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Authors: Osvaldo Soriano

Tags: #Relato

Triste, solitario y final (3 page)

BOOK: Triste, solitario y final
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—¡Qué cagada, Dios mío! —Se toma la cabeza. Roach lo mira sonriente.

—¿Se anima a repetirlo? —pregunta, ordena—. Directores hay muchos, Stan.

El flaco no comprende. Atrás, una enfermera embadurna el brazo de Ollie y le coloca una venda desprolija. El gordo siente un ligero alivio. La risa de los asistentes le ha dado mucha rabia. No ha entendido tampoco qué hacía Laurel en el suelo, junto a él. Ahora se acerca al productor y a Stan; va a decirles que dentro de una semana podrá seguir trabajando. Los dos hombres lo miran. Roach es feliz.

—Creo que ustedes van a hacer reír —dice.

Cuando Laurel entró a la oficina, Philip Marlowe leía un libro sentado en su sillón; las largas piernas del detective estaban sobre el escritorio y sus pies se apoyaban sobre un montón de carpetas. Los zapatos brillaban limpios y lustrados, pero las suelas tenían agujeros y a los tacos de goma se les veían los clavos. Laurel se paró ante el escritorio y observó con atención al hombre que seguía distraído.

—Buen día —saludó.

El detective levantó los ojos. Miró un largo rato al viejo que vestía un traje pasado de moda, pero limpio y bien planchado. En las manos llevaba un sombrero y el sobretodo que se había quitado antes de entrar. Sus ojos eran brillantes y sonreía, como si hubiera algún motivo para hacerlo. Pasó un largo minuto antes de que Marlowe dejara el libro sobre el escritorio y encendiera un cigarrillo.

—Creo que se equivocó de puerta.

—Usted necesita un empleo y yo se lo ofrezco —dijo el actor.

—¡Qué interesante! ¿De qué se trata?

—¿Qué está leyendo? —replicó Laurel.

—Una novela policial. Un detective de la agencia Continental llega a un pueblo y se mezcla con una banda de criminales y con la policía y anda a los tiros con todo el mundo. No es un hombre delicado, se lo aseguro. Me hubiera gustado tenerlo de socio. La novela no dice cómo se llama, pero podría encontrarlo a la vuelta de una esquina.

—¿Alguna vez tuvo que matar a alguien? —dijo Laurel, y se ruborizó.

—Alguna vez. Casi lo he olvidado.

—El suyo es un oficio duro.

—Lo fue. Cuando tenía lío podía ganarme algunos dólares. Ya estoy un poco viejo para eso. ¿Qué me ofrece usted, Laurel?

—Cien dólares de adelanto. Acepto su precio.

—¿Trajo el dinero?

—Aquí está. Hoy lo veo más comprensivo.

—Tengo algunos problemas que solucionar. Eso me hace más estúpido. ¿Por qué no se sienta?

Laurel se sentó.

—Quiero saber por qué nadie me ofrece trabajo. Si tratara de averiguarlo por mi cuenta arriesgaría mi prestigio. Hay muchos veteranos trabajando en el cine y en la televisión. Yo podría actuar, o dirigir, o escribir guiones, pero nadie me ofrece nada desde hace muchos años. Oliver consiguió trabajo una vez, en una película de John Wayne, pero fue un fracaso. Tuvo que ir a pedirlo. Yo nunca quise hacer eso.

—¿Conoce a mucha gente en Hollywood? —preguntó Marlowe.

—Algunos viejos, a los que no veo hace tiempo, y dos muchachos que vienen a verme de vez en cuando para charlar sobre la comicidad. Ellos tienen mucho trabajo. Usted los conoce: Jerry Lewis y Dick van Dyke.

—No voy mucho al cine, pero los he visto. ¿Son sus amigos?

—Dick es un amigo. Tiene talento; mucho talento. Me considera su maestro. Viene a casa y charlamos largas horas.

—¿Por qué no lo contrata?

—Él no puede contratarme. Es posible que no se anime a incluir en sus películas al viejo maestro.

—Entiendo. Por ahí anda a las trompadas un muchacho a quien le enseñé el oficio, pero no se le ocurre colaborar con el viejo Marlowe. Viene a visitarme para tomar whisky. Me consulta sus casos, me da la mano y se va. Lew es un gran muchacho, preocupado por el psicoanálisis, pero debe creer que los viejos viven del aire. Los productores pensarán que usted está en buena posición y que sin Hardy no le interesa trabajar.

—Cuando él vivía tampoco nos ofrecieron nada. En el cincuenta y uno hicimos una película en París. Fue lo último.

—¿Ganaron dinero?

—No. La película fue un fracaso. Ollie estaba enfermo y no podía moverse demasiado. Yo también había estado con ataques y no era un buen momento. No filmamos en Estados Unidos desde que Ollie volvió de la guerra.

—¿Hardy fue a la guerra?

—Había recibido instrucción en un colegio militar cuando muchacho. Lo llamaron y le dieron el grado de capitán. Estuvo en Gibraltar.

—¿Él quería ir al frente?

—Era un muchacho muy despreocupado. Lo tomó en broma. Me dijo: "Me voy al frente" y no lo vi hasta un año después. Cuando me contó sus anécdotas pensé en filmar una película, pero él estaba muy dolorido por todo lo que ocurrió y preferimos dejarlo.

—¿Cuándo murió?

—En 1957, en un hospital. Estaba muy enfermo y paralítico. Fue una época muy difícil. No fui al entierro y me criticaron por eso, pero no podía ir.

—¿Por qué?

—Ollie no era sólo un amigo. Era parte de mí; ninguno podía ser nada sin el otro. Nuestra vida fue el cine y lo compartimos todo. No nos veíamos mucho, pero hacíamos lo único que justificaba nuestra vida: filmar. Pronto me di cuenta de que éramos uno solo. Yo no podía asistir a mi propio entierro.

—¿Por qué me dijo ayer que estaba muriendo?

—Estoy enfermo, Marlowe. Soy diabético y tengo ataques. Sé que no me queda mucho tiempo. Pero no era eso lo que trataba de decirle. Desde que no trabajo me estoy muriendo un poco cada día. Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más. Quiero que usted averigüe por qué los productores me han olvidado.

—¿Tuvo relación con los diez de Hollywood?

—¿Los diez de Hollywood?

—Sabe de qué hablo: los juicios de Joe.

—Los conozco, pero nada más.

—Espero que no me mienta —dijo el detective—; la política ha dejado fuera de carrera a más actores que la droga. Usted conoce bien todo eso. Si Joe veía rojo era para echar a correr. Sé de uno de los condenados. Pasó nueve meses preso por vender bonos para el partido. Él quería ayudar a los otros detenidos y lo metieron adentro. Su vida resultó un desastre: uno puede ser un desgraciado y seguramente irá preso. Haga la prueba. Señale a los culpables de su suerte y le darán una buena celda. Hágase rico o sea un rebelde famoso y lo aplaudirán.

—No se enoje, detective.

—No estoy enojado —Marlowe levantó la voz—, pero me molesta que se haga el inocente, Laurel.

—No entiendo —Stan bajó el tono.

—Déjelo.

—Una vez Buster Keaton me dijo que habíamos cometido un error, porque nuestros argumentos se basaban en la destrucción de la propiedad privada y en el ataque a la policía. Decía que la gente se reía de eso, pero en el fondo nos odiaba.

—¿Dónde está ahora Keaton?

—Creo que en Canadá, haciendo películas de turismo. Está en la miseria.

—¡No me diga!

—Muchos cómicos terminaron así. Chaplin se salvó.

—¿Se salvó? —se burló el detective.

—A él también lo persiguieron. Tuvo que irse.

—Vea, amigo, cuando en este país lo persiguen a uno en serio, es difícil escapar. Chaplin fue un rebelde famoso, lleno de mujeres y de millones. Joe no tenía interés en meterlo a la sombra. Un día de éstos volverá a pasear su esqueleto por Hollywood y le harán reverencias. Es posible que le levanten un monumento. Usted y yo estaremos pidiendo limosna en la entrada de los estudios.

—No exagere —respondió el actor.

—Está bien. Estoy sintiendo frío. Cambiemos este billete de cien en lo de Víctor. Prepara un gimlet de primera y a esta hora el bar está casi desierto. Víctor no se ha despeinado del todo y todavía tiene las manos limpias y una sonrisa.

—No bebo a esta hora.

—A mucha gente le pasa lo mismo. Por eso Víctor está limpio y sonriente.

Ollie se ha sentado en un sillón donde el cuerpo parece estar de sobra. Fuma un cigarro de discreta calidad, tratando de que las cenizas no caigan sobre el piso brillante del hall. Su vista sube, baja, gira y se detiene en los cuadros de las paredes, en los muebles, en todo ese lujo que adorna la sala confortable pero deshabitada.

"Qué viejo está", piensa la secretaria vieja, que ha entrado por una puerta enorme y se acerca al gordo con una sonrisa.

—El señor Wayne lo recibirá en un momento —le dice y aun cuando ha terminado de hablar sostiene su mirada a través de los lentes.

—Gracias —contesta el gordo, e inclina la cabeza a modo de saludo. A ella le parece que el juego es el mismo de siempre, sólo que falta Stan para levantar su sombrero y responder al saludo.

El gordo no se ha movido del sillón y continúa mirando discretamente a su alrededor, hasta descubrir un par de pistolas que se cruzan formando una equis sobre la pared, justo frente a él. A la derecha, una bandera norteamericana cuelga inmaculada, como si alguien se tomara el trabajo de lavarla de vez en cuando, de cuidar sus pliegues imperfectos.

Apaga el cigarro y se arrellana en el asiento. Hace mucho tiempo que no ve a John y le da un poco de vergüenza visitarlo para pedirle trabajo. Stan le ha dicho que no se apresure. No le habló mal de Wayne porque nunca habla mal de nadie, pero él se dio cuenta de que no le cae simpático. Tal vez haya sido una imprudencia molestarlo, interrumpir su trabajo.

La puerta se abre y la secretaria, solemne y curiosa, le indica que pase. Transpone la puerta enorme y encuentra el vacío. Allá, a lo lejos, un cowboy se pone de pie y levanta los brazos, jovial y descansado, como si acabara de despertarse de una siesta.

—¡Mi viejo Ollie! —grita. Avanza. Sacude el cuerpo flaco, excesivamente alto. Lleva un pantalón vaquero de cuero y una chaqueta de cheyenne; a ambos lados de la cintura cuelgan las pistolas. Cuando están a dos metros el gordo anticipa la mano derecha y una sonrisa. Wayne, con la velocidad de un rayo, saca sus pistolas y aprieta ambos gatillos a la vez.

Hay un chasquido seco, absurdo, que se pierde en el aire; una carcajada falsa, hiriente, más de complicidad que de gozo, deforma la cara del cowboy. Ollie comienza a sonreír. Es una respuesta tímida y sorprendida que se apaga pronto. Wayne sigue riendo mientras las pistolas giran en sus dedos, pasan de una mano a otra antes de caer en las fundas.

—¡Mi viejo Ollie! —repite Wayne y estrecha los hombros del gordo que sonríe sin ganas, apenas con un gesto quebrado—. ¿Qué te parece mi ropa para la próxima película? —pregunta Wayne.

—Estás muy bien, sos un verdadero cowboy —contesta Ollie y su mirada recorre cada detalle.

—Hay que cuidar la forma, Ollie —dice Wayne mientras levanta las cejas—, el público no quiere vaqueros mal entrazados, que den risa.

Hace un paréntesis, como disfrutando, y agrega:

—Ustedes sí que dieron risa. Ya lo creo.

—Gracias —contesta el gordo, que sostiene el sombrero entre sus manos.

Lo ve alejarse hacia el escritorio, en el fondo del salón, y lo sigue con paso lento. No hablan. La enorme figura del vaquero se hace más imponente al recortarse frente al ventanal. Se sienta tras el escritorio y saca un cigarrillo que enciende con una pequeña pistola. Una enorme pintura de Custer se empequeñece a sus espaldas. Por fin, habla:

—¿Qué te trae de visita, Ollie?

El gordo vacila. Parece un principiante, o un viejo estúpido. Dice en voz baja:

—Busco un papel, John; algo para mí solo. Stan y yo tenemos algunas propuestas, pero él prefiere elegir los guiones. Estudia demasiado las cosas y entretanto...

—Ustedes todavía pueden trabajar, Ollie... ¿Qué es eso de separarse?

—No nos separamos, John, busco algo transitorio. Mi situación no es buena y unos dólares me vendrían bien.

Wayne ha sacado una pistola y mira dentro del tambor, lo hace girar, sopla el humo del cigarrillo a través del caño.

—Debí imaginarlo. Puedo darte algo en
The Fighting Kentuckian
. Un villano o algo así.

—Un villano...

—Algo así.

Se miran. El gordo se siente como un elefante indefenso ante el cazador. Ahora sabe que Stan tenía razón. Aquí está, convertido en un villano, disfrazado con un gorro de piel y una carabina.

—Arregla con el ayudante de producción —oye decir. Sale. No sabe si ha tendido otra vez su mano, pero se la lleva a la boca y siente gusto a pólvora. La vieja secretaria lo despide con una sonrisa. "¡Qué viejo está!", piensa.

El ómnibus lo dejó cerca de Santa Mónica. El palacete de John Wayne ocupaba una manzana, tenía dos plantas y estaba rodeado de jardines. Observados a distancia, eran como manchones verdes en los que se mezclaban flores rojas y pinos y fuentes de agua. Marlowe pasó de largo. Aunque nadie la custodiaba, la mansión tenía algo de infranqueable.

Por fin, el detective se decidió. Volvió sobre sus pasos y cruzó los jardines. Caminaba lentamente, levantando la vista hacia las ventanas del piso alto. Nada indicaba que la casa estuviera habitada. Llegó a la puerta principal e hizo sonar la campanilla.

Esperó algunos segundos y repitió el llamado, pero nadie respondió. Dio un rodeo a la mansión. El sol débil del invierno se ocultaba y un viento fresco cruzaba por el jardín. Marlowe lo sintió en el pecho. Se preguntó si éste sería el mismo lugar al que quince años antes había llegado el gordo Oliver Hardy a pedir trabajo. Pensó (mientras en sus labios se dibujaba apenas una sonrisa) que él estaba ahora en la misma situación que aquel gordo: sin un dólar y con los huesos cansados de tanto andar. De pronto, tuvo necesidad de entrar en esa casa, de recorrer los pasillos. Llegó al contrafrente. Dos ventanales estaban entreabiertos. Desde el interior surgían voces y extraños sonidos. Se preguntó si habría una fiesta. Probó el picaporte de una de las puertas y abrió. Era un pasillo oscuro por el que avanzó casi a tientas. Por fin entró a una habitación cubierta de sombras. Tomó por otro pasillo hasta una escalera. Las voces eran más intensas y algunos destellos de luz llegaban desde la planta alta. Comenzó a subir. Una voz grave y pausada lo detuvo.

—¿Adónde cree que va?

Un cincuentón cuadrado y macizo se colocó frente a él. Estaba vestido de cowboy. Las ropas eran flamantes y despedían brillo. En el pecho el grandulón tenía colocada una estrella de sheriff. En la mano derecha sostenía un revólver.

—Un raterito, ¿eh? —gruñó el sheriff.

—Soy Philip Marlowe, detective privado. Busco al señor Wayne.

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