Travesuras de la niña mala (4 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—Cruza los dedos y toca así la mesa tres veces, para que lo apruebes —me dijo la camarada Arlette, muy seria, mirándome fijamente.

¿Eran compatibles semejantes supersticiones con la doctrina científica del marxismo-leninismo?, la provoqué.

—Para conseguir lo que se quiere, todo vale —me repuso en el acto, muy resuelta. Pero, de inmediato, encogiendo los hombros, sonrió-: También rezaré un rosario para que pases el examen, aunque no sea creyente. ¿Me denunciarás al partido por supersticiosa? No creo. Tienes una carita de buena gente.

Lanzó una risita y, al reírse, se le formaron en las mejillas los mismos hoyuelos que cuando niña. La acompañé de regreso a su hotel. Si estaba de acuerdo, le pediría permiso al camarada Jean para sacarla a conocer otros lugares de París antes de que continuara su viaje revolucionario. «Regió», apuntó, extendiéndome una mano lánguida que demoró en separarse de la mía. Era muy bonita y muy coqueta la guerrillera.

A la mañana siguiente pasé el examen para traductores en la Unesco con una veintena de postulantes. Nos dieron a traducir media docena de textos del inglés y del francés, bastante fáciles. Vacilé con la expresión «art roman», que traduje primero como «arte romano», pero luego, en la revisión, comprendí que se trataba de «arte románico», Al mediodía fui con Paúl a comer una salchicha con papas fritas a La Petite Source y, sin preámbulos, le pedí permiso para sacar a la camarada Arlette mientras estuviera en París. Me quedó mirando de manera socarrona y simuló darme un sermón:

—Está terminantemente prohibido tirarse a las camaradas. En Cuba y en China Popular, durante la revolución, un polvo a una guerrillera podía costarte el paredón. ¿Por qué quieres sacarla? ¿Te gusta la muchacha?

—Supongo que sí —le confesé, algo avergonzado—. Pero, si eso te puede traer problemas..

—¿Te aguantarías las ganas? —se rió Paúl—. ¡No seas hipócrita, Ricardo! Sácala, sin que yo me entere.

Eso sí, después me lo cuentas todo.

Y, sobre todo, usa condón.

Esa misma tarde fui a buscar a la camarada Arlette a su hotelito de la rue Gay-Lussac y la llevé a comer un
steak frites
a La Petite Hostellerie, de la rue de l'Harpe. Y, luego, a una pequeña
boîte de nuit
de la rue Monsieur le Prince, L'Escale, donde en esos días una chica española, Carmencita, vestida toda de negro a la manera de Juliette Gréco, acompañándose de una guitarra cantaba, o mejor dicho decía, poemas antiguos y canciones republicanas de la época de la guerra civil. Tomamos unas copas de ron con Coca-cola, una bebida que había empezado a llamarse ya cubalibre. El local era pequeño, oscuro, humoso, cálido, las canciones épicas o melancólicas, no había mucha gente todavía, y, antes de habernos terminado el trago y después de contarle que gracias a sus artes brujeriles y a su rosario me había ido bien en el examen de la Unesco, le cogí la mano y entrecruzándole los dedos le pregunté si se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella desde hacía diez años.

Se echó a reír:

—¿Enamorado de mí sin conocerme? ¿Quieres decir que desde hace diez años esperabas que un día se apareciera en tu vida una chica como yo?

—Nos conocemos muy bien, sólo que tú no te acuerdas —le respondí, muy despacio, espiando su reacción—. Entonces, te llamabas Lily y te hacías pasar por chilenita.

Pensé que la sorpresa haría que apartara su mano o que la cerrara crispada, en un movimiento nervioso, pero nada de eso. La dejó quieta en las mías, sin alterarse lo más mínimo.

—¿Qué dices? —murmuró. En la penumbra, se inclinó y su cara se acercó tanto a la mía que sentí su aliento. Sus ojitos me escrutaban, tratando de adivinarme.

—¿Todavía sabes imitar tan bien el cantito de las chilenas? —le pregunté, mientras le besaba la mano—. No me digas que no sabes de qué hablo. ¿Tampoco te acuerdas que me declaré tres veces y que siempre me diste calabazas?

—¡Ricardo, Ricardito, Richard Somocurcio! —exclamó, divertida, y ahora sí sentí la presión de su mano—. ¡El flaquito! Ese mocoso tan arregladito, que parecía haber hecho la víspera la sagrada comunión. Ja, ja, eras tú. ¡Ay, qué risa! Ya entonces tenías carita de santurrón.

Sin embargo, un momento después, cuando le pregunté cómo y por qué se les había ocurrido a ella y su hermana Lucy hacerse pasar por chilenitas al mudarse a la calle Esperanza, en Miraflores, me negó con firmeza que supiera de qué le hablaba. ¿De dónde me había inventado semejante cosa? Se trataba de otras personas. Ni ella se había llamado nunca Lily, ni tenía hermana, ni había vivido jamás en ese barrio pituco. Ésa sería en adelante su actitud: negarme la historia de las chilenitas, aunque, a veces, como aquella noche en L'Escale, cuando me dijo reconocer en mí al mocosito medio bobo de diez años atrás, algo se le salía —una imagen, una alusión— que la delataba como la falsa chilenita de nuestra adolescencia.

Nos quedamos en L'Escale hasta las mil quinientas y yo pude besarla y acariciarla, pero sin ser correspondido. No me apartaba los labios cuando yo se los buscaba; pero no hacía el menor movimiento de respuesta, se dejaba besar con indiferencia, y, por supuesto, nunca abría la boca para que yo pudiera sorber su saliva. También su cuerpo parecía un témpano cuando mis manos le acariciaban la cintura, los hombros, y se detenían en los duros pechitos de botones erectos. Permaneció quieta, pasiva, resignada a aquellas efusiones como una reina a los homenajes de un vasallo, hasta que, por fin, con naturalidad, advirtiendo que mis caricias tomaban un rumbo atrevido, me apartó.

—Ésta es mi cuarta declaración de amor, chilenita —le dije, en la puerta del hotelito de la rue Gay-Lussac—. ¿La respuesta es sí, por fin?

—Ya veremos —me echó un beso volado, alejándose—. No pierdas las esperanzas, niño bueno.

Los diez días que siguieron a este encuentro, la camarada Arlette y yo tuvimos algo parecido a una luna de miel. Nos vimos todos los días y yo quemé en ellos todo el dinero que me quedaba de los giros de la tía Alberta. La llevé al Louvre y el Jeu de Paume, al museo Rodin y las casas de Balzac y de Victor Hugo, la Cinémathéque de la rue d'Ulm, a una función del Teatro Nacional Popular que dirigía Jean Vilar (vimos
Ce fou de Platonov
, de Chéjov, en que el propio Vilar encarnaba al protagonista) y, el domingo, tomamos el tren a Versalles, donde, luego de visitar el palacio, dimos un largo paseo por el bosque en el que nos sorprendió la lluvia y terminamos empapados. En esos días cualquiera nos habría tomado por amantes, pues andábamos todo el tiempo de la mano y yo la besaba y acariciaba con cualquier pretexto. Ella me dejaba hacer, divertida a veces, otras indiferente, y siempre terminaba poniendo fin a mis efusiones con un mohín de impaciencia: «Y ahora basta, Ricardito». Alguna rara vez, ella tomaba la iniciativa de peinarme o despeinarme un mechón con su mano o pasarme un dedo afilado por la nariz o por la boca como queriendo alisarlas, una caricia que se parecía a la de una ama afectuosa a su caniche.

De esa intimidad de diez días saqué una certeza: a la camarada Arlette, la política en general, y la revolución en particular, le importaban un comino. Era probablemente un cuento chino su militancia en la Juventud Comunista y después en el MIR, así como sus estudios en la Universidad Católica. No sólo no hablaba jamás de temas políticos ni universitarios; cuando yo llevaba la conversación a ese terreno, no sabía qué decir, ignoraba las cosas más elementales y se las arreglaba para cambiar de tema muy deprisa. Era evidente que se había conseguido esta beca de guerrillera para salir del Perú y viajar por el mundo, algo que de otro modo, siendo una chica de origen muy humilde —saltaba a la vista—, jamás hubiera podido hacer. Pero sobre nada de esto me atreví a interrogarla para no ponerla en aprietos, ni obligarla a contarme otro cuento chino.

Al día octavo de nuestra púdica luna de miel accedió, de manera inesperada, a pasar la noche conmigo en el Hotel du Sénat. Era algo que yo le había pedido —rogado— en vano todos los días anteriores. Esta vez, ella tomó la iniciativa:

—Hoy te acompaño yo, si quieres —me dijo, en la noche, mientras comíamos un par de sándwiches de pan baguette con queso gruyére (ya no me quedaban recursos para un restaurante) en un
bistrot
de la rue de Toumon—.

Mi pecho se aceleró como si acabara de correr la maratón.

Después de una pesada negociación con el guardián del Hotel du Sénat —«
Pas de visites nocturnes á l'hôtel monsieur
»!—, que a la camarada Arlette la dejó impávida, pudimos subir los cinco pisos sin ascensor hasta mi buhardilla. Se dejó besar, acariciar, desnudar, siempre con esa curiosa actitud de prescindencia, sin permitirme acortar la invisible distancia que guardaba frente a mis besos, abrazos y cariños, aunque me abandonara su cuerpo. Me emocionó verla desnuda, sobre la camita colocada en el rincón del cuarto donde el techo se inclinaba y apenas llegaba el resplandor de la única bombilla. Era muy delgada, de miembros bien proporcionados, con una cintura tan estrecha que, me pareció, yo hubiera podido ceñirla con mis dos manos. Bajo la pequeña mancha de vellos en el pubis, la piel lucía más clara que en el resto de su cuerpo. Su piel, olivácea, de reminiscencias orientales, era suave y fresca. Se dejó besar largamente de la cabeza a los pies, manteniendo la pasividad de costumbre, y escuchó como quien oye llover el poema
Material nupcial
de Neruda, que le recité al oído, y las palabras de amor que le balbuceaba, de manera entrecortada: ésta era la noche más feliz de mi vida, nunca había deseado a nadie tanto como a ella, siempre la querría.

—Metámonos bajo la frazada porque hace mucho frío —me interrumpió, bajándome a la pedestre realidad—. Cómo no te hielas acá.

Estuve a punto de preguntarle si debía cuidarme, pero no lo hice, amoscado por su actitud tan desenvuelta, como si tuviera siglos de experiencia en estas lides y fuera yo más bien el primerizo. Hicimos el amor con dificultad. Ella se entregaba sin el menor embarazo, pero resultó ser muy estrecha y, en cada uno de mis esfuerzos para penetrarla, se encogía, con una mueca de dolor: «Más despacito, más despacito». Al final, la amé y fui feliz amándola. Era cierto que nada me hacía tanta ilusión como estar allí con ella, era cierto que en mis escasas y siempre fugaces aventuras nunca había sentido esa mezcla de ternura y deseo que ella me inspiraba, pero dudo que fuera también el caso de la camarada Arlette. Todo el tiempo me dio más bien la impresión de hacer lo que hacía sin que en el fondo le importara.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, la vi, aseada y vestida, al pie de la cama, observándome con una mirada que traslucía una profunda inquietud.

—¿De veras estás enamorado de mí? Asentí varias veces y estiré la mano para coger la suya, pero ella no me la alcanzó.

—¿Quieres que me quede a vivir contigo, aquí en París? —me preguntó, con el tono de voz con que me hubiera podido proponer ir al cine a ver una de las películas de la Nouvelle Vague, de Godard, Truffaut o de Louis Malle, que estaban en pleno apogeo.

Volví a asentir, totalmente desconcertado. ¿Significaba eso que la chilenita también se había enamorado de mí?

—No es por amor, para qué te voy a mentir —me respondió, con frialdad—. Pero, no quiero ir a Cuba, y menos volver al Perú. Quisiera quedarme en París. Tú puedes ayudarme a que me libre del compromiso con el MIR.

Háblale al camarada Jean y, si me libera, me vendré a vivir contigo —vaciló un momento y, suspirando, hizo una concesión-: Capaz termino enamorándome de ti.

El día noveno le hablé al gordo Paúl, en nuestro encuentro del mediodía, esta vez en Le Cluny, ante dos
croque monsieur
y dos cafés expresos. Fue categórico:

—No puedo liberarla, sólo la dirección del MIR podría. Pero, aun así, con sólo proponerlo a mí se me crearía un problema del carajo. Que vaya a Cuba, que siga el curso. Que demuestre no tener condiciones físicas ni psicológicas para la lucha armada.

Entonces, yo podría sugerirle a la dirección que ella se quede aquí, ayudándome. Díselo y, sobre todo, que no comente esto con nadie. El jodido sería yo, mi viejo.

Con el dolor de mi alma fui a transmitirle a la camarada Arlette la respuesta de Paúl. Y, lo peor, la animé a que siguiera su consejo. Me apenaba más que a ella tener que separarnos. Pero, no podíamos reventar a Paúl, ni ella debía indisponerse con el MIR, podría traerle problemas en el futuro. El curso duraba unos pocos meses. Que, desde el primer momento, mostrara una total incapacidad para la vida guerrillera, simulando desmayos inclusive Mientras, yo, aquí en París, encontraría trabajo, tomaría un departamentito, estaría esperándola..

—Ya sé, llorarás, me extrañarás y pensarás en mí día y noche —me interrumpió, con ademán impaciente, los ojos duros y la voz helada—. Bueno, ya veo que no hay otro remedio. Nos veremos dentro de tres meses, Ricardito.

—¿Por qué te despides desde ahora?

—¿El camarada Jean no te contó? Parto a Cuba mañana temprano, vía Praga. Ya puedes empezar a derramar las lágrimas de la despedida.

Partió al día siguiente, en efecto, y yo no pude acompañarla al aeropuerto, porque Paúl me lo prohibió. En nuestro próximo encuentro, el gordo me dejó totalmente desmoralizado anunciándome que no podría escribirle a la camarada Arlette, ni recibir cartas de ella, porque, por razones de seguridad, los becados debían cortar todo tipo de comunicación durante el entrenamiento. Paúl ni siquiera estaba seguro de que, terminado el curso, la camarada Arlette volviera a pasar por París en su ruta de regreso a Lima.

Estuve muchos días convertido en un zombie, reprochándome día y noche no haber tenido el coraje de decirle a la camarada Arlette que, pese a la prohibición de Paúl, se quedara conmigo en París, en vez de exhortarla a continuar esa aventura que sabe Dios cómo terminaría. Hasta que, una mañana, al salir de mi buhardilla a tomar el desayuno en el Café de la Marie en la place Saint Sulpice, madame Auclair me entregó un sobre con el sello de la Unesco. Había aprobado el examen y el jefe del departamento de traductores me citaba en su oficina. Era un español canoso y elegante, apellidado Charnés. Fue muy amable. Se rió de buena gana cuando me preguntó por mis «planes a largo plazo» y le respondí: «Morirme de viejo en París». No había aún ninguna vacante para un puesto permanente, pero podía contratarme como «temporero» durante la asamblea general y en los periodos en que la institución estuviera sobrecargada de trabajo, algo que ocurría con cierta frecuencia. Desde ese momento tuve la seguridad de que mi sueño de siempre —bueno, desde que tuve uso de razón—, vivir en esta ciudad el resto de mi vida, comenzaba a hacerse realidad.

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