Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Otra cosa en relación con el pan de centeno era que con frecuencia lo comíamos con una cebolla cruda. Recuerdo estar parado con Stanley al final de la tarde, con un bocadillo en la mano, ante la casa del veterinario, que estaba justo enfrente de la mía. Parecía ser siempre a la caída de la tarde cuando el doctor McKinney decidía castrar a un garañón, operación que se realizaba en público y que siempre congregaba a una pequeña multitud. Recuerdo el olor del hierro caliente y el temblor de las patas del caballo. La perilla del doctor McKinney, el sabor de la cebolla cruda y el olor a gas procedente de las alcantarillas justo detrás de nosotros, donde estaban colocando una nueva tubería de gas. Era una operación olfativa del principio al fin y, como muy bien la describe Abelardo, prácticamente indolora. Por no saber el motivo de la operación, solíamos sostener después largas discusiones, que generalmente acababan en una pelea. A nadie le gustaba tampoco el doctor McKinney: olía a yodopsina y a orina de caballo rancia. A veces, el arroyo de delante de su consulta estaba lleno de sangre y en invierno la sangre se helaba y daba un aspecto extraño a su acera. De vez en cuando llegaba el gran carro de dos ruedas, un carro abierto que olía a mil demonios,
y
cargaban en él un caballo muerto. Más que nada lo izaban, el cadáver, mediante una larga cadena que producía un crujido como la bajada de un ancla. El olor de un caballo muerto e hinchado es un olor inmundo pestilente y nuestra calle estaba llena de olores pestilentes. En la esquina estaba la tienda de Paul Sauer, delante de la cual, en la propia calle, apilaban pieles en bruto y pieles curtidas: también apestaban espantosamente. Y, además, el acre olor de la fábrica de estaño de detrás de la casa: como el olor del progreso moderno. El olor de un caballo muerto, que es casi insoportable, es mil veces mejor que el olor de sustancias químicas en combustión. Y el espectáculo de un caballo muerto con el agujero de una bala en la sien, la cabeza en un charco de sangre y el culo reventando con la última evacuación espasmódica, es todavía mejor que el de un grupo de hombres con delantales azules saliendo del portal arqueado de la fábrica de hojalata con una carretilla cargada de fardos de hojalata recién fabricada. Afortunadamente para nosotros, enfrente de la fábrica de hojalata había una panadería, y por la parte trasera de la panadería, que sólo era una verja, podíamos ver trabajar a los panaderos y percibir el irresistible olor dulce del pan y de los bollos. Y si, como digo, estaban colocando las tuberías del gas, había una extraña mezcla de olores: el olor de la tierra recién removida, de las tuberías de hierro oxidado, del gas de las alcantarillas, y de los bocadillos de cebolla que comían los trabajadores italianos, recostados contra los montones de tierra removida. Había también otros olores, naturalmente, pero menos impresionantes: como, por ejemplo, el olor de la sastrería de Silverstein donde siempre estaban planchando ropa. Ese era un hedor caliente y fétido, que puede comprenderse mejor imaginando que Silverstein, que era un judío flaco y hediondo, a su vez, estaba limpiando los pedos que sus clientes habían dejado en los pantalones. La puerta de al lado era la tienda de caramelos y de objetos de escritorio propiedad de dos solteronas chifladas y beatas: allí había el olor casi repugnantemente dulce de melcocha, de cacahuetes españoles, de azufaifa y caramelos Sen-Sen y cigarrillos Sweet Caporal. La papelería era como una cueva bonita, siempre fresca, siempre llena de objetos intrigantes: donde estaba el despacho de refrescos que despedía otro olor característico, se extendía una losa de mármol que en verano se volvía acre, pero, aun así, se mezclaba agradablemente con el olor seco y ligeramente picante del agua gaseosa, cuando caía con efervescencia en el vaso de helado.
Con los refinamientos propios de la madurez, los olores fueron esfumándose para quedar sustituidos por otro olor, el único claramente memorable y placentero: el olor a coño. Y, de modo muy especial, el olor que queda en los dedos después de magrear a una mujer, pues, no sé si se habrá observado antes, pero ese olor es más grato incluso, quizá porque ya llevaba consigo el perfume del pretérito, que el propio olor a coño. Pero este olor, que corresponde a la madurez, es un olor tenue comparado con los olores vinculados a la infancia. Es un olor que se evapora casi tan rápidamente en la imaginación como en la realidad. Se pueden recordar muchas cosas de la mujer que ha amado uno, pero es difícil recordar el olor de su coño... con alguna certeza. En cambio, el olor a cabello mojado, a cabello mojado de mujer, es mucho más fuerte y duradero... por qué, no lo sé. Incluso ahora, casi cuarenta años después, recuerdo el olor del cabello de mi tía Tillie después de que se lo hubiera lavado con champú. Lo hacía en la cocina, que siempre estaba recalentada. Generalmente, era un sábado por la tarde en que se preparaba para un baile, lo que significaba también otra cosa singular: que aparecería un sargento de caballería con bonitos galones amarillos, un sargento particularmente guapo que incluso a mí, que era un niño, me parecía demasiado gentil, viril e inteligente para una imbécil como mi tía Tillie. Pero el caso es que allí estaba sentada en un taburete junto a la mesa de la cocina secándose el cabello con una toalla. Junto a ella había una lamparita con la mecha ennegrecida y junto a la lámpara dos rizadores que sólo de verlos me daban una repugnancia inexplicable. Generalmente tenía un espejito sobre la mesa: vuelvo a verla haciendo muecas de desagrado al mirarse, mientras se apretaba las espinillas de la nariz. Era una criatura viscosa, fea e imbécil, con dos enormes dientes salientes que le daban expresión de caballo, siempre que retiraba los labios al sonreír. También olía a sudor, incluso después de bañarse. Pero el olor de su cabello... ese olor no lo puedo olvidar nunca, porque de algún modo va asociado con mi odio y desprecio hacia ella. Ese olor, cuando el cabello estaba secándose, era como el olor que sube del fondo de una ciénaga. Había dos olores: uno, el del cabello mojado, y otro, el del mismo cabello cuando lo arrojaba al hornillo y estaba en llamas. Siempre había nudos rizados de su cabello que se le quedaban en el peine e iban mezclados con caspa y el sudor de su cuero cabelludo, que era grasiento y sucio. Solía quedarme a su lado a observarla, preguntándome cómo sería el baile y cómo se conduciría en él. Cuando estaba toda acicalada, me preguntaba si estaba bonita y la quería, y, naturalmente, yo le decía que sí. Pero después, en el retrete, que estaba en el vestíbulo contiguo a la cocina, me sentaba a la luz oscilante de la vela que ardía sobre la repisa de la ventana, y me decía que parecía una loca. Después de que se hubiera ido, cogía los rizadores y los olía y los estrujaba. Eran repugnantes y fascinantes... como arañas. Todo lo que había en aquella cocina me fascinaba. A pesar de lo familiarizado que estaba con ella, nunca conseguí hacerla mía. Era a un tiempo tan pública y tan íntima. Allí me bañaban los sábados en el gran barreño de estaño. Allí se bañaban y se acicalaban las tres hermanas. Allí, en la pila, se lavaba mi abuelo hasta la cintura y después me entregaba los zapatos para lustrarlos. Allí me quedaba en invierno mirando por la ventana caer la nieve, miraba con ojos nebulosos e inexpresivos, como si estuviera en la matriz y oyese correr el agua mientras mi madre estaba sentada en el retrete. En la cocina era donde celebraban sus conversaciones secretas, sesiones aterradoras y odiosas de las que siempre reaparecían con caras largas y serias u ojos enrojecidos por el llanto. Por qué les gustaba tanto la cocina es algo que no sé. Pero con frecuencia, cuando estaban así celebrando una conferencia secreta, porfiando a propósito de un testamento o decidiendo cómo prescindir de algún pariente pobre, era cuando la puerta se abría de repente y llegaba un visitante, ante lo cual la atmósfera cambiaba inmediatamente. Quiero decir que cambiaba violentamente, como si se sintieran aliviados de que una fuerza exterior hubiese intervenido para evitarles los horrores de una sesión secreta prolongada. Ahora recuerdo que, al ver abrirse aquella puerta y asomar la cara de un visitante inesperado, mi corazón daba un brinco de alegría. No tardarían en darme una gran jarra de vidrio y en pedirme que fuera al bar de la esquina donde entregaba la jarra, por la ventanita de la puerta de entrada particular, y esperaba hasta que me la devolvían rebosante de cerveza espumeante. Aquella carrerita hasta la esquina en busca de una jarra de cerveza era una expedición de proporciones absolutamente incalculables. En primer lugar, estaba la barbería justo debajo de nosotros donde el padre de Stanley ejercía su profesión. Una y mil veces, justo cuando salía disparado a algún recado, veía al padre dando a Stanley una zurra con el asentador de la navaja, espectáculo que me encendía la sangre. Stanley era mi mejor amigo y su padre no era sino un polaco borracho. Sin embargo, una noche, al salir disparado con la jarra, tuve el intenso placer de ver a otro polaco atacar al viejo de Stanley con una navaja. Vi a su viejo atravesar la puerta de espaldas, con la¡ sangre corriéndole por el cuello y la cara blanca como una sábana. Cayó en la acera frente a la tienda, crispado y gimiendo, y recuerdo que lo miré un minuto o dos, seguí caminando y me sentí absolutamente contento y satisfecho. Stanley había salido a hurtadillas durante la pelea y me acompañó hasta la puerta del bar. También se alegraba, si bien estaba un poco asustado. Cuando volvimos, había una ambulancia delante de la puerta y estaban subiéndolo en la camilla con la cara y el cuerpo cubiertos con una sábana. A veces ocurría que, cuando yo salía, pasaba por delante de la casa el niño cantor predilecto del padre Carroll. Ese era un acontecimiento de primera importancia. El muchacho era mayor que todos nosotros y era un afeminado, un marica en formación. Hasta sus andares nos enfurecían. En cuanto lo avistábamos, corría la noticia en todas las direcciones y, antes de que hubiera llegado a la esquina, se veía rodeado por una pandilla de muchachos mucho más pequeños que se burlaban de él y lo imitaban hasta que se echaba a llorar. Entonces nos abalanzábamos sobre él como una manada de lobos, lo tirábamos al suelo y le desgarrábamos la ropa por la espalda. Era un espectáculo vergonzoso, pero nos hacía sentir bien. Ninguno de nosotros sabía todavía lo que era un marica, pero, fuera lo que fuese, estábamos en contra. De igual modo estábamos en contra de los chinos. Había un chino, el de la lavandería del final de la calle, que solía pasar con frecuencia y, como el mariquita de la iglesia del padre Carroll, tenía que pasar por baquetas. Era exactamente como los dibujos de coolies que se ven en los libros escolares. Llevaba una chaqueta de alpaca negra con ojales de trencilla, y una coleta. Generalmente, caminaba con las manos metidas en las mangas. Lo que mejor recuerdo son sus andares, unos andares taimados, dengosos, femeninos, que eran totalmente extraños y amenazadores para nosotros. Nos inspiraba un espanto mortal, y lo odiábamos porque era absolutamente indiferente a nuestras burlas. Pensábamos que era demasiado ignorante como para reparar en nuestros insultos. Hasta que un día, cuando entramos en la lavandería, nos dio una sorpresita. Primero nos entregó el paquete de ropa; luego se inclinó por debajo del mostrador y recogió un puñado de semillas de lichis de una gran bolsa. Iba sonriendo cuando salió de detrás del mostrador para abrir la puerta. Seguía sonriendo cuando agarró a Alfie Betcha y le tiró de las orejas: nos agarró a cada uno por turno y nos tiró de las orejas, sin dejar de sonreír. Después, hizo una mueca feroz y, ligero como un gato, corrió hasta detrás del mostrador y cogió un cuchillo largo y horrible que blandió hacia nosotros. Salimos atrepellándonos unos contra otros. Cuando llegamos a la esquina y volvimos la vista atrás, lo vimos parado en la puerta con una plancha en la mano y aspecto tranquilo y pacífico. Después de aquel incidente, nadie quiso volver nunca más a la lavandería: teníamos que pagar al pequeño Louis Pirossa cinco centavos cada uno para que fuese a recoger la ropa por nosotros. El padre de Louis era el dueño del puesto de fruta de la esquina. Solía darnos los plátanos pasados como muestra de afecto. A Stanley le gustaban de modo especial los plátanos pasados, pues su tía solía f reírselos. En casa de Stanley consideraban los plátanos pasados como una golosina. Una vez, el día de su cumpleaños, dieron una fiesta para Stanley e invitaron a todo el vecindario. Todo salió a pedir de boca hasta que llegaron los plátanos fritos. No sé por qué, pero nadie quiso tocar los plátanos, pues era un plato que sólo conocían polacos como los padres de Stanley. Se consideraba repugnante comer plátanos, fritos. En pleno desconcierto, algún listillo sugirió que deberíamos dar los plátanos al loco de Willie Maine. Este era mayor que todos nosotros pero no sabía hablar. Lo único que decía era
«¡Bjork! ¡Bjork!»
Era la única respuesta que daba a todo lo que se le decía. Así que, cuando le pasaron los plátanos, dijo:
«¡Bjork!»,
y se abalanzó a por ellos con las dos manos. Pero su hermano, George estaba allí y consideró una ofensa que le endilgaran los plátanos pasados a su hermano loco. Así que George inició una pelea y Willie, al ver a su hermano atacado, empezó a luchar también, gritando:
«¡Bjork! ¡Bjork!»
No sólo golpeaba a los chicos, sino también a las chicas, lo que produjo un pandemonium. Por fin, el viejo de Stanley, al oír el ruido, subió desde la barbería con un asentador de navaja en la mano. Cogió al loco de Willie Maine por el cogote y empezó a zurrarlo. Mientras tanto, su hermano George salió a hurtadillas a llamar al señor Maine. Este, que era también un borrachín, llegó en mangas de camisa y, al ver que el barbero borracho estaba pegando al pobre Willie, se lanzó sobre él con sus vigorosos puños y lo golpeó despiadadamente. Willie, que entretanto había logrado soltarse, se puso a gatas a devorar los plátanos fritos que habían caído al suelo. Se los zampaba como una cabra, lo más deprisa que podía, a medida que los encontraba. Cuando el viejo lo vio masticando sin parar como una cabra, se puso furioso y, cogiendo el asentador, se lanzó contra Willie como una fiera. Entonces Willie empezó a gritar:
«¡Bjork! ¡Bjork!», y
de repente todo el mundo se echó a reír. Aquello aplacó al señor Maine. Por fin, se sentó y la tía de Stanley le trajo un vaso de vino. Al oír el alboroto, acudieron algunos de los demás vecinos y se sirvió más vino y después cerveza y luego aguardiente y, al cabo de poco, todo el mundo estaba contento y cantando y silbando y hasta los chicos se emborracharon y entonces el loco de Willie se emborrachó y volvió a ponerse a gatas como una cabra y gritó:
«¡Bjork! i Bjork!»,
y Alfie Betcha, que estaba muy borracho a pesar de sólo tener ocho años, dio un mordisco al loco de Willie Maine en el trasero y después Willie lo mordió a él y luego todos empezamos a mordernos unos a otros y los padres se reían y daban gritos de júbilo y fue muy, pero que muy divertido y sirvieron más plátanos fritos y todo el mundo los comió esa vez y el loco de Willie Maine intentó cantarnos algo, pero sólo pudo cantar
«¡Bjork! ¡Bjork!»
Fue un éxito asombroso, la fiesta de cumpleaños, y durante una semana o más nadie habló de otra cosa que de la fiesta y de qué buenos polacos eran la familia de Stanley. También los plátanos fritos fueron un éxito y por un tiempo fue difícil conseguir plátanos pasados del viejo de Louis Pirossa porque había gran demanda de ellos. Y después ocurrió un suceso que entristeció a todo el vecindario: la derrota de Joe Gerhardt a manos de Joey Silverstein. Este era el hijo del sastre: era un muchacho de quince o dieciséis años, bastante tranquilo y estudioso, a quien los otros chicos daban de lado por ser judío. Un día, cuando iba a entregar unos pantalones en Fillmore Place, Joe Gerhardt, que era de su edad más o menos y que se consideraba un ser superior, se dirigó a él. Cruzaron unas palabras y después Joe Gerhardt arrebató los pantalones al joven Silverstein y los tiró al arroyo. Nadie habría imaginado nunca que el joven Silverstein respondería a semejante insulto recurriendo a los puños y así, cuando lanzó un golpe a Joe Gerhardt y le acertó en plena mandíbula todo el mundo quedó desconcertado, y más que nadie el propio Joe Gerhardt. Hubo una pelea que duró unos veinte minutos y al final Joe Gerhardt quedó tirado en la acera sin poder levantarse. Acto seguido, el joven Silverstein recogió los pantalones y regresó tranquilo y orgulloso a la tienda de su padre. Nadie le dijo ni palabra. Se consideró el caso como una calamidad. ¿Quién había oído nunca hablar de que un judío diera una paliza a un gentil? Era algo inconcebible, y, sin embargo, había sucedido, en las narices de todo el mundo. Noche tras noche, sentados en el bordillo de la acera, como solíamos hacer, comentábamos la situación desde todos los puntos de vista, pero sin solución hasta que... pues, hasta que el hermano menor de Joe Gerhardt, Johnny, se exaltó tanto, que decidió zanjar la cuestión por su cuenta. Johnny, a pesar de ser más joven y más pequeño que su hermano, era tan fuerte e invencible como un joven puma. Era un representante típico de los irlandeses de las chabolas que componían el vecindario. Para desquitarse del joven Silverstein, se le ocurrió esperarlo al acecho una noche cuando saliera de la tienda y echarle la zancadilla. Cuando le echó la zancadilla aquella noche, llevaba preparadas dos piedras que escondió en sus puños y, cuando el pobre joven Silverstein cayó, se abalanzó sobre él y después con las dos piedras le cascó en las sienes. Ante su asombro, Silverstein no ofreció resistencia: ni siquiera cuando se levantó y le dio la oportunidad de ponerse de pie, se movió lo más mínimo Silverstein. Entonces Johnny se asustó y escapó corriendo. Debió de darse un susto de muerte, porque nunca más volvió: lo único que se volvió a saber de él fue que lo habían detenido en algún lugar del Oeste y lo habían metido en un reformatorio. Su madre, que era una mala puta irlandesa desaliñada y alegre, dijo que se lo tenía merecido y que pedía a Dios no volver a ponerle la vista encima. Cuando el joven Silverstein se recuperó, ya no era el mismo: la gente decía que había quedado un poco chiflado. En cambio, Joe Gerhardt volvió a adquirir preeminencia. Al parecer, había ido a ver al joven Silverstein, cuando éste estaba en cama, y le había pedido perdón de todo corazón. Aquél fue un acto de tal delicadeza, de tal elegancia, que se consideró a Joe Gerhardt casi como un caballero andante: el primero y único caballero del barrio. Era una palabra que nunca se había usado entre nosotros y ahora estaba en boca de todo el mundo y se consideraba una distinción ser un caballero. Recuerdo que aquella repentina transformación del derrotado Joe Gerhardt en un caballero me causó profunda impresión. Unos años después, cuando me trasladé a otro barrio y conocí a Claude de Lorraine, un muchacho francés, estaba preparado para entender y aceptar a «un caballero». Aquel Claude era un muchacho como no había conocido nunca antes. En el barrio anterior lo habrían considerado un mariquita: en primer lugar, hablaba demasiado bien, demasiado correctamente, demasiado educadamente, y, además, era demasiado considerado, demasiado cortés, demasiado galante. Y luego que, estando jugando con él, oírle ponerse a hablar francés, cuando llegaba su padre o su madre, nos producía algo así como un sobresalto. Alemán ya lo habíamos oído hablar y hablar alemán era una trasgresión permisible, pero, ¡francés! Pero, bueno, si hablar francés o incluso entenderlo, era ser completamente distinto, completamente aristocrático, infecto,