Tríada (23 page)

Read Tríada Online

Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
8.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

En cualquier caso, estaban perdidos.

De las sombras surgieron también cerca de una veintena de szish, los hombres-serpiente, que los rodearon, cortándoles la retirada. Una emboscada en toda regla, pensó Alexander con amargura.

El shek reptó hacia ellos, con movimientos calmosos, estudiados. Los observó con cierta curiosidad.

« ¿Qué me has traído, Amrin?», preguntó.

—Los líderes de la Resistencia, señor —respondió el rey—. La maga Aile, el Archimago Qaydar y... un ser que se hace llamar Alexander, y que dice ser mi hermano.

Alexander sintió que la ira lo inundaba por dentro, y logro liberarse del control del shek lo bastante como para poder gritar, furioso:

—¡Soy tu hermano, traidor! ¡No mereces ser el rey de Vanissar, no mereces llamarte hijo de tu padre! Amrin se volvió hacia él.

—Mi hermano murió hace quince años —dijo con frialdad—. No estuvo a nuestro lado cuando peleamos contra los sheks, no vio morir a nuestro padre ni vio agonizar a nuestro pueblo. Se fue a otro mundo en busca de una quimera y jamás regresó. Tú te pareces a él, pero no eres más que un demonio.

«Silencio», intervino Eissesh, aburrido. Se alzó un poco más, ocultando las lunas nacientes tras sus enormes alas. Tanto el rey como los szish retrocedieron un poco, dejándole espacio para examinar a los prisioneros. La serpiente siseó y dejó entrever sus colmillos envenenados. Un breve movimiento y todo habría acabado para ellos.

Pero el shek se detuvo un momento para observar a Alexander.

« ¿Qué clase de ser eres tú? —preguntó—. Tienes dos espíritus.»

El joven no respondió. La serpiente entornó los ojos y le dirigió una mirada pensativa.

«Contigo ya son cuatro las criaturas con dos espíritus de las que tengo noticia —prosiguió Eissesh—. Renegados todos ellos. Es evidente que los híbridos no traéis más que problemas. No obstante. .. »

Bajó un poco la cabeza para observarlo con más atención. El cuerpo escamoso de la criatura vibró con una risa baja.

«... no, ya veo. Tu alma humana no comparte el cuerpo con un espíritu superior, sino con la esencia de una bestia. No eres exactamente como los otros tres. ¿Quién haría semejante chapuza contigo?»

Alexander sintió que la conciencia del shek invadía la suya, y se esforzó por pensar en cosas banales. Pero pronto se dio cuenta de que Eissesh parecía más interesado en los recuerdos sobre su origen que en averiguar cosas sobre Jack y Victoria. Se preguntó por qué. Sabía que a los sheks les llamaba la atención todo lo que no conocían o comprendían, pero... ¿era su curiosidad superior al deseo de acabar con aquellos de quienes hablaba la profecía?

Alexander percibió que la conciencia del shek se retiraba de pronto de su mente. La criatura alzó la cabeza hacia las estrellas con un siseo peligroso.

Tras las montañas se elevó la figura de un dragón, que se recortó contra el cielo nocturno y descendió con rapidez hacia ellos. Alexander sintió que el corazón se le aceleraba. No era posible...

Hubo murmullos de desconcierto entre los szish.

« ¡Silencio! —ordenó Eissesh—. Sólo es una de las ilusiones creadas por los renegados. Ya las conocéis.»

El dragón siguió descendiendo, y pareció que se detenía a tomar aliento. Alexander supo lo que iba a suceder y gritó:

—¡Cuidado!

Pero los caballos ya habían echado a correr, sin preocuparse por el shek, cuyos ojos irisados reflejaron el chorro de fuego que expulsó la boca del dragón. Los szish retrocedieron, aterrorizados, siseando, y Eissesh pudo alzar el vuelo en el último momento, antes de que el fuego se estrellara en el suelo, muy cerca de él.

Todos sintieron su calor. No era una ilusión, era fuego de verdad.

«Es imposible, no puede ser Jack —pensó Alexander, confuso—. Está muy lejos de aquí.»

Pero por otro lado... no existían más dragones en el mundo. ¿O sí?

En otras circunstancias, Eissesh habría actuado con más frialdad, habría esperado a comprender qué estaba sucediendo antes de alzar el vuelo y arremeter contra el dragón. Pero los sheks se volvían locos de odio cuando se trataba de dragones. Y por lo que Alexander sabía de los dragones, el sentimiento era mutuo.

Con un chillido de ira, la serpiente se elevó en el aire, olvidando a sus prisioneros, y voló directamente hacia el dragón, que lo recibió con un rugido.

—¡Alexander, aquí! —gritó la voz de Allegra.

El joven se volvió y la vio un poco más allá, junto al Archimago, defendiéndose de los szish que los atacaban. El efecto hipnótico del shek se había roto, y ambos eran ya capaces de moverse y de utilizar su poder. Alexander desenvainó su espada e instó a su yegua a reunirse con ellos. Por el camino, la hoja de Sumlaris atravesó los cuerpos de varios hombres-serpiente que le salieron al paso.

Pero entonces el disco plateado de Erea asomó por fin tras las montañas. Alexander notó, de pronto, que algo se revolvía en su interior, despertando de un sueño profundo. Soltó las riendas de su montura para llevarse las manos a la cabeza, gritó...

La yegua se encabritó y lo lanzó al suelo. Alexander rodó por tierra, pero no se hizo el menor daño. Su cuerpo no era del todo humano. Alzó la cabeza, aterrado; la argéntea luz de Erea bañó sus rasgos...

Y la transformación fue rápida y brutal. Erea era casi dos veces más grande que la Luna de la Tierra, y reclamó como suyo el espíritu de la bestia. Antes de que Alexander se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, ya se había metamorfoseado en un enorme y salvaje lobo. Se estremeció un momento y después se alzó sobre sus patas traseras, disfrutando de su nueva fuerza y poder. Aulló a las lunas, ebrio de libertad.

Allegra lo había visto venir a lo largo de toda la tarde, y estaba preparada. Sin embargo, para el Archimago fue una desagradable sorpresa.

—Por todos los dioses... ¿qué es eso?

La criatura lo miró un momento y esbozó una terrorífica sonrisa llena de dientes. En la Tierra, Alexander había sido un lobo corriente; un poco más grande de lo habitual, y muy peligroso, pero no más que un animal, de todas formas.

Allí, en Idhún, donde la magia fluía en el aire, en la tierra, en el agua... el espíritu de la bestia halló más fuerza para ser lo que debería haber sido desde el principio, lo que el mago Elrion había soñado hacer de él, aquello en lo que le había dicho a Alexander que lo convertiría: uno de los hombres más poderosos de ambos mundos.

Porque el ser que se alzaba aquellos momentos bajo las tres lunas tenía rasgos de lobo, pero era incluso más grande que un hombre, más robusto, más fuerte y más letal.

Y estaba henchido de odio.

En el cielo, el shek y el dragón seguían con su batalla y no le prestaron atención. Pero el resto de combatientes, incluidos los szish, se quedaron un momento mirándolo, aterrados y perplejos. El rey avanzó un par de pasos hacia él, incrédulo.

—¿Her... mano? —preguntó, inseguro.

La bestia lo miró con aquel fuego salvaje reluciendo en sus ojos amarillos. Amrin se dio cuenta de que no lo había reconocido. El lobo gruñó, enseñando sus letales colmillos, y saltó sobre él...

El rey gritó y se cubrió con los brazos. Pero algo retuvo a la bestia en el aire y la hizo caer al suelo con estrépito. La criatura se revolvió, aulló, tratando de sacarse de encima el hechizo.

Amrin alzó la cabeza y miró a su alrededor en busca de su salvador. Descubrió a Allegra, que seguía aún con las manos alzadas, iluminadas levemente en la semioscuridad, concentrándose por mantener activa la magia que retenía a lo que momentos antes había sido Alexander.

Pero no tuvo ocasión de decir nada, porque en aquel instante el Archimago le señaló al hada la cumbre de un monte cercano, donde una figura agitaba una bandera que relucía en la oscuridad.

Una bandera que mostraba el símbolo de un dragón con las alas extendidas.

Todo fue muy rápido. El rey aún pudo ver cómo el dragón que había rescatado a los renegados caía herido sobre las montañas, y pudo escuchar el chillido de triunfo de Eissesh, antes de que el hechizo de teletransportación de los dos magos los llevara a los tres lejos de allí.

Shail despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas cuando una de las sacerdotisas le sacudió el brazo con suavidad:

—Hechicero, despierta; hemos llegado.

El joven sacudió la cabeza para despejarse y comprendió, sorprendido, que se había quedado dormido encima de su montura. Por fortuna, el arnés lo había mantenido sujeto a la silla, y por otro lado el paske se había limitado a seguir a sus compañeros, sin desviarse de la ruta, a pesar de carecer de guía.

—¿Hemos llegado? —murmuró Shail, aún algo aturdido.

Levantó la cabeza y vio ante él la sombra de las cúpulas del Oráculo, alzándose sobre un alto acantilado contra el que rompían enormes olas coronadas de espuma. La comitiva, sin embargo, se había detenido, con Gaedalu a la cabeza.

Shail buscó con la mirada a Zaisei y la vio junto a él. Pero los ojos de ella estaban vueltos en otra dirección, hacia el Oráculo. Su rostro estaba serio y sus delicados hombros se habían con traído en un gesto tenso.

—¿Qué sucede? —preguntó Shail en un susurro.

—Mira con atención hacia el Oráculo, mago —respondió la otra sacerdotisa.

Shail lo hizo. Y justo entonces descubrió una sombra sinuosa que se deslizaba en torno al edificio, casi envolviéndolo con su largo cuerpo. La luz de las tres lunas arrancaba destellos argentinos de las escamas de la criatura.

—¡Un shek! —murmuró Shail, aterrado—. ¿Han atacado el Oráculo?

Fue Zaisei quien respondió.

—No. Las hermanas sacerdotisas que nos aguardan en el interior siguen ilesas, aunque están muy asustadas. Yo diría que el shek nos aguarda a nosotros.

Una punzada de angustia atravesó el corazón de Shail. «Busca a Jack y Victoria —pensó—. Nos espera porque sospecha que puedan estar con nosotros.»

Lo cual significaba que el viaje de la Madre no había pasado inadvertido a Ashran y sus aliados. La buena noticia era que, por lo visto, no conocían con seguridad el paradero de Jack y Victoria, y por ello se habían visto obligados a apostar vigilantes en los lugares en los que consideraban que era más probable que pudieran ocultarse. Eso quería decir que tal vez hubiera gente de Ashran también en Vanissar, espías que estuvieran al tanto de la desaparición del dragón y el unicornio y los buscaran por allí. Shail deseó que a nadie se le hubiera ocurrido pensar en Awinor... e inmediatamente se dio cuenta de que, si aquel shek lo capturaba, podría obligarle a revelar cuánto sabía sobre Jack y Victoria.

—Tenemos que huir —le dijo a Zaisei en voz baja. La sacerdotisa negó con la cabeza.

—Nos alcanzaría —respondió en el mismo tono—. Ya nos ha visto; lo único que podemos hacer es parlamentar con él. Los sheks nos dejarán pasar si quieren que sigamos manteniendo el Oráculo, y, si no fuera así, lo habrían destruido hace ya tiempo.

Shail sacudió la cabeza.

—No lo entiendes, Zaisei. No debe interrogarnos. Si lo hace...

—Si lo hace, ¿qué? No hay nada de nosotras que los sheks no sepan ya. No tenemos nada que ocultar... —Se interrumpió de pronto y miró al mago, atemorizada al leer la inquietud y la culpabilidad en sus ojos—. ¡Tú lo sabes! —comprendió—. ¡Sabes adónde han ido Yandrak y Lunnaris!

Shail respiró hondo.

—Tengo que irme, Zaisei. Ha sido un error venir con vosotras. Os he puesto en peligro.

La celeste desvió la mirada. No dijo nada cuando el joven tiró de las riendas del paske para obligarlo a retroceder.

El shek había avanzado hasta la comitiva y ahora se alzaba ante Gaedalu, haciendo vibrar ligeramente su cuerpo de serpiente. Sus ojos estaban fijos en el rostro de la Madre, y ella también lo miraba a él. Parecía como si ambos estuvieran manteniendo una conversación telepática que nadie más podía oír. Gaedalu se alzaba sobre su montura, serena y majestuosa como tina reina, en apariencia muy segura de sí misma. Pero el shek había entornado los ojos y la miraba como si estuviera decidiendo si iba a matarla o no.

Sin embargo, la maniobra de Shail no le pasó inadvertida. Alzó la cabeza con brusquedad y, con un movimiento de sus inmensas alas, se elevó por encima del grupo para ir a posarse un poco más lejos, cortándole la retirada a Shail.

El mago tiró de las riendas y trató de tranquilizar a su montura. Buscó con la mirada una vía de escape, pero no la encontró. Se preguntó si debía teletransportarse lejos de allí, y enseguida comprendió que no se atrevería a hacerlo, que no dejaría atrás a Zaisei y las demás sacerdotisas a merced de un shek que podría castigarlas a ellas si Shail osaba huir.

«Te conozco —dijo entonces el shek en su mente—. Eres el mago de la Resistencia, el que vino del otro mundo.»

Si Shail tenía alguna esperanza de pasar inadvertido, aquella afirmación le hizo ver la dura realidad. El shek movió su cola como si fuera un látigo y lo tiró de su montura, que bramó, aterrada, y salió huyendo. Shail cayó al suelo con estrépito.

—¡Shail! —gritó Zaisei; se cubrió la boca con las manos, consciente de pronto de haber cometido un error.

Pero ya era demasiado tarde. El shek la observó de soslayo, sonriendo levemente mientras apuntaba en su memoria aquel nuevo dato.

Shail no la miró, y tampoco trató de levantarse. Sabía que no lo conseguiría sin la magia, y quería reservar su poder para cosas más útiles, por si acaso se le ocurría algún descabellado plan para escapar de aquella situación.

«Has quedado lisiado —observó el shek—. No serás muy útil a los renegados a partir de ahora, así que no te servirá de nada hacerte el héroe. ¿Dónde están el dragón y el unicornio?»

—No pienso decírtelo —murmuró Shail.

«Lo sabré de todos modos —dijo el shek—. Mírame a los ojos. »

El mago se sentía paralizado por la letal presencia de la criatura, pero sacó fuerzas para volver la cabeza con brusquedad y mirar hacia otro lacio.

Entonces la cola del shek reptó hacia las sacerdotisas, que trataron de huir, aterradas, y se enroscó en torno a la esbelta cintura de Zaisei. La joven gritó y pataleó, pero la serpiente la arrastró lejos de su montura y la alzó en el aire, ante Shail.

«Ella te importa, ¿no es cierto? —dijo el shek—. ¿Te importa más que Lunnaris? ¿Traicionarías al unicornio para salvarle la vida? Levanta la cabeza y deja que explore tu mente, mago. Deja que tus recuerdos me hablen del dragón y el unicornio. Hazlo, y la sacerdotisa vivirá. De lo contrario...»

Other books

Giraffe by J. M. Ledgard
Secret of the Time Capsule by Joan Lowery Nixon
Three For The Chair by Stout, Rex
Wanted: One Ghost by Lynne, Loni
Bake, Battle & Roll by Leighann Dobbs
River City by John Farrow
In Spite of Everything by Susan Gregory Thomas
A Royal Likeness by Christine Trent