Authors: Laura Gallego García
Sus anillos apretaron con más fuerza el talle de Zaisei, que gritó de dolor. Shail apretó los dientes.
Entonces, de pronto, el shek alzó la cabeza como si estuviera escuchando alguna lejana llamada. Sus ojos relucieron en la oscuridad y arrojó al suelo a Zaisei, como si de repente hubiera perdido todo su valor. Ni siquiera prestó atención a Shail cuando trató de arrastrarse hacia ella.
Con un chillido de triunfo, la criatura alzó el vuelo, sin volver a preocuparse por el mago y las sacerdotisas, y se alejó en la noche, hacia el oeste.
Zaisei logró ponerse en pie y llegar hasta Shail. Los dos se fundieron en un abrazo, y por un momento todas las barreras que los habían separado desaparecieron por completo.
—Lo siento, Zaisei —le dijo él al oído—. No quería...
—Lo sé —susurró ella—. Sé lo importante que es Lunnaris para todos. También para ti.
—No de la misma manera que tú —respondió Shail con calor—. Zaisei, yo...
La voz de la Madre inundando sus mentes lo interrumpió: «Se ha marchado. ¿Qué es lo que ha llamado su atención?» Shail se incorporó, apoyado en Zaisei.
—Ese shek sabía que yo podía revelarle dónde se ocultan Jack y Victoria —dijo—. Sólo se me ocurre un motivo por el que haya decidido abandonar el interrogatorio con tantas prisas. Zaisei se estremeció, pero fue Gaedalu quien habló. « ¿Insinúas que, de alguna manera, le han comunicado dónde están?»
—Eso me temo —murmuró Shail—. Y espero estar equivocado, por el bien de todos. No pueden haberlos descubierto ya... es demasiado pronto.
Alexander despertó cuando el primero de los soles ya emergía por el horizonte. No lo vio, puesto que se hallaba encerrado en una especie de cámara subterránea, encadenado a la pared. Pero supo que el día había llegado, porque volvía a ser él.
Se miró a sí mismo y descubrió que tenía las ropas hechas jirones. Cerró los ojos un momento, agotado. Otra vez se había transformado.
—¿Por qué no quisiste hablar conmigo? —le reprochó una voz desde las sombras.
Alexander alzó la cabeza y vio a Allegra, que lo contemplaba con seriedad. Desvió la mirada.
—No lo sé —murmuró—. Supongo que pensaba que podría arreglármelas. O tal vez no quería involucrar a nadie más.
Allegra suspiró. Hizo un gesto, y las cadenas que retenían al joven se desvanecieron en el aire. Alexander dejó caer los hombros, derrotado.
—No has llegado a hacer daño a nadie —le informó el hada con suavidad—. Y el próximo plenilunio de Erea no es hasta dentro de cuatro meses y medio. En todo ese tiempo pueden pasar muchas cosas.
—Supongo que sí —suspiró Alexander—. Pero...
No terminó la frase. Recordaba vagamente que el Archimago y su hermano Amrin estaban presentes en el momento de su transformación. Poco le importaba lo que Qaydar pensara él, él, pero Amrin...
Amrin los había traicionado a los sheks.
Alexander se incorporó, rememorando lo que había sucedido con Eissesh.
—¡Había un dragón! —exclamó de pronto—. ¿Cómo es posible?
—Denyal contestará a todas tus preguntas —respondió Allegra—. Pero ahora vístete. Te esperamos fuera —añadió, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí.
Alexander descubrió que habían dejado prendas para él, y se apresuró a quitarse los jirones de sus ropas y a vestirse con las nuevas. Cuando salió de la estancia, fue a parar a un pasillo donde lo esperaban Qaydar y Allegra.
El Archimago le dirigió una mirada de profunda repugnancia.
—Aile me ha contado ya qué clase de criatura eres tú —le dijo.
—Entonces sabrás también que fueron los esbirros de Ashran quienes hicieron de mí lo que soy ahora —replicó él con frialdad—. Y entenderás por qué ansío vengarme. A pesar de lo que hayas visto esta noche, o justamente por eso, soy más fiel a la Resistencia de lo que lo he sido jamás.
El odio también llameaba en los ojos de Qaydar. Sin embargo, el mago se permitió reprocharle:
—Por eso has aceptado a Kirtash entre los tuyos. Porque es como tú.
Sus palabras dejaron sin habla a Alexander, y reflexionó sobre ellas. Nunca antes se lo había planteado.
Recordó la mirada pensativa que le había dirigido el joven shek poco antes de que Elrion comenzara a experimentar con él. «No me gustaría estar en tu pellejo», había comentado. Y poco antes le había dicho a Elrion: «Nunca sale bien». Sabía que Ashran había hecho con Christian algo parecido a lo que él mismo había sufrido a manos de Elrion.
Pensó también en Jack y Victoria. Ellos eran híbridos por naturaleza, habían nacido así. Sus cuerpos habían aceptado un segundo espíritu cuando aún estaban en el vientre materno. No obstante, tanto Alexander como Kirtash habían sido «fabricados» con magia negra... de forma artificial.
¿Realmente eran tan diferentes?
—No —dijo al fin—. No, no es como yo. Él está orgulloso de ser lo que es. Yo, no. Y no he perdido la esperanza de librarme algún día del alma de la bestia que late en mi interior.
Qaydar no hizo ningún comentario. Alexander prosiguió:
—Acepté a Kirtash entre nosotros porque era un aliado valioso. Nada más.
—Y porque yo se lo pedí —añadió Allegra con una enigmática sonrisa—. Sabrás, Qaydar, que he cuidado de Lunnaris desde que era niña. Kirtash no lucha por la Resistencia. Lucha por ella. Por salvarla. Para mí, es uno de nosotros.
El Archimago los miró a ambos con desagrado.
—Estáis locos, los dos —declaró—. El viaje al otro mundo os ha trastornado.
Alexander no tuvo ocasión de replicar, porque en aquel momento llegó hasta ellos un hombre moreno de aspecto resuelto y mirada inteligente. Llevaba barba de varios días y no vestía como un caballero ni como un noble, pero se movía con la actitud de un líder.
—Veo que ya os encontráis en situación de atenderme, alteza —le dijo a Alexander, con una cansada sonrisa—. Me llamo Denyal, y estoy al mando del grupo rebelde conocido como los Nuevos Dragones.
—Sí —asintió Qaydar—. Había oído hablar de vosotros. Un grupo de campesinos que se ocultan en las montañas y que molestan a las serpientes de vez en cuando.
Denyal no pareció ofendido.
—Somos algo más que eso —respondió con sencillez.
Alexander lo cogió del brazo.
—El dragón —dijo con urgencia—. ¿Qué ha pasado con el dragón?
El rostro de Denyal se ensombreció.
—Una gran pérdida —murmuró—. Pero la nuestra es una empresa arriesgada, y los que se unen a nosotros lo hacen sabiendo que cada batalla puede ser la última.
—¿Te has vuelto loco? —rugió Alexander—. ¡Estamos hablando de dragones! ¡Nada vale tanto como la vida de un dragón!
El rebelde retrocedió unos pasos y lo miró con cierta desconfianza.
—Ya he comprobado por mí mismo lo mucho que habéis cambiado, alteza —dijo con suavidad—. Pero la dama Aile me ha asegurado que podemos confiar en vos, a pesar de las apariencias. ¿Es eso cierto?
Alexander se relajó un poco, y el brillo de sus ojos se apago. —Lo es —dijo—. Lo siento. Pero los dragones...
—Os lo explicaré si tenéis la bondad de acompañarme. Tengo algo que mostraros.
Lo siguieron a través de un laberinto de túneles y estancias interconectadas. Denyal les explicó que se hallaban en el interior de la montaña, y que todas las salidas habían sido hábilmente escondidas y selladas con la magia. Mientras seguían a su anfitrión a través del corredor, Alexander se preguntó cuánto tiempo llevaban los rebeldes ocultándose en aquel lugar, y cuánto tardarían los sheks en llegar hasta ellos.
Llegaron por fin hasta una amplia sala de techos altísimos, donde los tres visitantes contemplaron un espectáculo sorprendente.
Era un inmenso taller. En él, docenas de artesanos aserraban, claveteaban o montaban tablones de madera. Otros cubrían enormes armazones con lienzos que parecían hechos de escamas, y otros montaban grandes alas hechas del mismo material.
Alexander y los magos tardaron un poco en darse cuenta de lo que se estaba fabricando allí.
—¡Construís dragones! —exclamó el joven, sorprendido—. ¡Dragones de madera!
Denyal sonrió.
—Ingenioso, ¿eh? Debo confesar que la idea no fue mía, sino de Rown, mi cuñado. Él es quien dirige a los artesanos.
—¿Estás intentando decirme que esas cosas vuelan?
—Al principio no lo hacían —dijo una voz a sus espaldas—. Tardamos mucho tiempo en conseguir levantarlos del suelo, y perdimos varios prototipos que se estrellaron en las montañas. Pero ahora podemos decir con orgullo que sí, vuelan, y lo hacen muy bien.
Un hombre se acercó a ellos, sonriente. Llevaba la cara cubierta de hollín y parecía muy satisfecho de sí mismo.
—Rown, el ingeniero que ha hecho posibles nuestros prodigiosos dragones —lo presentó Denyal.
Alexander, que había visto en la Tierra aviones gigantescos volar mucho más alto y mucho más lejos sin la ayuda de la magia, descubrió que encontraba toscos y primitivos aquellos artefactos; pero tuvo que reconocer que, en cierto modo, Denyal tenía razón: nunca se había visto nada parecido en Idhún.
El hombre carraspeó. Se había puesto muy serio de pronto.
—Rown, hemos perdido a Garin esta noche —murmuró.
El fabricante de dragones palideció.
—¡Garin! No es posible... ¿el azul ha caído?
Rown asintió, pesaroso.
—Eissesh lo abatió en las montañas.
Rown suspiró.
—Maldita sea... pobre chico. ¿Cómo voy a decírselo a su madre?
Rown colocó una mano sobre su hombro, intentando darle ánimos. Se volvió hacia Qaydar, Allegra y Alexander, que asistían a la escena sin entender lo que estaba sucediendo.
—Nuestros dragones de madera van pilotados —explicó—. Cada vez que cae uno, cae un hombre o una mujer valiente. Podemos construir más dragones, pero no podemos devolver la vida a aquellos que mueren con ellos. Garin era uno de los mejores pilotos de dragones que hemos tenido nunca. Y sólo tenía veinte años.
Alexander inclinó la cabeza.
—Ahora comprendo. Lamentamos vuestra pérdida. Sobre todo teniendo en cuenta que ese dragón cayó tratando de salvarnos. Cuando lo vi... —Frunció el ceño, desconcertado—. Cuando lo vi me pareció un dragón de verdad. ¿Cómo conseguís que parezcan tan reales?
—La respuesta a esa pregunta puede dárosla mi hermana Tanawe —respondió Denyal; se volvió hacia todos lados, buscándola con la mirada.
—¡¡Atención, fuego!! —gritó entonces una voz femenina, que parecía proceder del interior de la panza de uno de los dragones artificiales.
—Más vale que os apartéis —dijo Rown, preocupado.
Denyal los empujó a un lado sin ceremonias. De las fauces del dragón surgió entonces un chorro de fuego que se estrelló contra una de las paredes de roca de la caverna.
Oyeron la voz de la mujer lanzando un grito de triunfo, e inmediatamente su rostro asomó por una compuerta abierta en el lomo del dragón. Era de mediana edad, cabello corto y revuelto y expresivos ojos azules. Llevaba la cara cubierta de hollín igual que Rown, pero eso no parecía importarle. Bajó de un salto del dragón artificial y corrió hacia ellos.
—¿Has visto, Denyal? ¡Ya casi sale solo! Pronto todos los modelos podrán echar fuego por la boca. Y a todo esto, dónde está Garin? Todavía no ha traído a revisar su...
Se interrumpió al ver a Qaydar, Allegra y Alexander.
—Tanawe... —murmuró Rown, atrayéndola hacia sí.
Le susurró algo al oído; inmediatamente, la expresión de la mujer cambió, y sus ojos se empañaron.
—Oh, no, Garin —musitó.
Enterró el rostro en el pecho de su marido y sus hombros se convulsionaron en un sollozo silencioso. Denyal la cogió del brazo.
—Tanawe, tenemos visita —le dijo con suavidad—. Es importante.
—No, déjala... —empezó Allegra, pero Tanawe alzó la cabeza, y aunque sus ojos aún brillaban, se separó de Rown y avanzó un paso hacia ellos, con serenidad.
—Disculpad mi descortesía —dijo; trató de sonreír—. Me llamo Tanawe, y soy una maga de tercer nivel de... —Se interrumpió de pronto al reconocer al Archimago—. ¡Vos...!
—Qaydar, Archimago, jefe supremo de la Orden Mágica —se presentó el hechicero.
—Yo soy Aile Alhenai —dijo Allegra—. Fui la última Señora de la Torre de Derbhad.
Y yo me llamo Alexander.
—... príncipe Alsan de Vanissar —lo corrigió Denyal—. Eran... huéspedes del rey Amrin... que obviamente les tendió una trampa para entregárselos a Eissesh. Acabamos de rescatarlos en las montañas.
—Ese miserable traidor —siseó Tanawe; se interrumpió de pronto y dirigió una mirada de disculpa a Alexander—. Quiero decir...
—...que es un miserable traidor —la tranquilizó él, con una sonrisa—. Lo sé. En su favor sólo puedo decir que me parece que hace lo que considera más correcto.
—¿Entregando a su propio hermano? —Denyal movió la cabeza con desaprobación.
—¿Eres una hechicera? —preguntó entonces Allegra, cambiando de tema.
La mujer rebelde no vestía las túnicas propias de los magos, sino que llevaba pantalones holgados y una camisa larga, ropa de hombre demasiado grande para ella, pero que parecía resultarle cómoda para moverse por aquel lugar.
—Recibí mi formación en la Torre de Awinor —respondió Tanawe—. Me pasaba horas mirando el cielo para ver a los dragones. Los estudié todo lo que pude. Los encontraba fascinantes, y lamenté muchísimo que se extinguieran.
—Y ahora los dos construimos los dragones de los rebeldes —dijo Rown, rodeando con el brazo los hombros de su esposa. Es la magia de Tanawe y sus aprendices lo que les da ese aspecto tan real. Es sólo una ilusión, pero hay algo sólido detrás. Por eso funciona tan bien.
—Pero ¿cómo lográis engañar a los sheks? —quiso saber Alexander—. Su instinto debería decirles que no son dragones reales.
—Lo sabemos —asintió Tanawe—. Cuando vivía en Awinor, coleccionaba las escamas de dragones que encontraba por el suelo. Fue una buena idea traérmelas de vuelta a casa, porque con ellas fabrico un ungüento con el que unto la piel artificial de mis pequeñines. Los sheks perciben el olor del dragón, y eso los vuelve locos. Es precisamente su instinto asesino lo que hace que estas cosas funcionen.
—Pero nunca habíamos logrado engañar a Eissesh, hasta ayer —intervino Denyal—. Es demasiado listo y...
—¿Eissesh cayó en la trampa? —interrumpió Tanawe—. ¿Con el Escupefuego azul?
Denyal asintió.