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Authors: Laura Gallego García

Tríada (55 page)

BOOK: Tríada
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Jack reflexionó.

—Antes dijiste que no se nos dio opción —recordó—. ¿Quién no nos dio opción?

«Los dioses, por supuesto. Nos crearon para odiarnos, para matarnos unos a otros. ¿No es gracioso? Los poderosos sheks, los poderosos dragones. Adorados desde tiempos remotos por los seres inferiores. Al final... no somos nadie, no somos más que peones en una guerra de dioses, incapaces de escapar de ella. Somos sus soldados, luchamos por ellos... morimos por ellos. Lo queramos o no.»

Jack se estremeció.

—No es gracioso —opinó—. Es horrible.

«Ah, sí, horrible. O trágico, diría yo.»

—Entonces, ¿de verdad existen los dioses? Yo pensaba que no eran más que leyendas.

Sheziss lo miró un momento.

«Cuando aprendas a controlarte y pueda dejarte suelto, te mostraré una cosa. Tal vez te ayude a hacerte una idea de cuan reales pueden llegar a ser los dioses».

—Ya puedes soltarme —dijo Jack, cansado—. Ya no quiero luchar. Me parece que hasta empiezas a caerme bien.

La serpiente lo miró con su sinuosa sonrisa.

«Ah, no, estás reprimiendo tu odio, negando que existe. Pero tú me odias, dragón. Busca en tu interior y encuentra ese odio. Dime, ¿sigue ahí?»

—Sigue ahí —reconoció Jack tras un tenso silencio.

« ¿Quieres matarme? ¿O deseas matarme?»

—¿Qué diferencia hay?

«El deseo viene del instinto, es irracional. Querer, en cambio, implica una voluntad racional.»

—Deseo matarte —admitió Jack, tras una breve reflexión—. Pero no quiero matarte.

«Christian tampoco quería matarme —recordó el muchacho de pronto—. Aunque lo deseara. Por eso no me clavó la espada en el corazón. En el último momento, su voluntad se impuso sobre su instinto. Y yo... ¿habría sido capaz de hacer lo mismo?»

—No quiero matarte —repitió, en voz alta—. No quiero luchar. Quiero aprender a controlar mi instinto. Sheziss sonrió.

«Mírame a los ojos, Jack.»

El chico alzó la cabeza, sorprendido. Tal vez en otras circunstancias se lo habría pensado dos veces antes de mirar a los ojos a un shek, pero era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre, y eso lo desconcertó.

Cuando clavó la mirada en los hipnóticos ojos de Sheziss, ya era demasiado tarde para reaccionar. Quiso debatirse, pero no fue capaz; estaba como paralizado. Sintió que algo se soltaba en su mente, y trató de moverse, desesperado. Y en esta ocasión lo consiguió.

Y se alejó de la pared de roca. Mucho más que antes.

Se miró las manos, sorprendido. Las cadenas habían desaparecido, y también las marcas de sus muñecas. Se rozó con el dedo la piel intacta, confuso.

—¿Qué...? ¿Cómo lo has hecho? ¿Qué has hecho con las cadenas?

«Las cadenas nunca han existido más que en tu mente, Jack.»

El chico parpadeó, perplejo, pero no dijo nada.

«Ningún shek se habría dejado engañar por algo así —prosiguió Sheziss—. Pero claro, se trata de un truco demasiado sutil para la mente de un dragón.»

Jack se sintió de pronto furioso y humillado. El odio burbujeó de nuevo, y la presencia de la shek lo volvió loco. Con un rugido de ira, se transformó en dragón y se abalanzó sobre ella, con las garras por delante.

Fue visto y no visto. Se encontró de pronto atrapado entre los anillos de Sheziss, que se había enredado en su cuerpo con tal habilidad que le impedía mover las garras y las alas. Tampoco podía hacer uso de su fuego; Sheziss lo había tumbado boca abajo y también había inmovilizado su cuello, de manera que no podía girar la cabeza; si exhalaba aunque fuera una sola bocanada de fuego, éste rebotaría contra la piedra y le chamuscaría las narices. Emitió un sordo gruñido.

«Ah, todavía tienes mucho que aprender, niño —se burló la shek—. Dime, ¿a quién odias?»

—A ti —gruñó el dragón.

«¿Por qué?»

—Porque eres un shek.

Los anillos se estrecharon todavía más. Jack jadeó.

«Eso ya lo sé. Cuéntame algo nuevo, Jack. ¿Por qué me odias?»

—Porque me tienes prisionero.

«Si no te mantuviera prisionero, me atacarías. ¿No te parece que mi actitud es razonable?»

—Sí —reconoció Jack, a regañadientes—. Y ahora suéltame. Los anillos apretaron un poco más.

«¿Por qué me odias? ¿Acaso no te he salvado la vida, no te he curado las heridas? ¿Por qué me odias, pues?»

—No... no tengo razones para odiarte —dijo él tras un breve silencio—. Aunque no pueda evitarlo.

«Ah, vamos progresando. Pero... »

Su cuerpo se tensó de pronto, y alzó la cabeza con un siseo. Sus ojos relucieron en la penumbra.

—¿Qué ...? —empezó Jack, pero una furiosa orden telepática lo hizo enmudecer.

«¡Silencio!»

Jack se quedó quieto, con el corazón latiéndole con fuerza, y aguzó el oído. Pero fue su instinto lo que lo avisó de la proximidad de más serpientes.

«Transfórmate de nuevo —le ordenó Sheziss—. Así llamas demasiado la atención.»

Jack lo intentó. Pero estaba demasiado cerca de las serpientes, demasiado cerca de Sheziss, y el instinto le llevaba a seguir transformado en dragón para luchar contra ellas, para matarlas. «Hazlo —insistió la shek—. Si te descubren aquí, nos matarán a los dos. Y si te matan, jamás podrás regresar junto a ella.» Estas palabras fueron determinantes.

«Victoria», pensó Jack. Pensó en sus luminosos ojos, en su sonrisa. La añoró de nuevo, con toda su alma. Y cuando quiso darse cuenta, volvía a ser un muchacho humano.

«Eso está mejor —dijo Sheziss—. Ahora haz lo que yo diga. Ellos están cerca.»

Jack se esforzó por seguir pensando en Victoria. Sus sentimientos hacia ella, el recuerdo de su mirada, mantenían a raya el odio y el instinto. Pero le costó mucho dominarse cuando sintió la cola de Sheziss rodeando su cintura, cuando la serpiente lo alzó en el aire para depositarlo sobre su lomo, justo entre sus alas. El simple contacto con ella estuvo a punto de volverlo loco de odio.

«Contrólate, niño —le dijo Sheziss—. A mí también me resultas extremadamente desagradable. Pero nuestras vidas dependen de que esto salga bien.»

Plegó las alas sobre su cuerpo, tapando a Jack por completo. El chico dejó escapar un quejido angustiado. No soportaba el roce con la serpiente.

Pensó de nuevo en Victoria. Y cuando Sheziss reptó fuera de la cueva, llevándolo sobre su lomo, Jack se aferró a sus escamas, cerró los ojos y recordó, uno por uno, los momentos íntimos, felices, especiales..., que había compartido con Victoria. Evocó la luz del unicornio para olvidar la frialdad de la serpiente que, por alguna razón que todavía se le escapaba, se había convertido en su aliada.

Apenas fue consciente de que se deslizaban por un túnel, tenuemente iluminado por un suave musgo fosforescente que recubría las húmedas paredes. Pero sí percibió el encuentro con otro shek.

Jack se encogió sobre el lomo de Sheziss, que lo ocultó aún más bajo sus alas. Se había detenido en el corredor y había iniciado una conversación telepática con la otra serpiente, un macho más joven. Jack no sabía qué estaban diciendo. Luchó por controlar su instinto, que lo empujaba a transformarse en dragón y abalanzarse sobre los sheks, los dos, y despedazarlos.

«Eso no sería prudente», se recordó a sí mismo. Estaba en el mundo de las serpientes. Si mataba a Sheziss y al otro shek, jamás saldría vivo de allí.

Por Victoria.

El otro pareció conforme, ya que se retiró un momento para dejarlos pasar. Jack sintió que su mirada tornasolada trataba de atravesar las alas membranosas de Sheziss, intentando adivinar qué había debajo. Cerró los ojos. Volvió a pensar en Victoria. Se vio a sí mismo como un simple muchacho humano, despreocupado, como lo era antes de conocer a la Resistencia. Trató de reprimir la esencia del dragón que latía en su interior.

Sheziss siguió avanzando corredor abajo, con movimientos ondulantes, lentos y calculados, con la elegancia y dignidad de una reina, sin mirar atrás.

Pero entonces se oyó un siseo a sus espaldas. Sheziss se volvió.

Parecía que el shek no estaba muy convencido. Se acercó a ellos, tal vez para comentar algo con Sheziss. Jack no podía escucharlos porque el vínculo telepático que ellos dos habían establecido no lo incluía a él. Pero deseó que terminaran pronto, porque no podía soportar por más tiempo la presencia de las serpientes.

El shek le enseñó a Sheziss los colmillos, con un silbido amenazador. Sheziss respondió, siseando, furiosa, y se echó hacia atrás. Al hacerlo, Jack resbaló un poco sobre las escamas de su lomo y su pierna derecha quedó al descubierto.

Los ojos del shek se clavaron en ella, estrechándose peligrosamente.

Jack no pudo aguantarlo más. Con un rugido, saltó del lomo de Sheziss y se lanzó hacia el shek en un ataque suicida. Se transformó a medio camino, y cayó sobre el shek hecho una furia de garras, cuernos, dientes y llamaradas.

La serpiente era joven, y nunca había visto a un dragón. Por un instante quedó paralizada de terror. Pero enseguida el odio instintivo que los sheks sentían hacia los dragones tomó posesión de sus acciones.

Jack llevaba la ventaja de la sorpresa. Vomitó su fuego sobre la serpiente, que chilló, aterrada, y clavó sus dientes en su cuello mientras aún ardía.

Momentos después, jadeaba ante el cadáver del shek, exultante de alegría.

«Eres estúpido, dragón», le dijo Sheziss con helada cólera.

Jack se volvió hacia ella; sus ojos verdes relucían aún con el fuego del dragón. Rugió, dispuesto a abalanzarse sobre ella, pero Sheziss lo esquivó con habilidad y clavó sus ojos irisados en los de él.

«Estúpido —repitió—. Ahora has atraído la atención de todos los sheks de la zona. Reza a tus dioses para que salgamos vivos de este agujero... »

La hipnótica mirada de la serpiente manipuló los hilos de su consciencia. Jack sintió que se hundía en un sueño profundo...

No habría sabido decir cuánto duró el viaje. Echado sobre el lomo de Sheziss, era apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sólo sabía que avanzaban en la semioscuridad, por interminables galerías de túneles, arriba y abajo, arriba y abajo, y cada vez hacía más frío. Pero Jack estaba demasiado aturdido como para preguntar adónde se dirigían.

Había recuperado su forma humana, y se sentía débil, muy débil. Todavía le repugnaba el contacto con la serpiente, pero no tenía fuerzas para bajarse del lomo de Sheziss; ni siquiera para protestar.

De modo que permanecía allí, tumbado sobre el cuerpo ondulante de la shek, dejándose llevar y soñando, medio dormido, medio despierto.

Soñando con Victoria, devorado por la añoranza.

Sheziss lo dejó caer al suelo, como si fuera un fardo, un tiempo después. Podrían haber sido horas, o días; Jack no estaba muy seguro al respecto.

—Qué... ¿dónde estamos? —farfulló.

« A salvo, por el momento —respondió ella—. Lejos de la frontera entre ambos mundos.»

El corazón de Jack se encogió de angustia.

—¿Lejos de la Puerta a Idhún? ¿Cómo de lejos?

«Lo suficiente para que no puedan encontrarnos. Quedan pocos sheks en Umadhun, y los pocos que hay están cerca de la frontera. Con tu innecesario alarde de estupidez llamaste la atención de todos ellos. Por eso tuvimos que escapar.»

Jack se mostró avergonzado.

—Lo siento..., no pude controlarme.

«Ya me di cuenta.»

—¡Maldita sea! —estalló Jack, frustrado—. ¡Fue un ataque suicida, y lo sabía! ¡Pero no pude controlarme! ¿Por qué el odio y el instinto son más fuertes que mi sentido común?

Sheziss lo miró, pensativa.

«Has de encontrar a alguien a quien odiar. Has de tener motivos para odiarlo. Dime, ¿odias a alguien?»

Jack calló un momento. Comprendió enseguida que Sheziss quería continuar la conversación que había comenzado tiempo atrás, justo antes de que los sheks los descubrieran.

—A Kirtash —se le ocurrió.

«¿Por qué?»

—Por ser un shek.

Sheziss siseó, exasperada. Jack se acordó entonces de que aquélla no era la respuesta correcta.

«¿Por qué lo odias?»

—Porque... porque... por Victoria —dijo por fin.

«¿Victoria lo odia?»

—No, ella... ella le quiere.

«¿Y él la corresponde? Luego él está haciendo un bien a alguien que te importa, ¿no es cierto?»

Jack recordó que Christian había salvado la vida de Victoria en varias ocasiones, había luchado por ella, jugándose el cuello por protegerla.

—Sí —admitió.

«¿Y lo odias por eso? Me cuesta creer que realmente sientes, algo por esa joven. ¿De veras intentas apartar de ella a alguien que puede hacerle bien?»

Jack cerró los ojos, cansado. De pronto, los celos le parecían un sentimiento absurdo e infantil.

—No —reconoció—. No lo odio por eso. Lo odio porque es un asesino. Porque ha matado a gente, sin vacilar, sin remordimientos.

Ésa le pareció una razón de bastante más peso. Pero Shezis., estaba molesta.

«Es un shek —dijo—. No puede sentir remordimientos por matar a un humano. Los dragones tampoco los sienten. Para ellos no son nada, ni los sangrecaliente ni los sangrefría.»

Jack se quedó helado.

—No es verdad —murmuró—. No, eso no es verdad. Los dragones eran queridos y admirados en Idhún.

Sheziss emitió un silbido que sonó como una especie de risa.

«Sí, los sangrecaliente adoraban a los dragones, claro que sí, ¿cómo no iban a adorarlos? Sé que tú has pasado toda tu vida en otro mundo y no conoces gran cosa de Idhún. ¿Tienen los humanos de tu mundo animales de compañía?»

—Sí, perros, gatos... —respondió Jack, sin comprender adónde quería ir a parar—. Yo mismo tuve un perro.

«Perro —repitió Sheziss—.Veo imágenes de esos animales en tu mente. Los perros adoran a sus amos, ¿no es cierto? obedecen, pelean por ellos, los defienden?»

—Los perros, sí.

«A pesar de ser esclavos.»

—Los perros no son esclavos —protestó Jack.

«¿Oh? Es decir, que pueden ir a donde les parezca, comer lo que les parezca, aparearse con quien les parezca... Nunca les atáis, ni les pegáis, ni les decís lo que tienen que hacer. ¿Es así?»

—No —reconoció Jack, un poco avergonzado, sin saber por qué.

«Y sin embargo, tu perro te adoraba y te obedecía, ¿verdad? Porque le dabas de comer. Porque el perro sabía que eras superior a él. Su amo.»

Jack sacudió la cabeza.

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