Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—¿Todavía haces el amor? —me preguntó—. Bueno, menos mal. Nadie me había vuelto a decir esas cosas desde la última vez que nos vimos. ¿Me vas a decir muchas cuando vengas, Ricardito? Anda, dime otra, por ejemplo.
—Las noches de luna llena salgo a ladrar al cielo y entonces veo tu carita retratada allá arriba. Ahora mismo, daría los diez años de vida que me quedan por verme reflejado en el fondo de tus ojitos color miel oscura.
Se estaba riendo, divertida, pero de pronto me interrumpió, asustada:
—Tengo que cortar.
Oí el clic del aparato. Ya no pude pegar los ojos, presa de una mezcla de alegría e inquietud que me tuvieron desvelado hasta las siete de la mañana, hora en que me levantaba a prepararme el desayuno de costumbre —un café puro y una tostada con miel—, cuando no iba a tomarlo en el mostrador de un café vecino, en l'avenue de Tourville.
Las dos semanas que faltaban para mi viaje a Seúl las pasé dedicado a cosas que, supongo, hacían esos ilusionados novios de antaño en los días que precedían a la boda, en la que los dos iban a perder la virginidad: comprarme ropa, zapatos, cortarme los cabellos (no con el peluquero rascuachi a la espalda de la Unesco donde lo hacía siempre sino en una peluquería de lujo de la rue St. Honoré) y, sobre todo, recorrer
boutiques
y tiendas de señoras para elegir un regalo discreto, que la niña mala pudiera disimular en su propio vestuario, y a la vez original, delicado, que le dijera esas cosas tiernas y bonitas que yo ansiaba decirle al oído. Todas las horas que dediqué a buscarle el regalo me decía que yo era ahora todavía más imbécil de lo que había sido nunca antes y que me merecía ser tratado una vez más con la punta del zapato y revolcado en la mugre por la amante del jefe Yakuza. Al final, después de tanto buscar, terminé comprando una de las primeras cosas que vi y que me gustaron, donde Vuitton: un neceser con una colección de frasquitos de cristal para perfumes, cremas y lápices de labios, y una agenda y un lápiz de concheperla que se ocultaban en un falso fondo. Había algo vagamente adulterino en ese escondrijo del coqueto neceser.
La conferencia de Seúl fue agotadora. Era sobre patentes y tarifas y los oradores recurrían a un vocabulario muy técnico, que me duplicaba el esfuerzo. La excitación de los últimos días, el
jet lag
y la diferencia de horas entre París y Corea me tuvieron desvelado y con los nervios de punta. El día que llegué a Tokio, al comienzo de la tarde, caí rendido de sueño en la minúscula habitación que me había reservado el Trujimán en un hotelito del centro de la ciudad. Dormí cuatro o cinco horas de corrido y a la noche, después de una larga ducha fría para despertar, salí a cenar con mi amigo y su amor japonés. Desde el primer momento presentí que Salomón Toledano estaba mucho más enamorado de Mitsuko que ella de él. Al Trujimán se lo veía rejuvenecido y exaltado. Llevaba una corbata pajarita que nunca le había visto antes y un traje de corte moderno y juvenil. Hacía bromas, multiplicaba los gestos de atención a su amiga y con cualquier pretexto la besaba en las mejillas o la boca y le pasaba el brazo por la cintura, algo que a ella parecía incomodarle. Era mucho más joven que él, simpática y bastante agraciada, en efecto: lindas piernas y una carita de porcelana en la que titilaban unos ojos grandes y vivarachos. No podía disimular una expresión de desagrado cada vez que Salomón se le arrimaba. Hablaba muy bien el inglés y su naturalidad y cordialidad experimentaban una especie de parón cada vez que mi amigo le hacía esas ostentosas demostraciones de cariño. Él parecía no advertirlo. Fuimos primero a un bar en Kabukicho, en Shinjuku, un barrio lleno de cabarets, tiendas eróticas, restaurantes, discotecas y casas de masajes entre los que circulaba una espesa muchedumbre. De todos los lugares salía una música desaforada y había un verdadero bosque aéreo de luces, enseñas y avisos publicitarios. Me sentí mareado. Después, cenamos en un sitio más tranquilo, en Nishi-Azabu, donde, por primera vez, probé comida japonesa y bebí el tibio y áspero sake. A lo largo de toda la noche se acentuó mi impresión de que la relación entre Salomón y Mitsuko estaba lejos de funcionar tan bien como aseguraba el Trujimán en sus cartas. Pero, me decía, ello se debe sin duda a que Mitsuko, parca en sus demostraciones de afecto, no se acostumbra todavía a la manera expansiva, mediterránea, de Salomón de exhibir ante el mundo la pasión que ha despertado en él. Ya se habituará.
Mitsuko tomó la iniciativa de hablar de la niña mala. Lo hizo a la mitad de la cena y de la manera más natural del mundo, preguntándome si quería que llamara a mi compatriota para avisarle de mi llegada. Le rogué que lo hiciera y que le diera el número de mi hotel. Mejor eso que telefonearla yo mismo, teniendo en cuenta que el caballero con el que vivía era, por lo visto, un Otelo japonés y, acaso, un asesino.
—¿Eso te ha contado este señor? —se rió Mitsuko—. Vaya tontería. El señor Fukuda es un hombre un poco raro, se dice que anda metido en negocios no muy claros, en África. Pero nunca he oído que se trate de un delincuente, ni nada parecido. Es muy celoso, eso sí. Por lo menos, es lo que dice Kuriko.
—¿Kuriko?
—La niña mala.
Dijo la «niña mala» en español y se celebró ella misma su pequeña proeza lingüística, aplaudiendo. O sea que ahora se llamaba Kuriko. Vaya, pues.
Esa noche, al despedirnos, el Trujimán se las arregló para hacer un brevísimo aparte conmigo. Me preguntó, señalando a Mitsuko:
—¿Qué te parece?
—Muy linda, Trujimán. Tenías toda la razón del mundo. Es un encanto.
—Y eso que sólo la estás viendo vestida —dijo él, guiñando un ojo y golpeándose el pecho—. Tenemos que hablar largo, querido. Te asombrarás con los planes que tengo en agraz. Mañana te llamaré. Duerme, sueña y resucita.
Pero quien me llamó, temprano, fue la niña mala. Me dio una hora para afeitarme, bañarme y vestirme. Cuando bajé, ya estaba esperándome, sentada en uno de los sillones de la recepción. Llevaba un impermeable claro y, debajo, una blusita color ladrillo y una falda marrón. Se le veían las rodillas, redondas y pulidas, y las piernas finitas. Estaba más delgada que en mi recuerdo y con los ojos algo cansados. Pero nadie en el mundo hubiera creído que tenía ya más de cuarenta años. Se la veía fresca y bella. a la distancia, se la hubiera podido tomar por una de esas japonesas delicadas y menudas que pasaban por la calle, silentes y flotantes. Se le alegró la cara cuando me vio y se puso de pie para que la abrazara. La besé en las mejillas y no me apartó sus labios cuando se los rocé con los míos.
—Te quiero mucho —balbuceé—. Gracias por seguir tan joven y tan linda, chilenita.
—Ven, vamos a tomar el ómnibus —me dijo, cogiéndome del brazo—. Conozco un sitio bonito, para conversar. Es un parque al que va todo Tokio a hacer picnic y a emborracharse cuando salen las flores de los cerezos. Allí podrás decirme algunas huachaferías.
Prendida de mi brazo me llevó hasta un paradero, a dos o tres cuadras del hotel, donde subimos a un ómnibus que brillaba de limpio. Tanto el conductor como la boletera llevaban esos tapabocas con los que me sorprendió ver a mucha gente caminando por la calle. En muchos sentidos, Tokio parecía una étnica. Le entregué el neceser de Vuitton que le había traído y lo recibió sin excesivo entusiasmo. Me examinaba, entre divertida y curiosa.
—Te has vuelto una japonesita. En tu manera de vestirte, incluso en tus rasgos, en tus movimientos, hasta en el color de la piel. ¿Desde cuándo te llamas Kuriko?
—Así me han puesto mis amistades, no sé a quién se le ocurrió. Será que tengo algo de oriental. Tú me lo dijiste una vez en París, ¿no te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. ¿Sabes que tenía miedo de que te hubieras puesto fea?
—En cambio, tú te has llenado de canas. Y de algunas arruguitas, aquí, debajo de los párpados —me apretó el brazo y los ojos se le llenaron de malicia. Bajó la voz—: ¿Te gustaría que fuera tu geisha, niño bueno?
—Sí, también. Pero, sobre todo, mi mujer. He venido a Tokio a ofrecerte matrimonio por enésima vez. Esta vez te convenceré, te lo advierto. Y, a propósito, desde cuándo andas en ómnibus tú. ¿El jefe de los Yakuza no te puede poner un auto con chofer y guardaespaldas?
—Aunque pudiera, no lo haría —me dijo, siempre prendida de mi brazo—. Sería ostentación, lo que más odian los japoneses. Aquí está mal visto diferenciarse de los demás, en lo que sea. Por eso, los ricos se disfrazan de pobres y los pobres de ricos.
Bajamos en un parque lleno de gente, oficinistas que aprovechaban el descanso del mediodía para comer unos sándwiches y tomar unos refrescos bajo los árboles, rodeados de césped y estanques con pececillos de colores. La niña mala me llevó a un salón de té, en una esquina del parque. Había unas mesitas con cómodos sillones, entre biombos que guardaban una cierta privacidad. Apenas nos sentamos le besé las manos, la boca, los ojos. Estuve observándola largamente, respirándola.
—¿Paso el examen, Ricardito?
—Con sobresaliente. Pero, te veo algo cansada, japonesita. ¿La emoción de verme, después de cuatro años de tenerme completamente abandonado?
—Y la tensión en la que vivo, también —añadió, muy seria.
—¿Qué maldades haces para vivir tan tensa?
Se quedó mirándome, sin responderme, y me pasó la mano por los cabellos, en ese cariño medio amoroso y medio maternal que acostumbraba.
—Cuántas canas te han salido —repitió, examinándome—. ¿Yo te saqué algunas, no? Pronto tendré que decirte viejo bueno en vez de niño bueno.
—¿Estás enamorada del tal Fukuda? Tenía la esperanza de que estuvieras con él sólo por interés. ¿Quién es? ¿Por qué tiene tan mala fama? ¿Qué hace?
—Muchas preguntas a la vez, Ricardito. Dime primero alguna de esas cosas de las telenovelas. Nadie me las dice, hace años.
Le hablé bajito, mirándola a los ojos y besándole de tanto en tanto la mano que tenía entre las mías.
—No he perdido las esperanzas, japonesita. Aunque te parezca un redomado cretino, voy a insistir y a insistir hasta que te vengas a vivir conmigo. A París, y, si no te gusta París, donde tú quieras. Como intérprete puedo trabajar en cualquier parte del mundo. Te juro que te haré feliz, japonesita. Ya han pasado muchos años para que te quepa la menor duda: te amo tanto que haré cualquier cosa para retenerte a mi lado, cuando estemos juntos. ¿Te gustan los gángsters? Me haré asaltante, secuestrador, estafador, narco, lo que quieras. Cuatro años sin saber de ti y, ahora, apenas puedo hablar, apenas pensar, de lo conmovido que estoy al sentirte tan cerquita.
—No está mal —se rió ella y adelantó la cara y me dio en los labios el beso rápido de un pajarito.
Pidió té y unas pastas en un japonés que la camarera le hizo repetir un par de veces. Después que trajeron lo pedido, y de servirme una taza, tardíamente respondió a mi pregunta:
—No sé si es amor lo que siento por Fukuda. Pero, nunca en mi vida he dependido tanto de nadie como dependo de él. La verdad es que puede hacer conmigo lo que quiera.
No lo decía con la alegría ni la euforia de alguien, como el Trujimán, que ha descubierto el amor—pasión.
Más bien, alarmada, sorprendida de que le ocurriera algo así a una persona como ella que se creía más allá de esas flaquezas. En sus ojos color miel oscura había algo angustioso.
—Bueno, si puede hacer contigo lo que quiera, es que te has enamorado, por fin. Espero que el tal Fukuda te haga sufrir como me haces sufrir tú a mí desde hace tantos años, mujer glacial…
Sentí que me cogía la mano y me la restregaba.
—No es amor, te lo juro. No sé qué es, pero esto no puede ser amor. Una enfermedad, un vicio, más bien. Eso es Fukuda para mí.
La historia que me contó era tal vez cierta, aunque seguramente dejó muchas cosas en la sombra, y disimuló, suavizó y embelleció otras. Me era difícil creerle ya nada de lo que me decía, porque desde que la conocí me había contado siempre más mentiras que verdades. Y creo que, a diferencia del común de los mortales, a estas alturas de su vida, a la flamante Kuriko le era ya muy difícil diferenciar el mundo en que vivía de aquel en el que decía vivir. Como me imaginé, había conocido a Fukuda años atrás, en uno de los viajes que hizo al Oriente con David Richardson, quien, en efecto, tenía negocios con el japonés. Éste le había dicho a la niña mala alguna vez que era una lástima que una mujer como ella, de tanto carácter, tan mundana, se contentara con ser Mrs. Richardson, porque en el mundo de los negocios podría haber hecho una gran carrera. La frase le quedó rondando en los oídos. Cuando sintió que el mundo se le venía abajo porque su ex marido había descubierto su matrimonio con Robert Arnoux, llamó a Fukuda, le contó lo que le ocurría y le propuso trabajar a sus órdenes, en lo que fuera. El japonés le mandó un pasaje de avión de Londres a Tokio.
—¿Cuando me llamaste del aeropuerto de París para despedirte venías a reunirte con él? Asintió.
Sí, pero en realidad te llamé desde el aeropuerto de Londres.
La misma noche que llegó a Japón, Fukuda la hizo su amante. Pero no la llevó a vivir con él hasta un par de años después. Hasta entonces vivió sola, en una pensión, en un cuartito minúsculo, con un baño y una cocina empotrada, «más enano que el cuarto que tenía mi criada filipina en Newmarket». Si no hubiera viajado tanto, «haciendo los mandados de Fukuda», se habría vuelto loca de claustrofobia y de soledad. Era la amante de Fukuda, pero una entre varias. El japonés nunca le ocultó que se acostaba con distintas mujeres. La llevaba a veces a pasar la noche con él, pero luego podían transcurrir semanas sin que la invitara a su casa. Sus relaciones eran, en esos períodos, estrictamente las de una empleada y su patrón. ¿En qué consistían los «mandados» del señor Fukuda? ¿Contrabandear drogas, diamantes, cuadros, armas, dinero? Muchas veces, ella ni siquiera lo sabía. Llevaba y traía lo que él le preparaba, en maletas, paquetes, bolsas o carteras, y hasta ahora —tocó la madera de la mesa— siempre había pasado las aduanas, las fronteras y los policías sin mucho problema. Viajando de ese modo por Asia y África, había descubierto lo que era el miedo pánico. Al mismo tiempo, nunca había vivido antes con tanta intensidad y esa energía que, en cada viaje, le hacían sentir que la vida era una maravillosa aventura. «¡Qué distinto vivir así que en ese limbo, en esa muerte lenta rodeada de caballos en Newmarket»! A los dos años de trabajar con él, Fukuda, satisfecho con sus servicios, la premió con un ascenso: «Mereces venir a vivir bajo mi mismo techo».