Authors: Laura Gallego García
Pese a ello, Christian comprendió enseguida por qué los sheks nunca habían estado interesados en conquistar Nanhai. Aquél era un desolado mundo de hielos eternos y escarpadas agujas que hacían las montañas imposibles de escalar. Además era difícil acceder a él, porque sus cielos turbulentos no podíais cruzarse volando, y porque, por tierra, los pasos que se abrían ocasionalmente no tardaban en ser invadidos por los aludes de nieve y los glaciares. Con todo, Christian se dejó llevar por su instinto, y encontró grietas en las paredes de hielo, estrechas gargantas entre montañas y laberínticas cavernas que atravesaban los macizos de parte a parte.
Pronto, sin embargo, comenzó a acuciarle el hambre.
Los sheks eran capaces de pasar varios días sin comer, porque sus movimientos, medidos y calculados a la perfección, sin un solo gesto innecesario, los ayudaban a ahorrar energía, Pero en aquel mundo de hielo no parecía haber nada vivo, y Christian empezó a dudar que pudiera llegar a sobrevivir a aquel viaje.
Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, las montañas se abrieron para dar paso a la alta meseta de Nanhai.
También allí había montañas, pero estaban más separadas unas de otras, y las tormentas de nieve no eran tan frecuentes.
En aquel mismo momento, incluso se adivinaban los tres soles a través de la helada neblina que cubría el cielo. En los valles y en la cara de las montañas donde llegaban los rayos solares con más facilidad se había desarrollado vegetación, y varias especies de animales que se habían adaptado a aquel desolado lugar. Christian respiró profundamente, sabiéndose ya cerca de su objetivo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para levantar el vuelo, pero lo hizo, y agradeció poder despegarse del suelo de nuevo.
Tardó un buen rato en divisar a un gigante un poco más allá, al pie de una montaña; y lo descubrió porque se estaba moviendo, de lo contrario le habría pasado desapercibido. Desde la distancia, parecía una roca más de la cordillera.
El gigante no pareció muy sorprendido cuando vio al shek descender ante él. Lo miró impasible y se limitó a esperar a que hablara.
«Busco a Ydeon», dijo Christian solamente.
El gigante asintió, sin una palabra. Entonces alzó el brazo, un brazo enorme como un tronco y áspero y duro como una roca, y señaló un pico lejano.
A Christian le bastó con eso. No dio las gracias por la información; el gigante tampoco las esperaba, de todas formas. Alzó el vuelo y se zambulló de nuevo en el gélido viento de Nanhai.
Erea, la luna blanca, ya asomaba por el horizonte cuando alcanzó el hogar de Ydeon. No le costó localizar la abertura en la roca, una gran caverna orlada de agujas de hielo. Titubeó antes de volver a adoptar forma humana.
Se sintió extraño. Llevaba varios días transformado en shek, y tuvo la sensación de que su cuerpo humano era insoportablemente débil y pequeño. Se controló y estiró los brazos y las piernas para volver a acostumbrarse a su otra forma. Después, se introdujo por el túnel.
No habría sabido decir cuánto rato estuvo descendiendo en la oscuridad. Sus sentidos de shek lo ayudaban a orientarse en las entrañas de aquella montaña pero, aun así, más de una vez estuvo a punto de resbalar en el hielo.
Pronto descubrió que aquello era un laberinto de túneles. La galería que seguía se ramificaba a derecha e izquierda, y algunos de los nuevos conductos tenían un aspecto más cómodo que el del corredor que estaba siguiendo, pero no se desvió de su camino. Percibía algo cálido más allá.
Al cabo de un rato, empezó a escuchar golpes rítmicos que parecían proceder del corazón del mundo. El eco los hacía retumbar por todos los túneles, de modo que no podía detectarse el lugar del que surgían. Pero el shek tenía una idea bastante aproximada. Poco después, el túnel se iluminó con una suave luz rojiza, y Christian supo que estaba ya muy cerca. La temperatura del ambiente fue aumentando y pasó de una agradable calidez a un pesado bochorno. También la luz rojiza se hizo más intensa, y los golpes, más fuertes.
Finalmente, Christian torció por un recodo y llegó hasta una enorme arcada. Los golpes cesaron de súbito. El joven avanzó con precaución y vio que la arcada daba paso a una gran caverna iluminada por un resplandor anaranjado. Se quedó allí, en el umbral, recorriendo la estancia con la mirada.
Era un espectáculo extraño. La caverna entera estaba cubierta de hielo, y montones de nieve se acumulaban contra las paredes. Y era extraño porque más allá resbalaba lentamente un pequeño río de lava, tórrido, burbujeante; era como si ambos elementos, fuego y hielo, no se afectasen el uno al otro, como si algo mantuviera separadas ambas esencias que, como Christian sabía muy bien, tendían a destruirse mutuamente. El calor emergente del río de lava debería haber fundido el hielo tiempo atrás, pero no lo había hecho, y tampoco el intenso frío del glaciar había logrado petrificar aquella lengua de fuego que se deslizaba a través de él.
Christian decidió que ya resolvería aquel misterio más adelante. Porque junto al río de lava se alzaba una enorme roca plana, negra como el azabache.
Y, junto a la roca estaba Ydeon.
Alcanzaría los tres metros de altura; su piel era gris, dura y rugosa como la roca de las montañas; sus ojos, redondos y completamente rojos, parecían brillar con luz propia. Su cabeza, desprovista de cabello, se alzaba sobre un cuello corto pero ancho, asentado entre sus poderosos hombros. Vestía ropas de piel que dejaban al descubierto sus pétreos brazos y sus grandes manazas; con una de ellas sujetaba la empuñadura de una espada cuyo filo, a medio templar, reposaba al rojo vivo sobre la piedra negra. Cristian se preguntó dónde estaba la maza que había estado utilizando el gigante para templar el arma.
—Bienvenido, príncipe Kirtash —dijo Ydeon, el fabricante de espadas; su voz retumbó como un alud de rocas que se precipitara por la ladera de una montaña—. Te esperaba.
Christian no se movió. Sus ojos estudiaron al gigante con calma.
—¿Me conocías? —preguntó después, con suavidad.
—Pocos humanos serían capaces de llegar hasta mí —repuso Ydeon—. Pero tú no eres un humano corriente.
Christian no vio la necesidad de responder. El gigante alzó entonces su manaza con el puño cerrado y lo descargó contra el metal al rojo. Christian lo observó con interés mientras Ydeon daba forma a la espada sin más herramientas que su poderoso puño. Conocía, desde luego, la extraordinaria fuerza de los gigantes, pero dudaba de que muchos fueran capaces de hacer lo que el fabricante de espadas estaba haciendo en aquel momento. Esperó con calma hasta que Ydeon terminó, alzó el arma y la hundió en un montón de nieve para enfriarla. El ambiente se llenó de vapor de agua.
Ydeon se volvió hacia Christian, en un gesto que le indicaba que ya estaba en disposición de atenderle.
—Vengo a causa de Haiass —dijo el muchacho a media voz—. Lo sabías, ¿verdad?
Ydeon asintió sin una palabra. Christian desenvainó su espada y la mostró al gigante.
—¿Fuiste tú quien le arrebató su poder? —preguntó.
—No puedo arrebatarle un poder que nunca le otorgué —repuso el gigante—. Me limito a forjar espadas... espadas que aúnan la máxima dureza con la máxima sensibilidad, lo cual les permite absorber y asimilar la magia que les da la vida. Pero insuflarles esa magia es labor de los hechiceros... y de criaturas semidivinas, como los dragones, los unicornios o los sheks.
No había amargura en sus palabras cuando mencionó a los dragones y los unicornios, casi extintos a causa de Ashran y las serpientes aladas. Probablemente, Ydeon lamentara más la muerte de Haiass, una espada legendaria, que la de toda una raza de criaturas inteligentes.
—Entonces, ¿no hay manera de repararla? ¿No se la puede despertar de nuevo?
La roja mirada de Ydeon se encontró con los fríos ojos azules de Christian.
—Eso deberías decírmelo tú. Al fin y al cabo, eres un shek.
Así que lo sabes... Pensaba que a Nanhai apenas llegaban noticias del resto del mundo.
—Yo lo supe desde el principio. Hace poco más de quince años, Ashran y Zeshak acudieron a verme para pedirme que forjara una espada que pudiera contener todo el poder de los sheks. —Los ojos de Ydeon seguían clavados en él—. La espada era para ti, muchacho. Y ningún humano habría podido blandir un arma como ésa. Tenías que ser uno de ellos, a la fuerza.
»Siempre he sentido curiosidad por ti. No porque seas el hijo de Ashran. No porque estuvieras destinado a gobernar Idhún. Simplemente, porque una de mis más poderosas espadas te pertenecía, te había aceptado como dueño.
»Hace unos días dejé de oír la canción de hielo de Haiass en mi alma. Supe que había muerto. También supe que no tardarías en aparecer por aquí, y que podría conocerte en persona. Debo decir que no me pareces tan impresionante como había imaginado.
Christian sonrió, sin sentirse ofendido en absoluto.
—He perdido gran parte de mi poder —reconoció—. Tal vez eso esté relacionado con la muerte de mi espada. No estoy seguro.
Ydeon extendió la mano hacia él, y el muchacho supo enseguida qué era lo que le pedía. Titubeó apenas un segundo antes de tenderle a Haiass.
El gigante alzó la espada con tanta facilidad como si fuera una pluma y examinó su filo a la luz anaranjada del río de lava.
—No esperaba que regresara tan pronto a mí —murmuró—. No hace ni un mes que la reparé. —Se volvió hacia Christian, con un extraño fuego llameando en sus ojos—. Necesito saberlo: ¿qué fue lo que la rompió entonces?
—¿Mi padre no te lo dijo?
Enseguida se dio cuenta de lo absurdo de su pregunta. Por supuesto que Ashran se habría guardado muy bien de comentar con nadie que existía alguien capaz de derrotar a su hijo.
—Pocas cosas podrían quebrar a Haiass —dijo el fabricante de espadas—. Imagino que pocas personas serían capaces de vencerte a ti.
Los ojos rojos del gigante seguían fijos en él, expectantes. Christian pronunció la palabra que Ydeon estaba deseando escuchar.
—Domivat —dijo a media voz.
El enorme cuerpo de piedra del gigante se estremeció.
—Domivat, la espada de fuego —repitió—. Hace varios días noté su presencia en algún lugar de Idhún. Llevaba siglos sin saber nada de ella. Pensé que mi percepción me estaba engañando, pero... ahora comprendo que no fue así. Alguien la ha encontrado y la ha traído de vuelta. Y puede empuñarla... sin abrasarse.
—También forjaste a Domivat? —preguntó Christian, aunque hacía tiempo que lo sospechaba.
—Hace más de trescientos años —asintió Ydeon—. Tu espada es muy joven comparada con ésa. Y sin embargo... Haiass tiene más experiencia. Le has hecho probar la sangre de mucha gente. En cambio desde aquí puedo percibir que Domivat apenas ha sido utilizada en todo este tiempo.
—Tu percepción es correcta, fabricante de espadas.
—¿Quién es él, Kirtash? ¿Quién ha domado a la espada de fuego?
Christian reprimió un suspiro de cansancio. Se sentó sobre una roca y apoyó la espalda en la helada pared de la caverna.
«Es un hombre muerto», le había dicho a su padre no mucho tiempo atrás.
Ahora, en cambio, lo veía desde una perspectiva diferente.
—Es el hombre que algún día me matará —murmuró.
Cuánto podían cambiar las cosas en poco tiempo. Recordó de nuevo los luminosos ojos de Victoria, y se preguntó hasta qué punto era ella consciente de lo antinatural que resultaba intentar que un shek y un dragón fueran amigos.
«No más que luchar por mantener vivo un sentimiento que jamás debería haber nacido en mí», pensó de pronto.
Ydeon lo miraba con gravedad.
—Eres un shek extraño.
Christian no respondió. « No te imaginas hasta qué punto», pensó.
Ydeon movió la cabeza, pesaroso.
—No tengo poder para resucitar tu espada. Pero tal vez haya un modo de conseguirlo. ¿Estás dispuesto a averiguarlo?
Christian alzó la cabeza y le dirigió una mirada indescifrable.
—Estoy aquí, ¿no?
—Has llegado hasta aquí —asintió Ydeon—, pero no basta con eso. No basta con llegar; tienes que quedarte. —¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que descubramos la manera de revivir a Haiass.
Vanissar prosperaba.
Alexander lo advirtió de inmediato. Mientras atravesaban el reino que antaño había sido su hogar, el joven descubrió aquí y allá restos de los estragos que la guerra contra los sheks había causado en el pasado: casas destruidas, algún bosque muerto bajo la escarcha... pero aquellos tiempos parecían ya olvidados. Los cultivos crecían altos y vigorosos, y la gente, a pesar de sus semblantes graves, tenía aspecto de vivir razonablemente bien.
Los sheks son criaturas inteligentes —murmuró Allegra ante la muda pregunta de Alexander—. Saben que no tiene sentido conquistar un mundo para luego dejarlo morir.
Habían pasado cinco años para el joven, pero habían sido quince para el pueblo de Vanissar. Se preguntó si lo reconocerían. Apenas había envejecido, aunque su cabello se hubiera vuelto gris. Por si acaso, tanto él como sus compañeros evitaban las poblaciones y avanzaban con el rostro oculto bajo la capucha de la capa.
Un par de días después llegaron a Vanis, la capital del reino. Alexander sonrió, emocionado al volver a ver los edificios de ladrillos bicolores típicos de Vanissar, las cúpulas rojas del palacio real, los arcos que conducían a la plaza del mercado, los balcones adornados con las flores violetas que tanto gustaban a las mujeres de la ciudad. Se dejó arrastrar por la multitud, por sus sonidos, por sus olores, encantado de estar de nuevo en casa, aunque una parte de él se sintiera un extraño.
El dominio shek era allí más evidente que en las zonas rurales. Soldados szish controlaban las calles y la plaza del mercado, observándolo todo con sus ojos negros y redondos como botones. Alexander se dio cuenta de que la gente parecía haberse acostumbrado a su presencia, y vio que algunos incluso aclamaron a un par de hombres-serpiente que atraparon a un ladrón.
Alexander movió la cabeza, asombrado.
—A las serpientes les interesa que todo funcione bien —susurró Qaydar—. Dejan en paz a la gente honrada que se ocupa de sus asuntos y trabaja para que el reino prospere. Incluso los favorecen y les ponen las cosas fáciles. Por el contrario, el trato que dispensan a los criminales y a los rebeldes es duro y despiadado.
—¿Cómo vamos a llegar al castillo? —preguntó Allegra en voz baja.