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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (21 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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Al llegar a Holborn, aún seguían puertas y ventanas herméticamente cerradas; por la calle la misma escasez de transeúntes – a la vista sólo había tres hombres, de los cuales uno era policía – y la misma carencia de tráfico urbano ya que el desvencijado carretón, lleno de verduras, y el destartalado coche, tirado por un esquelético caballo, parados en una esquina, no podían pretender el título de vehículos.

Jorge sacó el reloj de su bolsillo: ¡faltaban cinco minutos para las nueve! Esta constatación le dejó atónito, se tomó el pulso, se inclinó para palparse las piernas y, sin soltar su cronómetro, se aproximó al policía preguntándole la hora.

— ¿Qué hora?... – contestó mirándole de arriba abajo, con aire de sospecha – Si se toma la molestia de escuchar, oirá las campanadas del reloj vecino...

Jorge prestó atención y un reloj de las cercanías se apresuró a dar la hora.

— ¡Si sólo son las tres de la mañana! – protestó Jorge indignado.

— ¿Qué hora le interesaba que fuese? – le inquirió el policía.

— Las nueve – contestó mi amigo enseñándole su reloj.

— ¿Recuerda su domicilio? – preguntó el policía severamente.

Jorge reflexionó un corto instante, dándole después su dirección.

— ¡Ah...! ¿Con que vive allí? – dijo el policía – Muy bien, muy bien... siga mi consejo, amiguito, y váyase a casa... En cuanto a su reloj... mas vale que lo guarde en un sitio donde no lo pueda sacar más...

Jorge, sin pronunciar ni una palabra más, se dirigió a su casa en un estado de ánimo bastante confuso.

Una vez llegado allí, quiso desnudarse y volver a la cama, pero al pensar que dentro de pocas horas tendría que volver a vestirse y volver a ducharse, renunció firmemente a la tentación, y decidió acomodarse en la gran butaca y descabezar un sueñecito. No pudo cerrar los ojos – ¡en toda su vida se había sentido más despabilado! – encendió la luz y sacó el tablero, poniéndose a jugar al ajedrez, empero esto tampoco lo distrajo como pensaba; dejó el ajedrez e intentó leer, mas tampoco le resultó la lectura; entonces se puso el abrigo y salió a dar una vuelta.

La soledad y la tristeza reinaban por doquier, su presencia no llenaba de satisfacción a los policías, pues se dedicaron a vigilarle, enfocándole las linternas y siguiéndole más o menos disimuladamente; esto le afectó tanto que llegó a imaginarse que realmente era culpable y empezó a escabullirse por las bocacalles, escondiéndose en los portales cada vez que oía las regulares pisadas de la ronda nocturna. Como es natural, esta extraña conducta fue causa de que los representantes de la ley experimentasen mayor desconfianza; de ahí que no se limitaron a seguirle sino que le preguntaron:

— ¿Qué hace usted?...

— Nada..., absolutamente nada... – tartamudeaba Jorge – He... he... salido a dar una vuelta (me permito recordar que entonces eran las cuatro, hora poco apropiada para recorrer las calles en días de niebla.)

Desde luego, la policía no le creyó y dos agentes, vestidos de paisano, le acompañaron a su casa para cerciorarse de si en realidad vivía donde afirmaba.

Se le ocurrió encender la chimenea y prepararse un poco de desayuno; así se le haría el tiempo más corto; pero cada vez que intentaba coger algo, fuese una pala de carbón o una cucharilla de café, le caía de las manos, o bien tropezaba, cayendo al suelo tan ruidosamente que sudaba frío pensando en que la señora Gippings se iba a despertar, creyendo tener la casa llena de ladrones, y los detectives acudirían, poniéndole las esposas y llevándoselo a la delegación. Al llegar a este punto, ya estaba presa de una enorme excitación nerviosa; se imaginaba el juicio, sus esfuerzos para explicar los hechos al jurado, que – seguro, segurísimo – no le creería, su condena a veinte años de trabajos forzados y la trágica muerte de su madre causada por la criminal conducta de su hijo. Así es que abandonó sus intentos de desayunar antes de hora, se envolvió en su abrigo y se sentó en la butaca, donde dormitó hasta que a las siete y media la señora Gippings bajó a disponer el desayuno.

Y desde aquella mañana, no ha vuelto a levantarse temprano: ¡todo aquello fue un aviso providencial del Cielo!.

Mientras Jorge me explicaba este triste si que verídico sucedido, yo me había arropado con las mantas de viaje – quiero decir con las que él quiso dejarme – y al terminar su narración me esforcé en despertar a Harris a golpes de remo. El tercero hizo efecto: oyóse una voz cavernosa que murmuraba:

— Sí... ahora mismo... Dadme las botas... Sí, me levanto...

Sirviéndonos de un gancho le recordamos rápidamente dónde se hallaba, se levantó de un salto, mandando a Montmorency, que dormía el sueño de los justos sobre su estómago, a la otra punta de la barca; quitamos la lona y los cuatro nos asomamos a examinar el agua; un estremecimiento de frío recorrió nuestros cuerpos.

Antes de acostarnos habíamos formado el proyecto de levantarnos temprano y zambullirnos en el río, pero en esos momentos... francamente, no pensábamos igual... El agua tenía un aspecto frío y desagradablemente húmedo y el viento cortaba como una navaja nueva.

— ¿Quién será el primero? – preguntó Harris.

Nadie dio muestras de la menor impaciencia por lanzarse al agua; Jorge dio su opinión muy silenciosamente, se fue a poner los calcetines; Montmorency pegó un aullido como si la sola idea de semejante barbaridad le impresionara, y Harris se limitó a decir que sería difícil regresar a la barca, y dando media vuelta empezó a vestirse.

A mí, particularmente, me sabía mal abandonar un proyecto tan bonito, a pesar de que la idea de una zambullida no me atraía extraordinariamente; a buen seguro que el río estaba lleno de hierbas y raíces; sin embargo, adopté una decisión de tipo medio: ir a la orilla a lavarme, y cogiendo la toalla, salté hasta cogerme a una rama que colgaba sobre el bote.

El frío resultaba demasiado cortante y el viento... ¡cien mil alfileres agitados por cien mil manos que gozaban pinchando con ellos!... Perdí las ganas de mojarme; pensé que lo mejor sería regresar y vestirme; mas apenas intenté dar la vuelta, esa maldita rama se rompió y caí de cabeza con la toalla envuelta en el cuello, y antes de darme cuenta de lo ocurrido, ya estaba en medio de la corriente con un litro de las dulces aguas del Támesis en el estómago.

— ¡Por Júpiter!... ¡El viejo Jerome en el agua!... – oí decir a Harris en el momento en que yo, escupiendo, indignadísimo conmigo mismo, asomaba a la superficie – Nunca le hubiese creído capaz de semejante cosa... ¿Y tú?

— ¿Cómo va eso, chico? – preguntó Jorge con cierto retintín.

— ¡Divinamente bien!... – contesté resoplando – Sois un par de tontos... ¿Por qué no os tiráis?... Por nada del mundo hubiese perdido esto... Anda... tiraté...

Todo fue inútil, mis persuasivas palabras no lograron el menor éxito. Por cierto que, mientras nos vestíamos, sucedió algo muy divertido. Al subir a la barca tiritaba de frío, y en mi apresuramiento en coger una camisa, sólo conseguí tirarla al agua y esto me enfureció, especialmente al oír las sonoras carcajadas con que Jorge acogió mi desgracia. No veía la gracia por ninguna parte – así lo dije bastante enérgicamente – pero continuó riendo a sus anchas.

A última hora me hizo perder los estribos, y le dije que era un estúpido, un imbécil, un idiota, un demente, mas estos adjetivos solo sirvieron para producirle mayor hilaridad; y en el preciso momento en que pescaba mi camisa, me di cuenta de que no era la mía, sino de Jorge, quien la había confundido con la mía; entonces advertí el lado cómico de la situación y empecé a reír a mi vez. Y cuanto más miraba la camisa mojada y a Jorge retorciéndose de risa, más divertido me sentía, y me dio por reír tanto, que dejé que la camisa volviese al agua.

— ¿No la coges? – balbuceó Jorge entre frenéticas carcajadas.

Me fue imposible contestarle; logré serenarme un poco y le dije, medio congestionado de risa:

— Si no es la mía... es... ¡tuya!...

Jamás he visto un rostro humano cambiar de expresión tan bruscamente.

— ¿Qué? – gritó, levantándose de un salto – ¡Qué idiota eres, chico! ¡Por lo menos podías tener más cuidado! ¿Por qué diablo no se te ha ocurrido ir a vestirte a la orilla?... ¡No mereces vivir en una barca!... Dame el gancho...

No pude hacerle ver el lado cómico de la situación; ese Jorge a veces es refractario a todo sentido del humor.

Entonces, pasando a otro tema, Harris exclamó:

— Propongo huevos revueltos para desayunar... y los haré yo mismo... Es una especialidad mía...

Según nos dijo, no había quien le ganara a revolver huevos, pues tenía gran práctica en semejante especialidad culinaria. Por lo que dedujimos de sus palabras, los que probaban esos huevos revueltos ya no se preocupaban por otra clase de alimento y cuando no los podían saborear, perecían de inanición. De tanto oírle hablar se nos hizo la boca agua, y tanto nos entusiasmó con sus suculentas descripciones que le hicimos solemne entrega del hornillo, la sartén y los huevos (sería mejor decir que le dimos los que se salvaron de la “trituración” y las emociones de un viaje en cesto), rogándole que no nos tuviera en suspenso ni un momento más.

La rotura de los huevos lo entretuvo bastante, aunque hay que confesar que le costó menos romperlos que echarlos en la sartén, apartarlos de sus pantalones y evitar que su manga fuese decorada con un bonito color yema de huevo natural; finalmente, logró colocar media docena en la sartén, se sentó junto al hornillo y procedió a removerlos concienzudamente con un tenedor.

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