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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

Triste, solitario y final (5 page)

BOOK: Triste, solitario y final
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Soriano estaba riendo otra vez, pero al ver que el detective seguía impasible dejó de hacerlo.

—¿Adónde va ahora?

—Voy a cerrar la oficina. Acompáñeme, si no le molesta viajar en ómnibus.

—No me molesta.

Viajaron de pie durante casi una hora. Cuatro negros iban en el fondo del ómnibus cantando y se comportaban de manera agresiva. Los blancos que los rodeaban trataban de mantenerse a distancia. Marlowe los miró un rato y dijo luego a Soriano, hablando en español:

—Los negros están haciendo lío otra vez. La policía tiene que calmarlos a palos todos los días. La ciudad está cambiando, no volverá a ser como antes. Antes era una mierda.

—¿Ahora será mejor?

—No dije eso. Dije que antes era una mierda. Los ricos se vinieron para acá y construyeron palacios en los valles, alrededor de Hollywood. Para ellos era como vivir un sueño. No había negros aquí. Llegaron de a poco, corridos de otros lugares. Vamos, tenemos que bajar.

Caminaron dos cuadras. El cielo plomizo dejaba caer una llovizna muy suave que humedecía las calles. La gente abría paraguas y hacía cola para conseguir taxis. Marlowe se detuvo a comprar cigarrillos.

—¿Le gusta la ciudad?

—No mucho; estoy confundido. Nunca había hecho un viaje tan largo ni pensaba conocer Estados Unidos. No me gusta este país. Pero, no sé... hay algo grande...

—¿Algo grande? Pilas de mierda, compañero. Cuando le den una paliza para sacarle la billetera se dará cuenta de que aquí no hay nada grande, como no sean los tesoros del Tío Sam.

Entraron a la oficina. Marlowe abrió con una llave grande y Soriano sintió una oleada de aire pesado. La sala olía a encierro. Los sillones eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Marlowe levantó un par de sobres del suelo y los dejó sobre el escritorio sin abrirlos. Soriano se sentó en un sillón y pidió un cenicero. Marlowe hizo un gesto indicando que tirara la ceniza al suelo. Luego sacó una camisa limpia de un cajón y se cambió allí mismo; limpió sus viejos zapatos con una cortina, encendió un cigarrillo y llamó por teléfono al servicio de recepción. Nadie lo había buscado.

—No se preocupe —dijo a la telefonista—, ahora encuentro a la gente en el cementerio.

Colgó. Soriano se había levantado para apagar el cigarrillo en un cenicero, sobre el escritorio. Allí vio también un tintero seco, el teléfono negro, cartas sin abrir, papeles. Todo estaba cubierto por una leve capa de polvo. El argentino observó atentamente. Marlowe se dio cuenta, pero estaba acostumbrado a que la gente que entraba a su oficina se alarmara por el desorden. Soriano levantó la cabeza hacia el brazo de luz del techo y se quedó mirando. Marlowe sonrió por primera vez.

—Son Rosie, Mary y Joanne. No pudieron conmigo.

Eran tres polillas muertas que aspiraban a un entierro natural, ya que el polvo las estaba cubriendo. Soriano calculó que llevarían varios meses allí.

Marlowe apagó la luz, cerró la puerta y fueron hacia el ascensor. Afuera vieron que había dejado de llover.

Entraron en un restaurante de tercera. La hora de la cena había pasado y quedaba poca gente: una pareja con las manos entrelazadas sobre la mesa, un viejo borracho que dormitaba con la barba caída sobre el pecho, tres taxistas negros que discutían a gritos. El salón era frío y la luz demasiado triste. Se sentaron en una mesa alejada. Marlowe sacó los cigarrillos y se pasó la mano por la cara. Se dio cuenta de que llevaba dos días sin afeitarse y otro tanto sin darse una ducha. Pidieron un guiso barato.

—Cuénteme quién es usted —dijo Marlowe.

—Vivo en Buenos Aires. Trabajo en un diario. Desde hace algunos años investigo la vida de Laurel y Hardy. Quería escribir algo sobre ellos, una biografía o una obra de teatro. Me costó decidirme. Por fin empecé una novela. Quería conocer Los Ángeles para ubicar la acción con detalles. Estuve juntando plata para venir. Tuve que empeñarme un poco. La devaluación de la plata argentina ponía los dólares cada vez más lejos.

—¿Cuánto tiempo estará aquí?

—Hace una semana que vine, planeaba quedarme otra más, pero ando muy escaso de plata.

—No se preocupe, yo tengo que quedarme toda la vida y ando con veinte dólares en el bolsillo.

—Usted es un tipo extraño. Los pocos americanos de su edad que conocí están horrorizados por los soldados muertos en Vietnam, por la droga, por la fuga de sus hijos, pero andan en autos veloces, tienen su vida organizada.

Marlowe miró al argentino, fumó un par de pitadas de su cigarrillo y luego esbozó una sonrisa —la segunda de la noche— mientras sacaba su billetera.

—Mire. Este permiso de detective privado me habilita para meter las narices en asuntos ajenos. En eso anduve desde que abandoné la policía. ¿Usted cree que me sirvió de algo? Me golpearon, me acertaron algún balazo, me echaron a patadas de todas partes, estuve preso y un día la hija de un millonario me hizo el cuento del príncipe azul.

Marlowe extendió la servilleta sobre la camisa limpia. Comieron en silencio. Soriano había empezado a sentir una cierta simpatía por ese hombre, como si de pronto hubiera descubierto que había otra manera, insólita, de ser norteamericano.

—¿Qué hace todos los días? —preguntó por fin el argentino.

—Termino de gastar los dólares que me deja algún cliente, me siento en mi oficina y espero otro. ¿Qué haría usted?

—No sé. Usted es un tipo inteligente, puede ganarse la vida de muchas maneras.

—¿Es que no entiende? Estoy cansado de tanta comedia. No quiero ganar dinero en esta cloaca. Es inútil andar a los tiros. No hay nada que defender. Creo que nunca lo hubo. Ahora todo el mundo tiene un muerto en la familia y el que no, está solo como un perro. Este país ha estado sumergido en la mierda desde hace muchos años, pero la gente decía que el olor era de margaritas silvestres. Cuando los vietcong empezaron a revolver la mierda, la cosa cambió. ¿Usted ha visto gente feliz aquí?

Soriano no contestó.

—Siga buscando, haga la prueba. Quizá pueda escribir otra
Love Story
.

—Está bastante amargado.

—Ya me lo dijeron. ¿Qué le parece una copa en casa?

—Me parece bien.

—¿Juega al ajedrez?

—Muy mal. Apenas sé mover las piezas.

—Bueno, tal vez pueda ganarle.

—¿Juega seguido?

—A veces. Cuando Capablanca no está de mal humor.

Mientras subían los escalones de tronco, Soriano iba en silencio detrás del detective.

—El sábado voy a cortar esos yuyos. Me parece que los descuidé mucho. Los vecinos tienen jardines bien cuidados, llenos de flores. Les molesta ver una casa que arruine la elegancia de toda la cuadra.

Entraron. Marlowe encendió la luz. La habitación era fría pero no estaba tan descuidada como la oficina. Un gato negro, que dormía enroscado en el diván, se estiró como si fuera de goma. Hacía un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Saltó y caminó hacia Marlowe; dijo miau, se acarició una y otra vez en su pantalón y luego se sentó frente a él. Clavó sus ojos en los del detective.

—Siempre hace lo mismo, como si me reprochara algo. Llegó un día, hace dos años. Estaba en la ventana, mirando hacia el interior. Abrí el postigo, pero en lugar de escapar se quedó mirándome. Estaba flaco y sarnoso, tenía mugre y una mirada triste que no me sacaba de encima. "Es lo único que te falta, Marlowe", me dije, y lo hice entrar. Ese día no fui a la oficina. Le puse alcohol en la sarna y le di de comer. Nunca llora ni me agradece nada. Salta por la claraboya y se va de paseo. Cuando estoy muy deprimido se acuesta a dormir. Un día descubrí que era él quien estaba deprimido y me fui a la cama, pero no pude dormir porque sus ojos brillaban demasiado en la oscuridad. ¿Cómo toma el whisky?

—Con hielo, si tiene.

—Tengo. La factura de electricidad vence dentro de una semana. El gas ya está cortado. Hace años que estoy en la bancarrota. ¿En la Argentina pagan bien a los detectives?

—No sé; sólo se utilizan para conseguir divorcios.

—Quizá me gustaría Buenos Aires. ¿Cómo es?

—Es una ciudad muy grande, más grande que Los Ángeles, sucia, llena de baches, de veredas rotas, de pizzerías, cines y comercios. Está rodeada de villas miserables, tan malas como las que ocupan aquí los negros. Allí la gente odia a los policías y desprecia a los norteamericanos.

—¿A los norteamericanos pobres también? —sonrió Marlowe.

—No hay norteamericanos pobres en América Latina. No les sienta el clima.

—No hay nada peor que un yanqui pobre, compañero. No hay clima que le siente. Aquí no tiene lugar; lo patean, lo meten preso por vagancia, lo llaman basura. Pero si se va a otra parte nadie quiere escuchar su música.

—No crea que va a conmoverme. Ningún yanqui podría conmoverme.

—Usted es comunista, ¿eh?

—¿Me permite que lo mande al carajo?

—Perdóneme. Me puse cargoso.

—Póngale leche al gato. Hace rato que lo mira. Parece enojado.

—Ya le dije que siempre me mira. Tiene leche en el plato.

—¿Quiere hablarme de Stan Laurel?

—No es mucho lo que sé. Hace años John Wayne me dio una paliza por su culpa, pero no lo lamenté. Laurel me había dado un billete de cien.

—Hoy dijo que Laurel se estaba muriendo. ¿Qué quiso decir con eso?

—Fue a verme para que investigara por qué nadie le daba trabajo. Me dijo que se estaba muriendo. Yo no quería saber nada de ponerme a trabajar para un viejo maniático, pero por fin acepté. En el fondo soy muy sentimental. Creo que perdí el tiempo.

—¿Le contó cosas de su vida?

—No muchas. Mire, yo soy un psicólogo aficionado, nada más, pero me di cuenta de que era un hombre destruido. Él y Hardy habían sido dos grandes cómicos, pero nadie se acordaba de ellos. Muerto Ollie, el flaco se quedó tan solo como ese gato.

—Tenía familia.

—Sí. El gato me tiene a mí y no está más contento por eso.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia. Stan tenía un pasado muy grande y si nadie lo recordaba le habrá parecido sólo un sueño. Hardy ya no existía, los estudios no lo llamaban. Sólo quedaban esas viejas películas del gordo y el flaco. Es posible que ya no se reconociera en ellas.

—Dick van Dyke estuvo muy cerca de él.

—Sí. Tuvo dos discípulos. Dick van Dyke y Jerry Lewis. Dos tipos bastante inalcanzables. Pudieron ayudarlo, pero según me dijo no querían humillarlo. Me gustaría hablar con ellos para saber si estaban tan ciegos.

—Escuche, Marlowe: un periodista inglés vino hasta aquí para hacerle un reportaje a Stan unos años antes de su muerte. Los rumores de que estaba en la miseria habían llegado a Londres y la revista quería tener una historia estremecedora.

—¿Lo usaron a él?

—¡Claro! ¿Qué periodista perdería esa nota? Laurel le dio la entrevista en la pensión donde vivía...

—No era una pensión, era un pequeño hotel.

—Bueno, es lo mismo. El cronista contó en su artículo que el cómico estaba en desgracia e hizo llorar a todos los ingleses. En Francia reprodujeron la nota. Ya sabe cómo son los franceses, ahora quieren hacerles un monumento a Laurel y Hardy. En Europa se hizo una colecta entre la colonia artística y le mandaron plata. Cuando la recibió Laurel casi se muere. Se sintió humillado, traicionado.

—Lo peor es que era cierto —dijo Marlowe—. Él estaba en la ruina, o casi.

—Yo creo que lo que escribió el periodista era más o menos exacto. Tal vez se puso un poco dramático, pero Laurel estaba terminado y en la miseria. Lo peor vino después, con Dick van Dyke.

—¿Qué hizo el cabrón?

—No se enoje, Marlowe. Lo que hizo pudo ser un acto de piedad.

—¿Qué hizo?

—Pagó a un escritor para que hiciera un libro poniendo las cosas en su lugar. Allí está todo cambiado: Stan vive en un departamento lujoso, rodeado de amor; recibe miles de telegramas por día. En fin, descansa sobre los laureles.

—¿Y Stan permitió eso?

—Parece que sí.

—¡Qué porquería! El viejo no necesitaba esa adoración de mierda. Él era grande sin necesidad de repetírselo a todo el mundo. Era un lindo viejo, se ponía un traje antiguo y tenía una dignidad que se veía desde lejos. No, él no pudo hacer eso.

—Vamos, no se ponga sentimental. Yo lo quiero tanto como usted, pero soy realista. Además esa historia debe haber sido una barrera para disimular la soledad. No se puede juzgarlo por eso.

—No lo juzgo. Quisiera saber por qué lo hizo. Dígame, Soriano, ¿de dónde sacó toda esa información?

—Estuve unos años recorriendo archivos; leí notas, libros, y de vez en cuando me puse a pensar cómo encajaba una cosa con otra.

—Tal vez usted sea un mal investigador, o haya seguido pistas falsas. No tengo la seguridad de que un tipo que no conozco, que habla el inglés de Harpo Marx, tenga información seria.

—Tómelo como quiera. ¿Qué hora es?

—Las once. ¿Juega al ajedrez?

—Bueno. ¿Dónde está el baño?

Marlowe llenó su pipa lentamente, apretando el tabaco con paciencia. Sacó el tablero de ajedrez y acomodó las piezas de marfil, minuciosamente, primero las blancas.

—¿Quiere café?

Desde el baño, Soriano contestó que sí. El detective sacó una pequeña garrafa de gas que guardaba bajo la pileta de la cocina. Le armó el quemador, la sacudió y la encendió. Comenzó a preparar la cafetera. El miau del gato lo hizo mirar hacia el piso. Los ojos del animal estaban fijos en él.

—¿No te gusta mi aspecto? —dijo en inglés—. Voy a bañarme y tal vez hasta me corte las uñas. Estoy un poco descuidado últimamente.

Soriano salió del baño. Había encendido un cigarrillo y se acomodó en el sillón. Marlowe sirvió café en dos tazas y lo llevó hasta la mesa en una bandeja verde de metal. Las tazas estaban apoyadas en pequeñas servilletas bordadas. El argentino empezó a tomar sorbos.

—Hace buen café.

—El café es muy importante para mí. Creo que pronto no podré tomar otra cosa. ¿Juega con blancas?

—Es lo mismo. ¿Tiene whisky?

—Sáquelo de ese armario; yo también tengo la garganta seca. ¿Le gustaría hablar con Dick?

—Claro.

—Bueno. Quédese a dormir aquí, si no le molesta compartir el diván con el gato. Mañana podríamos visitar a la estrella. Tenemos tiempo.

Soriano dudó unos instantes.

—No se ofenda, Marlowe. Yo me quedo una semana más en Los Ángeles; si usted no tiene problemas puedo dejar el hotel y dormir en ese diván. Con la plata que ahorro podremos pagar la cuenta del gas.

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