Read Tríada Online

Authors: Laura Gallego García

Tríada (54 page)

BOOK: Tríada
10.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No estoy en Idhún. Pero no... no es posible. ¿He abandonado el mundo? ¿Cuándo he hecho eso?

Se esforzó por recordar. Cerró los ojos un momento y le vinieron a la mente imágenes de una batalla. Un shek, un dragón..., los dos habían luchado, y entonces Kirtash había hundido su espada de hielo en el pecho del dragón y lo había arrojado a una sima de lava.

Se estremeció. No podía haber sobrevivido a aquello, era imposible.

—Estoy muerto.

«Para muchos lo estás —concedió la serpiente—. Pero tú deberías saber que sigues vivo. Tu corazón late.»

Jack tuvo que admitir que tenía razón.

—¿Cómo es posible?

Se abrió la camisa para ver la herida del pecho. Todavía seguía allí, una terrible brecha abierta en su carne; pero estaba cubierta por una extraña capa de escarcha, que escocía, ardía y lo enfriaba al mismo tiempo. Se preguntó si serían los efectos de Haiass o si se trataba de la forma que tenían los sheks de curar las heridas. Desechó la idea porque le pareció demasiado absurda. Ningún shek curaría jamás a un dragón.

«Una espada de hielo —dijo la hembra shek—. Si hubieras sido un simple humano sí estarías muerto; pero el fuego de tu interior te protegió de sus efectos por un tiempo, lo suficiente como para que yo pudiera salvarte la vida. Por no mencionar el hecho de que el que quiso matarte no tiene muy buena puntería. No rozó tu corazón.»

—No tiene... —repitió Jack, desconcertado—. No, espera, estarnos hablando de Kirtash. Sabe perfectamente dónde tiene que clavar una espada. —Sacudió la cabeza—. Esto no tiene sentido.

La serpiente emitió un bajo siseo. Parecía molesta de pronto, pero sus palabras sonaron calmadas cuando dijo:

«Probablemente en el fondo no quería matarte. Ah, es lo que ocurre cuando uno tiene que cargar con un alma humana.

No se hacen las cosas ni la mitad de bien que sin ella.»

—¿Conoces a Kirtash? —le preguntó Jack.

«Ah, todos los sheks hemos oído hablar de ese engendro —dijo la shek con profundo desagrado—. Tú eres como él.»

—¿Y tú? ¿Quién eres tú?

«Me llamo Sheziss. Y, como puedes ver, soy una shek.»

Jack la miró con un poco más de detenimiento. Ya no era joven; el brillo de sus escamas estaba un poco desvaído, y tenía un par de desgarrones en un ala. Con todo, le pareció majestuosa y, como todas las serpientes aladas, letal. Se esforzó por controlar el odio que volvía a burbujear en su interior. Entonces recordó algo que ella había dicho, y que tenía todavía menos sentido que lo que le había contado acerca de Kirtash.

—¿Has dicho antes que me has salvado? No puedo creerte ¿Por qué harías algo así?

«Eres el dragón de la profecía», respondió ella, como si fuera obvio.

Jack se la quedó mirando. Sheziss mostró algo parecido i una larga sonrisa.

«La profecía dice que tú eres el único que puede matar a Ashran —añadió, y Jack percibió entonces, sorprendido, el intenso odio que emanaba de ella—. Y yo quiero que mates a Ashran. No es difícil de entender.»

—¿Quieres... la muerte de Ashran? —repitió Jack, confuso ¿Por qué?

Ella se estremeció con una risa baja.

«Porque lo quiero muerto —respondió sin más, y Jack supo que no iba a contarle más detalles—. Pero no podía hacer nada al respecto. Ah, cómo no iba a salvarte cuando te vi caer por el Portal. Qué gran oportunidad, y qué estúpida habría sido si la hubiera desaprovechado.»

—El Portal... —repitió Jack, atando cabos—. ¿Te refieres a esa sima de fuego? ¿Quieres decir que es como una especie de Puerta interdimensional?

«No —corrigió ella—. Quiero decir que es una Puerta interdimensional.»

—¿Y adónde me ha llevado?

«A otro mundo, por supuesto.» Sheziss se alzó sobre sus anillos y estiró un poco las alas; pareció mucho más grande y temible que antes, y sus ojos relucieron cuando añadió: «Bienvenido a Umadhun, el reino de las serpientes aladas».

—Echo de menos a alguien —dijo Jack a media voz.

Sheziss dormitaba cerca de él, hecha un ovillo. Jack sabía que lo había escuchado perfectamente y, sin embargo, no su dignó siquiera abrir los ojos.

El muchacho se acurrucó junto a la roca, retorciendo las muñecas, que tenía ya en carne viva. La shek no lo había soltado aún. Había estado alimentándolo con pedazos de carne seca, pescado, distintos tipos de hongos comestibles y cosas semejantes, y Jack, hambriento, lo había devorado todo sin rechistar. Ignoraba cuánto tiempo llevaba en Umadhun, pero ya le parecía demasiado.

«Cuando controles tu odio, te soltaré», le había dicho ella.

Al principio, Jack se había revuelto contra la serpiente, furioso. Se había transformado varias veces, envuelto en una nube de humo, había expulsado sus más violentas llamaradas, había arañado con las garras el suelo de alrededor, había lanzado furiosos mordiscos al aire. Todo era inútil; no conseguía llegar hasta ella ni soltar sus cadenas que, no importaba la forma que adoptase, siempre parecían ajustarse a sus miembros, ya fueran muñecas y tobillos humanos o garras de dragón.

«Ah, qué estúpido eres —le decía la serpiente a menudo—. Deseas soltarte para hacerme pedazos. Pero no entiendes que, sin mí, no sobrevivirás en Umadhun. Tienes suerte de que este mundo esté casi vacío. En otros tiempos no me habría sido tan sencillo ocultarte.»

—Quieres utilizarme —había dicho el chico con rencor.

«Quiero aliarme contigo —repuso ella—. Pero antes debo asegurarme de que vas a ser capaz de controlarte.»

En aquel momento en concreto, Jack no tenía ganas de pelear. Estaba agotado tras otra explosión de ira, y se había dejado caer sobre la roca, exhausto y desanimado. Entonces había vuelto la añoranza.

La sentía cada vez que el odio no lo cegaba. Si cerraba los ojos, veía en sus recuerdos tina mirada llena de luz, una sonrisa que amaba por encima de todas las cosas. Pero ella estaba demasiado lejos como para que pudiera siquiera percibir su existencia. Podía estar viva, en algún lugar al otro lado de la sima de fuego.

Pero también podía estar muerta. Y la simple idea de haberla perdido lo volvía loco de angustia y de pena.

Jack no sabía qué era peor, si el odio o la nostalgia. Los dos sentimientos resultaban insoportables. Y en aquellos momentos no tenía ya fuerzas para dejarse llevar por el odio.

La echaba de menos. Muchísimo. Y no tenía a nadie con quien compartir su soledad.

—La hecho de menos —repitió a media voz; Sheziss no respondió, pero de todas formas Jack siguió hablando—: Daría lo que fuera por volver junto a ella. Incluso sería capaz de aceptar su relación con Kirtash, si tan sólo...

Se interrumpió, recordando que, tiempo atrás, en Limbhad, cuando Victoria permanecía prisionera en la Torre de Drackwen, había dicho algo semejante. Algo que después no había sido capaz de cumplir. Se preguntó, por primera vez, si al atacar a Kirtash junto a los Picos de Fuego había obrado por celos... o por puro instinto.

—Ahora ya no importa —murmuró—. Supongo que, si no regreso, eso solucionará el problema: ella podrá estar con Kirtash y dejará de tener dudas.

Se dio cuenta entonces de que Sheziss había alzado la cabeza y lo observaba con un brillo de interés en los ojos.

«No me digas que el unicornio siente algo por ese engendro, por el hijo de Ashran.»

Jack se volvió hacia ella, cauteloso, lamentando ya haber hablado demasiado. Recuperaba fuerzas y el odio volvía a manifestarse en su interior.

—¿Qué importa eso? —preguntó.

No le sorprendió que Sheziss hubiera adivinado de quién estaba hablando. El poder de deducción de los sheks era muy superior al de cualquier otra criatura.

El cuerpo de la serpiente se estremeció con una risa baja.

«Muy divertido —dijo ella—. De modo que Ashran crea un engendro para matar al unicornio y después...»

Dio un furioso coletazo que hizo retumbar todo el suelo y sacudió las cadenas de Jack. El muchacho se transformó en dragón casi sin darse cuenta, y se pegó al suelo, dispuesto a saltar sobre la shek. Ella lo miró con frío desprecio. Parecía divertida y colérica a la vez.

«Sí, muy divertido —siseó. El odio relució en sus ojos—. El engendro ha traicionado a los suyos. Ah, ojalá despelleje a su padre y lo entregue en pedazos a los sangrecaliente.»

—¿Los sangrecaliente? —repitió Jack.

Ella lo miró un momento. El odio palpitó un instante en sus ojos irisados, pero después se apagó.

«Humanos, feéricos, celestes, gigantes, varu, yan: las seis razas inferiores que se aliaron con los dragones en la guerra explicó con suavidad—. Para luchar contra nosotros y contra los szish, a quienes llamamos los sangrefría, porque son como nosotros en ese aspecto. Las otras seis razas apoyaron a los dragones porque son cálidos..., como ellos.»

—¿Y los unicornios? —preguntó Jack—. ¿De qué lado estaban?

«Los unicornios no entendían de esas cosas. Ellos nos trataban a todos por igual, sheks, dragones..., qué más da. Incluso sentían cierto cariño por los inferiores. En contra de lo que piensan los sangrecaliente, los unicornios nunca tomaron partido en la guerra. No fueron creados para eso. Ah, los unicornios, qué hermosas criaturas. El mundo no es el mismo desde que ellos ya no están.»

—Vosotros los asesinasteis a todos —acusó Jack.

« ¿Eso te han dicho? —Sheziss lo miró, ladeando la cabeza. Parecía que se reía por dentro, y Jack se sintió estúpido, sin saber por qué—. La conjunción astral fue obra de Ashran, maldito sea siete millones de veces. Nos permitiría regresar a Idhún, dijo, y además destruiría a nuestros enemigos, los dragones, si nos aliábamos con él. No mencionó para nada a los unicornios.»

Había amargura en sus palabras. Jack quiso decir algo, pero se dio cuenta de que la serpiente aún no había terminado de hablar.

«Nunca tuvimos nada en contra de ellos. Pero cuando vimos lo que había sucedido, lo pasamos por alto. Al fin y al cabo, Ashran había cumplido su parte del trato. Nosotros estábamos de vuelta. Y los dragones estaban muertos. El odio nos cegó, como tantas otras veces..., ah, como tantas otras veces...»

La voz de Sheziss se apagó en su mente. Jack sintió un súbito sopor y, casi sin darse cuenta, cerró los ojos y se durmió.

—Déjame marchar —le pidió en otra ocasión.

Sheziss lo miró fijamente, pero no dijo nada.

—Tengo que volver con ella —insistió—. Necesito saber si está bien.

«Con esa criatura que, según me has contado, siente algo por el hijo de Ashran?»

—También me quiere a mí —replicó Jack, herido en su orgullo—. Y sé que en un futuro decidirá quedarse conmigo, porque Kirtash no puede quererla de la misma manera que yo.

Sus propias palabras le sonaron muy infantiles, y lamentó enseguida haberlas pronunciado. Sheziss se acercó a él, con movimientos ondulantes.

« ¿Decidir? —preguntó—. ¿Un unicornio?»

Lo miró con aquella expresión que Jack ya conocía, como si se estuviera riendo de alguna broma que sólo ella entendiera. Al muchacho le sacaba de sus casillas, porque le hacía sentirse estúpido.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le espetó.

«Los unicornios entregan la magia a algunos afortunados. Si escogieran a una sola persona en toda su vida, la magia habría muerto mucho tiempo atrás. Los unicornios están hechos para dar, para entregar, no conocen otra cosa. El amor es para ellos muy parecido a la magia. Es parte de ellos. Igual que los seres a los que deciden entregar sus dones.»

—No... no entiendo.

Sheziss entornó los ojos y se plantó ante él, con un furioso siseo y el cuerpo vibrando amenazadoramente. Jack retrocedió intimidado, tratando de controlar el odio que bullía en su interior.

«Ah, te ayudaré a entenderlo —se ofreció, con una sinuosa sonrisa—. Si tuvieras que elegir entre tus dos pulmones, ¿Con cuál te quedarías?»

—Pues... —empezó Jack, desconcertado, pero Sheziss lo interrumpió.

«Piénsatelo bien —dijo, y sus ojos relucieron malévolamente en la penumbra—. Porque en cuanto te hayas decidido por uno de los dos, te arrancaré el otro.»

Jack retrocedió, con el corazón latiéndole con fuerza.

Pero Sheziss se alejó de él, riéndose por dentro.

—Pero, ¿por qué no puedo dejar de odiar? —preguntó él en otra ocasión.

«Vamos progresando —dijo Sheziss, con un brillo de aprobación en la mirada—. No puedes dejar de odiar porque para eso fuiste creado. Odiar a los sheks es tan natural para ti como respirar. Si dejaras de hacerlo, estarías muerto.»

—Entonces, ¿no se puede dejar de odiar?

«Si conociésemos una forma, los sheks la habríamos empleado hace ya tiempo. A los dragones nunca os ha importado, os habéis entregado al instinto con salvaje entusiasmo. También nosotros disfrutábamos con la lucha, para qué negarlo. Pero, a diferencia de vosotros, éramos conscientes de que estábamos haciendo algo que no habíamos elegido. Nadie nos preguntó nunca si queríamos odiar a los dragones. No se nos dio opción.»

—Pero tú no me odias... ¿o sí?

«Ah, sí, te odio con todo mi ser, dragón. Deseo matarte. Pero controlo ese sentimiento.»

—¿Y eso cómo se hace?

«Asumiéndolo. Hay quien lo reprime, trata de negar que existe. Pero no se puede reprimir el odio, porque estalla como un volcán en el momento más inesperado. No obstante, sí se puede controlar, dejándolo salir sólo en los momentos indicados. O encontrando una razón para odiar. ¿Tienes razones para odiar? »

—Los sheks mataron a toda mi raza —murmuró Jack.

«Ashran mató a toda tu raza, pero tienes razón, nosotros también lo habríamos hecho de haber podido. De hecho, muchos lamentamos que los dragones estén muertos, porque ya no podemos matarlos nosotros. Pero la extinción de los dragones no es el motivo de tu odio, sino una consecuencia del odio que ambas razas sentirnos.»

Jack frunció el ceño, desconcertado.

«No tenernos ninguna razón para odiarnos. Ninguna razón lógica, quiero decir. Pero yo, por ejemplo, sí tengo motivos para odiar a Ashran. De manera que, cuando te miro y siento ese odio ancestral, me esfuerzo por acordarme del hombre al que detesto, canalizo ese odio hacia otra persona.»

—Ojalá pudiera yo hacer eso —dijo Jack, impresionado; se sentía muy vacío de pronto.

«Para ti será mucho más fácil que para cualquier otro —dijo ella—. Pues también tienes un alma humana que puede ayudarte a controlar tus instintos de dragón. Aunque aún tienes mucho que aprender.»

BOOK: Tríada
10.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Don't Let Him Know by Sandip Roy
Roomies by Sara Zarr, Tara Altebrando
Oregon Hill by Howard Owen
Audition by Ryu Murakami
Four Horses For Tishtry by Chelsea Quinn Yarbro
The Kommandant's Girl by Pam Jenoff
Intensity by Viola Grace