Authors: Laura Gallego García
Pero a veces su parte humana echaba de menos a alguien con quien hablar. Nada lo retenía ya en Nanhai, y en el fondo deseaba abandonar aquel lugar para ir al encuentro de Victoria, ayudarla en su empresa, estar a su lado para protegerla.
Pero con Victoria estaba Jack, y Christian sabía muy bien qué podía suceder si ambos volvían a encontrarse. Especialmente si, como sospechaba, su esencia de dragón ya había salido a la luz.
Por eso se obligaba a sí mismo a permanecer en aquella especie de retiro voluntario. Y mientras tanto descargaba su cólera y su frustración contra el gólem, para mantener despierta su parte shek y la frágil vida de su espada, que seguía herida y enferma, hambrienta de víctimas de verdad.
—Quiero mantenerme al margen —dijo con calma—. Eso es todo.
—Puedo entender que sigas queriendo proteger a la chica —dijo Ashran—. Fue un error por mi parte tratar de forzarte a traicionarla. Pero nada te impide matar al dragón, ¿no es cierto?
Christian no respondió.
—Si muere el dragón, impediremos que se cumpla la profecía de todas formas. Sin necesidad de hacer daño a la chica.
—Ya lo sé —repuso Christian—. Es lo que quise proponerte desde el principio.
—Entonces no quise correr riesgos. Ese fue mi error, tal vez. Subestimé hasta dónde podían llegar tus sentimientos por ella, pero estoy dispuesto a concederte otra oportunidad. Si matas al Último dragón, Kirtash, volverás a ser uno de los nuestros. Incluso los sheks perdonarán tu traición. Y te garantizo que la muchacha saldrá ilesa. Daré orden de que nadie le haga daño. Además, ¿quién sabe?, tal vez no sea mala idea conservar con vida al Último unicornio del inundo.
En los ojos de Christian se encendió un brillo de nostalgia.
—Hace tiempo soñé que era posible —murmuró—. Imaginé un mundo gobernado por nosotros. Sin dragones, sin profecías que amenazaran nuestro futuro. Jack muerto, y Victoria a mi lado. Para siempre.
«... a mi lado, serás mi emperatriz —le había dicho dos años atrás a una niña aterrada que no sospechaba todavía el increíble poder que atesoraba en su interior—. Juntos gobernaremos Idhún.»
Evocó el momento en que ella había cogido su mano. Habría dado lo que fuera por volver a aquel instante, luchar porque nadie lo estropeara, llevarse a Victoria consigo antes de que los interrumpieran...
Pero el momento había pasado, y Victoria había soltado su mano. En aquel instante, Christian debería haber sabido que no volvería a cogerla nunca más, que el lazo que la unía a Jack era demasiado fuerte como para que él pudiera romperlo. Por muy intensos que fueran los sentimientos de Victoria hacia el hijo del Nigromante.
—¿Qué te hace pensar que no es posible? —preguntó Ashran con suavidad.
Christian sonrió.
—Lo sé. La muerte de Jack no arreglaría las cosas, padre. Victoria no me lo perdonaría jamás. Además, yo... —vaciló.
—...no quieres hacerla sufrir. Kirtash, Kirtash, a veces me sorprende lo ingenuo que puedes llegar a ser. Cuando el dragón muera, el shek revivirá con más fuerza en tu interior. Entonces no te importará que ella sufra. Además, se le pasará, acabará por volver contigo.
Christian esbozó una sonrisa escéptica.
—¿No me crees? —sonrió Ashran—. Piensa en quién es ella. Imagínala sin el dragón a su lado. Su vida ya no tendrá ningún sentido. Terminará por acudir a ti, porque eres el único que puede comprenderla, el único a quien puede entregar su amor.
Porque los unicornios necesitan amar, hijo. Y no existe nadie que pueda compararse a ella, nadie excepto vosotros dos. Sepárala para siempre de ese dragón, y será tuya. Por mucho que te odie entonces, serás su única opción, y lo sabe. Y tú también.
—No sería su única opción. No conoces a Victoria.
—Tú crees que la conoces, pero olvidas que es un unicornio. El último unicornio. Jamás se dejaría morir voluntariamente. Tampoco soportaría la idea de estar sola el resto de su vida.
Christian respiró hondo.
—¿Y por qué no esperar a que sea otro quien mate a Jack? —preguntó—. ¿Por qué voy a volver a implicarme en una guerra que ya no me interesa?
—Podría enviar a otro a acabar con su vida —admitió Ashran—. Pero sé que tú tienes más posibilidades, porque ellos confían en ti. Tus sentimientos por esa chica son tu mejor arma para acercarte a la Resistencia, porque son sinceros, y ellos lo saben.
Christian no dijo nada. Le dio la espalda, dando a entender que no tenía ganas de seguir con aquella conversación.
—Piénsalo, Kirtash —concluyó Ashran—. Mira en lo que te has convertido, mira todo lo que has perdido. Y piensa en todo lo que puedes ganar si acabas con el último dragón. Recuperarías tu lugar entre nosotros y garantizarías la seguridad de esa muchacha que tanto te importa.
—No quiero volver a ser una marioneta a tus órdenes, padre —dijo Christian con suavidad—. No lamentaré la muerte del último dragón, pero no seré yo quien acabe con su vida. Estoy cansado de ser sólo un peón en tu juego de poder.
—¿Eso crees? Ahora mismo eres una amenaza, Kirtash, y, como a tal, debería matarte sin dudarlo. Tengo otros servidores más fieles que no me dan tantos problemas corno tú. Y sin embargo aquí estoy, ofreciéndote otra oportunidad. ¿Quieres saber por qué? Porque sé que te estás muriendo, hijo. Por eso quiero que seas tú quien acabe con ese dragón. Sabes... igual que yo... que eso te salvará la vida.
»Y a pesar de lo mucho que me has decepcionado, a pesar de esos sentimientos humanos que te hacen tan débil, y que tanto me disgustan... en el fondo no has dejado de ser mi hijo.
Christian se incorporó, sorprendido, y alzó la mirada hacia el Nigromante.
Pero Ashran había desaparecido.
Aún viajaron dos días más a través del desierto. Victoria aguantó bastante bien, en parte debido a que montar en torka la agotaba menos que caminar sobre las dunas. Pero no hablaba mucho, y Jack no sabía cómo interpretar su extraño silencio.
Kimara no había vuelto a insinuársele. Había sido muy clara y sincera en el oasis, cosa que Jack agradecía, pero sospechaba que no volvería a insistir en el tema para no incomodarlo. También él trató de olvidar lo que habían hablado. Pero seguía sintiendo una fuerte atracción por aquella fascinante joven, y no sabía muy bien cómo actuar.
Además, estaba seguro de que Victoria lo había notado. Tal vez por eso estaba tan fría y callada con él. Pero, si eso la molestaba, ¿por qué no le había dicho nada al respecto? ¿Por qué no intentaba impedir que se acercara a Kimara, por qué se mostraba tan indiferente, corno si no le importara lo que pudiera pasar entre ellos? A veces, Jack no podía evitar sentirse dolido por su actitud. Otras veces se reprochaba a sí mismo el sentirse culpable por pensar en Kimara. ¿Acaso no mantenía Victoria una relación con un shek? ¿Victoria, que se suponía que estaba con él, con Jack? ¿Por qué razón debía él rechazar a Kimara, entonces?
Jack atravesaba un estado de gran confusión, y no ayudaba en nada el hecho de que llevaba unos días notando que algo extraño le pasaba por dentro. Algo que no tenía nada que ver con mujeres.
Se encontraba más fuerte, más resistente, más seguro de sí mismo. Se sorprendía mirando a menudo al cielo e imaginando que desplegaba las alas y echaba a volar, en un gesto que, de pronto, le parecía extrañamente familiar. Y sobre todo... había desaparecido su miedo a las serpientes. Ahora las odiaba, sin más.
Al atardecer del segundo día desde que abandonaron el oasis llegaron a un campamento van. Kimara condujo a su torka hacia allí, y la montura de Jack y Victoria la siguió sin vacilar.
Sin embargo, ellos no se sentían cómodos. El único yan al que habían conocido, un tal Kopt, que vivía exiliado en la Tierra, había resultado ser un traidor. No estaban seguros de querer conocer a más.
Kimara desmontó y se echó en brazos del yan que salió a recibirle. Hablaron muy deprisa, y ni Jack ni Victoria consiguieron entender lo que decían. Pero cuando Kimara se acercó a ellos, seguida por el yan, Victoria intuyó que estaban en un lugar seguro.
—Os presento a mi padre, Kust —dijo ella, con una sonrisa.
El yan los miró con detenimiento. Se había retirado de la cara el velo que solían llevar todos los yan, y que ocultaba sus rasgos a excepción de los ojos rojizos de los de su raza. Y Jack y Victoria vieron por primera vez el rostro de un yan.
Tenía un aspecto aún más humano de lo que ambos habían imaginado. Su piel era áspera y rugosa, de color pardo-rojizo, y su nariz achatada parecía aún más pequeña bajo los enormes ojos redondos y ardientes como brasas que presidían sus facciones. Llevaba el cabello gris peinado en multitud de pequeñas trenzas que le caían sobre los hombros.
A Victoria le recordó vagamente a una especie de duende. Tal vez también tenía que ver con eso el hecho de que los yan en general eran gente de baja estatura.
De todas formas, no tuvieron mucho tiempo para observarle, porque Kust no paraba de moverse, y pronto se cansó de esperar a que hablaran los extranjeros.
—BienvenidosaHadikah —dijo, con una extraña sonrisa—, queennuestroidiomasignifica«Refugio».
Hadikah no era un lugar, o, al menos, no un lugar estable. Hadikah estaba allá donde la tribu instalase el campamento y plantase sus tiendas, en cualquier lugar del desierto porque, como les contó Kimara, todo Kash-Tar era el hogar de los yan.
Aquella noche bailaron unas danzas salvajes en torno al fuego, en honor de los invitados. Los yan eran gente extraña y misteriosa, pero hospitalaria cuando querían. Victoria no pudo evitar preguntarse, sin embargo, si los habrían acogido de la misma manera de no haberse presentado allí con Kimara.
La joven no quiso bailar, al principio, aunque las mujeres yan le insistieron, dando a entender que, a pesar de su sangre mestiza, Kimara sabía bailar aquellas danzas tan bien como cualquier muchacha yan. Pero la exploradora se limitó a contemplar los bailes junto a la hoguera, sola y en silencio.
De vez en cuando, sin embargo, ella y Jack cruzaban miradas llenas de significado.
Al cabo de un rato se inició una nueva danza. Sólo habían quedado dos mujeres, y llamaron por gestos a Kimara. Por fin, ella accedió a levantarse. Se despojó de la camisa, quedando vestida como las otras bailarinas: con sus holgados pantalones y una especie de sostén que se anudaba a la espalda mediante una serie de finas tiras de tela, dejando al descubierto su vientre y sus hombros. Y con un salvaje grito de alegría se unió a la (lanza.
Las tres empezaron a girar sobre sí mismas al compás de la música de los tambores, en torno al fuego, como planetas que rotaran alrededor de un sol, con los brazos extendidos a los la(los y las trenzas flotando en el aire, con los pies descalzos golpeando la arena rítmicamente.
Entonces se acercó un varón yan, bailando al ritmo de los tambores, haciendo malabarismos con seis antorchas encendidas. Pasó junto a las mujeres, que seguían girando, y fue entregándoles las antorchas. Cuando cada una de ellas sostenía ya una en cada mano, empezaron a moverse todavía más deprisa, agitando las antorchas en torno a sus cuerpos, el fuego casi rozándoles la piel. Y siguieron girando y girando, casi envueltas en llamas.
Jack observó a Kimara, embelesado. Parecían brotar chispas de sus pies. Toda ella parecía una centella bailando en torno a la hoguera.
Alguien lo empujó de pronto y lo obligó a ponerse en pie. Cuando quiso darse cuenta, estaba en mitad del baile de las antorchas, junto a Kimara y las otras dos mujeres, y dos varones yan que se habían unido también. Se quedó parado, sin saber qué hacer. Pero enseguida vio a Kimara frente a él, haciendo vibrar las antorchas en torno a su cuerpo, trazando arcos de fuego en el aire, sobre los dos. Jack sonrió y se dejó llevar. Sabía que se movía con torpeza, pero aun así trató de seguir los pasos del baile, imitando a los otros dos hombres.
Y bailaron alrededor de la hoguera, al compás de los tambores, una vuelta, y otra más, cada vez más deprisa, mientras el fuego de las antorchas enlazaba figuras sorprendentes en torno a ellos, como relámpagos entrecruzándose en el cielo. Jack siguió los movimientos del cuerpo de arena de Kimara, atreviéndose, con ella, a moverse entre los arcos de fuego, cada vez más rápido, cada vez más cerca, sintiendo que los ojos de la semiyan quemaban igual que el fuego de la hoguera, hundiéndose en ellos sin temor a verse consumido por las llamas.
Cuando por fin, mareado, tropezó con sus propios pies, se apartó de la hoguera, riendo a carcajadas. Kimara le dirigió una mirada burlona y siguió bailando, sola. Jack ladeó la cabeza y se quedó mirándola. El estaba ya agotado, pero daba la sensación de que la vitalidad de la semiyan no conocía límites.
Sintió la presencia de Victoria junto a él.
—Tengo sueño —dijo ella suavemente—. Me parece que me voy a dormir.
Jack volvió a la realidad. La miró y se sintió muy culpable de pronto.
—Voy contigo —dijo, pero ella sonrió con dulzura.
—No hace falta, sé que lo estás pasando bien. No pareces tener sueño.
Jack se quedó perplejo. «No puede ser que no nos haya visto —se dijo—. No es posible que no se dé cuenta de nada. Entonces, ¿es que no le importa?»
Se sintió dolido y furioso de pronto. Se merecía lo que pudiera suceder, pensó con rencor.
—Bueno, pues que descanses —dijo con cierta frialdad—. Buenas noches.
Victoria lo miró un momento, y un destello de tristeza brilló en sus ojos oscuros. Pero él tenía la vista fija en la hoguera y no se dio cuenta, así que la muchacha se puso en pie y se alejó en dirección a la tienda que les habían asignado a ella y a Jack.
El chico respiró hondo, sintiéndose cada vez más confuso.
La danza terminó, con un último retumbar de tambores. Las tres yan arrojaron las antorchas a la hoguera, cuyas llamas se alzaron aún más alto.
Entonces, Kimara se volvió hacia Jack.
No le dijo nada. Simplemente lo miró una vez más con sus ojos de fuego, y Jack entendió sin necesidad de palabras. Cuando Kimara desapareció en el interior de su tienda, Jack se levantó de un salto para seguirla.
Victoria se había acurrucado en un rincón de su tienda. Sabía perfectamente que iba a dormir sola aquella noche, se había hecho a la idea y lo comprendía, pero no podía evitar sentirse celosa y muy triste.
«No seas estúpida —se dijo a sí misma—. Sabes de sobra que Jack tiene todo el derecho del mundo a fijarse en otra chica. Se gustan, quieren estar juntos y tú no eres quién para estorbarlos.»