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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

Triste, solitario y final (4 page)

BOOK: Triste, solitario y final
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—Al señor Wayne —repitió el otro—. ¿Sabe lo que hacemos aquí con los intrusos?

—Sí. Les dan un papel de villanos en una película.

—¿Cómo adivinó? En las películas del Oeste los villanos siempre salen castigados. A veces ni se pagan su ataúd. Empiece a subir, compañero.

Marlowe avanzó por la escalera. Detrás, el cowboy parecía un oso sosteniendo un revólver. Entraron en una habitación donde media docena de vaqueros tomaban whisky y Coca-Cola. Un par de ellos se dio vuelta para mirar a los recién llegados, pero no les prestaron a tención. El cazador empujó su presa hacia un extremo del salón. Marlowe reconoció a John Wayne que conversaba con dos rubias. Nunca creyó que pudiera ser tan alto. Estaba de pie y sostenía un vaso de whisky en una mano.

—Lo encontré husmeando abajo, señor. Un raterito, si me permite que lo juzgue por su aspecto. Iba a darle una paliza, pero me dijo que era detective privado y que quería hablar con usted.

—¿Cómo se llama? —preguntó Wayne, sin mover un músculo, ni dar demasiada importancia al asunto.

—Philip Marlowe. Si ese oso deja de apuntarme podría mostrarle mi credencial.

—Guarda la pistola, Johnson —el hombre obedeció—. Hable, amigo. Estoy trabajando y tengo poco tiempo.

El detective no supo qué decir. Era absurdo recordar aquel episodio de quince años atrás, cuando el hombre gordo, uno de los más grandes cómicos del cine, se plantó frente al cowboy para pedirle un papel en una película. Wayne se lo había dado.

—Quisiera un papel en una película —dijo Marlowe.

Wayne lo miró, incrédulo. Sacudió su cabeza, de la que colgaba un sombrero tejano.

—Usted es un bromista inoportuno o un idiota. Nadie pide un papel en una película de esta manera. Entra en mi casa sin que lo inviten, por la puerta de atrás, dice que es un detective y termina pidiendo un trabajo. Creo que usted busca una paliza.

—¡Eso, jefe! ¡Una paliza! —gritó Johnson, mientras tiraba un derechazo que dio en una oreja del detective. Marlowe tambaleó, pero alcanzó a mantenerse de pie.

Wayne soltó una carcajada. Dio un paso al frente y con la pierna derecha aplicó una patada en la barriga del detective. Éste cayó hacia atrás. Johnson le dio con la culata del revólver en el cuello. El detective lanzó un par de gemidos, se ahogó y cayó de costado.

Un hilo de sangre le corría desde la oreja golpeada. Tenía el rostro morado. Intentó levantarse. Abrió una mano delante de la cara como pidiendo que no lo castigaran más. Un hombre que estaba a su lado le volcó una botella de Coca-Cola en la cara. Marlowe escuchaba a la distancia la música de un circo remoto y se vio cercado por las fieras. Se sentía como un espectador imbécil que por error entra a la jaula y es atacado por los leones.

—¡Usted es una mierda! —gritó y sintió un gusto amargo en la garganta. Wayne se acercó y tiró una patada que destrozó la nariz del detective. Todo dio vueltas en su cabeza. Se sintió impotente; no tenía ganas ni fuerzas para defenderse. Sentía que tragaba sangre y paladeaba un sabor dulce.

—¡Corten! —gritó alguien. Las poderosas luces se apagaron y varios hombres corrieron hacia el detective que sangraba en el piso. Tenía las ropas destrozadas.

—Fue una gran toma —dijo satisfecho el director, que sostenía un enorme cigarro en la boca y vestía camisa a cuadros negros y rojos—. Un gran realismo, señor Wayne. Tal vez podamos utilizar la escena en algún filme.

—Tírenlo —murmuró Wayne, mientras daba vueltas el cuerpo de Marlowe con su bota negra—. Hay que seguir trabajando.

Marlowe despertó en un hospital. Parpadeó y sus ojos percibieron el blanco inmaculado de las paredes, de las sábanas, de los médicos y de las enfermeras. Se tocó la cara. Estaba forrada. Sólo la boca y los ojos asomaban entre las vendas.

—Parece que se cayó de la estatua de la Libertad —dijo una voz a su lado.

El detective giró la cabeza y encontró la pequeña figura de Laurel. Reconoció el rostro cruzado por las arrugas, los ojos pequeños que parecían estar lagrimeando siempre.

—Acertó, amigo. Pero no lo lamente. Siempre estoy cayendo y ya me acostumbré. ¿Cuántos huesos rotos tengo?

—Los de la nariz, pero ya los han puesto en su lugar. La oreja derecha no le servirá para escuchar a Mozart, si es demasiado exigente. Lo demás se curará pronto.

—¿Puedo irme a mi casa?

—Tal vez mañana lo dejen salir. Los del hospital hicieron la denuncia a la policía. ¿Qué les dirá?

—Que me agarró una bicicleta.

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento es fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras iguales las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Ollie, el de la ceniza. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan pasa su lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar.

Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, la costa inglesa.

El gordo está prolijamente peinado, el pelo ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.

Stan coloca una mano sobre sus ojos para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte. Esta costa la misma que dejó hace cuarenta años) es otra para él.

El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.

—Ya salen los pescadores —ha dicho el gordo.

A lo lejos centenares de botes dejan la costa en dirección al barco. Sólo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasiado frío.

—Habrá que tomar un tren hasta Lancashire —dice el flaco sin mirar a su compañero, y agrega—: Los trenes tienen que ver con el principio y con el final.

Por primera vez, Ollie se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. "Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa.

Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. Él siempre tuvo algo de elefante. No sólo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento, cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante en seguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido; tan dolorido está el animal que cualquiera puede matarlo.

—Me siento como un elefante —ha dicho Ollie. Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia, donde los botes avanzan agitados por el mar—. ¿Tu padre sabe que llegas? —pregunta Ollie.

—Le mandé un telegrama. Habrá función en el pueblo. Él todavía trabaja en el teatro del condado. Debe tener ochenta años. Ya no me acuerdo de su cara.

Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que verá a su padre, que subirá otra vez a un escenario inglés como en aquellos tiempos de la troupe de Karno. Su padre lo hizo actor y esperó de él algo que nunca podría conseguir en su pueblo. ¿Lo había logrado? Stan siente que un peso le oprime el pecho. Dos viejos van a encontrarse. Ambos son iguales ahora. Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojos nublados y siente un poco de frío. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas de aquella noche de 1912 cuando abandonó Inglaterra. El flaco siente ahora lo mismo que entonces. Es necesario apostar otra vez por la vida; pero no sabe si alguien se atreverá a aceptar su apuesta.

Stan enciende un cigarrillo. Tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.

A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.

Se han mirado sin hablar. Stan se cubre la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. El barco ha entrado en puerto y el ancla cae con un ruido sordo. El gordo se aleja tras la gente que desciende.

De un bolsillo, Stan saca un puñado de dólares verdes y arrugados, los estruja con fuerza y los arroja al mar.

—Estoy vivo, papá —dice, y salta a tierra.

Stan y Ollie murieron desafiándose, sonrieron con gesto torvo y rehusaron estar acongojados. Yo quiero decir ahora a Stan lo que él siempre me dijo cuando nos despedíamos: "Dios te bendiga."

Dick van Dyke en su tributo fúnebre a Stan Laurel. Cementerio de Forest Lawn, febrero de 1965.

Marlowe caminaba por el sendero rojizo del cementerio entre tumbas chatas y blancas. Algunas tenían llores frescas y otras estaban cubiertas de tallos secos. Desembocó en una amplia calle asfaltada por la que de vez en cuando pasaba un auto. En un Buick azul, descapotado, una mujer joven, vestida de negro, lloraba en el asiento trasero, mientras el chofer manejaba el coche lentamente, con una seriedad que se acentuaba por sus grandes anteojos negros.

El detective encendió un cigarrillo, el último, y tiró el paquete en un canasto que estaba colmado de flores marchitas. Llegó al indicador. Se detuvo un instante hasta orientarse. Tomó nuevamente por un camino angosto, de ripio, mientras aspiraba lentamente el humo del cigarrillo. Su cuerpo alto, un poco encorvado, asomaba por sobre las tumbas bajas. Regresaba sin saber por qué al lugar donde siete años atrás había visto enterrar al viejo Stan Laurel. Marlowe pensó que desde entonces no veía a alguien morir en su cama.

Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. Ni siquiera cuando Marlowe se puso a su espalda se dio vuelta. Seguía inmutable y en su rostro había un dolor sereno. Parecía tener alrededor de treinta años, no era ni alto ni bajo, y sus piernas, bastante chuecas, estaban entreabiertas. Cuando pasó a su lado, Marlowe lo miró atentamente. La cara del hombre era redonda y le quedaba poco pelo para protegerse de la ligera llovizna que empezaba a caer. La nariz pequeña estaba colorada y de vez en cuando la frotaba con un pañuelo. No era que estuviese llorando; se diría, más bien, que estaba resfriado. Sin ser muy gordo, su barriga desentonaba con el resto del cuerpo. Estaba encorvado y fumaba con avidez. De pronto se movió, fue hasta una tumba vecina, se apoyó en ella sin importarle demasiado, metió la mano derecha en un bolsillo y se quedó con la mirada fija en el cielo.

—¿Lo conocía? —preguntó Marlowe.

El hombre bajó la vista y miró al detective. En sus labios apareció una sonrisa sin sentido, como si se dispusiera a iniciar una charla amable.

—No personalmente. ¿Usted es pariente?

Hablaba un inglés tan malo que Marlowe tuvo que hacer un esfuerzo para entender el sentido de la frase.

—No. ¿De dónde es usted? Si es que existe alguna parte en el mundo donde se hable de esa manera.

—Soy argentino. Perdóneme, nunca tuve facilidad para el inglés.

—¿Qué hace aquí, frente al viejo Stan? ¿Anota el lugar para incluirlo en las guías de turismo de los gauchos?

—¿Perdón?

Marlowe se acercó al hombre que dejó de apoyarse en la tumba vecina. No entendía bien esa sonrisa permanente en la cara redonda y mofletuda.

—Mire, amigo —dijo en castellano—, hablo bastante bien el español y creo que eso será un alivio para usted. Le pregunté qué hace frente al viejo Stan.

—Nada. ¿Está prohibido pararse aquí? Desde que llegué a Estados Unidos estoy cometiendo infracciones.

—Le habrá costado explicarse. Soy detective privado; Laurel me había contratado poco antes de morir.

—¿Para qué?

—Manías de viejo. Se estaba muriendo y lo sabía. Era un hombre desesperado.

—¿Usted llegó a conocerlo bien?

—Lo que un detective puede conocer a una persona con la que ha hablado una docena de veces.

El hombre cobró un súbito interés por el detective. Sacó un atado de cigarrillos argentinos (en el otro bolsillo tenía los Lucky, pero pensó que esto despertaría, aunque sea de una manera trivial, el interés del norteamericano) y convidó uno a Marlowe. Dejó que le diera luego. El argentino advirtió de pronto que el hombre que tenía ante sí no se parecía demasiado a otros que había conocido en Los Ángeles. Parecía un poco lejano y hosco, como si lo hubieran desclavado (se le ocurrió esa imagen) de una pared y en su lugar hubiera quedado un agujero inútil. El clavo, viejo y oxidado, hasta algo torcido, tampoco servía para nada. Desde su llegada, el argentino estaba solo, en un hotel barato y sucio, y se alegró de hallar a alguien con quien charlar sobre Laurel y Hardy.

—Discúlpeme —habló bajando la voz, como si tuviera vergüenza de lo que iba a decir—; tengo mucho interés en hablar con usted sobre Laurel. Si no es un inconveniente... creo que podría invitarlo a cenar esta noche, o a la tarde, no sé... me confundo un poco con los horarios de las comidas en este país.

—¿Está solo?

—Sí. Soy periodista, pero no busco información.

Estoy escribiendo una novela sobre Laurel y Hardy y pensé que usted...

—Conocí a un solo novelista, un tal Wade, y me trajo problemas. Usted no busca líos, ¿verdad?

—No. Parece estar siempre en guardia.

—Es parte de mi oficio. A causa de eso pasé los cincuenta. Tengo algunas palizas encima pero puedo darme el lujo de abandonar el cementerio caminando.

El argentino rió como si Marlowe hubiera hecho un chiste. El detective se mantuvo impasible, entonces el periodista dejó de reír y preguntó:

—¿Qué me dice, acepta? No tengo mucha plata, pero puedo pagar una comida.

—Eso es bastante en estos tiempos.

El argentino metió la mano en el bolsillo de su saco y empezó a caminar por el sendero de ripio. Iba a hablar cuando advirtió que estaba solo. Se dio vuelta y vio a Marlowe parado ante la tumba de Laurel. Fue un instante. El detective caminó hacia él dando largas zancadas.

—¿Cómo se llama?

—Soriano. Osvaldo Soriano.

—Soy Philip Marlowe. Con e al final. Eso me traía algunas dificultades con los cheques que me enviaban los clientes.

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