Trópico de Capricornio (34 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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He de decir que Francie era de buena pasta. Desde luego, no era católica y si tenía moral alguna, era del orden de los reptiles. Era una de esas chicas nacidas para follar. No tenía aspiraciones! ni grandes deseos, no se mostraba celosa, no guardaba rencores, siempre estaba alegre y no carecía de inteligencia. Por las noches, cuando estábamos sentados en el porche a oscuras hablando con los invitados, se me acercaba y se me sentaba en las rodillas sin nada debajo del vestido, y yo se la metía mientras ella reía y hablaba con los otros. Creo que habría actuado con el mismo descaro delante del Papa, si hubiera tenido oportunidad. De regreso en la ciudad, cuando iba a visitarla a su casa, usaba el mismo truco delante de su madre que, afortunadamente, estaba perdiendo la vista. Si íbamos a bailar y se ponía demasiado cachonda, me arrastraba hasta una cabina telefónica y la muy chiflada se ponía a hablar de verdad con alguien, con alguien como Agnes, por ejemplo, mientras le dábamos al asunto: Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, si no pensabas demasiado en ello. En el metro abarrotado de gente, al volver a casa de la playa, pongamos por caso, se corría el vestido para que la abertura quedara en el medio, me cogía la mano y se la colocaba en pleno coño. Si el tren iba repleto y estábamos encajados a salvo en un rincón, me sacaba la picha de la bragueta y la cogía con las manos, como si fuera un pájaro. A veces se ponía juguetona y colgaba su bolso de ella como para demostrar que no había el menor peligro. Otra cosa suya era que no fingía que yo fuera el único tío al que tenía sorbido el seso. No sé si me contaba todo, pero desde luego me contaba muchas cosas. Me contaba sus aventuras riéndose, mientras estaba subiéndome encima o cuando se la tenía metida, o justo cuando estaba a punto de correrme. Me contaba lo que hacían, si la tenían grande o pequeña, lo que decían cuando se excitaban y esto y lo otro, dándome todos los detalles posibles, como si fuera yo a escribir un libro de texto sobre el tema. No parecía sentir el menor respeto por su cuerpo ni por sus sentimientos ni por nada relacionado con ella. «Francie, cachondona», solía decirle yo, «tienes la moral de una almeja». «Pero te gusto, ¿verdad?», respondía ella. «A los hombres les gusta joder, y a las mujeres también. No hace daño a nadie y no significa que tengas que amar a toda la gente con la que folles, ¿no? No quisiera estar enamorada; debe de ser terrible tener que joder con el mismo hombre todo el tiempo, ¿no crees ? Oye, si sólo follaras conmigo todo el tiempo, te cansarías de mí en seguida, ¿no? A veces es bonito dejarse joder por alguien que no conoces en absoluto. Sí, creo que eso es lo mejor», añadió, «no hay complicaciones, ni números de teléfono, ni cartas de amor, ni restos ¡vamos! Oye, ¿crees que está mal lo que te voy a contar? Una vez intenté hacer que mi hermano me follara; ya sabes lo sarasa que es... no hay quien lo aguante. Ya no recuerdo exactamente cómo fue, pero el caso es que estábamos en casa solos y aquel día me sentía ardiente. Vino a mi habitación a preguntarme por algo. Estaba allí tumbada con las faldas levantadas, pensando en el asunto y deseándolo terriblemente, y cuando entró, me importó un comino que fuera mi hermano, simplemente lo vi como un hombre, así que seguí tumbada con las faldas levantadas y le dije que no me sentía bien, que me dolía el estómago. Quiso salir al instante a comprarme algo, pero le dije que no, que me diera friegas en el estómago, que eso me calmaría. Me abrí la blusa y le hice darme friegas en la piel desnuda. Intentaba mantener los ojos fijos en la pared, el muy idiota, y me frotaba como si fuera un leño. "No es ahí, zoquete", dije, "es más abajo... ¿de qué tienes miedo?" Y fingí que me dolía mucho. Por fin, me tocó accidentalmente. "¡Eso! ¡Ahí!", exclamé. "Oh, restriégame ahí! ¡Qué bien sienta!" ¿Y sabes que el muy lelo estuvo dándome masajes durante cinco minutos sin darse cuenta de que era un simple juego? Me exasperó tanto, que le dije que se fuera a hacer puñetas y me dejase tranquila. "Eres un eunuco" dije, pero era tan lelo, que no creo que supiera lo que significaba esa palabra.» Se rió pensando en lo tontorrón que era su hermano. Dijo que probablemente fuese virgen todavía. ¿Qué me parecía... había hecho muy mal? Naturalmente, sabía que yo no pensaría nada semejante. «Oye, Francie», dije, «¿le has contado alguna vez esa historia al poli con el que estás liada?» Le parecía que no. «Eso me parece a mí también», dije. «Si oyera alguna vez esa historia, te iba a dar para el pelo.» «Ya me ha pegado», respondió al instante. «¡Cómo!», dije, «¿le dejas que te pegue?» «No se lo pido», dijo, «pero ya sabes lo irascible que es. No dejo que nadie me pegue pero, no sé por qué, viniendo de él no me importa tanto. A veces me hace sentirme bien por dentro... no sé, quizá la mujer necesite que le den una somanta de vez en cuando. No duele tanto, si te gusta el tipo de verdad. Y después es tan dulce... casi me siento avergonzada...»

No es frecuente encontrar una gachí que reconozca cosas así, me refiero a una gachí legal, no a una retrasada mental. Por ejemplo, Trix Miranda y su hermana, la señora Costello. Menudas pájaras eran esas dos. Trix, que salía con mi amigo McGregor, fingía ante su propia hermana, con la que vivía, que tenía relaciones sexuales con McGregor. Y la hermana fingía ante todo el mundo que era frígida, que no podía tener relaciones de ninguna clase con un hombre, aunque quisiera, porque lo tenia «muy pequeño». Y, mientras tanto, mi amigo McGregor se las jodia a las dos pánfilas y las dos lo sabían pero seguían mintiéndose mutuamente. La mala puta de la Costello era histérica; siempre que tenía la impresión de que no se llevaba un porcentaje justo de los polvos que McGregor repartía, le daba un ataque seudoepiléptico. Eso significaba que había que ponerle toallas, darle palmadas en las muñecas, desabrocharle el vestido, darle friegas en las piernas y, por último, llevarla en volandas al piso de arriba, a la cama, donde mi amigo McGregor se ocuparía de ella tan pronto como hubiera puesto a dormir a la otra. A veces las dos hermanas se acostaban juntas para echar la siesta por la tarde; si McGregor andaba por allí, subía al piso de arriba y se tumbaba entre ellas. Se quedaba así respirando pesadamente, abriendo primero un ojo y luego el otro, para ver cuál de las dos estaba dormitando realmente. En cuanto se convencía de que una de las dos estaba dormida, abordaba a la otra. Al parecer, en esas ocasiones prefería a la hermana histérica, la señora Costello, cuyo marido la visitaba una vez cada seis meses. Cuanto más riesgo corría, más le excitaba, según decía. Si era a la otra hermana, a Trix, a la que le correspondía cortejar, tenía que fingir que sería terrible que la otra los sorprendiera así, y al mismo tiempo, me confesaba a mí, siempre albergaba la esperanza de que la otra se despertara y los sorprendiese. Pero la hermana casada, la que lo tenía «muy pequeño», como solía decir, era una tía taimada y además se sentía culpable con respecto a su hermana y, si ésta la hubiera sorprendido en el acto, probablemente habría fingido que tenía un ataque y que debido a ello no sabía lo que estaba haciendo. Por nada del mundo admitiría que en realidad se estaba dando el gusto de que un hombre se la estuviera jodiendo.

Yo la conocía bastante bien porque le di clases por un tiempo, y solía hacer todo lo posible para hacerle reconocer que tenía un coño normal y que disfrutaría con un buen polvo, si podía echarlo de vez en cuando. Solía contarle historias estrafalarias, que en realidad eran descripciones ligeramente disimuladas de lo que ella hacía, y aun así seguía en sus trece. Había llegado hasta el extremo —lo nunca visto— de conseguir que me dejara meterle el dedo. Pensé que ya la tenía en el bote. Era cierto que estaba seca y un poco apretada, pero lo atribuí a su histeria. Pero imaginaos lo que es llegar hasta ese extremo con una tía y después que te diga en la cara, mientras se baja las faldas de un tirón violento: «¿Lo ves? Ya te he dicho que no estoy bien hecha!» «No veo nada de eso», dije airado. «¿Qué querías? ¿que usase un microscopio para mirarte?»

— ¡Muy bonito! —dijo, fingiendo una actitud altanera — . ¡Bonita forma de hablarme es ésa!

— Sabes perfectamente que estás mintiendo —contesté — . ¿Por qué mientes así? ¿No crees que es humano tener un coño y usarlo de vez en cuando? ¿Quieres que se te seque?

— ¡Qué lenguaje! —dijo mordiéndose el labio inferior y poniéndose más colorada que un tomate — . Siempre te había considerado un caballero.

— Pues tú no eres una dama —repliqué—, porque hasta una dama se deja echar un polvo de vez en cuando, y, además, las damas no piden a los caballeros que les metan el dedo coño arriba para ver si lo tienen pequeño.

— No te he pedido que me tocaras —dijo — . No se me ocurriría pedirte que me pusieses la mano encima, por lo menos no en mis partes íntimas.

— Quizá pensabas que te iba a limpiar la oreja, ¿es eso?

— Te veía como un médico en ese momento, eso es lo único que puedo decir — dijo firmemente intentando dejarme cortado.

— Oye —dije, decidido a jugarme el todo por el todo—, vamos a hacer como que ha sido un error, como que nada ha ocurrido, nada en absoluto. Te conozco demasiado bien como para que se me ocurra insultarte así. Nunca se me ocurriría hacerte una cosa así... no, que me cuelguen, si miento. Simplemente me estaba preguntando si no estarás en lo cierto, si no lo tendrás quizás bastante pequeño. Mira, todo ha sucedido tan rápido, que no sabría decir lo que he sentido... no creo siquiera que te haya metido el dedo. Debo de haber tocado la parte de afuera... simplemente. Oye, siéntate aquí en el sofá... seamos amigos otra vez. —La senté a mi lado (era evidente que estaba aplacándose) y le pasé el brazo por la cintura, como para consolarla más tiernamente.— ¿Siempre has sido así? —le pregunté inocentemente, y casi me eché a reír al instante, al comprender la idiotez de mi pregunta. Bajó la cabeza tímidamente, como si estuviéramos aludiendo a una tragedia que no se debía mentar —

. Oye? quizá si te sentaras en mis rodillas... —y la alcé suavemente desde mis rodillas, al tiempo que le metía la mano delicadamente bajo él vestido y la dejaba descansar ligeramente en su rodilla...— quizá si te sentases un momento así, te sentirías mejor... eso, así, recuéstate en mis brazos... ¿te sientes mejor? —no respondió pero tampoco opuso resistencia; se limitó a recostarse relajada y cerró los ojos. Gradualmente, muy despacio y con suavidad, subí la mano por la pierna, sin dejar de hablarle en voz baja y tranquilizadora. Cuando metí los dedos en la entrepierna y separé los labios menores estaba tan mojado como un estropajo. Le di nuevos masajes, abriéndolo cada vez más, y sin dejar de soltar un rollo telepático sobre que a veces las mujeres se equivocan sobre sí mismas y que a veces creen tenerlo muy pequeño, cuando en realidad son bastante normales, y cuanto más hablaba, más jugo le salía y más se abría. Tenía cuatro dedos dentro y había sitio para más, si hubiera tenido más para meter. Tenía un coño enorme y noté que lo habían agrandado lo suyo. La miré para ver si seguía con los ojos cerrados. Tenía la boca abierta y jadeaba, pero los ojos estaban cerrados, como si estuviera fingiéndose a sí misma que todo era un sueño. Ahora podía moverla con fuerza... no había peligro de que protestase. Y, maliciosamente quizá, la zarandeé innecesariamente, sólo para ver si volvía en sí. Estaba tan fláccida como un cojín de plumas y ni siquiera cuando se golpeó contra el brazo del sofá dio muestra alguna de irritación. Era como si se hubiese anestesiado para un polvo gratuito. Le quité toda la ropa y la tiré al suelo, y después de haberle tirado unos cuantos viajes en el sofá, la saqué y la tumbé en el suelo, sobre su ropa; y luego se la volví a meter y la apretó con esa válvula de succión que usaba con tanta habilidad, a pesar de la apariencia exterior de estar en coma.

Me parece extraño que de la música siempre se pasara al sexo. Por las noches, si salía a dar un paseo, estaba seguro de ligarme a alguna: a una enfermera, a una chica que salía de un baile, a una dependienta, cualquier cosa con faldas. Si iba con mi amigo McGregor en su coche —sólo un paseíto hasta la playa, como él decía—, hacia medianoche me encontraba sentado en una sala de estar ajena en un barrio extraño con una chica en las rodillas que por lo general me importaba un pito porque McGregor era todavía menos exigente que yo. Muchas veces, al subir a su coche, le decía: «Oye, esta noche nada de gachís, ¿ eh?» «¡No, joder, ya estoy hasta los huevos... sólo una vuelta a algún sitio... tal vez a Sheepshead Bay, ¿qué te parece?» No habíamos recorrido más de un kilómetro, cuando se detenía de repente junto a la acera y me daba un codazo. «Mira lo que va por ahí», decía, señalando a una chica que iba andando por la acera. «¡Madre mía, qué piernas!» O bien: «Oye, ¿qué te parece, si le pedimos que se venga con nosotros? Quizá pueda traer a una amiga.» Y antes de que yo pudiera decir nada, ya estaba llamándola y soltándole el rollo de costumbre, que era el mismo para todas.

Y nueve de cada diez veces, la chica se venía con nosotros. Y, antes de que hubiéramos avanzado mucho, mientras la tocaba con la mano libre, le preguntaba si tenía una amiga que pudiera traer para hacernos compañía. Y, si ella le armaba un cristo, si no le gustaba que la tocaran tan pronto, decía: «Vale, vete a hacer puñetas, entonces... ¡No podemos perder el tiempo con tías como tú!» Y, dicho eso, reducía la marcha y la hacía salir de un empujón. «No vamos a fastidiarnos con tías así, ¿eh, Henry ?», decía riéndose entre dientes. «Espera un poco, prometo conseguirte algo bueno antes de que acabe la noche.» Y, si le recordaba que íbamos a descansar por una noche, repondía: «Bueno, como gustes... simplemente pensaba que te resultaría más agradable.» Y, de repente, daba un frenazo y ya estaba diciéndole a una silueta sedosa que se vislumbraba entre las sombras: «Hola, chica, ¿qué... dando un paseíto?», y quizás esa vez fuera algo excitante, una tía calentorra sin nada que hacer salvo levantarse las faldas y ofrecértelo. Quizá no tuviéramos ni siquiera que invitarle a un trago, sino sólo detenernos en alguna carretera secundaria y pasar al asunto, uno tras otro, en el coche. Y, si era una boba, como solían ser, ni siquiera se molestaba en llevarla a casa. «Vamos en otra dirección», decía, el muy cabrón, «Será mejor que bajes aquí», y, dicho eso, abría la puerta y la echaba. Naturalmente, en seguida se ponía a pensar en si estaría limpia. Eso le ocupaba el pensamiento durante todo el viaje dé vuelta. «Joder, deberíamos tener más cuidado», decía. «No sabe uno dónde se mete al ligarlas así.

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