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Authors: Laura Gallego García

Tríada (21 page)

BOOK: Tríada
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Qaydar respondió algo, pero Alexander no lo escuchó.

Se había quedado mirando a una anciana que trenzaba canastas en un puesto del mercado. Le llamó la atención porque las canastas estaban hechas de una clase de junco de tono azulado, muy resistente, que sólo crecía en los márgenes del río Raisar, que separaba los reinos de Vanissar y Raheld. Hacía mucho tiempo que no veía objetos fabricados con aquel material, y un sentimiento de nostalgia inundó su corazón.

Entonces la anciana tejedora alzó la cabeza hacia él y sonrió. Su piel arrugada mostraba listas de color pardo, señal de que la mujer procedía de Shur-Ikail, donde habitaba una raza de bárbaros humanos de piel listada.

—¿Deseáis comprar un canasto, señor? No los encontraréis mejores en ninguno de los cinco reinos...

Alexander sonrió; iba a declinar la oferta cuando la mujer se fijó en su rostro y palideció como si acabara de ver un fantasma.

—¡Alteza! —exclamó.

Alexander retrocedió, moviendo la cabeza.

—Te has equivocado de persona.

—¡Príncipe Alsan! —insistió la mujer; cayó de rodillas ante él y trató de besarle las manos, pero Alexander no se lo permitió—. ¡Habéis regresado!

—Te repito que me confundes con otro.

El comportamiento de la tejedora atrajo la atención de algunos curiosos, entre ellos un niño de mirada pensativa, que estudió a Alexander de arriba abajo, asintió para sí mismo y después se perdió entre la multitud. Allegra tiró de su amigo y se lo llevó lejos de allí. Alexander pudo ver cómo dos szish se llevaban a rastras a la anciana, que lloraba de alegría mientras seguía pronunciando el nombre del príncipe Alsan. Y supo que nadie más volvería a verla con vida.

Allegra y Alexander se reunieron con Qaydar, cuyos ojos relampagueaban de ira.

—¿Es que quieres que nos maten? —siseó, furioso.

Los ojos de Alexander relucieron con un salvaje brillo amarillo.

—No me hables en ese tono, Archimago —le advirtió—. Te encuentras en Vanissar, el reino que me pertenece por derecho. Aquí, más que en ningún otro lugar, exigiré que me trates con el respeto que se le debe al heredero al trono.

—Basta —dijo Allegra con suavidad—. Seamos prácticos: han reconocido a Alexander; no tardarán en venir a buscarnos.

Buscaron refugio en un callejón, desde donde escudriñaron la calle principal. Pero no descubrieron una actividad anormal en los guardias szish.

—Parece que no la han creído —murmuró Allegra, exhalando un suspiro de alivio.

Pero Qaydar negó con la cabeza.

—Esas criaturas no dejan nada al azar. Si alguien cree haber visto al príncipe, lo investigarán, no te quepa duda. Pero no lo harán abiertamente, sino bajo mano, sin que nadie se entere. No permitirán que la gente crea que han dado crédito a algo así. Si actúan como si no tuviera importancia, todos se convencerán de que no la tiene, de que sólo ha sido el desvarío de una vieja loca. —Movió la cabeza, irritado—. Llevo tiempo estudiando a los szish. Son tan taimados como los monstruos a los que sirven.

—¿Qué sugieres que hagamos, pues?

—Acompañarnos al castillo, si os place, señora —dijo de pronto una voz a sus espaldas, sobresaltándolos—. El rey Amrin os está esperando.

Junto a ellos había un hombre de unos treinta y cinco años. Su piel presentaba un ligero tinte azulado, su cabello crecía muy fino y escaso, y era tan rubio que parecía casi blanco. Sonreía, y su rostro era agradable y, jovial.

«Un semiceleste», pensó Alexander. Inmediatamente se acordó de Shail y Zaisei, y se preguntó si el grupo de la Venerable Gaedalu habría llegado ya al Oráculo.

—Me llamo Mah-Kip, y trabajo para su majestad —se presentó—. Los szish os están buscando. Me han enviado para guiaros hasta el castillo sanos y salvos.

Los tres cruzaron una mirada. Mah-Kip era un semiceleste, su mirada era limpia y pura como la de todos los hijos de Yohavir; no los engañaría ni traicionaría.

Lo siguieron a través de un laberinto de calles, hasta una vieja posada que parecía abandonada. Mah-Kip los hizo descender al sótano, y allí descubrió un túnel que se abría tras una pesada alacena que tuvieron que apartar entre todos.

—Este túnel es completamente seguro —dijo Mah-Kip—, y lleva hasta el palacio. Lo descubrí hace unos meses y se lo comuniqué a su majestad, pero él no quiso que le revelara el lugar exacto de su ubicación. Así se aseguraba de que ni Eissesh ni los szish averigüen su paradero.

—¿Eissesh? —repitió Alexander en voz baja.

—El gobernador de Vanissar —gruñó Qaydar—. El shek que dirige el reino en nombre de Ashran y el señor de las serpientes. En realidad, Amrin es rey sólo de nombre. Es Eissesh quien mueve los hilos aquí.

—Su majestad hace lo que puede —suspiró Mah-Kip—. Si organizase una rebelión, Eissesh lo sabría inmediatamente. No tiene más que leer sus pensamientos, como sólo saben hacer los sheks. Ésa es la razón por la cual los rebeldes actúan a espaldas de nuestro soberano. El no quiere saber nada del asunto, para no comprometerlos.

—Entonces, ¿mi hermano apoya la rebelión? —preguntó Alexander.

Mah-Kip sonrió.

—¿Acaso no está protegiendo a tres renegados buscados por todo Nandelt? —preguntó con suavidad.

Alexander sonrió también, atisbando, por fin, un rayo de esperanza en la oscuridad. Pero Allegra se mordió el labio inferior, pensativa.

Por fin llegaron al término del túnel. Subieron por unas escaleras talladas en la roca y aparecieron tras un enorme tapiz que cubría toda una pared. Alexander miró a su alrededor, bebiendo con los ojos todos los detalles del lugar donde se había criado. Había añorado mucho Vanissar y se sentía feliz de estar en casa de nuevo, y, sin embargo, una parte de él seguía sin encontrarse cómoda.

Mah-Kip los guió hasta un enorme salón donde los aguardaba una figura que se hallaba de pie junto a la ventana. Alexander reprimió tina exclamación de sorpresa.

Era su hermano, pero no el muchacho que él recordaba.

Sólo se llevaban dos años de diferencia; Amrin era un chico no mucho mayor que Jack cuando Alexander lo había visto por última vez. Pero ahora era un hombre que rondaba los treinta, no muy alto, de cabello castaño ensortijado y los mismos ojos oscuros de Alexander. Para el rey de Vanissar habían pasado quince largos años, mientras que el desajuste temporal del viaje a través de la Puerta había congelado a Alexander durante diez años, de manera que todo aquel tiempo sólo había sido un lustro para él. Antes era el príncipe Alsan, el heredero del trono. Ahora era Alexander, tenía veintitrés años y, sorprendentemente, era más joven que su hermano menor.

—Me alegro de volver a verte, Alsan —dijo el rey—. Por una parte has cambiado, pero por otra el tiempo parece no haber pasado por ti. Una extraña forma de conservarse.

Alexander se encogió de hombros.

—Los viajes interdimensionales pueden jugarte malas pasadas a veces.

Los dos hermanos se estudiaron un momento, con cautela y cierta desconfianza. Alexander sabía que, a pesar de la nueva diferencia de edad, él había nacido antes que Amrin. El trono de Vanissar le pertenecía por derecho.

Y Amrin lo sabía también. Ahora que llevaba tantos años siendo rey de Vanissar, ¿cómo reaccionaría ante el regreso del legítimo heredero del rey Brun?

Sin embargo, al cabo de unos instantes Amrin sonrió ampliamente.

—Bienvenido a casa, hermano —dijo.

Jack se recostó sobre la hierba, junto al arroyo. Estaba en apariencia tranquilo, pero sus ojos verdes recorrían el paisaje, alerta.

A lo largo de su viaje a través de la Cordillera Cambiante había aprendido a estar siempre vigilante. Eran demasiadas las cosas que no conocía o no comprendía de aquel lugar.

Victoria se había quedado un poco más lejos, río arriba. Había encontrado una pequeña cascada que caía sobre un remanso tranquilo, y estaba aprovechando para bañarse. Jack se había retirado un poco para dejarle intimidad... y, de paso, vigilar que no la sorprendiera ningún visitante indeseado.

Contempló cómo se movían las montañas, sin mucho interés. Era un fenómeno que ya le parecía perfectamente normal.

Sin embargo, algo le llamó la atención y le hizo enderezarse, sorprendido.

Una de las montañas desaparecía poco a poco. Y tras ella... no había más montañas, sino una amplia extensión de bosque. Se puso en pie de un salto para estudiar la posición de los soles. Estaban justo encima de aquel bosque. Por el este.

Respiró hondo. Aquello sólo podía ser Derbhad. Qué mala suerte. Para una vez que las montañas se abrían lo bastante como para dejar ver lo que había más allá, era por el lado contrario por el que querían salir. En cualquier caso, pensó, tal vez había llegado la hora de abandonar la cordillera y seguir avanzando por un lugar menos desconcertante.

Dio media vuelta y se dirigió a la cascada para contárselo a Victoria.

Los dos se pusieron en marcha enseguida. Cuando el bosque fue claramente visible en el horizonte, ambos apretaron el paso. Tenían que alcanzarlo antes de que desapareciera de su vista, antes de que las montañas volvieran a cerrarse ante ellos.

Por suerte, no lo hicieron. Llegaron a la sombra fresca de la floresta un poco antes del mediodía, y se dejaron caer bajo los árboles, cansados y hambrientos. Contemplaron la amenazadora silueta de aquella extraña Cordillera Cambiante de la que habían escapado. Jack no pudo evitar preguntarse cuánto habían avanzado en todo aquel tiempo que llevaban de marcha.

—Tenemos que decidir qué hacer ahora —dijo—. Podemos seguir por Derbhad hacia el sur, o tratar de cruzar la cordillera para llegar hasta el desierto.

—No sé si quiero volver ahí —dijo Victoria—. A veces tengo la sensación de que es como un laberinto del que no podremos escapar.

—Y tal vez sea así —dijo de pronto una voz sobre ellos, sobresaltándolos—. Los bosques cambian, pero las montañas no deberían cambiar. No es natural.

Los dos chicos descubrieron entonces a un silfo observándolos desde una rama.

Los silfos eran el equivalente masculino de las hadas. La mayoría de ellos tenían alas y solían encontrarse en las copas de los árboles. A pesar de servir a Wina, la diosa de la tierra, también se sentían, en parte, criaturas del aire.

Aquél en concreto tenía la piel aceitunada y el cabello parecido a un manto de hojas secas. Sus ojos negros, enormes ~ rasgados, los contemplaban con curiosidad.

—Hace mucho tiempo, cuando el mundo era aún muy joven —dijo el silfo, antes de que los chicos pudieran hablar—, los primeros magos vinieron a estas tierras. Hablaron a todo el mundo con entusiasmo acerca de su nuevo don, el que otorgaba el unicornio, una criatura de la que nadie antes había oído hablan. Los sacerdotes los escucharon con desconfianza. No había más poder que el de los dioses, dijeron. Otros pidieron a aquellos primeros magos que les mostraran hasta dónde podía llegar aquel nuevo invento llamado magia. Ellos dijeron que podrían mover las montañas de sitio.

El silfo calló. Su mirada había quedado prendida en el horizonte, donde se veían las altas paredes de la Cordillera Cambiante. Tanto Jack como Victoria intuían cuál había sido el final de la historia.

—Entonces la magia también era joven —prosiguió el silfo— Los magos cambiaron las montañas de lugar, pero no calcularon el alcance de su poder. Hoy día, las montañas siguen cambiando. Por eso los magos dicen a menudo que «la magia mueve montañas».

—No conocía esta historia —dijo Victoria, fascinada—. Gracias por contárnosla.

El silfo respondió con una inclinación de cabeza. Victoria se puso en pie.

—Hemos pasado muchos días en la Cordillera Cambiante, y me temo que estamos perdidos. ¿Podrías indicarnos el camino?

—Eso depende de adónde queráis ir.

—Vamos hacia el sur —intervino Jack—. Hace tiempo que partimos del bosque de Awa, pero no sabemos si lo hemos dejado atrás.

—Muy atrás —confirmó el silfo—. Si seguís hacia el sur, pronto llegaréis a Gantadd.

Jack sonrió. Eso eran buenas noticias, significaba que sí habían avanzado mucho a pesar de todo.

—¿Hay alguna manera de cruzar las montañas? —Preguntó— No nos gustaría tener que atravesar el bosque de los trasgos. El silfo rió suavemente.

—Oh, sí, la hay. Los magos crearon un paso seguro a través de la cordillera. Una senda que nunca cambia. Las montañas se mueven a su alrededor, pero no la bloquean nunca, ni pueden cambiarla de lugar.

Los Ojos de Neliam era el nombre del conjunto de lagos cristalinos que formaban los afluentes del río Mailin en pleno corazón de Derbhad. Aquellos lagos eran el hogar de náyades, ondinas, silfos acuáticos y demás hadas de los ríos y los manantiales. Pero en los más grandes también habitaban algunas tribus de varu que siglos atrás se habían adaptado al agua dulce, y ellos habían llamado «los Ojos de Neliam» a aquel lugar en honor a su diosa.

Era una tierra agradable, fácil de recorrer, porque la vegetación era fresca sin ser tupida, y el terreno era blando sin ser fangoso. Además, Gaedalu necesitaba entrar en el agua regularmente, por lo que agradecía la presencia de los lagos y los arroyos.

La Madre y su escolta no encontraron grandes problemas a lo largo de su viaje. En cierta ocasión estuvieron a punto de ser descubiertos por un shek que se bañaba en uno de los lagos, pero las náyades los ayudaron guiándolos a un sector de la orilla donde la vegetación era lo bastante espesa como para poder ocultarlos.

Shail todavía no había hablado con Zaisei. Los primeros días estuvo más preocupado por mantener activo el hechizo que los mimetizaba con el suelo que pisaban, y también por guardar el equilibrio sobre su paske. Aunque las hadas habían improvisado un arnés que lo mantenía sujeto a la silla, resultaba difícil montar con una pierna menos.

Tampoco Gaedalu le daba conversación. Sólo hablaba con él cuando era estrictamente necesario, y el resto del tiempo lo ignoraba, como si no estuviera allí.

Por esta razón, el joven mago se mostró sorprendido cuando, una noche, la Madre hizo retroceder a su montura hasta situarla junto a la de él.

—Venerable Gaedalu —murmuró Shail.

La varu respondió al saludo con una inclinación de cabeza. Por un momento no dijo nada. Ambos siguieron cabalgando bajo la clara luz de las tres lunas.

«Tú has estado al otro lado», dijo entonces Gaedalu.

Shail tardó un poco en comprender a qué se refería. —¿En la Tierra?

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