El Bogside le estaba devorando la voluntad. El Bogside le estaba destripando vivo. El Bogside vencía.
El obispo Nugent, anodino príncipe de la Iglesia, cuyo reinado de seis lustros sobre la diócesis se caracterizaba por la mediocridad, había entrado en el octogésimo año de su existencia. Ordinario sacerdote de Derry dotado de una facundia más que regular y una buena comprensión de la política de la Iglesia, dirigía sus negocios con espíritu pragmático, cuya nota dominante era la de dudar y titubear en todas las cuestiones hasta que se sabía situado en el bando de los que se llevarían la victoria. En ese hombre, la descomposición y la ruina del Bogside no hacían nacer otra cosa que una insípida y vacía sucesión de oraciones.
En su último decenio, la vieja actitud de sentarse en la valla, para saltar hacia la parte que más conviniera, había degenerado en la incapacidad de elaborar ningún juicio concreto, por lo cual la diócesis vivía suspendida en una especie de limbo teológico. Rodeaba al obispo un equipo de clérigos severamente autoritarios que le tenían aislado del resto del mundo y se dedicaban a trazar planes para una era de onerosa hegemonía eclesiástica.
El Bogside había constituido siempre un elemento moderador. Las tristes circunstancias allí imperantes daban origen a unos curas liberales que aplicaban las leyes de la Iglesia con espíritu libre y tenían de las mismas un criterio más libre aún. Cuando la mente del obispo Nugent empezaba a desvariar, una pequeña cuadrilla de «jóvenes turcos» dirigida por el padre Patrick McShane procuraba imponer sus ideas propias y adaptaba las normas a la medida de sus propias necesidades y de las de sus acorralados rebaños. Dichos sacerdotes ingresaban en la Liga Gaélica para resucitar el idioma y la cultura irlandeses, postura tan contraria a los grandes señores de la Iglesia como a los del Estado.
Cuando el obispo Nugent se hallaba en los estertores de la muerte, la guardia de palacio cerró filas, formó un frente unificado y envió al cardenal de Armagh el nombre de Charles Donoghue como sucesor. Donoghue fue elegido.
Apenas existía en Irlanda poder más absoluto que el le un obispo autocrático que gozara de la confianza le los británicos. El nuevo obispo Donoghue afirmó sin pérdida de tiempo su autoridad mediante una serie de fallos y disposiciones destinados a someter a los «jóvenes turcos» del Bogside. La doctrina que se imponía era la de aceptar sin reparos la interpretación más tosca del catolicismo. Humildad por parte de los curas v los legos; ésta fue la nueva consigna. El liberalismo del Bogside había sido sentenciado.
Durante las semanas que siguieron al Viernes Santo, pareció por el Bogside un sarpullido de organizadores obreristas, reformadores y republicanos, y los «jóvenes turcos» se identificaron con ellos. Gesto intolerable para el entramado de dueños del país, fuesen éstos de Orange, protestantes, británicos, el conde o el nuevo obispo Donoghue. Este aprovechó el momento para reordenar la situación, a paso de carga.
El padre Pat entraba en la fragua en el preciso momento que la carreta de reparto quedaba lista para salir y Conor se había encaramado ya al asiento del conductor. El sacerdote se alegró de verle afeitado, bien vestido y con los ojos relativamente despejados. El padre trepó al pescante mientras Conor soltaba los frenos y ambos guardaron silencio mientras el vehículo subía por la cuesta y penetraba al otro lado de las murallas, donde había de efectuarse el reparto. Luego, el padre indicó un paraje donde estarían a solas y ataron al caballo en el Gran Paseo, para continuar ellos a pie hasta la muralla. Desde allí, el Bogside, extendido abajo, no parecía tan malo. Había cierta belleza en las hileras de tejados de pizarra perfectamente uniforme elevándose y descendiendo simétricamente y en las ollas de las chimeneas, todas elevando al cielo las delgadas cintas de humo de turba, de olor siempre tan penetrante. Los dos hombres hallaron un rincón en el que nadie les estorbaría.
El padre Pat, lo mismo que Andrew Ingram, había renunciado ya a sermonear a Conor acerca de aquella orgía de depresión que duraba tantos meses, sabiendo que el herrero empezaría a remontarse cuando ya no pudiera hundirse más abajo. Obviamente, se había iniciado ya la esperada ascensión.
—Eso de ahí abajo empieza a mostrar pinceladas del vida —comentó el padre Pat—. Y lo mismo pasa contigo.
—Yo viviré porque no quiero morir —respondió Conor—, pero ese pueblo ha muerto. Había perecido ya antes del Viernes Santo, antes de la desaparición de Kevin O'Garvey. Jamás volverá a levantar la cara del fango. Es Myles quien me preocupa. No parece que logre nada con él, padre Pat.
—Es hora de que le sueltes, Conor, si no quieres que empiece a arrastrarte hacia el fondo.
—No sé avenirme a soltarle; no puedo.
—Myles McCracken nació destinado a perder siempre —afirmó el cura—. Dos veces en su vida tuvo el atrevimiento de amar, y las dos han terminado en un desastre. Nunca más dará su corazón a nadie. Le aterrorizaría la sola idea.
—Pero enderezarse y vivir…, esto tiene que hacerlo, padre Pat.
—Hay hombres capaces de sobreponerse a la tragedia, la cual hasta puede servir de estímulo que les haga escalar las más altas cimas. La mayoría no lo son, y el Bogside está lleno de estos últimos.
—Comprendo lo que me está diciendo, porque esa misma idea había cruzado por mi mente… ¿Y qué será de él?
—Está demasiado asustado para volver atrás y más asustado aún para seguir adelante. Entonces se quedará quieto. El Bogside se lo tragará, y con el tiempo Myles se habrá convertido en un viejo borracho inofensivo que se mantendrá a sí mismo en un estado permanente de beatitud alcohólica como muro de defensa contra la pesadilla.
Conor sabía que la sentencia era cruel, pero acertada; eran las mismísimas palabras que él había procurado no pronunciar. Esa era la situación. Los débiles se quedarían, irían marchitándose, como pasaba siempre en Irlanda.
—Me marcho de aquí, Conor —dijo súbitamente el padre Pat.
Conor tuvo una sacudida, cerró los ojos y no hizo ningún esfuerzo por contener las lágrimas. La náusea de los meses pasados invadía una vez más todo su ser. Levantó los ojos hacia su amigo, con el corazón sangrante.
—Parece que el padre Eveny, el padre Keenan, el padre Ballory y yo hemos sobrepasado en extremo la ración de pecado que se nos toleraba —dijo, procurando dar un tono de naturalidad a sus palabras.
—¡Jesús, padre! ¡No es posible eso, encima de todo lo demás! —estalló Conor.
—Sí, amigo, lo es. No se puede pactar con Dios en este negocio nuestro.
—¡Qué Dios ni qué niño muerto! No es Dios quien le echa de aquí. ¡Es ese canalla de obispo!
—Será preferible que no me meta en una discusión jesuítica acerca de quién hace tal cosa o tal otra y por qué motivo. Me trasladan, me voy; así, sencillamente.
—¿Adonde? ¿Cuándo?
—Me van a encerrar en el seminario para que medite, me limpie y me reoriente. Podré ver a Dary. Además…, ¡qué diablos!…, siempre quise irme del Bogside.
—¿Adonde, padre?
Las luces de gas se encendían una después de otra, clavándose en la oscuridad que iba descendiendo. El padre Pat encogió los hombros con gesto indolente, pero no pudo sustraerse a la insistencia de Conor.
—Oh, hay un viejo sacerdote venerable llamado padre Clare que ya no puede atender demasiado bien a su parroquia. Y la parroquia es demasiado pobre para que él pudiera reunir algún dinero con que retirarse… Y como sabes, nuestra orden no reserva nada para el sustento de los sacerdotes ancianos.
—He preguntado: ¿adonde?
—A los confines más apartados de los dominios del obispo Donoghue. En lo más al norte de Carrickart, en la península de Rosgull.
—¡No, maldita sea! No quiero verle de cura, silbando letanías al viento en iglesias medio vacías de místicos celtas moribundos.
—Lo siento, Conor, pero también ellos tienen derecho a un cura —el padre cogió a Conor por los brazos—. O ir allá, o emigrar a América; y yo no me dejaré echar fuera de Irlanda, como tampoco te dejarás tú. Además —añadió riendo—, eso es precisamente lo que América necesita: ¡otro sacerdote irlandés!
Conor reprimió la indignación y la protesta que le agitaban. El padre Pat le soltó, y estuvo largo rato titubeando.
—Necesito confesarme —susurró por fin.
—No le comprendo.
—He dicho que tengo necesidad de confesarme. ¿Quieres escucharme, Conor? El padre Pat se alejó unos pasos por la muralla, lo suficiente para ver la reventada cáscara de Witherspoon & McNab. Y en aquel momento murió la luz.
—Frank Carney y yo nos comprometimos en una conspiración; la conspiración del silencio. Por la época que viniste a Derry, la Asociación del Bogside estaba completamente destrozada, virtualmente difunta. Luego, de manera repentina, dispuso de abundantes fondos, a través de Kevin O'Garvey. Tu propia fragua se pagó con dichos fondos. Frank y yo nunca preguntamos de dónde venía el dinero, porque la verdad era que no queríamos saberlo. Siempre sospechamos que Kevin aceptaba dinero sucio de lord Hubble a cambio de avenirse a no llevar a cabo ninguna investigación en la fábrica esa.
—¡Oh, Dios mío! ¡No quiero escuchar nada más sobre ese tema!
—Será preciso que lo escuches, muchacho.
—No, Kevin no habría sido capaz de una cosa semejante, no… ¡Maldita sea, no, no y no! —pero se interrumpió de pronto. Iba ya a preguntar: «¿De veras? ¿Lo aceptaba de veras?» Y suplicaba con la mirada que no le obligasen a creerlo.
—No tengo verdaderas pruebas —continuó el padre Pat—. Se trata únicamente de una suposición. Me había confiado el odio que sentía por esa fábrica, y no una sola vez, sino cien veces. Y últimamente me dijo que iba a someterla a una investigación. De súbito, no lo hizo. Pero, todos los que vivimos aquí, en el Bogside, hemos pactado alguna vez con el diablo. Frank pactó ante la comisión que investigó el incendio. No se necesita ser un genio para imaginarse quién se le acercó y por qué Frank atestiguó aquello. Yo he pactado algunas veces. Y lo mismo hizo Kevin.
—¡No!
—Sólo para poder ver a unos pobres desdichados sonreír una vez en la vida. No se puede condenar a un hombre por esto, Conor. Yo he sentido una desesperación tan grande que he pensado en abandonar el sacerdocio. Hasta pensé en quitarme la vida. Bueno, Kevin se la quitó por otros. Y no olvides nunca que se la quitó por ti.
—Sí —susurró Conor, comprendiéndole—. Sería muy duro no corresponderle.
—De modo que, ya ves, somos hombres, nada más. Los Hubble y los británicos nos poseen de tal modo que no son solamente los causantes de nuestras penas, sino que hasta nos reparten nuestros pedacitos de alegría. Eso es lo que Kevin compró, un momento de alegría para unas cuantas personas. Tienen poder hasta para racionar y gobernar nuestras esperanzas.
El semblante de Conor se endureció por una idea repentina.
—¿Cree que le mataron?
—No, realmente, no. Le mató el Bogside. Quizá se enterase del incendio, quizá no. Sea como fuere, ya no habría vivido mucho tiempo, después de esta calamidad.
—¡Cristo!, siento náuseas, padre Pat. Tengo el alma seca. Siento náuseas —gimió Conor.
—He ahí un lujo que no puedes seguir permitiéndote. Esos de ahí abajo se apoyarán en ti, más y más.
—No —gemía Conor—, no. —Bajo el chorro de luz de la lámpara, proyectaba una sombra bien recortada. Hundió las manos en los bolsillos y levantó los ojos hacia el cielo, aunque sin ver. Luego se acercó a su amigo—. Yo no soy el padre Pat. Tampoco soy su Frank Carney. Yo no puedo pactar con mis enemigos. Tampoco puedo andar entre esas almas perdidas rezando mis oraciones en silencio. Ni puedo presentar la otra mejilla. No puedo hacer lo que no puedo hacer, ni ser lo que no puedo ser. He de encontrar mi camino, padre. Yo también me marcho.
—¿Adonde irás, Conor?
—Se habla de que en Belfast y en Dublín vuelven a organizar la Hermandad.
—Ya sabes que no puedo dar mi bendición a ese camino.
—Ni yo la pido.
—Supongo que no podré convencerte de que es un camino equivocado.
—Eche una mirada ahí abajo, padre. ¿Me asegura que el camino de usted o el de Kevin han sido mejores? En una ocasión, por un fugitivo instante, Kevin me miró y dijo: «Al final tendremos que organizar un levantamiento; no hay otro camino.» Estamos en el siglo veinte, padre. Sobre esta tierra ha de brillar algo de luz. No podemos seguir andando entre tinieblas.
Conor bajó la escala que conducía a su habitación y movió la cabeza mirando al padre Pat. Myles estaba allí arriba, inconsciente, en una situación terrible.
—Veré de hacer algo por él, mañana —dijo Conor—. Si no para, tendrá que ir al hospital —dio una vuelta por la tienda, examinando este trabajo y el de más allá, y dirigió la linterna hacia su despachito, lleno de planos y dibujos—. Es chocante, acabo de pagar el último plazo del empréstito. Ahora soy dueño de este cochino taller.
Los dos hombres caminaban con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos por las rutas de miseria de Bligh Lane y a continuación de Stanley's Walk casi sin oír los regueros de: «Buenas noches, padre Pat. Buenas noches, Conor.» Este aguardó fuera mientras el cura hacía la última visita. Después ambos doblaron hacia la taberna de Nick Blaney. Al acercarse a ella oyeron una voz que cantaba. Hacía muchísimo tiempo que no se oía cantar a nadie en el Bogside. No cantaba con la dulce voz de un Myles McCracken, pero era una canción a pesar de todo.
Oh Danny mío, las flautas te llaman,
De valle en valle de la montaña…
La entrada de los dos amigos solía desatar un vigoroso chorro de bienvenidas. Hoy, en cambio, hasta por las ropas rezumaba la amargura de las almas y los demás se apartaban en silencio para dejarles sitio.
Mas vuelve a mí si ya llegó el verano,
O la fría nieve tapiza el prado…
Tres copitas de whisky hallaron pronto su fin, reforzadas con vasos de cerveza de Derry. Conor y Pat señalaban otra vez sus respectivos vasos.
Yo estaré aquí, siempre esperando,
Oh, Danny mío, ¡te quiero tanto!
En la taberna lloraba todo el mundo, sin excepción, ¡era una canción tan hermosa!
—¿Es usted Conor Larkin en persona? —preguntó un tipo elegante.
—Sí.
—Sammy Meehan le está hablando desde Cleveland por larga distancia. Estoy visitando el viejo terruño de mi padre y mi abuelo. ¿Puedo invitarles a usted y al buen padre a beber una copa?