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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (27 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Debe ser cierto que ya no me quieres, cuando no me has dicho ni una sola huachafería esta vez —reconoció, haciendo una mueca medio cómica—. ¿Qué tengo que hacer para reconquistarte?

Se rió con la coquetería de los viejos tiempos y sus ojos se llenaron de brillos traviesos pero, de pronto, sin transición, sentí que la presión de su mano en la mía se aflojaba. Se le blanquearon los ojos, se puso lívida y abrió la boca, como si le faltara el aire. Si no hubiera estado yo a su lado, sosteniéndola, hubiera rodado al suelo. Le froté las sienes con la servilleta mojada, le hice beber un poquito de agua. Se recuperó algo, pero siguió muy pálida, blanca casi. Y, ahora, en sus ojos había un pánico animal.

—Me voy a morir —balbuceó, clavándome las uñas en el brazo.

—No te vas a morir. Te he permitido todas las canalladas del mundo desde que éramos niños, pero esta de morirte no. Te la prohíbo.

Sonrió, sin fuerzas.

—Ya era hora de que me dijeras alguna cosa bonita —su voz era apenas audible—. Me hacía falta, aunque tampoco me lo creas.

Cuando, un rato después, intenté que se pusiera de pie, le temblaron las piernas y se dejó caer en la silla, exhausta. Hice que un camarero de Le Procope trajera un taxi del paradero de la esquina de Saint Germain hasta la puerta del restaurante y que me ayudara a sacarla a la calle. La llevamos entre los dos, alzada en peso de la cintura. Cuando me oyó decirle al taxi que nos condujera al hospital más cercano —«¿el Hotel Dieu, en la Cité, no?»—, se me prendió con desesperación: «No, no, a un hospital de ninguna manera, no, no». Me vi obligado a rectificar y pedirle al taxista que nos llevara más bien a la rue Joseph Granier. En el trayecto hasta mi casa —la tenía apoyada en mi hombro— volvió a perder el sentido por unos segundos. Su cuerpo se ablandó y se chorreó en el asiento. Al enderezarla, sentí todos los huesecillos de su espalda. En la puerta del edificio art déco, llamé por el intercomunicador a Simon y Elena, a pedirles que bajaran para ayudarme.

La subimos entre los tres a mi departamento y la acostamos en mi cama. Mis amigos no me preguntaron nada, pero miraban a la niña mala con una curiosidad voraz, como a un resucitado. Elena le prestó un camisón y le tomó la temperatura y la presión arterial. No tenía fiebre, pero su presión estaba bajísima. Cuando recuperó del todo el conocimiento, Elena le hizo beber a sorbos una taza de té hirviendo, con dos pastillas que, le dijo, eran simples reconstituyentes. Al despedirse, me aseguró que no veía ningún peligro inminente, pero que si, en el curso de la noche, se sentía mal, la despertara. Ella misma llamaría al Hospital Cochin para que enviaran una ambulancia. En vista de esos desvanecimientos, era indispensable un examen médico completo. Ella lo arreglaría todo, pero tomaría por lo menos un par de días.

Cuando regresé al dormitorio, la encontré con los ojos muy abiertos.

—Debes estar maldiciendo la hora en que me contestaste el teléfono —dijo—. Sólo he venido a crearte problemas.

—Desde que te conozco, no has hecho más que crearme problemas. Es mi destino. Y no hay nada que hacer contra el destino. Mira, aquí tienes, por si la necesitas. Es la tuya. Eso sí, me la devuelves.

Y saqué del velador la escobillita de Guerlain. La examinó, divertida.

¿O sea que la sigues guardando? Es la segunda galantería de la noche. Qué lujo. ¿Dónde vas a dormir tú, se puede saber?

—El sofá de la salita es un sofá cama, así que no te hagas ilusiones. No hay la menor posibilidad de que duerma contigo.

Se rió otra vez. Pero ese pequeño esfuerzo la fatigó y, encogiéndose bajo las sábanas, cerró los ojos. La abrigué con las frazadas y le puse también mi bata de levantar, a los pies. Fui a lavarme los dientes, a ponerme el piyama y a estirar el sofá cama de la salita. Cuando volví al dormitorio, ella dormía, respirando con normalidad. El resplandor de la calle que se filtraba por la claraboya iluminaba su cara: siempre muy pálida, con la nariz afilada y, entre sus cabellos, asomaban sus lindas orejitas. Tenía la boca entreabierta, le palpitaban las aletas de la nariz y su expresión era lánguida, de total abandono. Al rozarle los cabellos con mis labios sentí en mi cara su aliento. Me fui a acostar. Casi de inmediato caí dormido, pero me desperté un par de veces en la noche y las dos me levanté en puntas de pie para ir a verla. Dormía, respirando parejo. Tenía la piel de la cara muy estirada y resaltaban sus huesos. Con la respiración, su pecho subía y bajaba las frazadas, ligeramente. Estuve adivinando su pequeño corazón, imaginando cómo palpitaba cansado.

A la mañana siguiente, preparaba el desayuno cuando la sentí levantarse. Apareció en la cocinita donde yo pasaba el café, envuelta en mi bata. Le quedaba enorme y parecía un payaso. Sus pies descalzos eran los de una niña.

—He dormido casi ocho horas —dijo, asombrada—. No me ocurría hace siglos. Anoche me desmayé, ¿no es cierto?

—Pura pose, para que te trajera a mi casa. Y, ya ves, lo conseguiste. Y hasta te metiste a mi cama. Sabes las de Kiko y Caco, niña mala.

—¿Te fregué la noche, no, Ricardito?

—Y me vas a fregar el día, también. Porque te vas a quedar aquí, en cama, mientras Elena arregla las cosas en el Hospital Cochin y pueden hacerte ese chequeo completo. No se admiten discusiones. Ha llegado el momento de que imponga mi autoridad sobre ti, niña mala.

—Caramba, qué progresos. Hablas como si fueras mi amante.

Pero esta vez no logré que sonriera. Me miraba con la cara desencajada y los ojos mustios. Estaba muy cómica así, con sus pelos revueltos y esa bata que arrastraba por el suelo. Me acerqué a ella y la abracé. La sentí muy frágil, temblando. Pensé que si apretaba un poco el abrazo, se quebraría, como un pajarito.

—No te vas a morir —le aseguré en el oído, besándole apenas los cabellos—. Te van a hacer ese examen y, si algo anda mal, te vas a curar. Y vas a ponerte bonita otra vez, a ver si así consigues que me enamore de nuevo de ti. Y, ahora, ven, vamos a desayunar, no quiero llegar tarde a la Unesco.

Cuando estábamos tomando el café con tostadas, vino Elena, ya de salida a su trabajo. Volvió a tomarle la temperatura y la tensión y la encontró mejor que la noche anterior. Pero le indicó que guardara cama todo el día y comiera cosas ligeritas. Trataría de prepararlo todo en el hospital para que pudiera trasladarse allí mañana mismo. Le preguntó a la niña mala qué le hacía falta y ella le encargó una escobilla para el pelo.

Antes de partir, le mostré las provisiones en la nevera y el aparador, más que suficientes para que se preparara al mediodía una dieta de pollo o unos fideos con mantequilla. Yo me encargaría de la cena, al volver. Si se sentía mal, debía llamarme de inmediato a la Unesco. Asentía sin decir nada, mirándolo todo con expresión ida, como si no acabara de comprender las cosas que le pasaban.

La llamé a comienzos de la tarde. Se sentía bien. El baño con espuma en mi bañera la había hecho feliz, porque hacía lo menos seis meses que sólo tomaba duchas en baños públicos, siempre a la carrera. En la tarde, al regresar, los encontré a ella y a Yilal absorbidos en una película de Laurel y Hardy que, doblada al francés, sonaba absurda. Pero ambos parecían divertirse y festejaban las payasadas del gordo y el flaco. Ella se había puesto uno de mis piyamas y, encima, la gran bata dentro de la cual parecía perdida. Estaba bien peinada, con la cara fresca y sonriente.

Yilal me preguntó en su pizarrón, señalando a la niña mala: «¿Te vas a casar con ella, tío Ricardo?».

—Ni muerto —le dije, poniendo cara de espanto—. Eso es lo que ella quisiera. Hace años que trata de seducirme. Pero yo no le hago caso.

«Hazle caso», me respondió Yilal, escribiendo de prisa en su pizarra. «Es simpática y será buena esposa.»

—¿Qué has hecho para comprarte a esta criatura, guerrillera?

—Le he contado cosas de Japón y de África. Es buenísimo en geografía. Se sabe las capitales mejor que yo.

Los tres días que la niña mala permaneció en mi casa, antes de que Elena consiguiera sitio para ella en el Hospital Cochin, mi alojada y Yilal se hicieron íntimos. Jugaban a las damas, se reían y bromeaban como si fueran de la misma edad. Se divertían tanto juntos que, aunque para guardar las apariencias mantenían prendida la televisión, en realidad ni miraban la pantalla, concentrados en el YanKen—Po, un juego de manos que yo no había vuelto a ver jugar desde mi niñez miraflorina: la piedra chanca la tijera, el papel envuelve a la piedra y la tijera corta el papel. A veces, ella empezaba a leerle a Yilal historias de Julio Verne, pero, después de unos cuantos renglones, se apartaba del texto y comenzaba a disparatar la historia hasta que Yilal le arrancaba el libro de las manos, sacudido por las carcajadas. Las tres noches cenamos donde los Gravoski. La niña mala ayudaba a Elena a cocinar y a lavar la vajilla. Y, mientras, conversaban y cambiaban bromas. Era como si los cuatro fuésemos dos parejas amigas de toda la vida.

La segunda noche, ella se empeñó en dormir en el sofá cama y en devolverme el dormitorio. Tuve que darle gusto, porque me amenazó con que, si no, se largaba de la casa. Esos dos primeros días estuvo bien de ánimo; por lo menos, así me lo parecía, al anochecer, cuando volvía de la Unesco y la encontraba jugando de tú a tú con Yilal. El tercer día, todavía oscuro, me desperté, seguro de haber oído a alguien llorando. Escuché y no había duda: era un llanto bajito, entrecortado, con paréntesis de silencio. Fui a la sala comedor y la encontré encogida en su cama, tapándose la boca, empapada de lágrimas. Temblaba de pies a cabeza. Le limpié la cara, le alisé los cabellos, le traje un vaso de agua.

—¿Te sientes mal? ¿Quieres que despierte a Elena?

—Me voy a morir —dijo, muy quedo, lloriqueando—. Me contagiaron algo, allá en Lagos, que nadie sabe qué es. Dicen que no es el sida pero qué es, entonces. Ya casi no tengo fuerzas para nada. Ni para comer, ni para andar, ni para levantar un brazo. Así le pasaba a Juan Barreto, allá en Newmarket, ¿no te acuerdas? Y estoy todo el tiempo con una secreción abajo que parece pus. No es sólo el dolor. Es que, además, tengo tanto asco de mi cuerpo y de todo desde lo de Lagos..

Estuvo sollozando un buen rato, quejándose de frío, a pesar de lo abrigada que estaba. Yo le secaba los ojos, le daba a beber sorbitos de agua, abatido por una sensación de impotencia. ¿Qué darle, qué decirle, para sacarla de ese estado? Hasta que por fin sentí que se quedaba dormida. Regresé a mi dormitorio con el pecho encogido. Sí, estaba gravísima, acaso con el sida y a lo mejor terminaría como el pobre Juan Barreto.

Esa tarde, cuando regresé del trabajo, ella estaba preparada para ingresar al Hospital Cochin a la mañana siguiente. Había ido a traer sus cosas en un taxi y tenía una maleta y un maletín metidos en el clóset. La reñí. ¿Por qué no me había esperado para que la acompañara a recoger su equipaje? Sin más, me repuso que le daba vergüenza que yo viera el cuchitril donde había estado viviendo.

A la mañana siguiente, llevándose sólo el pequeño maletín, partió con Elena. Al despedirse, me murmuró al oído algo que me hizo feliz:

—Tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida, niño bueno.

Los dos días que iba a durar el examen médico se alargaron a cuatro y en ninguno de ellos la pude ver. El hospital era muy estricto con el horario y cuando yo salía de la Unesco ya era tarde para las visitas. Tampoco pude hablar por teléfono con ella. En las noches, Elena me informaba lo que había logrado averiguar. Soportaba con entereza los exámenes, análisis, interrogatorios y pinchazos. Elena trabajaba en otro pabellón pero se arreglaba para pasar a verla un par de veces al día. Además, el profesor Bourrichon, un internista, una de las luminarias del hospital, había tomado su caso con interés. En las tardes, cuando alcanzaba a Yilal frente al aparato de televisión, encontraba en su pizarrón la pregunta: «¿Cuándo va a volver?».

El cuarto día en la noche, después de dar de cenar y acostar a Yilal, Elena volvió a mi casa a traerme noticias. Aunque todavía quedaba por conocer el resultado de un par de pruebas, esa tarde el profesor Bourrichon le había adelantado algunas conclusiones. El sida estaba descartado, de manera categórica. Padecía de desnutrición extrema y un estado de agudo abatimiento depresivo, de pérdida del impulso vital. Requería un tratamiento psicológico inmediato, que la ayudara a recobrar la «ilusión de vida»; sin ella todo programa de recuperación física sería ineficaz. Lo de la violación probablemente era cierto; tenía huellas de desgarros y cicatrices tanto en la vagina como en el recto, y una herida supurante, producto de un instrumento metálico o de madera —ella no lo recordaba— introducido por la fuerza, que le había rajado una de las paredes vaginales, muy cerca de la matriz. Resultaba sorprendente que esta lesión, mal cuidada, no le hubiera provocado una septicemia. Era necesaria una intervención quirúrgica para limpiar el absceso y suturar la herida. Pero lo más delicado de su cuadro clínico era el fuerte estrés que, a consecuencia de aquella experiencia de Lagos y de lo incierto de su situación actual, la tenía agobiada, insegura, inapetente y presa de ataques de terror. Los desmayos eran consecuencia de aquel trauma. Corazón, cerebro, estómago funcionaban con normalidad.

—Le harán esa pequeña operación en la matriz mañana temprano —añadió Elena—. El doctor Pineau, el cirujano, es un amigo y no cobrará nada. Sólo habrá que pagar el anestesista y las medicinas. Unos tres mil francos, más o menos.

—Ningún problema, Elena.

—Después de todo, las noticias no son tan malas, ¿no es cierto? —me animó ella—. Hubiera podido ser mucho peor, teniendo en cuenta la carnicería que hicieron con la pobre esos salvajes. El profesor Bourrichon recomienda que pase un tiempo en una clínica de absoluto reposo, donde haya buenos psicólogos. Que no caiga en manos de uno de esos lacanianos que la podrían meter en un laberinto y enredarla más de lo que está. El problema es que esas clínicas suelen ser bastante caras.

—Ya me ocuparé yo de conseguir lo que haga falta. Lo importante es encontrarle un buen especialista, que la saque de esto y vuelva a ser la que era, no el cadáver en que está convertida.

—Lo encontraremos, te prometo —me sonrió Elena, dándome una palmada en el brazo—. ¿Es el gran amor de tu vida, no, Ricardo?

—El único, Elena. La única mujer que yo he querido, desde que era una niña. He hecho lo imposible por olvidarla, pero, la verdad, es inútil. La querré siempre. La vida no tendría sentido para mí si ella se muere.

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