Tríada (61 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Pero aún tardó varios días más en descubrir algo sobre la naturaleza de aquel dolor.

Fue cuando ya dejaban atrás la Tierra Gris y empezaban a abrirse las brumas en el horizonte. El paisaje llano comenzó a verse salpicado por bosquecillos de árboles raros y delicados, cuyas ramas, troncos y raíces formaban curiosas figuras, casi como si hubieran sido modelados por un artista de gusto exquisito.

—Alis Lithban está cerca —dijo Yaren cuando Victoria se detuvo un momento a contemplar los árboles—. Se dice que el bosque entero parece un capricho de los dioses. Que es como si cada árbol hubiera sido cincelado por la propia Wina en persona.

A pesar de ello, no se sorprendieron cuando encontraron la cabaña de un leñador. Aquellos bosques eran el único lugar donde las gentes del sur de Nangal podían obtener madera.

El leñador era un hombre tosco y desagradable, pero los acogió en su casa aquella noche. Mientras tomaban la sopa, y el leñador se quejaba del mal tiempo que habían sufrido en los últimos días, su hijo, un chiquillo que no pasaría de los siete años, iba y venía entre la cocina y el comedor, llevándose platos y trayendo más cosas. Yaren se fijó en que caminaba con la cabeza gacha y no se atrevía a mirar a su padre.

Y entonces sucedió. El niño tropezó con algo y dejó caer el plato con la comida de Victoria. El recipiente se estrelló contra el suelo y se rompió.

Su padre lanzó un juramento.

—¡Serás torpe! ¡No vales para nada, estúpido!

Disparó su manaza contra el rostro del pequeño, con tanta fuerza que lo lanzó hacia atrás. El niño jadeó, aterrorizado, y trató de retroceder, a gatas, pero el leñador lo golpeó de nuevo.

No hubo una tercera vez.

Victoria se interpuso entre ambos. El hombre fue a apartarla, furioso, pero la mirada de ella no admitía réplica.

—Basta ya —dijo Victoria solamente.

No levantó la voz. No era una amenaza, ni tampoco un ruego, ni siquiera una orden. Pero el enorme leñador se sintió bardado ante ella, y retrocedió, temblando.

Victoria se inclinó junto al niño. Tenía la mejilla hinchada y el labio partido, pero se esforzaba por no llorar. La chica alzó los dedos para rozarle el golpe, y el chiquillo se encogió sobo sí mismo.

—No tengas miedo —dijo ella.

Temblando, el niño tragó saliva y se quedó donde estaba. Victoria posó las yemas de los dedos sobre el rostro del pequeño y dejó que su magia fluyera hacia él.

Lo había hecho docenas de veces, con heridas mucho más graves. La energía pasaba a través de ella y regeneraba los tejidos, cicatrizaba las heridas, desterraba la ponzoña y sanaba infecciones.

Pero en aquella ocasión, la magia actuó de forma muy distinta.

Todo estaba saliendo bien, en apariencia. Pero el niño se mostraba cada vez más nervioso; temblaba, y respiraba agitadamente, y llegó un momento en que no pudo soportarlo más y retrocedió, con un grito y lágrimas en los ojos.

—No quiero —suplicó—. Por favor, no sigas. No me lo hagas otra vez.

Victoria lo miró un momento, desconcertada. Los ojos del chiquillo estaban llenos de miedo. La miraba como si fuera un monstruo... un monstruo aún más aterrador que su propio padre.

Se oyó una exclamación ahogada, y la madre del niño corrió junto a él y lo estrechó entre sus brazos. Yaren se preguntó dónde había estado ella todo aquel tiempo, y comprendió que no se atrevía a enfrentarse a su marido. Pero, por alguna razón, le parecía mucho más fácil plantar cara a Victoria.

«Eso es porque no la ha mirado a los ojos», pensó el semimago.

La madre se volvió hacia ellos, aún abrazando a su hijo.

—Por favor, marchaos —suplicó.

Yaren iba a replicar, airado, pero Victoria asintió, sin una palabra, y fue a recoger sus cosas. El joven no tuvo más remedio que seguirla.

No se despidieron.

Aquella noche tuvieron que dormir al raso, pero a Victoria no parecía importarle. Cuando ya llevaban un rato en silencio, contemplando las llamas de la hoguera, Yaren se arriesgó a preguntar:

—¿Qué le has hecho al niño?

—Lo estaba curando —respondió ella con voz neutra.

—¿Curando? —repitió Yaren—. Pues parecía que le estabas haciendo aún más daño que el bestia de su padre. ¿Qué clase de magia estabas usando?

—No es la magia —replicó ella—. Soy yo.

No dijo nada más, y Yaren no preguntó.

Pero Victoria no pudo dormir aquella noche. Por primera vez desde la muerte de Jack le preocupaba algo que no tenía que ver con él, ni con Christian.

Sabía exactamente qué era lo que había sucedido aquella noche. La magia que Victoria recogía del ambiente era pura, pero tenía que pasar a través de ella cuando la transmitía a otras personas. Y sin querer arrastraba parte de lo que ella llevaba dentro. Hasta hacía poco, la magia de Victoria había estado impregnada de dulzura, cariño, amor...

«Ahora sólo hay dolor —pensó ella—. Vacío. Y oscuridad.»

Eso era lo que había transmitido al hijo del leñador al tratar de curarlo. Eso era lo que el niño no había sido capaz de soportar.

«Si ya no puedo entregar la magia, si sólo puedo proporcionar sufrimiento... ¿qué me queda? —se preguntó—. ¿Qué sentido tiene mi vida?»

Recordó lo que Christian le había dicho varias noches atrás. «Si me matas, ¿qué harás después?»

«No habrá un después —había respondido ella—. Es por eso por lo que debo matarte.»

Se durmió poco antes del primer amanecer, con una siniestra sonrisa en los labios.

4
Dioses y profecías

Un poco más allá, el túnel terminaba.

El corazón de Jack se aceleró. Llevaba ya tiempo añorando el aire libre, sintiendo que se asfixiaba en el laberinto subterráneo de Umadhun, deseando respirar aire puro. Se dispuso a echar a correr hacia la salida, Sheziss lo retuvo con un movimiento de su poderosa cola.

«No tan deprisa, niño —dijo—. Quédate cerca de la boca del túnel. No salgas jamás al aire libre sin echar antes un buen vistazo.»

Jack se relajó sólo un poco. Se obligó a caminar detrás de la shek.

Se dio cuenta, sin embargo, de que más allá no había tanta luz como había supuesto. Tal vez fuera de noche. Intrigado, recorrió con paso ligero el trecho que lo separaba de la salida.

«Cuidado», repitió Sheziss, antes de retirarse un poco para dejarlo pasar.

Jack se asomó, con precaución.

«Ésta es la superficie de Umadhun —oyó la voz de Sheziss en su mente—. O lo que queda de ella.»

Las últimas palabras de la serpiente sonaron tan débiles que al muchacho le costó captarlas. De todas formas, estaba tan conmocionado que apenas las escuchó.

Ante él se abría una tierra yerma en la que no crecía nada. Un pesado manto de nubes negras recubría el cielo, proyectan do oscuridad sobre la piel rocosa de Umadhun. Y aquellas nubes, henchidas de electricidad, descargaban rayos que herían la tierra con una frecuencia escalofriante. Jack contempló, sobrecogido, aquel tenebroso mundo de piedra, iluminado por los relámpagos que partían el cielo.

«Siempre es así —dijo Sheziss—. Nubes, rayos, relámpagos. Pero ni una gota de lluvia. Jamás.»

Jack alzó la mirada hacia las nubes.

—¿Tampoco sale nunca el sol?

«Desconocemos siquiera si hay un sol, o varios —respondió ella—. Las nubes siempre han cubierto el cielo, desde que tenemos memoria. Y la electricidad que acumulan impide que podamos atravesarlas volando para averiguarlo.»

Jack se estremeció.

—Es... horrible.

«Es un mundo muerto. Por eso nunca salimos a la superficie. La única manera de sobrevivir es refugiándose en los túneles.»

—Pero... —vaciló Jack—. ¿Qué es exactamente este lugar?

«¿Qué crees tú qué es?»

Jack reflexionó. A Sheziss le gustaba contestar a sus preguntas con otras preguntas, dejar que fuera él quien dedujese las respuestas. Eso al principio irritaba e impacientaba a Jack, pero estaba empezando a acostumbrarse, y a veces hasta le gustaba. Se daba cuenta de que muchas de las cosas que le parecían un misterio, en realidad sí las comprendía, si se paraba a pensar en ellas. Su problema era que normalmente no se paraba a pensar. Sheziss estaba intentado corregir ese defecto, por el bien de los dos; según ella, mientras siguiera siendo tan impulsivo tendría altas probabilidades de acabar muriendo joven.

—Dijiste que Umadhun era el reino de las serpientes aladas —recordó—. Me contaron hace tiempo que los dragones habían condenado a los sheks a vagar por los límites del mundo para toda la eternidad. —Alzó la mirada hacia los ojos tornasolados de su compañera—. ¿Estamos en los límites de Idhún?

«Crees que Idhún tiene límites?»

—Si es un planeta como la Tierra, no debería tenerlos, ya que tendría forma esférica. O tal vez sus límites se encuentren en la propia atmósfera.

¿Te parece esto los límites de Idhún?»

Jack miró de nuevo a su alrededor.

—No —admitió—. Me parece otro mundo diferente, un mundo nuevo, extraño y atroz.

«Es un mundo diferente, extraño y atroz —concedió Sheziss—. Pero no es un mundo nuevo. ¿Sabes lo que significa la palabra Umadhun?»

Jack frunció el ceño. En idhunaico, Umadhun tenía un significado. Quería decir «Primer Mundo».

—¿La clave está en el nombre, pues? Sheziss asintió.

«Los sangrecaliente cuentan su historia por eras. Hablan la Primera Era, cuando Idhún era joven y ellos empezaron a poblar sus tierras, cuando las distintas razas comenzaron a conocerse y a relacionarse entre sí.

»A1 final de la Primera Era, el día de la primera conjunción astral, el primer unicornio pisó Idhún y marcó el inicio de una nueva etapa, la Era de la Magia, también llamada la Era Oscura, porque finalizó con la derrota del humano al que llamaron Emperador Talmannon. La Tercera Era, llamada Era de la contemplación, instauró de nuevo el poder de los Seis sobre la tierra, y los hechiceros fueron perseguidos y expulsados del mundo, a la vez que los sheks.

»Ahora estamos finalizando la Cuarta Era, Jack. La Era de los Archimagos, hechiceros poderosos a los que los mismos dragones trataban como a sus iguales. ¿Qué vendrá después?, se preguntan los sangrecaliente. Ah, todos ellos creen conocer la historia de Idhún. Pero ignoran que esta historia no comienza con su Primera Era, no comienza con la creación del mundo que ellos habitan.

»Su historia, nuestra historia, comienza aquí, en Umadhun. El Primer Mundo.»

Jack se quedó sin aliento. Se recostó contra la pared de roca.

—¿Quieres decir que Umadhun es anterior a Idhún? Sheziss asintió.

«Todas las leyendas de los sangrecaliente relatan cómo sus seis dioses llegaron aquí y crearon Idhún. Esas leyendas se equivocan. Antes de la Primera Era, antes de Idhún, los dioses crearon Umadhun.

»Y después lo destruyeron.»

—¿Que lo destruyeron? ¿Por qué?

El cuerpo de Sheziss se estremeció con una risa baja.

«Las leyendas muestran a los Seis en armonía, todos unidos en su eterna lucha contra el Séptimo. Pero las historias más antiguas dejan entrever pequeñas rencillas, discusiones... »

Jack recordó la leyenda que Kimara les había contado a él y a Victoria, acerca de cómo la diosa Wina se había enfadado con el dios Aldun por incendiar Kash-Tar.

«En tiempos remotos, Umadhun fue un inundo rico y rebosante de vida. Los dioses se esmeraron con él, no en vano era el primer mundo que creaban. Pero en aquellos tiempos, niño, los dioses peleaban muy a menudo. Y eran discusiones violentas.»

Sheziss calló. Jack quiso preguntar algo, pero finalmente se contuvo y aguardó a que ella siguiera hablando.

«Cuando los humanos pelean entre ellos, probablemente sin saberlo estén destruyendo a muchas pequeñas criaturas en las que no reparan. Plantas, insectos..., que mueren bajo sus pies. Cuando pelean los sheks y los dragones, los sangrecaliente y sangrefría que tienen la desgracia de cruzarse en su camino ron aplastados sin remedio.

»Pero cuando los dioses pelean, niño, todo un mundo puede resultar destruido. ¿Entiendes?»

Jack se estremeció. Contempló de nuevo la superficie arrasada de Umadhun, iluminada por los relámpagos.

—¿Crearon un mundo para destruirlo después? Me resulta difícil entenderlo —confesó.

«Los dioses son poderosos. Y peligrosos. Los sangrecaliente les rezan en sus templos, como si realmente ellos fueran a escucharlos. Ah, los dioses son seres grandiosos, para los cuales nosotros no somos más que pequeños insectos. Nos aplastan sin apenas darse cuenta. Tienen la vaga impresión de que existimos, pero en el fondo no nos ven. Somos demasiado pequeños, demasiado poco importantes.»

Jack temblaba. La idea de que de verdad existieran seis dioses, o siete, le resultaba chocante y turbadora. Pero que esos dioses tuvieran el poder de destruir un mundo sin apenas darse cuenta... era todavía peor. Mucho peor.

«Con todo, los dioses lamentaron la pérdida de Umadhun —prosiguió Sheziss—. Y crearon Idhún, más grande y complejo, más perfecto, y lo poblaron con criaturas. Al principio todo fue bien, pero pronto volvieron las peleas, y apareció un Séptimo dios que los desafió a todos. Aquél podría haber sido el fin de Idhún, si los dioses hubieran iniciado una nueva guerra.»

—Pero no lo hicieron.

«Oh, sí, lo hicieron. Iniciaron una guerra eterna, los Seis contra el Séptimo, una guerra que dura todavía. Pero en esta ocasión decidieron que ellos no lucharían. Y abandonaron Idhún, y dejaron aquí a aquellos que librarían esa guerra en lugar. Criaturas poderosas, mucho más que los sangrecaliente y los sangrefría, criaturas dignas de representarlos en la contienda, pero lo bastante pequeñas, en comparación con ellos, COMO, para no destruir el campo de batalla en el cual se desarrollaría la guerra que los estaban condenando a librar.»

Jack sintió un escalofrío cuando entendió lo que Sheziss le estaba contando.

—Sheks y dragones —dijo a media voz.

«Umadhun es nuestro origen, niño. Si los dioses no lo hubieran destruido, no habrían decidido después crearnos a nosotros para que lucháramos por ellos. Y por eso nos odiamos. Jack. Porque nos crearon para odiarnos. Porque nuestra misión en la vida es luchar en su guerra, nos hicieron así, para que no pudiéramos escapar del propósito con el cual fuimos creados.

Jack imaginó de pronto el mundo de Idhún como un inmenso tablero de ajedrez, en el cual dos contrincantes manejaban unas piezas cuya función consistía en enfrentarse a las piezas del otro color. Ellos, sheks y dragones, eran las piezas. Ganara quien ganase, no eran ellos, sino los jugadores que los manejaban.

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