Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
—Y suponiendo —dice Curley de improviso — que le dijese que robé el dinero para ayudarte a ti, ¿qué pasaría entonces? —Se echó a reír histéricamente.
-No me parece que O'Rourke te creyera -dije con calma-. Naturalmente, puedes intentarlo, si crees que te ayudará a salvarte. Pero creo que más que nada causará mal efecto. O'Rourke me conoce... sabe que no te dejaría hacer una cosa así.
— Pero, ¡sí que me dejaste hacerlo!
— No te dije que lo hicieras. Lo hiciste sin que yo lo supiese. Eso es completamente diferente. Además, ¿puedes probar que acepté dinero de ti? ¿No parecerá un poco ridículo acusarme a mí, la persona que te protegió, de incitarte a dar un golpe así? ¿Quién te va a creer? O'Rourke, no. Además, todavía no te ha atrapado. ¿Por qué preocuparte por adelantado? Quizá podrías empezar a devolver el dinero poco a poco antes de que te tenga acorralado. Hazlo anónimamente.
Para entonces Curley estaba completamente agotado. Había un poco de aguardiente en el aparador, que su viejo guardaba de reserva, y le propuse que tomáramos un poco para animarnos. Mientras bebíamos el aguardiente, me acordé de repente de que Maxie había dicho que estaría en casa de Luke presentando sus respetos. Era el momento oportuno para cazar a Maxie. Estaría dominado por el sentimentalismo y podría contarle cualquier patraña, por manida que fuese. Podría decir que la razón por la que había adoptado un tono tan duro por teléfono era porque estaba desesperado, porque no sabía a quién recurrir en busca de los diez dólares que necesitaba tan urgentemente. Al mismo tiempo podría quedar con Lottie. Aquella idea me hizo sonreír. ¡Si Luke pudiera ver qué clase de amigo era yo! Lo más difícil sería acercarse al féretro y mirar apenado a Luke.
¡No reírse!
Expliqué la idea a Curley. Se rió con tantas ganas, que le caían lágrimas por la cara. Lo que, dicho sea de paso, me convenció de que lo más prudente sería dejar a Curley abajo, mientras daba el sablazo. De todos modos, eso fue lo que decidimos.
Estaban sentándose a la mesa precisamente, cuando entré con la expresión más triste que pude poner. Maxie estaba allí y casi se escandalizó de mi repentina aparición. Lottie ya se había ido. Eso me ayudó a mantener el semblante triste. Pedí que me dejaran solo con Luke unos minutos, pero Maxie insistió en acompañarme. Los otros sintieron alivio, supongo, pues habían pasado la tarde acompañando a los desconsolados amigos hasta el féretro. Y como buenos alemanes que eran, no les gustaba que les interrumpiesen la cena. Mientras miraba a Luke, todavía con aquella expresión apenada que había conseguido poner, noté los ojos de Maxie fijos en mí inquisitivamente. Alcé la vista y le sonreí como de costumbre. Ante lo cual puso cara de absoluta perplejidad. «Oye, Maxie», dije, «¿estás seguro de que no nos oyen?» Puso cara de mayor asombro y aflicción todavía, pero asintió con la cabeza para tranquilizarme. «Pasa lo siguiente, Maxie... he subido aquí expresamente para verte... para pedirte que me prestes unos dólares. Sé que parece ruin, pero puedes imaginar lo desesperado que debo de estar para hacer una cosa así.» Mientras chamullaba esto, él sacudía la cabeza solemnemente formando una gran O con la boca, como si estuviera intentando ahuyentar a los espíritus. «Mira, Maxie», proseguí rápidamente intentando mantener la voz baja y triste, «ése no es el momento de echarme un sermón. Si quieres hacer algo por mí, déjame diez dólares ahora, ahora mismo... pásamelos aquí, mientras miro a Luke. Ya sabes que realmente apreciaba a Luke. No hablaba en serio por teléfono. Me has cogido en un mal momento. Mi mujer estaba tirándose de los pelos. Estamos en un lío, Maxie, y cuento contigo para hacer algo. Sal conmigo, si puedes, y te lo explicaré con más detalle...» Como esperaba, Maxie no podía salir conmigo. No se le ocurriría siquiera la idea de abandonarlos en un momento así... «Bueno, dámelos ahora», dije, casi brutalmente. «Te lo explicaré todo mañana. Comeré contigo en el centro.»
-Oye, Henry —dice Maxie, hurgándose en el bolsillo, violento ante la idea de que lo sorprendan con un fajo en la mano en aquel momento—, oye —dijo—, no me importa darte el dinero, pero, ¿no podrías haber encontrado otra forma de ponerte en contacto conmigo? No es por Luke... es... —empezó a toser y a tartamudear, sin saber realmente lo que quería decir.
— ¡Por el amor de Dios! —musité, inclinándome más sobre Luke para que, si alguien nos sorprendía, no sospechara lo que me traía entre manos...— por el amor de Dios, no lo discutas ahora... entrégamelo y acabemos de una vez... estoy desesperado, ¿me oyes? —Maxie estaba tan confuso y aturdido, que no podía separar un billete sin sacar el fajo del bolsillo. Inclinándome sobre el féretro reverentemente, tiré del billete que sobresalía de su bolsillo. No pude distinguir si era de un dólar o de diez. No me detuve a examinarlo, sino que me lo guardé lo más rápidamente posible y me enderecé. Después cogí a Maxie del brazo y volví a la cocina donde la familia estaba comiendo solemnemente pero con ganas. Querían que me quedara a tomar un bocado, y era difícil negarse, pero me negué lo mejor que pude y me largué, con la cara crispada por la risa histérica.
En la esquina, junto al farol, me esperaba Curley. En aquel momento ya no pude contenerme más. Cogí a Curley del brazo y corriendo y tirando de él calle abajo me eché a reír, a reír como raras veces he reído en mi vida. Creía que no iba a parar nunca. Cada vez que abría la boca para empezar a explicar el incidente, me daba un ataque. Al final, me asusté. Pensé que quizá me muriera de risa. Después de haber conseguido calmarme un poco, en medio de un largo silencio, va Curley y dice de repente:
¿Lo has conseguido?
Aquello provocó otro ataque, más violento incluso que los anteriores. Tuve que inclinarme sobre una barandilla y sujetarme el vientre. Sentía un dolor terrible en el vientre, pero era un dolor agradable.
Lo que me alivió más que nada fue ver el billete que había sacado del fajo de Maxie. ¡Era un billete de veinte dólares! Aquello me calmó al instante. Y al mismo tiempo me enfureció un poco. Me enfureció pensar que en el bolsillo de aquel idiota de Maxie había otros billetes más, probablemente otros más de veinte, otros más de diez, otros más de cinco. Si hubiera salido conmigo como le sugerí, y si hubiese yo echado un buen vistazo a aquel fajo, no habría sentido remordimiento de obligarle a dármelo por la fuerza. No sé por qué había de sentirme así, pero me enfureció. La idea más inmediata era la de librarme de Curley lo más rápidamente posible —un billete de cinco dólares lo contentaría— y después irme de juerga un poco. Lo que deseaba especialmente era encontrar a una tía vil y asquerosa que no tuviera ni pizca de decencia. ¿Dónde encontrar a una así...
exactamente así?
Bueno, primero librarse de Curley. Naturalmente, Curley se siente ofendido. Esperaba quedarse conmigo. Finge no querer los cinco dólares, pero cuando ve que estoy dispuesto a guardármelos, se apresura a cogerlos y esconderlos.
La noche de nuevo, la noche incalculablemente desierta, fría, mecánica de Nueva York, en la que no hay paz, ni refugio, ni intimidad. La inmensa y helada soledad de la multitud de un millón de pies, el fuego frío y superfluo de la ostentación eléctrica, la abrumadora insensatez de la perfección de la mujer que, mediante la perfección, ha cruzado la frontera del sexo y ha pasado al signo menos, ha pasado al rojo, como la electricidad, como la energía mental de los hombres, como los planetas sin aspecto, como los programas de paz, como el amor por la radio. Llevar dinero en el bolsillo en medio de energía blanca y neutra, caminar sin sentido y sin fecundar a través del brillante resplandor de las calles blanqueadas, pensar en voz alta en plena soledad y al borde de la locura, ser de una ciudad, una gran ciudad, ser del último momento del tiempo en la mayor ciudad del mundo y no sentirse parte de ella, es convertirse uno mismo en una ciudad, un mundo de piedra inerte, de luz superflua, de movimiento ininteligible, de imponderables e incalculables, de la perfección secreta de todo lo que es menos. Caminar con dinero entre la multitud nocturna, protegido por el dinero, arrullado por el dinero, embotado por el dinero, la propia muchedumbre dinero, el aliento dinero, ni un solo objeto, por pequeño que sea, en ninguna parte que no sea dinero, dinero, dinero por todas partes y aun así no es bastante, y luego no hay dinero o poco dinero o menos dinero o más dinero, pero dinero, siempre dinero, y si tienes dinero o no tienes dinero, lo que cuenta es el dinero y el dinero hace dinero, pero,
¿qué es lo que hace al dinero hacer dinero?
Otra vez la sala de baile, el ritmo del dinero, el amor que llega por la radio, el contacto impersonal y sin alas de la multitud. Una desesperación que llega hasta las propias suelas de los zapatos, un hastío, una desesperanza. En medio de la mayor perfección mecánica, bailar sin gozo, estar tan desesperadamente solo, ser casi inhumano porque eres humano. Si hubiera vida en la luna, ¿qué prueba podría haber casi tan perfecta, tan triste como ésta? Si alejarse del sol es llegar a la fría idiotez de la luna, en ese caso hemos llegado a nuestra meta, la vida no es sino la fría y lunar incandescencia del Sol. Esto es la danza de la vida helada en el hueco de un átomo, y cuanto más bailamos, más se enfría.
Así que bailamos, al son de un ritmo glacial y frenético, al son de ondas cortas y ondas largas, una danza dentro de la taza de la nada, en que cada centímetro de lascivia se cuenta en dólares y centavos. Pasamos de una hembra perfecta a otra en busca del defecto vulnerable, pero son perfectas e impermeables en la impecable consistencia lunar. Esta es la helada virginidad blanca de la lógica del amor, la tela de araña de la marea baja, la franja de la vacuidad absoluta. Y en esa franja de la lógica virginal de la perfección estoy bailando la danza del alma y de la desesperación blanca, el último hombre blanco apretando el gatillo contra la última emoción, el gorila de la desesperación golpeándose el pecho con garras enguantadas e inmaculadas. Soy el gorila que nota que le crecen las alas, un gorila aturdido en el centro de un vacío parecido a la nada; también la noche crece como una planta eléctrica proyectando brotes ardorosos al espacio de terciopelo negro. Soy el negro espacio de la noche en que los brotes revientan con angustia, una asteria nadando en el helado rocío de la luna. Soy el germen de una nueva demencia, una monstruosidad revestida de lenguaje inteligible, un sollozo sepultado como una esquirla en lo más íntimo del alma. Estoy bailando la danza muy sensata y encantadora del gorila angélico. Estos son mis hermanos y hermanas que están locos y no son angélicos. Estamos bailando en el hueco de la taza de la nada. Somos de una sola misma carne, pero estamos separados como estrellas.
En el momento todo está claro para mí, está claro que en esta lógica no hay redención, pues la propia ciudad es la forma suprema de locura y todas y cada una de las partes, orgánicas o inorgánicas, expresión de esa misma locura. Me siento absurda y humildemente grande, no como un megalómano, sino como una espora humana, como la esponja muerta de la vida hinchada hasta la saturación. Ya no miro a los ojos de la mujer que estrecho en los brazos, sino que nado a través de ellos, cabeza y brazos y piernas, y veo que tras las cuencas de los ojos hay una región inexplorada, el mundo del futuro, y aquí no hay lógica alguna, simplemente la germinación silenciosa de acontecimientos no interrumpidos por la noche ni por el día, por el ayer ni por el mañana. El ojo, acostumbrado a la concentración en puntos del espacio, se concentra en puntos del tiempo; el ojo ve hacia adelante y hacia atrás, como guste. El ojo que era el yo del sí mismo ya no existe; este ojo sin yo no revela ni ilumina. Viaja a lo largo de la línea del horizonte, viajero incesante e ignorante. Al intentar conservar el cuerpo perdido, crecí en lógica como la ciudad, un punto dígito en la anatomía de la perfección. Crecí más allá de mi propia muerte, espiritualmente brillante y dura. Estaba dividido en ayeres interminables, mañanas interminables, descansando sólo en la cúspide del acontecimiento, una pared con muchas ventanas, pero la casa había desaparecido. Debo destrozar las paredes y las ventanas, el último caparazón del cuerpo perdido, si quiero reincorporarme al presente. Por eso es por lo que ya no miro a los ojos ni
a través de
los ojos, sino que mediante la prestidigitación de la voluntad nado a través de ojos, cabeza y brazos y piernas para explorar la curva de la visión. Veo a mi alrededor, como la madre que en otro tiempo me llevó en su seno veía a la vuelta de las esquinas del tiempo. He quebrado el muro creado por el nacimiento y la línea del viaje es redonda y continua, uniforme como el ombligo. No hay forma, ni imagen, ni arquitectura, sólo vueltas concéntricas de pura locura. Soy la flecha de la sustancialidad del sueño. Verifico volando. Anulo dejándome caer a la tierra.
Así pasan los momentos, momentos verídicos del tiempo sin espacio en que lo sé todo y sabiéndolo todo me desplomo bajo el salto del sueño sin yo.
Entre
esos
momentos, en los intersticios del sueño, la vida intenta construir en vano, pero el andamio de la lógica de la ciudad no es apoyo. Como individuo, como carne y sangre, me nivelan cada día para formar la ciudad sin carne ni sangre, cuya perfección es la suma de toda lógica y la muerte del alma. Estoy luchando contra una muerte oceánica en que mi propia muerte no es sino una gota de agua que se evapora. Para alzar mi vida individual, una simple fracción de centímetro por encima de este mar de sangre que se hunde, he de tener una fe mayor que la de Cristo, una sabiduría más profunda que la del mayor profeta. He de tener la capacidad y la paciencia para formular lo que no va contenido en el lenguaje de nuestro tiempo, pues lo que no es inteligible carece de sentido. Mis ojos son inútiles, pues sólo me devuelven la imagen de lo conocido. Mi cuerpo entero ha de convertirse en un rayo constante de luz, que se mueva con mayor rapidez todavía, que nunca se detenga, que nunca mire hacia atrás, que nunca se consuma. La ciudad crece como un cáncer; he de crecer como un sol. La ciudad corroe cada vez más lo rojo; es un insaciable piojo blanco que me devora. Voy a morir en cuanto ciudad para volver a ser un hombre. Así, pues, cierro los oídos, los ojos, la boca.
Antes de que vuelva a ser un hombre, probablemente existiré como parque, una especie de parque natural al que la gente vaya a descansar, a pasar el tiempo. Lo que digan o hagan tendrá poca importancia, pues sólo traerán su fatiga, su aburrimiento, su desesperanza. Seré un amortiguador entre el piojo blanco y el glóbulo rojo. Seré un ventilador para erradicar los venenos acumulados mediante el esfuerzo por perfeccionar lo que es imperfectible. Seré ley y orden tal como existe en la naturaleza, tal como se proyecta en el sueño. Seré el parque salvaje en plena pesadilla de la perfección, el sueño sosegado, inconmovible, en plena actividad frenética, el tiro al azar en la blanca tabla de billar de la lógica. No sabré llorar ni protestar, pero estaré siempre ahí en absoluto silencio para recibir y para restaurar. No diré nada hasta que llegue otra vez el momento de ser un hombre. No haré esfuerzos para preservar ni para destruir. No emitiré juicios ni críticas. Los que estén hartos acudirán a mí en busca de reflexión y meditación; los que no estén hartos morirán como vivieron, en el desorden, en la desesperación, ignorando la verdad de la redención. Si alguien me dice, debes ser religioso, no responderé. Si alguien me dice, no tengo tiempo ahora, me espera una gachí, no responderé. Ni aunque esté tramándose una revolución responderé. Siempre habrá una gachí o una revolución a la vuelta de la esquina, pero la madre que me llevó en su seno dobló más de una esquina y no respondió, y, al final, se dio la vuelta de dentro afuera
y yo soy la respuesta.