—Perfectamente de acuerdo.
—¿Están disponibles los hombres de usted?
—Lo están, señor.
—Bien. Si no podemos dominar eso en pocos momentos, quizá tengamos que señalarles misiones especiales. —Roger iba y venía por la sala de reuniones, mesándose el cabello y dirigiendo repetidas miradas a la conmoción, siempre en aumento, de la calle—. Se acordará perfectamente de los disgustos que tuvimos en días pasados con Kevin O'Garvey acerca de ese edificio.
—Me acuerdo, señor. Afortunadamente, Kevin está en Londres, en estos momentos.
—Pues demos gracias a Dios por ello. Quiero que vaya usted allá, hable con el jefe de los bomberos y se haga una composición de lugar lo más exacta y completa que pueda. De paso, mande a la centralita telefónica que me comuniquen con sir Frederick. Que mantengan la comunicación hasta que le hayan localizado.
Devine movió la cabeza asintiendo y se fue. Roger vio cómo la columna de humo del tercer piso se hacía más densa, al mismo tiempo que los obreros seguían abandonando el edificio. Y mientras fijaba la mirada en el terrado, la figura de Kevin O'Garvey se alzaba ante sus ojos, cada vez más amenazadora. Si moría alguien, O'Garvey levantaría la tapa, y esta vez los resultados podían ser ruinosos. Roger se maldecía por no haber seguido el consejo de Swan de desembarazarse de O'Garvey a la primera oportunidad. Bueno, era demasiado tarde para mirar atrás. Todo aparecía prístino como una joya. Si no cerraban el paso de O'Garvey y no le ponían a buen recaudo, el pacto entre Swan y él saldría a la luz pública. Por otra parte, hasta era posible que les acusaran de homicidio. Con los reformistas dueños del Parlamento, el escándalo sería demoledor…, los arrastraría a todos al mar… Cuando salieron del edificio las primeras llamas, Roger volvió a su oficina y cogió el teléfono.
—¿Cómo diablos está la conferencia con sir Frederick?
—Lo siento, señor, hay un poco de confusión por aquí.
El viejo Ben Haggarty, antiguo capataz de cortadores, asomó por la trampa del terrado con cierto número de hombres cuando las primeras volutas de humo empezaban a danzar por allí.
—¡Señoras! ¡Señoras! ¡Por favor! —gritó, levantando las manos para cortar el fuego graneado de preguntas—. ¡Si tenéis la bondad de callar! —Todas se reunieron a su alrededor—. Parece que se ha declarado un pequeño incendio en el tercer piso —anunció él—. Los muchachos de la brigada contra incendios están a mano y el fuego deberá quedar dominado en cosa de unos minutos. No hay peligro ninguno.
Un murmullo general de alivio acogió sus palabras; el hombre volvió a poner fin a los parloteos con un ademán.
—Procederemos a evacuar ordenadamente. No quiero apreturas ni empujones. Nadie debe dejarse dominar por el pánico, pase lo que pase. Mis muchachos os conducirán abajo; tenemos linternas, y deberíais estar en la calle antes de diez minutos. De una en una, de una en una.
Mientras Ben hablaba, Maud fue la única que supo ver a través de su fingida calma y adivinar el desastre que se aproximaba.
Acaso lo estuviera soñando; fuese como fuere, en aquel instante supo que iba a morir. Y mientras el buen hombre continuaba dando instrucciones, ella consiguió situar a Deirdre junto a la vía de escape. Deirdre, pobre rapazuela, era la propia imagen de como había sido ella ocho años atrás. Maud contempló a la chiquilla, que no había saboreado jamás todavía una auténtica oleada de gozo, y tomó una decisión. Ella había vivido un par de momentos de plenitud; hubo aquella chispa de esperanza que encendió en su pecho la Liga Gaélica, unos cuantos momentos locos con unos cuantos muchachos arrebatados, un chorro de carcajadas aquí y allá. Con Myles había gozado noches de magia total, así por el propio Myles como por el sueño que se habían forjado entre los dos.
Deirdre no había gozado de nada.
Ben Haggarty había contribuido enormemente a mantener la situación en buen orden, y con la ayuda de sus muchachos, las mujeres empezaron a bajar. Maud empujó a su sobrina hacia la trampa.
—Baja enseguida, amor mío —le dijo—. Yo esperaré un poco. Primero tengo que ajustar cuentas con esta barriga que traigo.
—Te esperaré, tía Maud —respondió la muchacha.
Maud le dio un fuerte bofetón en la mejilla.
—¡Haz lo que te digo! —ordenó.
—Has oído a tu tía Maud —dijo la madre—. Baja. Yo la esperaré a ella.
—¿Por qué me has pegado?
—¡Baja!
Peg cogió con fuerza la mano de su hermana mientras la chiquilla, todavía vivamente ofendida, desaparecía por la abertura de la trampa y se perdía de vista. Abajo el ruido aumentaba, al tiempo que un viento que se había levantado de la parte del río mandaba una columna de humo hacia el terrado.
Roger iba y venía como un loco entre la sala de reuniones y su oficina, viendo cómo las llamas se encaramaban por el edificio aceleradamente, sin un momento de reposo. Cogió el teléfono innumerables veces. Allá abajo los alaridos aumentaron de intensidad en el momento que algo cruzaba su línea visual y desaparecía más lejos. Al final, Kermit Devine regresaba jadeando.
—Me temo que la cosa no presenta buen aspecto.
—De acuerdo; cuénteme.
—Por lo que podemos deducir, el fuego ha empezado en un piso bajo y se propaga hacia arriba por los huecos de los ascensores y las cajas de escalera.
—¿Qué pasa con las mujeres del terrado? ¿Cuántas hay?
—No lo sabemos, señor. Dos se han dejado dominar por el pánico y han saltado. Los bomberos han tendido las redes de mano; pero los cuerpos de las mujeres las han desgarrado y han chocado contra el suelo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Es que ese condenado jefe no sabe lo que se hace? ¿Cómo diablos no colocan las escalas?
—Sólo llegarían hasta el cuarto piso.
Roger se recompuso lo mejor que pudo. Mientras él y Devine se cruzaban miradas de inteligencia, Ralph Hastings, ayudante de Roger, apareció ante ellos.
—No querría trastornarle, milord, pero han recomendado que evacuásemos esto. He hablado con el jefe de bomberos y me ha dicho que no hay peligro de que el fuego llegue aquí, pero que es mejor no exponerse.
—Sí, sí, Hastings. De acuerdo. Haga salir a todo el mundo. Yo no saldré hasta dentro de unos momentos.
—Señor, debo insistir…
—¡Váyase al diablo, Hastings! —gritó Roger, empujándole fuera y cerrando la puerta tras él. Luego volvió a su mesa con la mayor calma—. ¿Qué piensa usted, señor Devine?
—Mis muchachos están alerta, esperando las órdenes de usted. He mandado uno al comandante del sector solicitando que envíe soldados a Hubble Manor para proteger a la condesa y a sus hijos.
Roger movió la cabeza en señal de aprobación.
—He solicitado también que se prevenga al resto de las guarniciones de Londonderry y Donegal para que vayan a cerrar el Bogside en caso de desórdenes populares. El gran interrogante lo constituye O'Garvey. Si estuviese aquí, mis hombres se encargarían de la tarea.
—Debemos impedir que la noticia del incendio salga de Londonderry hasta que haya podido comunicarme con sir Frederick —dijo Roger—. Quiero que corten las líneas telegráficas de la Oficina General de Correos y se detenga todo movimiento de trenes. ¿Podrá conseguirlo, señor Devine?
—Sí, señor.
—Buen servidor.
Mientras Kermit Devine salía a la carrera, Roger regresaba a la sala de reuniones ¡a tiempo para ver cómo la fábrica estallaba en llamas!
Deirdre volvió a trepar al terrado llamando a gritos a su madre y su tía. La mitad de las mujeres se habían arrodillado y rezaban llorando; las otras corrían de un lado para otro, chillando histéricas. A medida que las columnas de humo ennegrecían el firmamento, el calor de las llamas que se iban acercando convertía el terrado en una tapadera de fogón.
Maud rodeó a la sobrina con los brazos, y la chiquilla balbució una versión semicoherente según la cual unas cuantas mujeres habían bajado, pero luego las escaleras se derrumbaron, dejando a las demás aisladas arriba.
La desesperación y el frenesí se apoderaron del grupo apenas las primeras llamas subieron por encima de la cornisa y empezaron a empujar a las mujeres hacia un rincón. Peg chillaba y corría sin rumbo, azotando el fuego, para echarse luego atrás, perdido por completo el juicio. Cuando un dedo de fuego brincó hasta su falda, la pobre mujer, en un acceso final de espanto, saltó fuera del edificio. Maud tenía a Deirdre abrazada, para impedir que viera la escena.
—Dios te salve María… —rezaba, arrodillada—, bendita tú eres entre todas las mujeres… Ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte…
Roger tosió con una tos seca; el humo le llenaba las narices. Gritaba al teléfono, pero inútilmente. Ahora se notaba cómo el calor iba invadiendo la estancia. Roger se quitó la chaqueta con gesto torpe y furioso y se aflojó el cuello. Por un angustioso instante pensó en olvidarse del teléfono, pero se daba cuenta de que podía significar el final de todos ellos.
—Oiga, oiga —gritaba una voz apagada, pero bendita, como si quisiera hacerse oír por todos los confines del Ulster.
—Freddie, gracias a Dios… ¿Quién está en la centralita?
—Yo, señor. Devine.
—Has hecho muy bien volviendo a llamar, Roger…
—Estamos en un grave apuro. Escuche con gran atención.
—Sigue.
—La fábrica de camisas está en llamas. ¿Lo sabía?
—Sí. Continúa.
—Habrá cierto número de muertos. Ya sabe qué tipo de reacción se producirá.
—¡Escucha, Roger! Quiero que saques a Caroline y a los chicos de ahí, inmediatamente.
—No, no, no, no. No corremos ningún peligro personal. Antes de una hora habrá una unidad militar en Manor. Lo que me preocupa es Kevin O'Garvey. ¿Me comprende bien, Freddie?
—Dios mío…, es cierto…
—Exacto. En una ocasión estuvo a punto de romper el silencio. Con esto, nos revolcará por el suelo. Oiga, Freddie…, oiga…, oiga. Freddie, ahora está en Londres.
—Te entiendo con toda claridad, Roger. Estamos de suerte. El brigadier también está allá. Pero, Roger, aunque todo salga bien por estos contornos, me costará unas horas localizar a Swan. Por entonces la noticia del incendio se habrá extendido por todas partes.
La línea quedó muda al penetrar en la habitación un chorro de humo, que entraba detrás de una avalancha de aire caliente que había abierto las ventanas. Roger se quedó casi ciego, de momento, cubierto de sudor y presa de un acceso de tos.
—Oye, Roger, oye, oye.
—Sí, volvemos a estar en comunicación, Freddie… Todas las líneas telegráficas y telefónicas y todos los trenes que salen de Londonderry se han estropeado. Es probable que podamos aprovecharnos de la confusión hasta mañana por la mañana.
—Me lanzo a la tarea sin pérdida de tiempo. Te recomiendo que lleves a Caroline y a los chicos al pabellón.
La línea quedó en silencio. Roger tenía el aparato en la mano y se tambaleaba de estupor. Hastings entró de nuevo.
—¡Milord, tiene que salir de aquí! —le cogió y le sacó de la oficina.
Cuando llegaron al descansillo, Roger gritó a Devine que abandonara la centralita y cortase los hilos. Luego salieron los tres a la calle.
Witherspoon & McNab estaba completamente fuera de control, era un holocausto demente. ¡Una pira que lo consumía todo!
Conor Larkin y Myles McCracken alcanzaron la cuerda de policías cuando saltaba del terrado una lluvia de cuerpos.
En aquel instante el agua de las mangueras, que había llegado hasta el tercer piso, chocaba contra las columnas de hierro colado. Estas se hicieron pedazos una tras otra. Rumoreando despacio, primero, con un trepidar de muerte, el edificio se retorció y tembló; luego los techos crepitaron y se partieron como en un terremoto y un piso se vació sobre el otro, en avalancha.
El brigadier Maxwell Swan tenía como cosa normal en la rutina de su vida llevar esmeradamente al día el historial de enemigos declarados, enemigos potenciales, anarquistas y competidores. Sus años de lucha contra la insurrección le hicieron muy valioso a los ojos de sir Frederick. Los movimientos diarios, las costumbres y las peculiaridades de una persona tan importante como Kevin O'Garvey debían estar forzosamente guardados y catalogados en la cabeza de Swan.
Cuando sir Frederick pudo comunicar con el brigadier, ambos consideraron un elemento favorable, un afortunado azar que tanto éste como O'Garvey se encontraran en Londres en aquellos momentos, y que lord Roger hubiera tenido la presencia de espíritu de no dejar salir de Londonderry la noticia del incendio.
Swan tenía en Londres cierto número de personas a las que podía acudir en cualquier momento y que le ayudarían de muy buena gana. Algunas de estas personas eran antiguos oficiales de policía y confidentes. Otras eran católicos irlandeses que habían trabajado a sus órdenes en operaciones secretas realizadas en el Castillo de Dublín, habían conseguido el pasaje y se habían situado bien en Inglaterra. Eran hombres que estaban en deuda con él. Swan se puso inmediatamente a buscar entre las mencionadas personas a los paniaguados que le convenía utilizar en esta ocasión.
Seis horas después (ni un minuto más) de haberle comunicado la noticia sir Frederick, llegaba Swan a su domicilio de Londres, el Colonial Club, en cuyo
foyer
le saludaba el jefe de camareros Steward Tompkins.
—Buenas tardes, brigadier —dijo Tompkins en el murmullo que constituía la norma habitual del club, mientras liberaba a Swan de la capa, el bastón y el sombrero de copa—. ¿No ha oído la noticia, señor?
—No, estuve muy ocupado.
—Ha habido un incendio terrible en Londonderry. Si no me equivoco, ha sido en una fábrica de lord Hubble.
—¡Espantoso! —comentó Swan.
—Sir Frederick ha intentado ponerse al habla con usted por cablefono a gran distancia hace unos cuarenta minutos. Yo me he tomado la libertad de ver para qué hora había pedido usted la comida, y he concertado una conferencia para esa misma hora.
—Muy bien, señor.
Swan, que era un solitario incluso en su propio círculo de oficiales, fue a refugiarse en su canapé habitual escondido detrás de una columna y hundió la cara en los periódicos del día hasta que llegó la llamada.
—Hola, Freddie. Aquí Max.
—¿Algo nuevo en Londres? —preguntó Weed.
—Ciertas noticias sobre un incendio en Londonderry. Las primeras llegaron hace cosa de media hora. ¿Ha sido grave? —preguntó Swan.