de las variantes regionales del japonés que estaba comenzando a distinguir, me preguntaba, estupefacto: «¿Qué tiene este hombrecillo insignificante y viejo para que la niña mala hable así de él?». ¿Qué le decía, qué le hacía para que dijera que es su vicio, su enfermedad, que está poseída por él, que puede hacer lo que quiere con ella? Como no encontraba la respuesta, sentía más celos, más furia, más desprecio por mí mismo, y me maldecía por haber cometido la insensatez de venir a Japón. Sin embargo, un segundo después, mirándola de reojo, me decía que sólo aquella vez, en el baile de l'Opéra de París, la había visto tan deseable como esta noche.

Había dos taxis esperando en la puerta del edificio. A mí me tocó ir solo con Kuriko, porque así lo indicó, con un simple gesto imperativo, el señor Fukuda, quien se metió en el otro taxi con el Trujimán y Mitsuko.

Apenas partimos sentí que la niña mala me cogía la mano y se la llevaba a las piernas, para que yo la tocara.

—¿No es acaso tan celoso? —dije, señalando al otro taxi, que nos rebasaba—. ¿Cómo te deja venir sola conmigo?

Ella no se dio por entendida.

—No pongas esa cara, zonzito —me dijo—. ¿Ya no me quieres, entonces?

—Te odio —le dije—. Nunca he sentido tantos celos como ahora. ¿O sea que ese enano, ese aborto de hombre, es el gran amor de tu vida?

—Deja de decir tonterías y, más bien, bésame.

Me echó los brazos al cuello, me ofreció su boca y sentí la puntita de su lengua enredándose en la mía. Me dejó besarla largamente, y ella respondía a mis besos con alegría.

—Te quiero, maldita sea, te quiero, te amo —le imploré, en el oído—. Vente conmigo, japonesita, ven, te juro que seremos muy felices.

—Cuidado, ya estamos llegando —dijo ella. Se apartó de mí, sacó un kleenex de su cartera y se retocó la boca—. Límpiate los labios, te he dejado un poco de rouge.

El teatro restaurante era un music hall de gigantesco escenario con mesas y mesitas escalonadas en una rampa que se abría como un abanico, bajo unos candelabros inmensos que arrojaban una luz potente sobre el enorme local. La mesa reservada por Fukuda estaba bastante cerca del escenario y desde ella se tenía una perspectiva magnífica. El espectáculo comenzó casi inmediatamente después de nuestra llegada. Rememoraba los grandes éxitos de Broadway, con números a veces paródicos, a veces miméticos, de zapateos y figuras de un cuerpo de bailarines multitudinario. Había también números de payasos, ilusionistas, contorsionistas, y canciones, en inglés y japonés. El presentador parecía saber casi tantas lenguas como el Trujimán aunque, según éste, las hablaba todas mal.

También esta vez el señor Fukuda, con gestos imperativos, decidió nuestros sitios. A mí volvió a sentarme junto a Kuriko. Apenas se apagaron las luces —la mesa quedaba iluminada por unos focos semiocultos entre los arreglos florales—, sentí el pie de la niña mala sobre el mío. La miré y, con el aire más natural del mundo, estaba hablando con Mitsuko en un japonés que, a juzgar por los esfuerzos que hacía aquélla para entenderla, debía ser tan aproximado como su francés y su inglés. Estaba muy linda, en esa media oscuridad, con su piel bruñida, ligeramente pálida, sus hombros redondos, su cuello alto, sus ojitos color miel llenos de brillos y sus labios marcados. Se había descalzado para hacerme sentir la planta de su pie, que estuvo casi toda la cena sobre el mío, moviéndose a ratos para frotarme el tobillo y hacerme sentir que estaba allí, sabiendo lo que hacía, desafiando a su amo y señor. Éste, hierático, miraba el espectáculo o conversaba con el Trujimán moviendo apenas la boca. Sólo una vez, creo, se dirigió a mí para preguntarme en inglés cómo iban las cosas en el Perú y si conocía a gente de la colonia japonesa de allá, que, por lo visto, era bastante grande. Le respondí que hacía muchos años que no iba al Perú y que no sabía gran cosa de lo que pasaba en el país en el que había nacido. Y que no había conocido a ningún japonés peruano, aunque, sí, había muchos, pues el Perú había sido el segundo país en el mundo, luego de Brasil, que abrió sus fronteras a la inmigración japonesa a fines del siglo XIX.

La cena ya estaba ordenada y los platos, unas miniaturas muy bien presentadas y bastante insípidas de verduras, mariscos y carnes, se sucedían, sin fin. Yo apenas los probaba, para cumplir. En cambio, bebí varias minúsculas tacitas de porcelana en que el gángster nos servía el cálido y almibarado sake. Me sentí mareado, antes de que terminara la primera parte de la función. Pero, al menos, se me había evaporado el malestar del principio. Al encenderse las luces, para mi sorpresa, el piececito descalzo de la niña mala siguió allí, tocándome. Pensé: «Sabe que estoy sufriendo horriblemente de celos y trata de desagraviarme». Ya lo estaba: cada vez que, procurando no delatar lo que sentía, me volvía a mirarla, me decía que nunca la había visto tan bella ni deseable. Por ejemplo, esa orejita era un prodigio de arquitectura minimalista, con sus suaves curvas y el pequeño respingo del lóbulo en la parte superior.

En un momento de la noche, hubo un pequeño incidente entre Salomón y Mitsuko que no sé cómo comenzó. De improviso, ella se puso de pie y se marchó sin despedirse de nadie ni dar explicación alguna. El Trujimán se levantó de un salto y la siguió.

—¿Qué ha pasado? —pregunté al señor Fukuda, pero éste se quedó mirándome, inmutable, sin decir nada.

—A ella no le gusta que la toquen ni la besen en público —dijo Kuriko—. Tu amigo es un mano larga. En cualquier momento, Mitsuko lo dejará. Me lo ha dicho.

—Salomón se va a morir, si lo deja. Está enamorado de Mitsuko como un becerro. Templado hasta el cien.

La niña mala se rió, con esa boca abierta de labios gruesos que tenía ahora muy enrojecidos por el maquillaje:

—¡Enamorado como un becerro! ¡Templado hasta el cien! —repitió—. Hace siglos que no oía esas cosas tan chistosas. ¿Se dirán todavía en el Perú o habrá otros peruanismos para el enamoramiento? Y, pasando del español al japonés, se puso a explicar a Fukuda lo que querían decir aquellas expresiones. Él la escuchaba, rígido e inescrutable. De tanto en tanto, como un muñeco articulado, cogía su copa, se la llevaba a la boca sin mirarla, bebía un sorbo y la devolvía a la mesa. Inesperados, poco después el Trujimán y Mitsuko volvieron. Se habían reconciliado, pues sonreían e iban cogidos de la mano.

—No hay como las peleas para mantener vivo el amor —me dijo Salomón, con una sonrisa de hombre colmado, guiñándome el ojo—. Pero, a la mujer el macho debe castigarla de vez en cuando, para que no se le suba hasta la coronilla.

A la salida, había otra vez dos taxis esperando y, como al venir, el señor Fukuda decidió con un ademán que yo subiera solo con Kuriko a uno de ellos. Él se fue con Salomón y Mitsuko. El odiado japonés empezaba a caerme simpático con los privilegios que me concedía.

—Por lo menos, déjame llevarme el zapatito del pie con el que has estado tocándome toda la noche. Me acostaré con él, ya que no puedo hacerlo contigo. Y lo guardaré junto con la escobillita de Guerlain.

Pero, ante mi sorpresa, cuando llegamos al edificio de Fukuda, Kuriko, en lugar de despedirme, me cogió de la mano y me invitó a subir con ella a tomar en su departamento «la copa del estribo». En el ascensor la besé, con desesperación. Le dije mientras la besaba que nunca le perdonaría que estuviera tan bella precisamente esta noche, cuando había descubierto que sus orejitas eran unas prodigiosas creaciones minimalistas. Yo las adoraba y me gustaría cortárselas, embalsamarlas y llevarlas por el mundo en el bolsillo de mi saco más cercano al corazón.

—Sigue, sigue con tus huachaferías, huachafito —se la veía halagada, risueña, muy dueña de sí misma.

Fukuda no estaba en la sala. «Voy a ver si ha llegado», murmuró ella, después de servirme un vaso de whisky en las rocas. Regresó al momento, con la cara encendida en una expresión provocadora:

—No ha venido. Te armaste, niño bueno, eso significa que no vendrá. Va a pasar la noche afuera.

No parecía muy apenada de que su enfermedad, su vicio, la hubiera abandonado. Por el contrario, la noticia parecía alegrarla. Me explicó que Fukuda se desaparecía así, de pronto, luego de una cena o de un cine, sin decirle nada. Y que al día siguiente, al volver, no le daba la menor explicación.

—¿Quieres decir que se irá a pasar la noche con otra? ¿Teniendo a la mujer más bella del mundo en su casa, el imbécil es capaz de irse a pasar la noche con otra?

—No todos los hombres tienen tan buen gusto como tú —dijo Kuriko, dejándose caer sentada en mis rodillas y echándome los brazos al cuello.

Mientras la abrazaba y la acariciaba y la besaba en el cuello, en los hombros, en las orejas, me decía que no podía ser posible que la suerte, o los dioses, o lo que fuera, hubieran sido tan generosos conmigo, espantando al jefe Yakuza y concediéndome tanta felicidad.

—¿Estás segura que no va a volver? —le pregunté en un momento, en un sobresalto de lucidez.

—No, yo lo conozco, si no ha venido es que va a pasar la noche afuera.

¿Por qué, Ricardito? ¿Tienes miedo? —No, miedo no. Si hoy me pides que lo mate, lo mataré. Nunca he estado tan feliz en la vida, japonesita.

Y tú no has estado nunca tan linda como esta noche.

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