Authors: Laura Gallego García
Jack enseñó a Victoria a pescar y a cazar; era especialmente diestro en lanzar piedras, y tenía tanta puntería que podía alcanzar a un blanco en movimiento a más de veinte metros de distancia. Detestaba hacerlo, le contó a Victoria; su madre había sido veterinaria y le había enseñado a cuidar de los animales, no a matarlos. Pero a lo largo de su largo viaje por Europa habían atravesado zonas agrestes como aquélla, y había tenido que aprender a sobrevivir, y a cazar y pescar de vez en cuando para poder comer.
Era cierto que los animales de allí eran diferentes a los que conocían. Había, por ejemplo, una clase de mamífero de piel jaspeada, finas patas, cuello largo y morro achatado que saltaba p(n las rocas con la agilidad de una cabra monteas. Pero jamás lograron aproximarse a ninguno de ellos. Aparecían y desaparecían de forma sorprendente, y no importaba cuánto se acercaran los chicos, aquellas criaturas siempre parecían estar un poco más lejos. Había también una raza de animalillos peludos, de enormes ojos redondos y larga cola de león, que eran fáciles de cazar porque no corrían mucho sobre sus cortas patas. Pero eran difíciles de localizar. Su pelo poseía una curiosa capacidad mimética, y cuando se quedaban quietos resultaba muy difícil distinguirlos del fondo en el que se encontraban. Sin embargo, a lo largo de su viaje Jack y Victoria lograron cazar dos o tres. Asados, tenían un sabor parecido al del conejo, con un curioso regusto picante.
En los arroyos encontraron una especie de peces rosáceos, muy sabrosos a la brasa, y otros verdosos llenos de espinas que, como pronto descubrieron, resultaban incomibles.
Al principio, todo les parecía nuevo y extraño. Pero con el tiempo se acostumbraron a ver siempre la misma vegetación, os mismos animales, las mismas montañas. Sólo avanzaban y avanzaban, como en un sueño... hasta que una tarde sucedió algo que los sacó de su sopor.
Fue cuando atravesaban tina estrecha garganta entre dos picos que habían sobrepasado al menos cinco veces cada uno desde el comienzo de su viaje. Jack se detuvo de pronto, con un escalofrío. Victoria se paró junto a él y abrió la boca para preguntar algo, pero percibió el peligro antes de que las palabras salieran de sus labios.
Los dos chicos cruzaron una mirada. Jack estaba sombrío, y sus ojos mostraban un brillo extraño, como si detrás de sus pupilas llamease un furioso fuego. Victoria entendió enseguida lo que estaba pasando y detuvo la mano de Jack sobre la empuñadura de Domivat. Miró a su amigo a los ojos y negó en silencio muy seria. Jack trató de sobreponerse.
Buscaron un refugio en una grieta entre las rocas. Jack entró primero, gateando, para comprobar que era un lugar seguro. Hizo una seña a Victoria, que entró tras él, sin hacer ruido. Una vez dentro, se acurrucaron en el agujero y se cubrieron con las capas de banalidad.
Enseguida lo vieron a través de la grieta, su cuerpo serpenteando sobre las rocas, las alas plegadas, la lengua bífida produciendo un aterrador siseo, sus ojos irisados escrutando las oquedades entre las piedras. Jack miró a Victoria, que espiaba por un resquicio de la grieta. Ella parecía asustada, por lo que el muchacho dedujo que aquel shek no era Christian. A él le parecían todos iguales, pero Victoria habría sido capaz de distinguir a su amigo de entre todos los sheks del mundo.
Jack y Victoria no sabían de dónde había salido aquél; tal vez descansaba en alguna cueva de los alrededores, tal vez había descendido desde las alturas, tal vez había llegado hasta allí buscándolos a ellos. No lo sabían, pero lo que sí parecía claro era que había captado su presencia de alguna manera.
Jack oyó el sonido del cuerpo anillado de la criatura deslizándose entre las rocas, cada vez más cerca; cerró los dedos en torno a la empuñadura de Domivat y la oprimió hasta hacerse daño, esforzándose por reprimir su instinto, que lo empujaba a salir fuera, desprenderse de aquella agobiante capa y pelear a muerte contra aquel shek. Luchó por dominarse, pero la presencia del shek alentaba el fuego que ardía en su interior, y Jack sintió que Yandrak exigía ser liberado.
Victoria se dio cuenta entonces de lo que estaba pasando y lo miró, preocupada. Jack había estado reprimiendo su instinto durante demasiado tiempo. Ahora que Christian ya no estaba cerca, ahora que tenía a otro shek en las inmediaciones, un shek contra el que podía luchar, el muchacho parecía desear que el dragón que dormía en él tomase las riendas. Victoria dudó. Eso era lo que todos querían, que Jack aprendiese a transformarse en dragón; y, a juzgar por el fuego que ardía en su mirada, y por la temperatura de su refugio, que subía alarmantemente, lo estaba consiguiendo. Pero la muchacha no estaba segura de que aquél fuera el momento oportuno. El shek los descubriría y, aunque era posible que entre los dos lograran derrotarlo, eso alertaría a Ashran acerca de su posición, ya que todos los sheks estaban unidos entre sí por fuertes vínculos telepáticos. No, si Jack se transformaba, debía ser lejos de cualquier shek, al menos hasta que estuvieran preparados para enfrentarse al Nigromante.
Victoria oyó el siseo de la lengua bífida de la serpiente muy cerca de ellos. El poder de Jack se estaba desbocando, y la capa de banalidad ya no era capaz de contenerlo. El shek ya no tardaría en percibir su presencia.
El rostro de Jack se había contraído en una mueca de odio y sus ojos verdes ardían de furia. Victoria supo que tenía que hacer algo, y pronto.
Justo cuando Jack estaba a punto de retirar la capa para lanzarse fuera del refugio, Victoria detuvo su mano y se echó sobre él Jack intentó apartarla, todavía con la sangre hirviendo de ira, pero entonces la muchacha le cogió el rostro con las manos y lo besó con pasión. Jack ahogó un jadeo, sorprendido. De pronto, se olvidó del shek, se olvidó de su furia, del dragón que latía en su interior. Cerró los ojos, abrazó a Victoria y correspondió a su beso, y para él ya no existió nada más que la presencia de la chica a la que amaba. Victoria se pegó más a él y cubrió las cabezas de ambos con las capas de banalidad, de manera que ninguna parte de su cuerpo quedaba fuera de la tela. Jack ni siquiera se dio cuenta del gesto. Volvió a besar a Victoria casi con desesperación, la atrajo más hacia sí, enredó los dedos en su cabello oscuro. Cuando se separaron, jadeantes y con las mejillas encendidas, el shek se había marchado.
No comentaron el episodio en todo el día, pero por la noche, cuando se detuvieron a descansar al abrigo de una loma, los labios de Jack volvieron a buscar los de Victoria, y ella se abrazó a él de buena gana.
En todos aquellos días, Jack había sido muy respetuoso con Victoria. Sabía que estaban solos, sabía que su presencia lo alteraba muchísimo, y no quería perder el control y hacer algo de lo que luego pudiera arrepentirse. Pero el beso de aquella tarde había estimulado todos sus sentidos, y el muchacho se dio cuenta de que quería más. Muchos más.
También Victoria. Cada día que pasaba estaba más enamorada de Jack, se sentía cada vez más a gusto en su presencia y notaba que necesitaba tenerlo cerca de ella, cuanto más cerca, mejor. También para ella aquel beso había sido una especie de liberación.
De modo que los dos siguieron besándose y acariciándose un rato a la luz de las tres lunas, bebiendo del amor que sentían, disfrutando de la presencia del otro, y cuando Victoria, alarmada, trató de encontrar la manera de parar aquello, fue el propio Jack quien se apartó de ella, jadeante, con el pelo revuelto.
—Espera, espera —dijo con esfuerzo— ¿Tú estás segura de que quieres seguir?
Victoria lo miró, agradecida. También ella respiraba entrecortadamente, y le latía el corazón a mil por hora.
—En realidad... creo que todavía no... —Enrojeció; no hacía mucho que había vivido con Christian una escena similar, y trató de recordar qué palabras había utilizado entonces—. No sé si estoy preparada.
Jack asintió. Se separó un poco de ella, cerró los ojos y res piró hondo.
Hubo un silencio, que los (los aprovecharon para calmarse Entonces, Victoria preguntó:
—¿No te importa?
Jack negó con la cabeza.
—Eres mi primera chica —le dijo, sonriendo—. Quiero hacer las cosas bien.
Victoria sonrió y se acercó de nuevo a él para apoyar la cabeza en su hombro. Jack la rodeó con el brazo, y los dos contemplaron durante unos momentos el hermoso cielo idhunita. Aquella noche, Ayea estaba llena, y su luz rojiza bañaba la cordillera con su suave resplandor. Hiela, la luna mediana, era apenas una fina sonrisa verde suspendida sobre el disco argénteo de la luna mayor, Brea, que estaba creciente; Victoria se preguntó cuántas noches tardarían en verla llena.
—A veces pienso —dijo Jack, rompiendo el silencio— que me gustaría hacer lo que hacen todas las parejas en la Tierra. Llevarte al cine, invitarte a cenar en un restaurante bonito, regalarte rosas el día de los enamorados. Cosas tan simples, tan tontas... que no hemos hecho nunca, y, probablemente, no haremos jamás.
—Empiezas a aceptarlo —dijo Victoria a media voz.
—¿Que nunca volveremos a la Tierra, que nunca llevaremos una vida normal? ¿Te refieres a eso? —Victoria asintió; Jack sacudió la cabeza—. Este es un mundo increíble, lleno de cosas nuevas, y me encantaría explorarlo a fondo. Pero para mí sigue siendo un mundo hostil. Un mundo que no me permite llevar a mi chica a cenar a la luz de las velas. Un mundo en el que todo lo que puedo ofrecerle es un viaje incómodo y muy peligroso hasta una tierra muerta.
Habló con amargura, y Victoria lo abrazó con fuerza, con el corazón encogido. Jack parecía mucho más maduro, más adulto, que hacía apenas unos días, cuando cruzaron la Puerta interdimensional, camino de Idhún.
—Me llevas a explorar un mundo mágico lleno de sorpresas y aventuras emocionantes —susurró con cariño—. ¿Qué otro chico podría haberme ofrecido eso?
Jack sonrió y la abrazó con fuerza.
—Se me ocurre un nombre —comentó—, pero me temo que se encontraría con los mismos problemas que yo si quisiera llevarte al cine.
Por un momento, ambos imaginaron a Christian en el cine, rodeado de humanos terráqueos que comían palomitas, y compartieron una alegre carcajada. En el corazón de Victoria, sin embargo, latía aún el dolor por la ausencia de Christian, a quien seguía echando mucho de menos. Pero se esforzaba por disimularlo, porque a la vez se sentía feliz de estar con Jack, y no quería estropearlo. Se acurrucó junto a él con un suspiro. Sospechaba que, si fuera al contrario, si fuera Christian quien estuviera a su lado aquella noche, ella echaría de menos a Jack. Sonrió de nuevo. Sabía exactamente qué era lo que sentía, estaba aprendiendo a asimilarlo, y sabía que Christian lo tenía asumido también; eso la tranquilizaba un poco. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse si Jack lo entendería de la misma manera.
No tardaron en dormirse, aún con la sonrisa en los labios. Pero no habían olvidado al shek con el que se habían topado por la tarde, de manera que, por primera vez, aquella noche durmieron acurrucados bajo sus capas de banalidad.
Ninguno de los dos durmió bien.
Alexander y sus compañeros sabían que la mejor manera de no llamar la atención de los sheks era no hacer ningún despliegue de magia, por lo que habían decidido viajar a caballo, provistos también de capas de banalidad. Los tres eran personajes importantes en aquel mundo, y Ashran había puesto un precio muy alto a sus cabezas.
Llevaban varios días viajando a través de Nandelt, en dirección a Vanissar, y hasta aquel momento no habían tenido ningún problema.
Aquella noche, sin embargo, Alexander tuvo que enfrentarse a una situación imprevista.
Ayea, la más pequeña de las lunas, estaba llena.
En principio, aquello no tenía por qué haberle afectado, ya que sus cambios estaban sujetos al satélite de la Tierra. Pero aquella luna se encontraba demasiado lejos, y Alexander sintió que la esencia del lobo que latía en su interior se dejaba llevar por el influjo del astro idhunita.
Por fortuna, Ayea era demasiado pequeña, y la transformación no llegó a consumarse, Pero Alexander tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad y autocontrol para impedir que el lobo despertase en su interior.
Durante toda la noche estuvo de mal humor, sus ojos brillaron de una forma extraña y su voz sonó más ronca de lo habitual. También sus sentidos se habían alterado. Alexander se vio a sí mismo reprimiendo el instinto que le llevaba a aullar a la', tres lunas, y al volver la mirada hacia Allegra descubrió que los sabios ojos del hada estaban clavados en él. «Se ha dado cuenta», pensó. Le habría gustado compartir con ella sus dudas y temores, pero el Archimago lo había mirado con desconfianza desde el principio, y no quería que supiera lo que le estaba pasando y darle más motivos para dudar de él.
Sin embargo, había otros problemas que lo preocupaban más que caerle bien a Qaydar, y uno de ellos era el nuevo ciclo de sus transformaciones. Si el plenilunio de Ayea lo había afectado, ¿qué sucedería cuando Erea estuviese llena? La luna plateada entraba en fase de plenilunio una vez cada setenta y siete (lías. Era un ciclo más largo que el de la luna de la Tierra, pero su influjo era mucho más poderoso. Si Ayea había estado a punto de despertar al lobo, Erea lo haría sin duda. Quedaba por ver si Ilea, la luna mediana, la luna verde, tenía tanta fuerza como para obligarlo a transformarse.
Los plenilunios de Ayea marcaban el final de cada uno de los once meses del calendario idhunita. Aquél era el plenilunio del séptimo mes. Alexander calculó en silencio los días que faltaban para el siguiente plenilunio, y maldijo en silencio cuando comprobó que en apenas seis días Erea estaría llena. Y cuatro meses después, Idhún asistiría al Triple Plenilunio que, como cada doscientos treinta y un (lías, señalaría el final de un año v el comienzo del siguiente. ¿Qué sucedería esa noche con su alma de lobo?
Lejos de allí, en las almenas de un imponente castillo, un rey contemplaba también el brillo de las tres lunas. Cada una de ellas se asociaba, según la tradición, a una de las tres diosas.
Erea, la mayor, era la luna de Irial, la diosa de la luz, la divinidad de los humanos que, como él, contemplaban las estrellas y alzaban la mirada hacia lo alto, siempre queriendo llegar más lejos, siempre huyendo de la oscuridad. Ilea, la luna mediana, tenía tintes verdosos, y era la luna favorita de Wina, la diosa de la tierra, a la que rendían culto los feéricos, cuyos grandes ojos rasgados siempre miraban en torno a sí, a sus árboles y a sus bosques, cuidando del suelo que pisaban, sin preocuparse por el cielo que se alzaba sobre ellos.