Authors: Laura Gallego García
Denyal se había dado cuenta de que era una trampa. Tenía que serlo, ya que Mah-Kip era uno de los hombres de confianza del rey, y éste trabajaba para los sheks. Y, sin embargo, Alexander había accedido a entrevistarse con Mah-Kip, había decidido acompañarle para ver lo que él tenía que enseñarle. El líder de los Nuevos Dragones estaba empezando a pensar que el príncipe en el que había depositado sus esperanzas no era gran cosa como estratega ni tenía el mínimo de sensatez que habría sido deseable en alguien que, como él, aspiraba a recuperar algún día el trono de Vanissar. Pero, por si acaso, había decidido acompañarle. Si era una trampa, desde luego no iba a permitir que cayera en ella.
Habían cruzado el río hacía un rato y se habían internado en el reino de Shia. Alexander recordaba Shia, una tierra floreciente cuyos habitantes valoraban la cultura y las artes. El rey de Shia había poseído tina de las bibliotecas mejor surtidas de Idhún, sólo por detrás de las bibliotecas de la Torre de Kazlunn y la Torre de Derbhad, y la de Rhyrr, la Ciudad Celeste.
Pero el paisaje que Mah-Kip le mostraba ahora no se parecía en nada a la Shia que Alexander recordaba. Los verdes pastos y los fértiles campos eran ahora oscuras tierras yermas. Las casas, granjas y chozas que habían salpicado las riberas de los caminos se habían convertido en simples montones de cenizas y tristes ruinas. No se veía nada vivo.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Alexander, consternado. Mah-Kip suspiró.
—Sospechaba que no lo sabíais —dijo.
—Shia fue el primer reino en rebelarse contra Ashran y los sheks —explicó Denyal—. Antes de que nosotros pudiéramos reaccionar siquiera, antes de que el rey Brun pudiera organizar su ejército, los shianos ya habían acudido a luchar contra los hombres-serpiente que nos invadían. Por supuesto, fueron los primeros en ser castigados.
—No se rindieron —prosiguió Mah-Kip en voz baja—. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pactar con Ashran. ¿Sabéis por qué? Por la sencilla razón de que el rey de Shia había oído hablar de la profecía. Había rumores que hablaban de un dragón y un unicornio que se salvaron de la destrucción y que regresarían para acabar con el Nigromante, y él los creyó. En el nombre del dragón y el unicornio se enfrentaron a las serpientes, con fe inquebrantable, esperando verlos aparecer en cualquier momento. Pero ellos no llegaron, y los sheks fueron especialmente severos con los shianos. Como veis, ya nada queda de Shia, ni de aquellos que creyeron en la palabra de los Oráculos.
—¡Precisamente por ellos no debemos rendirnos! —exclamó Denyal—. Si lo hiciéramos, el sacrificio de Shia habría sido en vano. Los Nuevos Dragones seguiremos luchando... con o sin el apoyo del rey Amrin.
Mah-Kip suspiró de nuevo y se volvió hacia Alexander.
—El rey no sabe que estoy aquí —dijo—. Tampoco yo sabía que él tenía intención de entregaros a Eissesh. Y no apruebo su manera de actuar... pero la comprendo. Si no se hubiera rendido a los sheks tras la muerte de vuestro padre, si no hubiera aceptado el gobierno de Eissesh... esto es lo que habríais encontrado al regresar a Vanissar —concluyó, señalando el paisaje desolado de Shia con un amplio gesto de su mano.
Hubo un largo, pesado silencio.
—Sé que mi presencia aquí pone en peligro todo lo que mi hermano ha intentado proteger todos estos años —asintió finalmente Alexander—. Pero tampoco yo voy a renunciar a aquello en lo que creo, aquello por lo que llevo luchando tanto tiempo. Si he de enfrentarme a mi hermano... que así sea.
Dio media vuelta para marcharse, y Denyal lo siguió. Mah-Kip se quedó un momento quieto sobre la colina. Después, echó a correr tras Alexander.
—¡Príncipe Alsan! —lo llamó; Alexander se volvió para mirarlo, y Mah-Kip tragó saliva antes de decir—: Yo... necesito saberlo. ¿Es verdad que hay un dragón y un unicornio? ¿Es cierto que han regresado a Idhún?
Alexander sostuvo su mirada un momento. Después se dio la vuelta y siguió caminando hacia su caballo, sin responder a la pregunta.
Cuando se levantaron, al día siguiente, descubrieron que el oasis bullía de actividad. Acababa de llegar una caravana procedente de Kosh, y había gente descansando bajo los árboles y bebiendo y bañándose en la laguna. Jack no vio a Kimara por ninguna parte; estuvo a punto de ir en su busca, citando vio algo que le congeló la sangre en las venas.
Las personas que viajaban en la caravana eran, sobre todo, humanos y yan. Pero había también un grupo de szish, los hombres-serpiente que servían a Ashran, y lo observaban todo con sus sagaces ojos negros. Jack y Victoria se cubrieron con las capas de banalidad y aguardaron a Kimara en el campamento. Los szish pasaron junto a ellos. Victoria sintió cómo el cuerpo de Jack se ponía rígido. «Serpientes», pensó la chica. Jack siempre había tenido una curiosa fobia a las serpientes, pero en aquel momento no era asco ni miedo lo que se leía en su rostro, sino... odio. Victoria se dio cuenta de que la tensión de su amigo no se debía al miedo, sino al hecho de que se estaba conteniendo para no desenvainar su espada y saltar sobre los szish. «Qué raro», pensó Victoria. Lo miró, preocupada. Jack llevaba unos días comportándose de una forma un poco extraña.
Uno de los szish había vuelto hacia ellos su cabeza de ofidio. Victoria pudo oír con toda claridad el siseo que producía su lengua bífida. Jack lo miraba con expresión desafiante.
—Jack, no los mires —susurró Victoria.
El muchacho se esforzó por desviar la mirada. Victoria tiró de la capa de banalidad de él para cubrirlo todavía más.
«No te fijes en nosotros, no te fijes en nosotros... », Deseó ella con todas sus fuerzas.
Por fin, los szish se alejaron hacia la laguna. Y casi enseguida regresó Kimara.
—He tenido que regatear un poco —dijo—, pero he conseguido dos torkas que parecen fuertes y sanos.
Jack quiso preguntar qué era un torka, pero supuso que lo descubriría muy pronto y, de hecho, así fue. Se trataba de grandes lagartos rojos, parecidos a las iguanas. Los chicos los miraron con desconfianza cuando Kimara saltó al lomo de uno de ellos, enjaezado con una silla de montar y unas riendas que se ceñían al cuerno que le crecía a la criatura sobre la nariz.
—Subid en el otro, vamos —los apremió la semiyan—. Lo siento, no he podido conseguir una tercera montura, pero esta hembra es fuerte y podrá con los dos.
Jack acarició con cautela la piel del reptil, sintió su pesada respiración debajo de las escamas, de un color rojo desvaído, como polvoriento. El torka se volvió para mirarlo con sus ojos saltones. No pareció encontrarlo interesante, porque cerró los ojos, indolentemente, y bostezó, con un curioso sonido gutural. Jack dejó escapar una carcajada. Oyó la suave risa de Victoria a su lado, y la miró, aún sonriente.
—Qué, ¿te atreves? —lo desafió ella.
Por toda respuesta, Jack subió de un salto, y para su sorpresa, el torka no se movió apenas. Ayudó a Victoria a montar tras él y cogió las riendas.
Pronto descubrieron que era muy sencillo montar en torka, una vez se acostumbraba uno a los movimientos ondulantes de los cuerpos de aquellos curiosos reptiles. Según les explicó Kimara, los torkas eran los animales que mejor resistían el calor del desierto. Además, eran muy fáciles de domar.
—Si no fueran tan perezosos —suspiró la semiyan, impaciente, mientras fustigaba a su montura para que caminara más deprisa.
No tardaron en dejar atrás el oasis, y con él, el peligro inmediato de la patrulla szish.
Ydeon, el fabricante de espadas, estaba dando forma a una poderosa hacha de guerra cuando Ashran el Nigromante se materializó en su cueva.
El gigante percibió su presencia y lo saludó con un gesto, pero no dejó de trabajar. Ashran estaba acostumbrado a que todos se arrojaran al suelo en su presencia, en señal de sumisión, pero no le molestó la indiferencia de Ydeon. Así eran los gigantes. No reconocían señores ni amos, y tampoco comprendían los lazos emocionales que podían unir a las personas. Conceptos como la amistad, el odio, el amor o la lealtad no tenían el mismo sentido para ellos que para el resto de personas, desde el momento en que implicaban estar atado a otros seres. Podían entender la unión que aquellos sentimientos provocaban en gente de otras razas, la conocían, y les inspiraba cierta curiosidad; pero no la comprendían, porque no podían experimentar nada parecido. Sí, tenían emociones y sentimientos, pero no sentían la necesidad de estar unidos a las personas que los inspiraban. No existía gente más independiente y amante de la soledad que los gigantes. Los sheks, al menos, poseían una clara conciencia de raza, y estaban unidos entre sí por fuertes lazos telepáticos. Esa era la razón por la cual disfrutaban tanto de la soledad; no necesitaban estar físicamente juntos para saberse parte de algo.
Esto no ocurría con los gigantes; no tenían espíritu de grupo, y no lo echaban de menos. Por tanto no tenía sentido exigirle a Ydeon que rindiera pleitesía a Ashran y a los sheks. Tomar partido en una guerra implicaba estar unido a un bando, a un grupo, y eso era algo que el gigante no lograría hacer jamás. Simplemente porque no entraba en su naturaleza.
—He venido a ver a mi hijo —dijo Ashran.
Ydeon señaló un túnel lateral que se hundía en la oscuridad. El Nigromante asintió en silencio y se internó por él.
Ydeon siguió trabajando, impasible. En ningún momento se le ocurrió pensar que tal vez Christian no tuviera ganas de encontrarse con su padre. Y aunque se le hubiera ocurrido, no era asunto suyo.
Ashran llegó a la cámara del gólem y se encontró con una escena curiosa.
Christian estaba enzarzado en una pelea a muerte contra un magnífico dragón dorado. No se había transformado en shek, pero daba la sensación de que no lo necesitaba. El filo de Haiass centelleaba en la penumbra buscando la carne del dragón, abriendo heridas en su piel escamosa, haciéndolo sangrar una y otra vez. El joven se movía con rapidez y agilidad, pero golpeaba con contundencia y lanzaba salvajes gritos de furia, y sus ojos estaban llenos de helado odio. Ashran contempló con interés cómo el dragón dorado, herido de muerte, se transformaba en el muchacho llamado Jack. Vio a Christian lanzar un grito de triunfo cuando, asestando un último mandoble, cortó limpiamente la cabeza de su contrincante.
El Nigromante entornó los ojos, interesado. Nunca había visto a Christian cortar cabezas. Era una forma de matar demasiado tosca, demasiado cruenta y desagradable para él. El muchacho solía ser mucho más discreto y elegante a la hora de segar vidas. Se preguntó qué podía significar aquello. Era evidente que su odio hacia Jack se había intensificado hasta aquel punto, y eso era bueno. Pero también podía suponer que se había vuelto lo bastante humano como para dejarse llevar por la ira, y eso no era bueno.
El cuerpo decapitado de Jack cayó al suelo, y se transformó en un enorme ser de piedra. El brillo del filo de Haiass titiló un momento, y después se debilitó visiblemente, como si la espada se sintiera agotada después del combate y, sobre todo, decepcionada porque el adversario no había sido un auténtico dragón.
Christian respiró hondo y se irguió, tratando de recuperar la calma. Fue entonces cuando percibió tras él la presencia de Ashran.
—¿Disfrutas destrozando esa cosa? —preguntó él con suavidad.
El joven se volvió sobre sus talones con agilidad felina. No dijo nada. Se limitó a observar a su padre con desconfianza.
—Puedes guardar esa espada —dijo Ashran—. Si hubiera querido matarte, lo habría hecho hace ya mucho tiempo. Y si hubiera cambiado de idea al respecto, de todas formas no podrías hacer nada para evitarlo.
Christian no se movió, ni apartó la mirada de él. Tampoco envainó la espada.
—¿Qué es lo que quieres?
Ashran señaló el gólem.
—Que hagas exactamente lo que estabas haciendo hace un momento. Pero con un dragón de verdad.
Christian se relajó sólo un poco. Hacía tiempo que imaginaba que le propondría algo así. Ya había ensayado la respuesta que iba a darle.
—No voy a servir a tus intereses. Creía que estaba claro, ¿no?
—Sí, eso pensaba yo —sonrió Ashran—. Pero da la casualidad de que mis intereses son también los tuyos. De lo contrario, no pasarías el tiempo asesinando una y otra vez al hombre al que quiero que mates. ¿Qué problema hay en hacer lo mismo con el auténtico? Lo estás deseando. Lo sabes.
Christian respiró hondo, envainó la espada y se sentó sobre el suelo de piedra. Apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos, tratando de calmarse, intentando mitigar el odio que seguía latiendo en su interior y que podía llevarlo a aceptar la propuesta de Ashran. El hechicero se dio cuenta de ello.
—¿Sigues reprimiendo tu instinto? Eso acabará por matarte, hijo. ¿Por qué no quieres asumir que eres un shek? ¿Por qué no actúas en consecuencia?
Christian tampoco respondió esta vez, ni abrió los ojos. Hacía ya días que sabía cuál era el juego de Ashran, y comprendía que, a la larga, no tendría más remedio que hacer lo que él esperaba que hiciera.
Había perdido la cuenta de las veces que había «asesinado» al gólem bajo la forma de Jack, o del dragón, daba igual. Cuantas más veces lo hacía, más intenso latía el odio en su interior. Pero cada vez que luchaba se sentía mucho mejor, más libre, más poderoso, más seguro de sí mismo, y por eso no dejaba de hacerlo.
Además, era lo único que podía hacer allí.
Ydeon y él no pasaban mucho tiempo juntos. Cada uno hacía su vida, sin dar explicaciones al otro, sin avisar de si iba a salir, adónde iba ni cuándo volvería. Ahora que habían resuelto el misterio de la espada, sus conversaciones se habían hecho cada vez más breves y escasas. Y Christian sabía que si Ydeon lo toleraba en su casa era porque el shek no lo estorbaba. Ambos eran seres solitarios e independientes; se respetaban el uno al otro y no se molestaban.
También Christian agradecía aquella actitud. A veces salía a explorar el helado mundo de Nanhai y no regresaba en uno o dos días. Al volver se encontraba con que Ydeon no lo había echado de menos; probablemente ni siquiera había advertido su ausencia. De hecho, el joven estaba convencido de que, si abandonaba Nanhai sin decírselo para no volver jamás, el gigante no se sorprendería por su ausencia. Se limitaría a preguntarse adónde se habría llevado Christian su preciada Haiass, y si volvería a ver aquella prodigiosa espada alguna vez.
Su parte shek lo prefería así. Libertad, soledad, independencia.