Authors: Laura Gallego García
La exploradora dirigió al muchacho una mirada larga, intensa, y entonces se retiró el paño de la cara, con lentitud. Las luces del crepúsculo iluminaron un rostro humano, pero de rasgos extraños. Sus ojos eran grandes y rojizos, como ya había notado Victoria, y su piel morena parecía tener la textura de la arena del desierto. Su espeso cabello, blanco con mechones azules, no caía suelto por su espalda, corno el de los limyati, sino que lo llevaba recogido en multitud de pequeñas trenzas, al estilo van.
Con todo, era joven, y hermosa, a su manera. También Jack se había quedado mirándola fijamente. Nunca había visto a nadie como aquella chica tan exótica.
—Soy Kimara, la semiyan —dijo la exploradora, con sus ojos, de fuego todavía fijos en Jack—. He cambiado de idea: os acompañaré.
Al tercer día de caminar por el desierto, Victoria tropezó y cayó.
Y ya no volvió a levantarse.
Jack corrió junto a ella, llamándola por su nombre. La alzó en brazos y trató de hacerla reaccionar.
Kimara, la exploradora semiyan, los observaba con curiosidad.
—No esperaba que aguantara tan poco —comentó.
Jack sacudió la cabeza.
—No, ella es fuerte —explicó—. Es este lugar, le falta... le falta vida, ¿entiendes? Victoria necesita estar en sitios con energía porque... —Se interrumpió al ver que Kimara no lo entendía—. Es parecida a los feéricos en ese aspecto. Las hadas no pueden alejarse de los bosques.
—Ah —dijo entonces Kimara, comprendiendo—. ¿Crees que resistirá un rato más? Hay un oasis no lejos de aquí.
—Eso espero —murmuró Jack, preocupado.
Hacía un par de días que lo veía venir. Al principio, Victoria había aguantado bien. Sin embargo, pronto había empezado a sentirse débil y, a pesar de que se arriesgaba a ser descubierta por sus enemigos, utilizó el báculo para recoger energía del ambiente, aquella energía que ella, como canalizadora, necesitaba para sobrevivir. Pero aquello era un desierto, y la energía solar que el báculo podía captar no la alimentaba de la misma manera que la energía de la vida que flotaba en un ambiente con más vegetación.
Deberían haber previsto que sucedería algo así, se dijo Jack mientras cargaba con ella. Kimara los había guiado hacia el corazón del desierto, evitando los márgenes, que era donde se concentraban más patrullas de szish. No le preocupaba que los sheks pudieran localizarlos si sobrevolaban aquella zona, completamente llana y sin apenas lugares para esconderse, porque llevaba un manto del mismo color que la arena rosácea que pisaban, y había proporcionado a Jack y Victoria prendas semejantes. Cuando se echaban a tierra cubiertos con aquellas ropas, eran casi invisibles desde el aire. Y aunque Jack no lo había comentado con su guía, ellos dos contaban también con las capas, de banalidad que disimulaban su condición a la aguda percepción de los sheks.
Kimara se movía por el desierto como si estuviera en su elemento. Jack se había sorprendido a sí mismo más de una vez observando sus rápidos y ágiles movimientos sobre las dunas, sus ojos rojizos escudriñando el horizonte, abiertos de par en par, sin que la hiriente luz de los soles la molestase lo más mínimo, su cabello blanco y azulado sacudido por el viento del desierto, sus pies descalzos avanzando por la arena sin quemarse, con tanta facilidad como si se tratase de suelo sólido. La encontraba fascinante, y pronto había advertido que el sentimiento era mutuo. Kimara lo miraba a menudo, y en aquellas miradas que ambos cruzaban, Jack descubría que algo se agitaba en su interior, como si los dos compartieran un secreto, una misma esencia.
Y quería librarse de aquella atracción que la semiyan ejercía sobre él, porque deseaba de corazón ser fiel a Victoria, pero por otro lado quería también averiguar qué había en Kimara que lo alteraba tanto.
Victoria era consciente de aquellas miradas, de que la voz de Kimara se suavizaba cuando se dirigía a Jack, de que ella hacía lo posible por caminar cerca de él, y de que el muchacho la aceptaba a su lado de buena gana. Pero no comentó nada al respecto, y Jack no sabía si agradecérselo, o sentirse herido porque a su amiga no pareciera importarle que él se fijara en otra mujer.
Era el desierto, quiso creer Jack. Los hacía a todos comportarse de una manera extraña.
De todas formas, en aquel momento no podía pensar en otra persona que no fuera Victoria. Kimara avanzaba ante ellos, dirigiéndolos hacia el oasis que renovaría la magia de la chica, y salvaría su vida, y Jack tenía la vista fija en su guía, pero por una vez sus pensamientos no podían apartarse de Victoria.
Apenas un rato más tarde, Kimara se detuvo.
—¿Hemos llegado? —preguntó Jack, pero la semiyan le indicó con un gesto que guardara silencio.
—¡Al suelo! —dijo entonces.
Jack obedeció sin rechistar. En aquellos días había aprendido que Kimara nunca pronunciaba aquellas palabras sin una buena razón. Cubrió a Victoria con la capa de banalidad, y por encima le echó el manto color arena que le había dado su guía. Solo entonces se preocupó de ocultar su propio cuerpo.
Con la cara pegada a la arena, y un brazo en torno a Victoria, en un gesto protector, Jack siguió con la mirada la dirección en que se encontraba aquello que había llamado la atención de Kimara.
Y vio a lo lejos una especie de nube rojiza, informe, que se movía hacia ellos flotando sobre las dunas. Kimara se cubrió aún más con el manto. Jack la imitó, teniendo buen cuidado de tapar bien a Victoria.
La nube se acercó más, y Jack descubrió, sorprendido, que eran insectos.
Todo un enjambre de insectos de alas rojas que zumbaban furiosamente y recorrían el desierto... ¿buscando algo? Jack contuvo la respiración, y no se sintió tranquilo hasta que la nube se perdió de vista por el horizonte y Kimara retiró su manto de arena.
—¿Qué era eso? —preguntó Jack, poniéndose en pie.
—Los llamarnos kayasin, «espías» —explicó Kimara—. Por sí solos son inofensivos, puesto que se alimentan de carroña y no matan a las presas vivas. Pero avisan a los swanit de la presencia de viajeros solitarios. Y nada ni nadie puede escapar de un swanit. Son muy voraces... aunque siempre dejan algo para el enjambre de kayasin que lo ha guiado hasta la presa. Por eso su alianza funciona tan bien.
Jack no se atrevió a preguntar qué diablos era un swanit. Intuyó que no le gustaría saberlo. Pero se alegró de que Victoria no estuviera consciente para escuchar aquellas palabras.
Al caer la tarde llegaron al oasis, un grupo de árboles con forma de paraguas que daban una sombra deliciosa. Jack agradeció el cambio. No aguantaba bien el calor; en aquello, pensó, no se parecía a Kimara.
No había nadie por los alrededores. Jack depositó con cuidado a Victoria al pie de un árbol, en el lugar que más frondoso le pareció, y se quedó _junto a ella. Kimara desapareció entre los árboles y regresó al cabo de un rato con un odre lleno de agua. Jack mojó las sienes de Victoria, derramó un poco de agua sobre sus labios resecos y después bebió de buena gana. Cuando bajó el odre, se encontró con los ojos de fuego de Kimara fijos en él. Sonrió, incómodo, y le tendió el odre, pero ella lo rechazó. Se movió para sentarse junto a él, muy cerca.
—Sé quién eres —dijo entonces la semiyan, con suavidad.
Jack dio un respingo.
—¿Qué quieres decir?
—El fuego arde en tu interior como si tuvieras un sol en el corazón —dijo ella—. Puedo verlo en tus ojos. Aunque no sea una yan completa, el fuego es mi elemento. Sé de qué estoy hablando. Lo reconozco cuando lo tengo ante mí.
»Otros quizá no te reconozcan porque esperaban verte con otra forma, pero a mí no has podido engañarme: eres un dragón.
Jack abrió la boca para desmentirlo, pero se dio cuenta de que era absurdo. No tenía sentido negarlo.
—¿Cuánto hace que lo sabes, Kimara?
—Desde la primera vez que te vi. —Se acercó más a él y volvió a dedicarle una de sus intensas miradas—. Eres medio dragón, medio humano. También yo soy medio humana. Y mi otra parte, mi parte yan, es hija del fuego, como los dragones.
—Tenemos mucho en común, entonces —sonrió Jack, todavía un poco desconcertado, pero comprendiendo por fin por qué se había sentido tan atraído por ella.
—No tanto como piensas. Nunca podré estar a tu altura. Eres un dragón, pero por la forma en que tratas a los humanos, se diría que no entiendes lo que significa eso.
—¿Y qué significa?
—Significa que estás muy por encima de todos nosotros. Los dragones son el escalón intermedio entre las razas mortales y los dioses. Me siento... extraña hablándote de esto precisamente a ti —añadió, ruborizándose un poco.
Jack la miró un momento, intentando entender lo que le estaba diciendo. Bajó entonces la cabeza para mirar a Victoria.
—¿Sabes quién es ella? —preguntó.
Kimara negó con la cabeza.
—No. No encuentro nada especial en ella. No veo fuego en su mirada.
—Pero hay luz —dijo Jack—. Es verdad, entonces, que sólo los feericos, los sheks y los dragones podemos ver la luz de los ojos de una criatura como Victoria.
Kimara esperó que Jack explicara algo más acerca de la muchacha, pero él no lo hizo. La semiyan le dedicó una sonrisa sesgada.
—Lo único que sé de ella es que tú eres suyo —dijo—. ¿Te merece?
Jack la miró, sorprendido por la pregunta. La mirada de fuego de Kimara seguía clavada en él. La joven estaba tan cerca que, Jack pudo sentir su olor, salvaje y almizclado. Se esforzó por concentrarse en la respuesta que debía darle.
—Si no fuera así, no estaría con ella —contestó.
Le parecía una respuesta un poco arrogante, pero tenía la sensación de que era lo que Kimara estaba esperando escuchar y, por otro lado, no quería revelar la identidad de Victoria dando demasiados detalles sobre ella.
La semiyan se apartó un poco de él.
—Claro. Es verdad —dijo.
Se levantó y dio unos pasos en dirección al corazón del oasis. Se volvió un momento hacia él. Pareció que vacilaba, pero su voz no tembló cuando le dijo a Jack, mirándolo a los ojos:
—No aspiro a obtener tu amor porque sé que no soy digna de él. Sólo soy una semiyan, mientras que por tus venas corre el auténtico fuego de los señores de Awinor. Pero si alguna vez deseas una compañía diferente a la de ella... sería para mí un orgullo y un placer pasar la noche contigo.
Jack se quedó sin aliento. Quiso hablar, pero tenía la boca seca. Para cuando recuperó la voz, Kimara ya se alejaba de él, y Victoria gimió débilmente, antes de abrir los ojos, aún algo aturdida.
En el oasis había una pequeña laguna de la que manaba un agua tibia y de un azul intenso, casi violáceo. Jack y Victoria agradecieron poder tomar un baño y quitarse de encima la arena del desierto.
—¿Cómo es posible que haya un manantial aquí? —preguntó
Jack aquella noche, mientras estaban los tres reunidos en torno a la hoguera.
—Es magia, ¿verdad? —dijo Victoria—. Puedo percibirlo. Esta laguna no es natural.
—Es obra de los magos yan —dijo Kimara—. No hay muchos hechiceros entre la gente del desierto, porque a los unicornios no les gustan los desiertos, o al menos eso se dice. —Jack y Victoria desviaron la mirada, pero Kimara seguía hablando deprisa y no lo notó—. Por eso no existen muchos oasis como éste en el desierto. Son muy difíciles de crear y, por otro lado, a los sacerdotes yan no les gusta que alteremos nuestra tierra.
—¿Por qué no? —quiso saber Jack—. Si tenéis el poder de crear oasis, podríais hacer del desierto un lugar mejor para vivir.
Kimara sonrió.
—Nunca le digas eso a un yan de sangre pura —dijo—. Es poco menos que una blasfemia. Va en contra de nuestras creencias.
»Se dice que, cuando los dioses llegaron a Idhún, la diosa Wina se enamoró tanto de este mundo que descendió a él y lo cubrió por completo con un manto de vegetación. Todos los dioses colaboraron con ella: Irial condujo hasta el mundo la luz de las estrellas, Karevan hizo crecer las montañas, Neliam pobló los océanos de criaturas acuáticas y utilizó el poder de las lunas para crear las mareas. Yohavir hizo el aire que respiramos, las nubes, los vientos, los olores y los sonidos hermosos. Aldun alimentó los tres soles, pero no se conformó con ver Idhún desde los cielos, y decidió descender para ver por sí mismo el resultado de la creación.
Kimara hizo una pausa. Sus ojos de rubí recorrieron las silenciosas dunas que se extendían más allá del oasis.
—Fue aquí donde aterrizó. En lo que hoy es el desierto de Kash-Tar.
»Su cuerpo de fuego abrasó una gran extensión de tierra, destruyendo toda la obra de los otros cinco dioses. No lo hizo a propósito, pero Wina nunca se lo perdonó.
Victoria desvió la mirada hacia las estrellas, hacia las lunas. Se dio cuenta de que Erea ya empezaba a menguar. En cambio, según apreció, Ilea pronto estaría llena. Victoria recordó que, según las leyendas, aquélla era la luna favorita de Wina, tal vez por ser tan verde como los bosques que ella protegía. Suspiró. Decían que Wina era una diosa alegre, despreocupada y caprichosa; sin embargo, cuando se trataba de castigar a aquellos que destruían los bosques, su ira no conocía límites.
—Tiempo más tarde —prosiguió Kimara—, cuando los dioses crearon a sus hijos, todos estuvieron de acuerdo en que las tierras que habían ardido por culpa de Aldun serían el hogar de la raza que él había creado: los yan, los hijos del fuego y, desde entonces, hijos del desierto.
»Por eso no se nos permite abandonar el desierto ni convertirlo en algo que no es. Ésta es la tierra que creó Aldun, es el legado que nos dejó. Y hemos hecho de ella nuestro hogar, y hemos aprendido a amarlo.
—Es una historia muy bonita —dijo Victoria.
Jack no dijo nada. Los ojos de Kimara estaban fijos en los suyos, y el muchacho contemplaba, hipnotizado, el reflejo de las llamas en los iris rojizos de la joven. Victoria los miró un momento, pero no hizo ningún comentario.
—Descansad —dijo entonces Kimara—. Mañana nos espera un largo día.
—Esto es lo que quería mostraros, príncipe Alsan —dijo Mah-Kip en voz baja.
Alexander contempló la vista que se dominaba desde lo alto del cerro al que acababan de subir. Junto a él, Denyal se mostraba inquieto y miraba al semiceleste con desconfianza.
Habían cabalgado dos días, siguiendo las estribaciones de las montañas, para llegar hasta allí, y sólo porque, de alguna manera, Mah-Kip, uno de los consejeros del rey Amrin, se las había arreglado para llegar hasta los rebeldes diciendo que tenía algo importante que hablar con Alexander.