—Mucho. Varias docenas de muertos, me temo. No se sabrá en toda su extensión hasta dentro de un par de días.
—Espantoso.
—¿Pudo acudir a la cita que tenía concertada, Max?
—Sí, todo marchó extraordinariamente bien. Las negociaciones llegaron a buen fin sin tropiezo alguno. El trato está cerrado y sellado. Asistí personalmente a la firma definitiva.
—Estupendo. ¿Cómo está el teatro esta temporada?
DESAPARICIÓN DE UN CONOCIDO MIEMBRO DEL PARLAMENTO DEL PARTIDO IRLANDÉS
Londres, 5 de diciembre de 1899 (Reuter)
Scotland Yard informa que el señor Kevin O'Garvey, diputado al Parlamento por East Donegal y perteneciente al partido irlandés, falta de su domicilio en Londres (Jamaica Road, Southwark) desde hace cuatro días. La investigación de rigor llevada a cabo, a petición de la señora Midge Murphy, dueña de la pensión donde se hospedaba el señor O'Garvey, entre sus parientes, en los lugares que solía frecuentar y en su casa de Londonderry no ha proporcionado pista ninguna sobre los motivos y las circunstancias de su desaparición.
Se le vio por última vez el viernes por la noche en la taberna de Clancy's (Neptune Road, Southwark), cuya clientela se compone principalmente de descargadores del puerto irlandeses, trabajadores temporeros e inmigrantes. El señor O'Garvey era muy conocido en dicho establecimiento, que frecuentaba varias veces por semana para atender a electores irlandeses. La señora Enda Clancy, propietaria de la taberna, vio salir a O'Garvey a las seis de la tarde, aproximadamente, acompañado de un joven que había ido a buscarle. Dicho joven no era conocido en el establecimiento, pero por su manera de hablar y comportarse, la señora Clancy y otras personas dedujeron que era de origen irlandés. De todos modos, entró y salió con tanta prisa que no ha sido posible dar una descripción exacta de su persona.
Respondiendo a las preguntas del inspector Arnold Sheperd de Scotland Yard, Clancy no vio nada anormal en el caso. «Kevin O'Garvey era casi como un sacerdote o un médico —dijo—. Continuamente atendía llamadas de urgencia.» Lo cual fue confirmado por la señora Murphy, quien atestiguó las frecuentes idas y venidas de O'Garvey en beneficio de los que acudían a él.
Cuando se le preguntó sobre el estado de salud y la conducta de O'Garvey en los últimos tiempos, el inspector Sheperd dijo que no se había observado nada fuera de lo corriente. O'Garvey era extremadamente metódico en sus hábitos y movimientos; generalmente cruzaba Southwark Park yendo de su alojamiento a la taberna, o a la inversa. «La minuciosa inspección llevada a cabo en el parque ha resultado infructuosa», informó Sheperd.
O'Garvey fue elegido por primera vez para los Comunes hace tres lustros, cuando el gran triunfo electoral de Parnell, y se ha dado a conocer por sus actividades «republicanas». «Su larga historia de actividades fenianas es del dominio público —añadió Sheperd—, y forzosamente había de tener innumerables enemigos.» Sus electores tenían fácil acceso a él, de manera que no se puede descartar una acción criminal.
Lord Roger y sir Frederick pusieron sus fuerzas en juego masivamente. Querían evitar una investigación rápida y a fondo, aunque la prensa británica había acudido a Londonderry como en enjambre. Abundaban los rumores según los cuales el fuego había sido obra de unos anarquistas o fenianos, tesis a la que los periodistas se agarraron prestamente.
Iniciando sus apariciones con cierta cautela, aunque con la pompa y solemnidad adecuadas, la comisión investigadora pasó revista al incendio y a las leyes laborales y de seguridad en el trabajo, prácticamente inexistentes, y declaró acto seguido que no se había faltado a ninguna de las leyes mencionadas. Un desfile de «alta costura» de expertos atestiguó que el edificio no podía arder a menos que aquello hubiera sido obra de incendiarios profesionales, lo cual reforzó la hipótesis anarquista-feniana que tanto gustaba a la prensa. Además, la mayoría de los muertos estaban en el terrado, violando con ello una norma de seguridad dictada por la compañía. Ninguno de los citados expertos fue sometido a un interrogatorio digno de tal nombre, y a los obreros de la fábrica no se les consideró personas entendidas ni peritas en cuestiones de incendios, ni se les permitió atestiguar sobre las condiciones del edificio y el trabajo, por considerarse que no venían al caso. Al final de la primera jornada se llegó ya a la conclusión de que el día del holocausto, de no mediar algún factor ajeno y extraordinario, el edificio no ofrecía peligro alguno y estaba a salvo de incendios.
A primeras horas del segundo día de investigaciones, la comisión se quedó petrificada por las palabras del jefe del
Constabulary
, el cual pidió permiso para interrumpir los procedimientos y se puso a leer una declaración firmada de un incendiario.
Un tal Martin Mulligan, «conocido feniano y republicano», había firmado en la celda de la casa de corrección de Londonderry y delante de tres testigos, una declaración en la que decía haber pegado fuego al edificio. Infortunadamente, concluyó el jefe, acababan de encontrar el cadáver de Mulligan. Al parecer se había suicidado colgándose con el cinturón en su misma celda inmediatamente después de haber firmado la declaración.
Dando muestras de una eficiencia asombrosa, a los pocos minutos de la confesión vino toda una brigada de testigos que aseguraron que tiempo atrás Mulligan trabajó en la Witherspoon & McNab como obrero fijo durante un corto tiempo, pero hubo que despedirlo por acudir al trabajo en estado de embriaguez. Posteriormente varios habían oído las amenazas que hacía en voz alta por las tabernas de arrasar la fábrica mediante el fuego. También se había vanagloriado públicamente de innumerables hazañas fenianas y republicanas de carácter ilegal.
Lo que no decía el documento era que Martin Mulligan había sido un viejo patán inofensivo que desde hacía años no había respirado ni medio minuto sin estar borracho y que con suma frecuencia se presentaba por voluntad propia en el
Constabulary
para que le dejaran dormir de balde un par de noches antes de volver a su verdadera ocupación, que era la vagancia. Ni un solo testigo de la colección estaba allí para atestiguar que Martin se jactaba de muchísimas otras fantasías, todas ellas balbuceado fruto de un borracho con las facultades mentales extraviadas. Nadie afirmó haberlo visto por los alrededores del edificio el día del incendio, como tampoco nadie trató de explicar por que no lo provocaron, en todo caso, durante las horas de la noche. Nadie se tomó la molestia de declarar que aquel hombre no llevaba cinturón, sino tirantes, y que, además, era muy dudoso que hubiera podido suicidarse.
Sin embargo, a pesar de que la explicación del accidente resultaba tan endeble, no había nadie que pusiera cada cosa en su lugar. Kevin O'Garvey, el adalid del Bogside, había desaparecido. Si hubiese estado allí, habría puesto fin a la farsa, pues poseía demasiadas pruebas contra el edificio y estaba demasiado bregado en tales procedimientos para permitir semejante alteración de la verdad. Pero Kevin O'Garvey había desaparecido.
El desafuero se cometió bajo el patrocinio de tres hombres que hicieron de testigos y juraron que la confesión de Martin Mulligan era auténtica. De los tres, uno era el jefe del
Constabulary
; otro, un procurador de los Hubble y al mismo tiempo concejal del Ayuntamiento de Londonderry. Si bien estos dos caballeros, y los móviles que pudieran impulsarles, podían parecer sospechosos, el tercer testigo daba el carpetazo definitivo al problema, porque se contaba entre los católicos más prestigiosos de Londonderry.
Frank Carney juró haber escuchado las palabras de Mulligan.
En consecuencia, la confesión se dio por buena, y la investigación quedó oficialmente cerrada antes de Navidad.
A continuación vinieron las horas macabras. Cuando el fuego se hubo apagado del todo, revolvieron los derribos, luego buscaron entre las cenizas y mientras el impuesto en vidas aumentaba, un nuevo estupor se acumulaba sobre el antiguo. Las personas que lloraban la ausencia de seres queridos se aferraban a la loca esperanza de que un santo hubiese intercedido por ellos y hubiese obrado un milagro, pero ninguna vio cumplidos sus deseos. Los ausentes habían perecido, y no había más que contar.
La mayoría de las cuarenta mujeres que saltaron del terrado quedaron aplastadas de tal modo que no se las podía identificar y formaban una hilera sanguinolenta, retorcida y mutilada en el depósito de cadáveres, cuya atmósfera desgarraban los alaridos de la procesión de familiares aterrorizados que iban a reconocer a los suyos mediante una prenda de vestir, una sortija o los zapatos. Los cadáveres extraídos de debajo de las ruinas estaban peor todavía. A los que habían sido víctimas del fuego, era completamente imposible reconocerlos. El número de muertos ascendía a un centenar, y en el hospital había otro centenar de personas con quemaduras graves.
El capítulo más elevado de víctimas lo constituían setenta y dos mujeres que habían quebrantado las normas de seguridad de la compañía subiendo al terrado para gozar de diecisiete minutos de luz de sol. Dos docenas de estas mujeres llevaban hijos en las entrañas.
Diez cortadores, la mayoría de los cuales se habían quedado para ayudar a evacuar a las mujeres, murieron aplastados o asfixiados cuando el edificio se hundió, y así perecieron también cinco bomberos cuando las columnas se hicieron pedazos.
El resto eran chiquillos, dieciocho en total, de nueve a quince años.
La familia Tully perdió tres mujeres. Otras perdieron más todavía. No hubo compensaciones, ni subsidios de gastos médicos para los que habían sufrido quemaduras, y una sola fosa común engulló los desperdicios ennegrecidos, no identificados.
Entretanto se había abierto y cerrado una investigación y la Navidad llegó como una aparición sórdida. Y amaneció el siglo XX, símbolo de esperanza festejado en todos los otros rincones del mundo.
El Bogside pasó largas semanas azotado por una demencia de dolor. Los músculos y los cartílagos, ya bastante debilitados, se desgarraban y destrozaban más aún. A nadie le sorprendió que la investigación terminara en un amaño escandaloso, porque no había nadie con una memoria tan larga como para retroceder hasta una época en que hubiera habido justicia. En el pasado, las comisiones de la Corona habían resuelto así todos los problemas y conflictos; así los resolverían una vez más. Entre los oprimidos tomaba cuerpo el anhelo de devolver el golpe a los opresores y atormentadores. En los entierros, junto a la fosa, los arrebatos de dolor y de cólera se mezclaban con los llantos y arrancaban singulares oraciones de los labios de unos supervivientes enloquecidos. Agotado este furor de la sangre, la antigua letargia, la vieja tradición de doblegarse a la tragedia les hundió más y más todavía en su acomodación religiosa y en el triste recurso de buscar la vía de escape en la bebida y la droga. El Bogside era el Bogside, ni más ni menos que el Bogside.
Cuatro meses transcurrieron sin que volviera una apariencia al menos de normalidad en el habla y en los movimientos, cuatro meses para que empezase a mitigarse levemente el dolor. Durante este tiempo la gente estaba demasiado atontada para darse cuenta de que Kevin O'Garvey ya no estaba con ellos. No se había encontrado ni rastro del diputado. Pasada la agonía del Viernes Santo, otra agonía nueva, el despertar a la realidad de la pérdida de su campeón, se abatía sobre ellos con retardado impacto.
Durante aquellos meses, Conor vivía en una noche interminable. Él era fuerte, y los otros débiles; pero estaba pálido, tenía la mente embotada y los ojos enrojecidos. El vigor huía de su poderoso cuerpo, la poesía huía de su corazón, y la canción de sus labios. Conor se degradaba hasta confundirse con sus ebrios hermanos del Bogside, encontrando unos pocos momentos de atormentado descanso cuando tenía el cerebro empapado de adormecedora ginebra. Se arrastraba por el Bogside más resentido cada día, correspondiendo apenas con un leve movimiento de cabeza a los que le adoraban, y despreciándoles precisamente por el hecho de que le adorasen. «No tengo soluciones mágicas —alegaba calladamente, respondiendo a las anhelosas miradas—, no tengo solución alguna.»
Lo único que parecía salvarle de cruzar la línea después de la cual no hay retorno era el desesperado afán de evitar que Myles McCracken se dejara hundir por la pena. Se lo llevaba consigo, escuchaba sus interminables gemidos de desesperación, se ahogaba con sus lágrimas, lo vestía, lo alimentaba, le hablaba noche tras noche. A pesar de la profundidad de la herida, parecía que para Myles la solución era más simple. Era evidente que la encontraba en el fondo de la botella. Bebía y bebía hasta pasar de la demencia a la imbecilidad y de ésta al estupor… para volver a rodar por este ciclo sin principio ni fin. Conor se decía que no era momento para privar al hombre de aquella droga, porque si se le quitaba recaía en ataques de puñadas al pecho de pura desesperación. Por el momento, necesitaba el licor tanto como el aire. Acaso, pensaba Conor, suplicaba Conor, cuando la terrible impresión se hubiese mitigado, llegara el momento de cogerle por los hombros, zarandearle y obligarle a ser hombre de nuevo, aunque hubiera que convencerle a cachete limpio. Ahora no. No valían sermones; sólo valía el estar alerta, esperando que se iniciara el proceso curativo, que se extendiera, que ayudase. Conor suplicaba a Dios que Myles volviera a ser lo que había sido; aunque de momento sólo fuese polvo de la tierra.
Si se alejaba de Myles McCracken, Conor caía en una depresión espejo e imagen de la de todo el Bogside. La confusión se hacía dueña del cerebro hasta que los pensamientos perdían valor y no se tenía ganas de despertar después de dormir, sino únicamente de dormir de nuevo. Pero ni el sueño traía ningún descanso; traía un alboroto de llagas purulentas, de bombas humanas estallando contra las murallas de Derry y arriba de aquellas murallas, grandes calderos de aceite hirviendo derramados sobre viejos pordioseros que se ahogaban en él y gatos huesudos sacando los ojos a los niños y tonantes tambores encabezando columnas de hombres vestidos de negro, que desfilaban a paso fúnebre con cruces de Orange en las manos, y campos blanqueados por el moho de las patatas podridas y cientos de mujeres cogidas en una trampa mientras las llamas bramaban, y las pobres mujeres no podían cruzar la cancela de hierro.