Trópico de Capricornio (7 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Personna non grata!
¡Joder, qué claro lo veo ahora! No había dónde escoger: tenía que tomar lo que había a mano y aprender a apreciarlo. Tenía que aprender a vivir con la escoria, a nadar como una rata de alcantarilla o ahogarme. Si optas por incorporarte al rebaño, eres inmune. Para que te acepten y te aprecien, tienes que anularte, volverte indistinguible del rebaño. Puedes soñar, si sueñas lo mismo que él. Pero si sueñas algo diferente, no estás en América, no eres un americano de América, sino un hotentote de África, o un calmuco, o un chimpancé. En cuanto tienes ideas «diferentes», dejas de ser americano. Y en cuanto te vuelves algo diferente, te encuentras en Alaska o en la Isla de Pascua o en Islandia.

¿Digo esto con rencor, con envidia, con mala intención? Quizá. Quizá. Siento no haber podido llegar a ser americano. Quizá. Con mi fervor actual, que es también
americano,
estoy a punto de dar a luz a un edificio monstruoso, un rascacielos, que indudablemente durará hasta mucho después de que hayan desaparecido los demás rascacielos, pero que desaparecerá también cuando lo que lo produjo desaparezca. Todo lo americano desaparecerá algún día, más completamente que lo griego, o lo romano, o lo egipcio. Esta es
una
de las ideas que me hizo salir de la cálida y cómoda corriente sanguínea en que en un tiempo pastábamos en paz todos como búfalos. Una idea que me ha causado pena infinita, pues no pertenecer a algo duradero es la peor de las agonías. Pero no soy un búfalo ni deseo serlo. Ni siquiera soy un
búfalo espiritual.
Me he escabullido para reincorporarme a una corriente de conciencia más antigua, una raza anterior a la de los búfalos, una raza que sobrevivirá al búfalo.

Todas las cosas, todos los objetos animados o inanimados que son
diferentes
están veteados de rasgos indelebles. Lo que yo soy es indeleble, porque es diferente. Esto es un rascacielos, como he dicho, pero es
diferente
de los rascacielos habituales
a l'américaine.
En este rascacielos no hay ascensores ni ventanas del piso setenta y tres desde las que tirarse. Si te cansas de subir, es que estás de malas. No hay directorio en el vestíbulo principal. Si buscas a alguien, tendrás que buscar. Si quieres una bebida, tendrás que salir a buscarla; no hay despacho de bebidas en este edificio ni estancos ni cabinas telefónicas. ¡Todos los demás rascacielos tienen lo que desees! Este sólo contiene lo que
yo
deseo, lo que a mí me gusta. Y en algún lugar de este rascacielo está Valeska, y ya llegaremos a ella cuando el ánimo me mueva a hacerlo. Por el momento se encuentra bien, Valeska, teniendo en cuenta que está a dos metros bajo tierra y a estas alturas quizá completamente agujereada por los gusanos. Cuando existía en carne y hueso, también estaba agujereada por los gusanos humanos, que no tienen respeto a nada que tenga un tono diferente, un olor diferente.

Lo triste en el caso de Valeska era que tenía sangre negra en las venas. Era deprimente para todos los que la rodeaban. Te hacía advertirlo, quisieras o no. La sangre negra, como digo, y el hecho de que su madre fuese una ramera. La madre era blanca, naturalmente. Quien fuera el padre nadie lo sabía, ni siquiera la propia Valeska.

Todo iba de primera hasta el día en que a un entrometido judío de la oficina del vicepresidente le dio por espiarla. Se sintió horrorizado, según me comunicó confidencialmente, ante la idea de que yo hubiera contratado como secretaria mía a una negra. Por la forma como hablaba parecía que pudiese contaminar a los repartidores. El día siguiente me llamaron la atención. Era exactamente como si hubiera cometido un sacrilegio. Desde luego, fingí no haber observado nada extraño en ella, excepto que era extraordinariamente inteligente y competente. Por último, el presidente en persona tomó cartas en el asunto. Celebró una entrevista con ella en la que muy diplomáticamente propuso darle un puesto mejor en La Habana. No dijo nada de la mácula del color. Simplemente, que sus servicios habían sido extraordinarios y que les gustaría ascenderla... a La Habana. Valeska volvió a la oficina hecha una furia. Cuando estaba furiosa, era magnífica. Dijo que no se movería de allí. Steve Romero y Hymie estaban presentes y fuimos a cenar juntos. Durante la noche nos pusimos un poco piripis y a Valeska se le soltó la lengua. Camino de casa me dijo que no se iba a dar por vencida; quería saber si eso pondría en peligro mi empleo. Le dije tranquilamente que, si la despedían, yo también me iría. Hizo como que no me creía al principio. Le dije que hablaba en serio, que no me importaba lo que ocurriera. Pareció exageradamente impresionada; me cogió las dos manos y las retuvo muy cariñosamente, mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

Aquello fue el comienzo de la historia. Creo que fue el día siguiente mismo cuando le pasé una nota en la que decía que estaba loco por ella. Leyó la nota sentada enfrente de mí y, cuando acabó, me miró directamente a los ojos y dijo que no lo creía. Pero volvimos a ir a cenar aquella noche y tomamos más copas y bailamos y, mientras bailábamos, se apretaba contra mí lascivamente. Quiso la suerte que fuera la época en que mi mujer se disponía a abortar otra vez. Se lo estaba contando a Valeska, mientras bailábamos. Camino de casa, dijo de repente: «¿Me dejas que te preste cien dólares?» La noche siguiente la llevé a cenar a casa para que le entregara los cien dólares a mi mujer. Me asombró lo bien que se llevaban las dos. Antes de que acabase la velada, quedamos en que Valeska vendría a casa el día del aborto para cuidar a la niña. Llegó el día y di permiso por la tarde a Valeska. Aproximadamente una hora después de que se hubiera marchado, decidí de repente tomarme la tarde libre también. Me dirigí al teatro de la Calle 14, donde ponían una revista. Cuando me faltaba una manzana para llegar al teatro, cambié de idea de pronto. Sencillamente, pensé que, si pasaba algo —si mi mujer la diñaba—, me remordería la conciencia por haber pasado la tarde viendo una revista. Paseé un poco, entré y salí vanas veces de la sala de juegos y después me dirigí a casa.

Es extraño cómo salen las cosas. Estaba intentando distraer a la niña, cuando recordé de repente un truco que mi abuelo me había enseñado, cuando yo era niño. Coger las fichas de dominó y hacer acorazados altos con ellas; después tirar despacito del mantel sobre el que flotan los acorazados hasta que llegue al borde de la mesa, momento en que das un rápido tirón repentino y caen al suelo. Repetimos el juego una y mil veces, los tres, hasta que a la niña le entró tanto sueño, que se fue tambaleándose a la habitación de al lado y se quedó dormida. Las fichas estaban tiradas por el suelo y el mantel también. De pronto, sin saber cómo, Valeska estaba reclinada contra la mesa, metiéndome la lengua hasta la garganta y yo le estaba metiendo mano entre las piernas. Al tumbarla sobre la mesa, me enroscó con las piernas. Sentí una de las fichas bajo el pie, parte de la flota que habíamos destruido una docena de veces o más. Pensé en mi abuelo sentado en el banco, en cómo había advertido a mi madre un día que yo era demasiado joven para leer tanto, en su mirada pensativa mientras apretaba la plancha caliente contra la costura húmeda de una chaqueta; pensé en el ataque de los Rough Riders contra San Juan Hill, en la imagen de Teddy cargando a la cabeza de sus voluntarios que aparecía en el voluminoso libro que solía yo leer junto a su banco; pensé en el acorazado Maine que flotaba sobre mi cama en el cuartito de la ventana enrejada, y en el almirante Sewey y en Schley y en Sansón; pensé en el viaje a los astilleros que nunca llegué a hacer porque en camino mi padre recordó de repente que teníamos que ir a ver al médico aquella tarde y, cuando salí de la consulta del médico, había perdido las amígdalas y la fe en los seres humanos... Apenas habíamos acabado, cuando sonó el timbre y era mi mujer que volvía del matadero. Todavía iba abrochándome la bragueta, cuando atravesé el vestíbulo para abrir la puerta. Venía blanca como la cal. Parecía como si no fuera a poder pasar nunca más por otro trance semejante. La acostamos y después recogimos las fichas de dominó y volvimos a colocar el mantel sobre la mesa. La otra noche en un
bistrot,
yendo hacia el retrete, pasé por casualidad por delante de dos viejos que jugaban al dominó. Tuve que detenerme un momento y coger una ficha. Al sentirla en la mano, recordé inmediatamente los acorazados, el ruido que hacían al caer al suelo. Y, con los acorazados, la pérdida de las amígdalas y de mi fe en los seres humanos. De modo que, cada vez que pasaba por el Puente de Brooklin y miraba hacia abajo, hacia los astilleros, tenía la impresión de que se me caían las tripas. Allí arriba, suspendido entre las orillas, tenía siempre la impresión de estar colgado sobre un vacío; allí arriba todo lo que me había ocurrido alguna vez parecía irreal, y peor que eso:
innecesario.
En lugar de unirme a la vida, a los hombres, a la actividad de los hombres, el puente parecía romper todos los vínculos. Daba igual que me dirigiera hacia una orilla o hacia la otra: a ambos lados estaba el infierno. Sin saber cómo, había conseguido romper mi vinculación con el mundo que estaban creando las manos y las mentes humanas. Quizás estuviera en lo cierto mi abuelo, tal vez me hubiesen echado a perder desde el principio los libros que leía. Pero hace siglos que los libros no me llaman la atención. Hace ya mucho tiempo que casi he dejado de leer. Pero el vicio persiste. Ahora las personas son libros para mí. Las leo desde la primera página hasta la última y después las dejo de lado. Las devoro, una tras otra. Y cuanto
más
leo, más insaciable me vuelvo. No podía haber fin, y no lo hubo, hasta que no empezara a formarse dentro de mí un puente que me volviese a unir a la corriente de la vida, de la que me habían separado siendo niño.

Una sensación terrible de desolación se cernió sobre mí durante años. Si creyera en los astros, tendría que creer en que estaba completamente sometido al dominio de Saturno. Todo lo que me sucedió ocurrió demasiado tarde como para significar mucho para mí. Así ocurrió incluso con mi nacimiento. Estaba previsto para Navidad, pero nací con un retraso de media hora. Siempre me pareció que estaba destinado a ser la clase de individuo que se está destinado a ser por haber nacido el 25 de diciembre. El almirante Dewey nació ese día y también Jesucristo... quizá también Krishnamurti, que yo sepa. El caso es que me retuvo en sus garras como un pulpo, salí con otra configuración: en otras palabras, con una disposición desfavorable. Dicen —me refiero a los astrólogos— que las cosas irán mejorando para mí con el paso del tiempo; de hecho, el futuro ha de ser bastante espléndido. Pero, ¿qué me importa el futuro? Habría sido mejor que mi madre hubiera tropezado en la escalera la mañana del 25 de diciembre y se hubiese roto el pescuezo: ¡eso me habría proporcionado un buen comienzo! Así, pues, cuando intento pensar dónde se produjo la ruptura, voy retrocediendo cada vez más, hasta que no queda más remedio que explicarla por el retraso en la hora de nacimiento. Hasta mi madre, con su lengua viperina, pareció entenderlo en cierto modo. «¡Siempre a remolque, como la cola de una vaca!»: así era como me caracterizaba. Pero, ¿acaso es culpa mía que me retuviera encerrado en su seno hasta que hubiese pasado la hora? El destino me había preparado para ser determinada persona; los astros estaban en la conjunción correcta y yo coincidía con los astros y daba patadas por salir. Pero no pude escoger a la madre que me iba a dar a luz. Quizá tuve suerte por no nacer idiota, si consideramos las circunstancias. No obstante, una cosa parece clara —y es una secuela del día 25 — : que nací con un complejo de crucifixión. Es decir, para ser precisos, que nací fanático.
¡Fanático!
Recuerdo que desde la más tierna infancia me espetaban esa palabra. Sobre todo, mis padres. ¿Qué es un fanático? Alguien que cree apasionadamente y actúa desesperadamente en función de lo que cree. Yo siempre creía en algo y, por eso, me metía en líos. Cuantos más palmetazos me daban, más firmemente creía.
Creía...
¡y el resto del mundo, no! Si se tratara exclusivamente de recibir castigo, uno podría seguir creyendo hasta el final; pero la actitud del mundo es mucho más insidiosa. En lugar de castigarte, va minándote, excavándote, quitándote el terreno bajo los pies. No es ni siquiera traición, a lo que me refiero. La traición es comprensible y resistible. No, es algo peor, algo más bajo que la traición. Es un negativismo que te hace fracasar por intentar abarcar demasiado. Te pasas la vida consumiendo energía en intentar recuperar el equilibrio. Eres presa de un vértigo espiritual, te tambaleas al borde del precipicio, se te ponen los pelos de punta, no puedes creer que bajo tus pies haya un abismo insondable. Se debe a un exceso de entusiasmo, a un deseo apasionado de abrazar a la gente, de mostrarles tu amor. Cuanto más tiendes los brazos hacia el mundo, más se retira. Nadie quiere amor auténtico, odio auténtico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso es algo que sólo debe hacer el sacerdote en la hora del sacrificio. Mientras vives, mientras la sangre está todavía caliente, tienes que fingir que no existen cosas como la sangre y el esqueleto por debajo de la envoltura de la carne.
¡Prohibido pisar el césped!
Ese es el lema de acuerdo con el cual vive la gente.

Si sigues manteniendo el equilibrio así al borde del abismo el tiempo suficiente, adquieres una gran destreza: te empujen del lado que te empujen, siempre recuperas el equilibrio. Al estar siempre en forma, adquieres una alegría feroz, una alegría que no es natural, podríamos decir. En el mundo actual sólo hay dos pueblos que entienden el significado de esta declaración: los judíos y los chinos. Si da la casualidad de que no perteneces a ninguno de los dos, te encuentras en un apuro extraño. Siempre te ríes cuando no debes; te consideran cruel y despiadado, cuando, en, realidad, eres simplemente resistente y duradero. Pero, si te ríes cuando los otros ríen y lloras cuando los otros lloran, en ese caso tienes que prepararte para morir como ellos mueren y para vivir como ellos viven. Eso significa estar en lo cierto y llevar la peor parte al mismo tiempo. Significa estar muerto, cuando estás vivo, y estar vivo sólo cuando estás muerto. En esa compañía el mundo siempre presenta un aspecto normal, aunque en las condiciones más anormales. Nada es cierto ni falso, el pensamiento es el que hace que lo sea. Y cuando te empujan más allá del límite, tus pensamientos te acompañan y no te sirven de nada.

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