Travesuras de la niña mala (25 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Algo mucho más interesante que mi informe —afirmó él—. Por lo demás, ese apodo te calza como un guante. No en el sentido peyorativo, sino en el literal. Eso eres tú,
mon vieux
, aunque no te guste: un niño bueno.

—¿Sabes que es una maravillosa historia de amor? —exclamó Elena, mirándome sorprendida—. Porque, eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa historia de amor. Este belga triste nunca me ha querido así. Quién como ella, chico.

—Me gustaría conocer a esa Mata Hari —dijo Simon.

—Pasarás antes sobre mi cadáver —lo amenazó Elena, tirándole de la barba—. ¿Tienes fotos de ella? ¿Nos las muestras? —No tengo ni una sola. Que recuerde, jamás nos tomamos una foto juntos.

—La próxima vez que llame, te ruego que contestes ese teléfono —dijo Elena—. Esta historia no puede terminar así, con un teléfono sonando y sonando, como en la peor película de Hitchcock.

—Y, además —bajó la voz Simon—, tienes que preguntarle si Yilal
habló
con ella.

—Estoy muerto de vergüenza —me disculpé, por segunda vez—. El llanto y todo eso, quiero decir.

—Tú no te diste cuenta, pero Elena también derramó unos lagrimones —dijo Simon—. Hasta yo los hubiera acompañado, si no fuera belga. Mis ancestros judíos me inclinaban al llanto. Pero, prevaleció el valón.

Un belga no cae en emotividades de sudamericanos tropicales.

—¡Por la niña mala, por esa fantástica mujer! —alzó su copa Elena—. Qué vida tan aburrida he tenido yo, santo Dios.

Nos bebimos la botella entera de vino y, con las risas y bromas, me sentí mejor. Ni una sola vez, en los días y semanas siguientes, mis amigos Gravoski, para evitar que me sintiera incómodo, hicieron la menor referencia a lo que les conté. Y, entretanto, yo decidí, en efecto, que si la peruanita volvía a llamar, le contestaría. Para que me dijera si, la vez anterior que llamó, había
hablado
con Yilal. ¿Sólo por eso? No sólo por eso. Desde que confesé a Elena Gravoski mis amores, como si compartir con alguien esa historia la limpiara de toda la carga de rencor, celos, humillación y susceptibilidad que arrastraba, empecé a esperar aquella llamada con ansia y a temer que, debido a mis desaires de dos años, no ocurriera. Aplacaba mis sentimientos de culpa diciéndome que en ningún caso significaría una recaída. Le hablaría como un amigo distante y mi frialdad sería la mejor prueba de que me había librado de ella de verdad.

La espera, por lo demás, tuvo un efecto bastante bueno sobre mi estado de ánimo. Entre contrato y contrato en la Unesco o fuera de París, retomé la traducción de los cuentos de Iván Bunín, les di la última revisión y escribí un pequeño prólogo antes de enviarle el manuscrito a mi amigo Mario Muchnik. «Ya era hora», me contestó. «Temía que la arterioesclerosis o la demencia senil me llegaran antes que tu Bunín.» Cuando estaba en casa a la hora en que Yilal veía su programa de televisión, le leía cuentos. Los traducidos por mí no le gustaron mucho y los escuchó más por educación que interés. En cambio, le encantaban las novelas de Julio Verne. A un ritmo de un par de capítulos por día, le leí varias en el curso de aquel otoño. La que más le gustó —los episodios lo hacían dar saltos de alegría— fue
La vuelta al mundo en ochenta días
. Aunque también le fascinó
Miguel Strogoff, el correo del zar
. Tal como me lo había pedido Elena, nunca le pregunté por aquella llamada que sólo él podía haber recibido, aunque la curiosidad me devoraba. En las semanas y meses que siguieron a aquel mensaje que me escribió en su pizarra, nunca advertí el menor indicio de que Yilal fuera capaz de hablar.

La llamada sobrevino dos meses y medio después de la anterior. Yo estaba en la ducha, preparándome para ir a la Unesco, cuando sentí repiquetear el teléfono y tuve el pálpito: «Es ella». Corrí al dormitorio y descolgué el auricular, dejándome caer sobre la cama, mojado como estaba:

—¿Vas a colgarme también esta vez, niño bueno?

—¿Cómo estás, niña mala? Hubo un pequeño silencio y, por fin, una risita:

—Vaya, vaya, por fin te dignas contestarme. A qué se debe este milagro, ¿se puede saber? ¿Ya se te pasó el colerón o me odias todavía? Tuve ganas de colgarle, al advertir el tonito ligeramente burlón y un relente de triunfo en sus palabras.

—Para qué me llamas —le pregunté—. Para qué me has llamado todas esas veces.

—Necesito hablar contigo —dijo ella, cambiando de tono.

—¿Dónde estás?

—Estoy aquí, en París, hace algún tiempo. ¿Podemos vernos un momento? Me quedé helado. Tenía la seguridad de que ella seguía en Tokio, o en algún país lejano, y que nunca volvería a poner los pies en Francia. Saber que estaba aquí y que podía verla en cualquier momento, me sumió en una confusión total.

—Sólo un ratito —insistió, pensando que mi silencio anticipaba una negativa—. Lo que tengo que decirte es muy personal, prefiero no hacerlo por teléfono. Media hora, nada más. No es mucho para una vieja amiga, ¿no?

La cité para dos días después, a la salida de la Unesco, a las seis de la tarde, en La Rhumerie, de Saint Germain-des-Prés (ese bar se había llamado siempre La Rhumerie Martiniquaise, pero en los últimos tiempos, por alguna misteriosa razón, había perdido el gentilicio). Cuando colgué, mi corazón tronaba en mi pecho. Antes de volver a la ducha debí quedarme sentado un rato, con la boca abierta, hasta que se normalizara mi respiración. ¿Qué hacía ella en París? ¿Trabajitos especiales por encargo de Fukuda? ¿Abrir el mercado europeo a los afrodisiacos exóticos de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte? ¿Me necesitaba para que le echara una mano en sus operaciones de contrabando, lavado de dinero y otros negocios mafiosos? Había hecho una estupidez contestando el teléfono. La vieja historia iba a repetirse. Conversaríamos, yo volvería a rendirme a ese poder que ella había tenido siempre sobre mí, viviríamos un breve y falso idilio, yo me haría toda clase de ilusiones, y, en el momento menos pensado, se desaparecería y yo quedaría maltrecho y alelado, lamiendo mis heridas como en Tokio. ¡Hasta el próximo capítulo!

No les conté a Elena y Simon la llamada ni la cita y pasé esas cuarenta y ocho horas en estado sonambúlico, entre espasmos de lucidez y una niebla mental que se levantaba de tanto en tanto para que pudiera entregarme a una sesión de masoquismo con insultos: imbécil, cretino, te mereces todo lo que te pasa, te ha pasado y te va a pasar.

El día de la cita fue uno de esos días grises y mojados de fines del otoño parisino, en los que ya casi no quedan hojas en los árboles ni luz en el cielo, el mal humor de la gente aumenta con el mal tiempo y se ve a hombres y mujeres por la calle emboscados en sus abrigos, bufandas, guantes y paraguas, apurados y repletos de odio contra el mundo. Al salir de la Unesco busqué un taxi, pero, como llovía y no había esperanza de encontrarlo, opté por el metro. Bajé en la estación de Saint Germain y desde la puerta de la Rhumerie la vi, sentada en la terraza, ante una taza de té y una botellita de Perrier. Al verme, se puso de pie y me alcanzó las mejillas:

—¿Podemos darnos la
accolade
o tampoco? El local estaba cubierto con la gente típica del barrio: turistas, playboys con cadenas en el cuello y coquetos chalecos y casacas, muchachas de audaces escotes y mini—faldas, algunas maquilladas como para una función de gala. Pedí un grog. Estuvimos callados, mirándonos con cierta incomodidad, sin saber qué decir.

La transformación de Kuriko era notable. No sólo parecía haber perdido diez kilos —estaba convertida en un esqueletito de mujer— sino envejecido diez años desde la inolvidable noche de Tokio. Vestía con la modestia y el descuido con que sólo recordaba haberla visto aquella remota mañana en que la recogí en el aeropuerto de Orly por encargo de Paúl. Llevaba un sacón raído que podía ser de hombre y un pantalón de franela descolorido, del que emergían unos zapatones gastados y sin lustre. Estaba despeinada y, en sus dedos delgadísimos, las uñas aparecían mal cortadas, sin limar, como si se las hubiera mordido. Los huesos de la frente, de los pómulos, del mentón, sobresalían, estirando la piel, muy pálida y con los visajes verdosos acentuados. Sus ojos habían perdido la luz y había en ellos algo asustadizo, que recordaba a ciertos animalitos tímidos. No tenía un solo adorno ni el menor maquillaje.

—Qué trabajo me ha costado llegar a verte —dijo, por fin. Estiró la mano, me tocó el brazo e intentó una de esas sonrisas coquetas de antaño que esta vez no le salió bien—. Por lo menos, dime si se te ha pasado ya la furia y me odias un poquito menos.

—De eso, no vamos a hablar —le respondí—. Ni ahora ni nunca. ¿Para qué me has llamado tantas veces?

—Me diste media hora, ¿no? —dijo ella, soltándome el brazo y enderezándose—. Tenemos tiempo. Cuéntame de ti. ¿Te va bien? ¿Tienes una amante? ¿Siempre te ganas la vida haciendo lo mismo? —Pichiruchi hasta la muerte —me reí yo, sin ganas, pero ella seguía muy seria, examinándome.

—Con los años, te has vuelto susceptible, Ricardo. Antes, el rencor no te hubiera durado tanto tiempo —en sus ojitos, un segundo, titiló la antigua luz—. ¿Dices siempre huachafe rías a las mujeres o ya no?

—¿Desde cuándo estás en París? ¿Qué haces aquí? ¿Trabajando para el gángster japonés? Negó con la cabeza. Me pareció que iba a reírse, pero, más bien, se le endureció la expresión y le temblaron esos labios gruesos que seguían destacando nítidamente en su cara, aunque ahora parecían también algo mustios, como toda ella.

—Fukuda me largó, hace más de un año. Por eso me vine a París.

—Ahora comprendo por qué estás en ese estado calamitoso —ironicé—. Nunca me hubiera imaginado verte así, tan deshecha.

—Estuve bastante peor —reconoció ella, con aspereza—. En algún momento, creí que me iba a morir. Las dos últimas veces que intenté hablar contigo, fue por eso. Para que, por lo menos, fueras tú quien me enterrara. Quería pedirte que me hicieras cremar. Me horroriza la idea de que los gusanos se coman mi cadáver. En fin, ya pasó.

Hablaba con tranquilidad, aunque dejando entrever en sus palabras una furia contenida. No parecía hacer un número de autocompasión, para impresionarme, o lo hacía con soberbia destreza. Más bien, describir un estado de cosas con objetividad, a distancia, como un policía o un notario.

—¿Intentaste suicidarte cuando el gran amor de tu vida te dejó?

Negó con la cabeza y encogió los hombros:

—Siempre me dijo que un día se cansaría de mí y me largaría. Estaba preparada. Él no hablaba por hablar. Pero, el momento en que lo hizo no fue el mejor, ni tampoco las razones que me dio para despedirme.

Le tembló la voz y la boca se le deformó en una mueca de odio. Los ojos se le llenaron de chispas. ¿Era todo eso una farsa más, para conmoverme?

—Si ese tema te incomoda, hablemos de otra cosa —le dije—. ¿Qué haces en París, de qué vives? ¿El gángster te dio por lo menos una indemnización que te permita pasar un tiempo sin apuros?

—Estuve presa en Lagos, un par de meses que me parecieron un siglo —dijo ella, como si yo, de pronto, hubiera dejado de estar allí—. La ciudad más horrible, más fea, y la gente más malvada del mundo. Nunca se te ocurra ir a Lagos. Cuando por fin pude salir de la cárcel, Fukuda me prohibió volver a Tokio. «Estás quemada, Kuriko.» Quemada en los dos sentidos de la palabra, quería decir. Porque estaba ya fichada por la policía internacional. Y quemada, porque, probablemente, los negros de Nigeria me habían contagiado el sida. Me cortó el teléfono, sin más, después de decirme que no debía verlo, ni escribirle, ni llamarlo, nunca jamás. Me largó así; como a una perra sarnosa. Ni siquiera me pagó el pasaje a París. Él es un hombre frío y práctico, que sabe lo que le conviene. Yo ya no le convenía. Él es lo más opuesto a ti que hay en el mundo. Por eso, Fukuda es rico y poderoso y tú eres y serás siempre un pichiruchi.

—Gracias. Después de todo, lo que has dicho es un elogio.

¿Era verdad todo eso? ¿U otra de esas fabulosas mentiras que jalonaban todas las etapas de su vida? Se había recompuesto. Sostenía su taza de té con las dos manos, bebiendo a sorbitos, soplando el líquido. Era penoso verla tan arruinada, tan mal vestida, con tantos años encima.

—¿Es cierto semejante dramón? ¿No es otro de tus cuentos? ¿Estuviste presa, de verdad?

—Presa y, encima, violada por la policía de Lagos —precisó ella, clavándome los ojos como si yo fuera el culpable de su desgracia—. Unos negros cuyo inglés no se entendía, porque hablaban
Pidgin English
. Eso decía David que era mi inglés, cuando quería insultarme:
Pidgin English
. Pero, no me pegaron el sida. Sólo ladillas y un chancro. Horrible palabra, ¿no? ¿La habías oído alguna vez? A lo mejor tú ni sabes lo que es eso, santito. Chancro, úlceras infecciosas. Algo asqueroso, pero no grave, si se cura a tiempo con antibióticos. Sólo que, en la maldita Lagos a mí me curaron mal y la infección casi me mata. Creí que me iba a morir. Por eso te llamé. Ahora, felizmente, ya estoy bien.

Lo que contaba podía ser cierto o falso, pero no era pose la ira inconmensurable que impregnaba todo lo que decía. Aunque, con ella, siempre era posible la representación. ¿Una formidable pantomima? Me sentía desconcertado, confuso. Esperaba cualquier cosa de esta entrevista, menos semejante historia.

—Siento que hayas pasado por ese infierno —dije por fin, por decir algo, porque, ¿qué se puede decir ante una revelación semejante?—. Si es verdad lo que me cuentas. Ya ves, me ocurre una cosa tremenda contigo. Me has contado tantos cuentos en la vida, que ya me resulta difícil creerte nada.

—No importa que no me creas —dijo, cogiéndome otra vez del brazo y esforzándose por mostrarse cordial—. Ya sé que sigues ofendido, que nunca me vas a perdonar lo de Tokio. No importa. No quiero que me compadezcas. No quiero plata, tampoco. Lo que quiero, en realidad, es llamarte de vez en cuando y que, de tanto en tanto, nos tomemos un café juntos, como ahora. Nada más.

—¿Por qué no me dices la verdad? Por una vez en tu vida. Anda, dime la verdad.

—La verdad es que, por primera vez, me siento insegura, sin saber qué hacer. Muy sola. No me había pasado hasta ahora, pese a que he tenido momentos muy difíciles. Para que lo sepas, vivo enferma de miedo —hablaba con una sequedad orgullosa, en un tono y una actitud que parecían desmentir lo que decía. Me miraba a los ojos, sin pestañear—. El miedo es una enfermedad, también. Me paraliza, me anula. Yo no lo sabía y ahora lo sé. Conozco algunas personas aquí en París, pero no me fío de nadie. De ti, sí. Esa es la verdad, me creas o no. ¿Puedo llamarte, de tiempo en tiempo? ¿Podremos vernos de cuando en cuando, en un
bistrot
, así como hoy?

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