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Authors: Laura Gallego García

Tríada (57 page)

BOOK: Tríada
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«Los dragones se habían quedado sin sheks a los que matar y algunos no pudieron soportarlo. Venían a buscarnos. Me pregunto si nosotros habríamos hecho igual. Si, de haber sido nosotros los vencedores en aquella ocasión, habría habido Rastreadores entre nosotros, Rastreadores que fueran a buscar dragones, que disfrutaran destruyendo sus nidos.»

Hubo un largo y tenso silencio.

—¿Era esto lo que querías enseñarme? —preguntó entones—, Jack, en voz baja.

Ella lo miró un momento.

«No —dijo por fin—. No, aunque no ha venido mal que estuviera aquí. No, Jack; lo que quiero mostrarte es el verdadero rostro de Umadhun. Entonces entenderás muchas más cosas acerca de nuestra existencia.»

3
Oscuridad

Alexander recibió aquel día tres malas noticias.

La primera se la transmitió Tanawe, que acudió a verlo mientras él, Qaydar y Allegra supervisaban la construcción de catapultas en el patio. Al Archimago se le había ocurrido aplicar la idea de los proyectiles mágicos a las catapultas, y estaban fabricando un modelo que, en teoría, lanzaría al aire no solamente rocas, sino también esferas de energía mágica.

Era raro que Tanawe saliera de los sótanos donde había instalado su taller. Desde su llegada a Nurgon se había aplicado con entusiasmo a la construcción de más dragones, y lo único que era capaz de distraerla era su hijo Rawel, a quien, a pesar de todo, mantenía bajo estrecha vigilancia.

Alexander no estaba de buen humor aquel día. No sólo porque por la noche Ilea saldría llena; en realidad, llevaba varios días de muy mal humor. Desde la llegada y partida de Victoria, para ser más exactos.

Muy pocos conocían la noticia de la muerte de Jack. Los líderes de la rebelión habían acordado mantenerlo en secreto. Si se corría la voz de que la profecía ya no iba a cumplirse, muchos abandonarían, se rendirían. Necesitaban mantener viva aquella esperanza.

Sin embargo, Alexander no podía evitar sentirse culpable. A veces pensaba que debía dar a la gente la posibilidad de rendirse si así lo deseaban antes que morir por una causa perdida. Otras veces se decía a sí mismo que si se obsesionaban con la profecía sí sería una causa perdida. Seguía sin estar seguro de estar haciendo lo correcto. Aunque tuviera claro que él sí iba a luchar hasta la muerte, con o sin profecía.

Aquellos que sabían la verdad acerca de la muerte de Jack lo habían apoyado sin reservas. Incluso el hecho de que la visita de Victoria a Nurgon hubiera sido tan fugaz favorecía la continuidad de la leyenda y la fe en la profecía. Pocos habían visto a la doncella unicornio, pero ella se había mostrado tan distante y misteriosa durante su estancia en Nurgon como cabía esperar de una auténtica heroína. Allegra y Alexander habían hecho correr la voz de que Victoria se había marchado de nuevo para reunirse con el dragón de la profecía, y que ambos regresarían juntos para luchar en la batalla decisiva.

Como cada vez que pensaba en Jack, a Alexander se le encogió el corazón. Apretó los puños de rabia, y deseó, como tan tas otras veces, haber acompañado a Victoria para matar a Kirtash con sus propias manos.

Se esforzó por volver al presente cuando Tanawe se presentó ante él. Detectó enseguida su gesto preocupado.

—¿Qué ocurre?

—Hace tres días que debería haber llegado el cargamento de troncos de olenko, príncipe Alsan. No podemos esperar más. Tenemos un Escupefuego a medio terminar y nos hemos quedado sin reservas.

Alexander respiró hondo.

—De acuerdo —murmuró—. Los sheks habrán interceptado la barcaza que traía la madera, y seguramente no dejarán pasar ninguna más. Sabíamos que lo harían tarde o temprano.

—Pero no tan temprano —gimió Tanawe—. Yo contaba al menos con uno o dos cargamentos más. Tengo a cinco carpinteros cruzados de brazos.

—Veré qué se puede hacer —le aseguró Alexander—. Id fabricando entretanto dragones de los otros.

—Tampoco tenemos suficiente madera.

Tanawe dirigió una mirada ceñuda a las catapultas del patio, cuyos constructores se habían llevado parte de sus reservas.

Alexander frunció el ceño.

—Tenía entendido que los feéricos os proporcionaban madera del bosque.

—Pero no la suficiente. Se niegan a cortar un solo árbol, y la madera que recogen del suelo no basta para todo lo que queremos construir.

—Diré a Harel que hable con las hadas podadoras —intervino Allegra—. Hay muchos árboles que crecen descontroladamente en Awa, y sé que algunos feéricos se encargan de recortarles las ramas de vez en cuando para que crezcan más vigorosos. Tal vez podamos aprovecharlas nosotros.

—Te lo agradezco —sonrió Tanawe, un poco más animada—. Pero eso no soluciona el problema de los Escupefuegos.

Allegra se volvió hacia el Archimago.

—¿Madera inmune a las llamas?

Qaydar se detuvo un momento para pensar.

—Mmmm —dijo——. Hay conjuros protectores contra el fuego, pero su efecto es limitado. Tal vez... no sé —dijo finalmente, sacudiendo la cabeza—. Dejad que piense en ello.

Los primeros días, Qaydar había sido un estorbo, protestando por todo y metiendo prisa a todo el mundo. Pero cuando Denyal y Alexander habían puesto en marcha la recuperación de la Fortaleza y la organización de sus defensas, los magos rebeldes habían empezado a encontrarse con una serie de problemas que resolver.

Y Qaydar, que había dedicado gran parte de su vida al estudio de la magia, encontraba muy estimulantes aquellos retos que se iban presentando; se sentía en su elemento ideando nuevas formas de aplicar viejos conjuros al ataque y la defensa, hasta el punto de que casi se había olvidado de su obsesión por la Torre de Kazlunn. No cabía duda de que la actividad le sentaba bien.

Se había enfurecido, días atrás, al enterarse de la partida de Victoria. Los había acusado a todos de haber dejado escapar al último unicornio. Pero Allegra le había dicho, muy seria:

—¿Quién puede retener a un unicornio? ¿Acaso somos quiénes para decirle al último unicornio qué es lo que debe hacer?

Qaydar había desviado la mirada, incómodo. No había comentado con nadie el encuentro que había tenido con Victoria la noche antes de que ella abandonara Nurgon; pero las palabras de Allegra lo trajeron a su memoria, y también la inquietante mirada de la muchacha, que todavía lo acosaba en sueños algunas noches.

La presencia de Kimara había calmado un poco al Archimago. Ella le recordaba, por el simple hecho de estar allí, que Victoria, estuviera donde estuviese, podría seguir consagrando magos y enviándolos a Nurgon para que se unieran a la Resistencia.

—¿Cuántos dragones tenemos ahora mismo? —preguntó Alexander, mientras Qaydar seguía con sus cábalas.

—Cinco Escupefuegos y ocho de los otros. Hay que pedir también a los feéricos que dejen zonas de terreno despejadas, Los árboles en torno a la Fortaleza están creciendo y reproduciéndose tan deprisa que apenas nos dejan espacio para los dragones. No podrán alzar el vuelo tampoco si las ramas se extienden sobre ellos.

—Lo he visto —asintió Alexander—. Ya pedí a Harel que mantuviera despejada el área en torno al castillo. No me gusta tener los árboles tan pegados a las murallas exteriores.

—Volveré a hablar con él al respecto —dijo Allegra.

Alexander iba a responder cuando llegó Rawel a la carrera.

—Ha llegado un hombre que quiere hablar contigo, príncipe Alsan —jadeó—. Dice que viene de Shur-Ikail.

Alexander frunció el ceño. Hacía días que esperaban, también, que parte de las tropas del rey Kevanion abandonaran el asedio para acudir a la frontera oeste del reino, por donde supuestamente debían ser invadidos por los Nueve Clanes de Shur-Ikail. Pero los soldados continuaban allí, inamovibles. El campamento seguía apostado en los límites de la cúpula invisible que protegía Nurgon. Estaba pasando algo, y Alexander supo que no tardaría en enterarse de qué se trataba exactamente; de modo que, acompañado por Allegra, se apresuró a seguir al niño hasta el pórtico, donde Denyal se había reunido ya con el recién llegado. Ambos cruzaron una mirada de circunstancias. El mensajero estaba en un estado lamentable: sucio, herido, agotado y con la ropa hecha jirones.

—Me estaba diciendo que los bárbaros han cambiado de idea —informó Denyal, sombrío—. Hor-Dulkar no nos apoyará en la batalla.

—¡Qué! —estalló Alexander.

—Se han aliado con Ashran —explicó el mensajero con un hilo de voz—. Mataron a todos mis compañeros. Sólo yo escapé con vida, y sólo porque Hor-Dulkar quería que supieses que no va a aliarse con un príncipe de Nandelt. Dice que cada Shur-Ikaili vale por diez caballeros de Nurgon.

—Ya empezamos —refunfuñó Alexander.

Se dio cuenta entonces de que al mensajero le faltaba la oreja izquierda, y apretó los puños con rabia. Jack había muerto, su gente iba a jugarse la vida por una causa perdida y aquel condenado bárbaro seguía cortando orejas.

—Pagarás por esto, mala bestia —gruñó.

—Los sheks lo han dejado pasar —dijo Denyal—. Quieren que sepamos que los bárbaros nos han fallado.

—Pero ¿por qué habrán cambiado de idea tan de repente? —se preguntó Allegra.

—La bruja está con ellos —musitó el mensajero—. La bruja de la Torre de Kazlunn.

Allegra entrecerró los ojos.

—Gerde —murmuró.

Miró a su alrededor, en busca de Kimara. Sabía que la encontraría en el patio; la joven semiyan no se sentía a gusto a cubierto, y mucho menos en el bosque que crecía en torno a la Fortaleza.

No se equivocó. Kimara estaba sentada en lo alto de la muralla; sostenía un libro de hechizos en el regazo, pero su mirada estaba perdida en el cielo idhunita. La muerte de Jack la había sumido en un estado de melancolía del que nadie había logrado sacarla hasta el momento.

—Ve a buscarla —le dijo a Rawel—. Dile que se ocupe de curar a este hombre.

Los hechizos de curación eran una de las primeras cosas que había aprendido la joven, y con todos los magos de la Resistencia trabajando en labores mucho más complejas, las tareas de sanación y atención a heridos y enfermos habían quedado a su cargo.

—Gracias por la información, amigo —le estaba diciendo Denyal al mensajero—. Tu sacrificio no será en vano.

El hombre sonrió con esfuerzo... y perdió el sentido.

—No voy a permitir que Gerde se cruce en nuestro camino nunca más —dijo Allegra—. Ya ha causado bastante daño.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Alexander, frunciendo el ceño.

Allegra no tuvo ocasión de contestar, porque en aquel preciso instante llegó Zaisei. También parecía preocupada.

—Shail se va —dijo sin rodeos.

—¿Que se va? —repitieron Allegra y Alexander a la vez.

—A buscar a Victoria.

Alexander maldijo en voz baja.

Yo lo mato —gruñó, de mal talante.

Hacía varios días que Shail y Alexander habían discutido seguían sin dirigirse la palabra. Al mago no le había sentado, nada bien la partida de Victoria; le había echado en cara a Alexander que la hubiera dejado marchar. El joven, que aún no había asimilado del todo la muerte de Jack, había contestado de malos modos que, si Kirtash la mataba, se lo tendría bien merecido.

—¡Si ella no hubiera coqueteado con esa serpiente, si no le hubiera abierto las puertas de la Resistencia, Jack estaría vivo todavía!

—¿Cuántas veces te salvó la vida cuando estabas herido, pedazo de desagradecido? —vociferó Shail—. ¡Es el último unicornio que queda en el mundo! ¡Pero, sobre todo, es Victoria nuestra pequeña Victoria! ¿Cómo has podido dejarla marchar?

—¡De la misma forma que la dejaste marchar tú en el bosque de Awa!

Shail palideció.

—Eso ha sido un golpe bajo, Alexander.

No habían hablado desde entonces. Shail se había encerrado en su cuarto, malhumorado, y sólo toleraba a su lado la presencia de Zaisei. Alexander se sentía demasiado torturado por el dolor, la culpa, las dudas y la responsabilidad como para dar el primer paso e intentar reconciliarse con él.

Tal vez fuera ahora el momento adecuado, se dijo mientras recorría las dependencias de la Fortaleza a grandes zancadas. El ala este estaba ya casi completamente restaurada, y era allí donde estaban instalados los líderes de la Resistencia. Alexander abrió la puerta de la habitación de Shail, con más violencia que la que quería.

El joven mago estaba recogiendo sus cosas con gesto decidido.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

Shail alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada. —Me voy a buscar a Victoria.

—¿Otra vez? ¿Vas a volver a seguirla por medio continente?.

Los hombros de Shail temblaron un breve instante.

—Si es necesario, sí.

Alexander iba a replicar de malos modos, pero entonces miró mejor a su amigo, y se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos. Comprendió de pronto que Shail se sentía tan perdido y asustado como él mismo, como todos los que habían creído en la profecía durante años y tenían que encajar, de pronto, el hecho de que todo se había venido abajo. No era sencillo, y por eso todos se aferraban a cualquier cosa que les impidiera pensar: Kimara a sus estudios de magia, el Archimago a sus artefactos bélico-mágicos, Tanawe a sus dragones de madera... y Shail a Victoria. El último unicornio que quedaba. La criatura a la cual había consagrado su vida y su magia.

Pero no sólo estaba ella, pensó de pronto Alexander. Salí tenía algo más. Se aferró a eso para hacerle entrar en razón:

—¿Y qué pasa con Zaisei? ¿Vas a pedirle que te acompañe... hasta la Torre de Drakwen?

Shail se estremeció. —Zaisei... —repitió.

—¿La vas a dejar aquí? ¿La vas a dejar para seguir a Victoria? El mago dudó.

—No puedes hacer eso —prosiguió Alexander—. Ya sabes lo que les pasa a aquellos que persiguen un unicornio contra la voluntad de éste.

Shail inclinó la cabeza. Las leyendas decían que todos los cazadores de unicornios terminaban mal, de una manera o de otra. Se volvían locos, se olvidaban de todo menos de su búsqueda... y nunca encontraban al unicornio.

—Me cuesta creer que no quisiera que nadie la acompañara —murmuró Shail.

—Quería que la acompañáramos —dijo Alexander—. A matar a Kirtash —vaciló—. Le dije que no, y pensé que lo hacía porque mi lugar estaba aquí, en Nurgon, con toda esta gente que cree en nosotros. Pero en el fondo... ¿no crees que es algo que deben solucionar ellos dos?

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