Trópico de Capricornio (4 page)

Read Trópico de Capricornio Online

Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Además de Hymie y McGovern, tenía de ayudantes a dos bellas rubias que muchas noches nos acompañaban a cenar. Y también estaba O'Mara, un antiguo amigo mío que acababa de regresar de Filipinas y a quien nombré mi ayudante principal. También estaba Steve Romero, un peso pesado a quien tenía por allí por si hubiera camorra. Y O'Rourke, el detective de la empresa, que se presentaba ante mí al final del día, cuando empezaba su trabajo. Por último, añadí otro hombre al equipo: Kronski, un joven estudiante de medicina, que estaba diabólicamente interesado en los casos patológicos, de los cuales teníamos para dar y tomar. Eramos un equipo alegre, unido por el deseo de joder a la empresa a toda costa. Y, al tiempo que jodiamos a la empresa, jodiamos todo lo que se pusiera a tiro, salvo O'Rourke, pues éste tenía que conservar su dignidad y, además, padecía de la próstata y había perdido completamente el interés por follar. Pero O'Rourke era quien con frecuencia nos invitaba a cenar por la noche y a él era también a quien recurríamos, cuando estábamos en apuros.

Así estaban las cosas en Sunset Place después de que hubieran pasado dos años. Me encontraba saturado de humanidad, con experiencias de una y otra clase. En los momentos de serenidad, tomaba notas que tenía intención de usar más adelante, en caso de que alguna vez tuviera oportunidad de contar mis experiencias. Esperaba un momento de respiro. Y después, por casualidad, un día que me habían echado una reprimenda por alguna negligencia injustificable, el vicepresidente dejó caer una frase que se me quedó atrancada en el buche. Había dicho que le gustaría ver a alguien escribir un libro del género de los de Horatio Alger sobre los repartidores de telegramas; dio a entender que quizá podría ser yo la persona indicada para hacerlo. Me puse furioso al pensar en lo cretino que era y al mismo tiempo me sentí encantado porque, en secreto, deseaba ardientemente decir las verdades y desahogarme. Pensé para mis adentros: «Espera, cacho gilipollas, espera a que me desahogue... y verás qué libro del género de Horatio Alger te voy a dar... ¡espera
y
verás!» Cuando salí de su despacho, mi cabeza era un torbellino. Veía el ejército de hombres, mujeres y niños que había pasado por mis manos, los veía llorar, rogar, suplicar, implorar, maldecir, escupir, echar rayos, amenazar. Veía las huellas que dejaban en las carreteras, los veía tumbados en el suelo en los trenes de carga, veía a los padres vestidos con harapos, la carbonera vacía, el agua de la pila derramándose, las paredes rezumando y entre las frías perlas del rezumadero las cucarachas corriendo como locas; los veía moverse renqueando como gusanos contrahechos o caer de espaldas presas de un frenesí epiléptico, con la boca crispada, los labios derramando saliva, las piernas retorcidas, veía las paredes ceder y la peste salir a borbotones como un fluido alado, y los superiores, con su lógica de hierro, esperando que pasara, esperando que todo quedase recompuesto, esperando, esperando, tranquilos, satisfechos, con grandes puros en la boca y los pies sobre el escritorio, diciendo que se trataba de un desorden momentáneo. Veía al personaje de Horatio Alger, el sueño de una América enferma, ascendiendo cada vez más alto, primero repartidor de telegramas, después telegrafista, luego gerente, después jefe, luego inspector, después vicepresidente, luego presidente, después magnate de un consorcio, luego rey de la cerveza, después señor de todas las Américas, dios del dinero, dios de dioses, barro de barro, nulidad en la cima, un cero con noventa y siete mil decimales a cada lado. «Cacho cabrones», me decía para mis adentros, «os voy a dar el retrato de doce hombres insignificantes, ceros sin decimales, cifras, dígitos, los doce gusanos indestructibles que están excavando la base de vuestro podrido edificio. Os voy a presentar a Horatio Alger con el aspecto que ofrece el día después del Apocalipsis, cuando el hedor ha desaparecido».

Habían acudido a mí desde todos los confines de la tierra en busca de auxilio. Salvo los primitivos, no había raza que no estuviera representada en el cuerpo. Excepto los ainos, los maoríes, los papúes, los vedas, los lapones, los zulúes, los patagones, los igorrotes, los hotentotes, los tuaregs, excepto los tasmanos, los desaparecidos hombres de Grimaldi, los desaparecidos atlantes, tenía un representante de casi todas las especies bajo el sol. Tenía dos hermanos que todavía eran adoradores del sol, dos nestorianos procedentes del antiguo mundo asirio; tenía dos gemelos malteses procedentes de Malta y un descendiente de los mayas del Yucatán; tenía algunos de nuestros hermanitos morenos de las Filipinas y algunos etíopes de Abisinia; tenía hombres procedentes de las pampas de Argentina y vaqueros extraviados de Montana; tenía griegos, polacos, croatas, eslovenos, rutenos, checos, españoles, galeses, fineses, suecos, rusos, daneses, mexicanos, puertorriqueños, cubanos, uruguayos, brasileños, australianos, persas, japoneses, chinos, javaneses, egipcios, africanos de Costa de Oro y de Costa de Marfil, hindúes, armenios, turcos árabes, alemanes, irlandeses, ingleses, canadienses... y multitud de italianos y de judíos. Sólo recuerdo haber tenido un francés y duró unas tres horas. Tuve algunos indios americanos, la mayoría cherokees, pero no tibetanos ni esquimales: vi nombres que nunca podría haber imaginado y caligrafías que iban desde la cuneiforme hasta la compleja y asombrosamente bella de los chinos. Oí pedir trabajo a hombres que habían sido egiptólogos, botánicos, cirujanos, buscadores de oro, profesores de lenguas orientales, músicos, ingenieros, médicos, astrónomos, antropólogos, químicos, matemáticos, alcaldes de ciudades y gobernadores de estados, guardianes de prisiones, vaqueros, leñadores, marineros, piratas de ostras, estibadores, remachadores, dentistas, cirujanos, ejecutores de abortos, pintores, escultores, fontaneros, arquitectos, traficantes de drogas, tratantes de blancas, buzos, deshollinadores, labradores, vendedores de ropa, tramperos, guardas de faros, chulos de putas, concejales, senadores, todos los puñeteros oficios que existen bajo el sol, y todos ellos sin blanca, pidiendo trabajo, cigarrillos, un billete de metro,
¡una oportunidad, Dios Todopoderoso, tan sólo otra oportunidad!
Vi y llegué a conocer a hombres que eran santos, si es que existen santos en este mundo; vi y hablé con sabios, crapulosos y no crapulosos; escuché a hombres que llevaban el fuego divino en las entrañas, que podían haber convencido a Dios Todopoderoso de que eran dignos de otra oportunidad, pero no al vicepresidente de la Compañía Telegráfica Cosmococo. Estaba sentado, clavado a mi escritorio, y viajaba por todo el mundo a la velocidad de un relámpago, y descubrí que en todas partes ocurre lo mismo: hambre, humillación, ignorancia, vicio, codicia, extorsión, trapacería, tortura, despotismo: la inhumanidad del hombre para con el hombre: las cadenas, los arneses, el dogal, la brida, el látigo, las espuelas. Cuanto mayor es la calidad de un hombre, en peores condiciones está. Hombres que caminaban por las calles de Nueva York con aquel maldito traje degradante, los despreciados, los más viles de los viles, que caminaban como alces, como pingüinos, como bueyes, como focas amaestradas, como asnos pacientes, como jumentos enormes, como gorilas locos, como maniáticos dóciles mordisqueando el cebo colgado, como ratones bailando un vals, como cobayas, como ardillas, como conejos, y muchos, muchos de ellos estaban capacitados para gobernar el mundo, para escribir el mejor libro jamás escrito. Cuando pienso en algunos de los persas, los hindúes, los árabes que conocí, cuando pienso en el carácter de que daban muestras, en su gracia, en su ternura, en su inteligencia, en
su santidad,
escupo a los conquistadores blancos, los degenerados británicos, los testarudos alemanes, los relamidos y presumidos franceses. La tierra es un gran ser sensible, un planeta saturado por completo con el hombre, un planeta vivo que se expresa balbuceando y tartamudeando; no es la patria de la raza blanca ni de la raza negra ni de la raza amarilla ni de la desaparecida raza azul, sino la patria del
hombre y
todos los hombres son iguales ante Dios y tendrán su oportunidad, si no ahora, dentro de un millón de años. Nuestros hermanitos morenos de las Filipinas pueden volver a florecer un día y también los indios asesinados del América del Norte y del Sur pueden revivir un día para cabalgar por las llanuras donde ahora se alzan las ciudades vomitando fuego y pestilencia. ¿Quién dirá la última palabra?
¡El hombre!
La tierra es suya porque él
es
la tierra, su fuego, su agua, su aire, su materia mineral y vegetal, su espíritu de todos los planetas, que se transforma gracias a él, mediante signos y símbolos incesantes, mediante manifestaciones interminables. Esperad, vosotros, mierdas telegráfico-cosmocócicos, demonios encumbrados que estáis esperando a que reparen las cañerías, esperad, asquerosos conquistadores blancos que habéis mancillado la tierra con vuestras pezuñas hendidas, vuestros instrumentos, vuestras armas, vuestros gérmenes mórbidos, esperad, todos los que nadáis en la abundancia contando vuestras monedas, todavía no ha sonado la última hora. El último hombre dirá lo que tenga que decir antes de que todo acabe. Habrá que hacer justicia hasta la última molécula sensible...
¡y se hará!
Nadie dejará de recibir su merecido, y menos que nadie vosotros, los mierdas cosmocócicos de Norteamérica.

Cuando llegó el momento de tomar las vacaciones —¡estaba tan deseoso de contribuir al éxito de la empresa, que no las había tomado desde hacía tres años! — , me tomé tres semanas en lugar de dos y escribí el libro sobre los doce hombrecillos. Lo escribí de una sentada, cinco, siete, a veces ocho mil palabras al día. Pensaba que, para ser escritor, había que producir por lo menos cinco mil palabras al día. Pensaba que había que decir todo de una vez —en un libro— y después desplomarse. No sabía ni papa del oficio de escritor. Estaba cagado de miedo. Pero estaba decidido a borrar a Horatio Alger de la conciencia norteamericana. Supongo que era el peor libro que jamás haya escrito un hombre. Era un volumen colosal y defectuoso del principio al fin. Pero era mi primer libro y estaba enamorado de él. Si hubiera tenido el dinero, como Gide, lo habría publicado a mis expensas. Si hubiese tenido tanto valor como Whitman, habría ido vendiéndolo de puerta en puerta. Todas las personas a las que se lo enseñé dijeron que era espantoso. Me recomendaron que renunciara a la idea de escribir. Tenía que aprender, como Balzac, que hay que escribir volúmenes y volúmenes antes de firmar con el propio nombre. Tenía que aprender, y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no hacer otra cosa que escribir, que tienes que escribir y escribir y escribir, aun cuando nadie crea en ti. Quizá lo hagas precisamente porque nadie cree en ti, quizás el auténtico secreto radique en hacer creer a la gente. Que el libro fuera inadecuado, defectuoso, malo, espantoso, como decían, era más que natural. Estaba intentando al principio lo que un genio no habría emprendido hasta el final. Quería decir la última palabra al principio. Era absurdo y patético. Fue una derrota aplastante, pero me reforzó la espina dorsal con hierro y la sangre con azufre. Por lo menos supe lo que era fracasar. Supe lo que era intentar algo grande. Hoy, cuando pienso en las circunstancias en las que escribí el libro, cuando pienso en la abrumadora cantidad de material a que intenté dar forma, cuando pienso en lo que intenté realizar, me doy palmaditas en la espalda, me pongo un diez. Estoy orgulloso de que resultara un fracaso lamentable; si lo hubiese logrado, habría sido un monstruo. A veces, cuando miro simplemente los nombres de aquellos sobre quienes pensaba escribir, siento vértigo. Cada uno de ellos llegaba hasta mí con un mundo propio; llegaba hasta mí y lo descargaba sobre mi escritorio; esperaba que yo lo recogiera y me lo pusiese sobre los hombros. No tenía tiempo de crear un mundo mío propio: tenía que permanecer fijo como Atlas, con los pies en el lomo del elefante y el elefante sobre el lomo de la tortuga. Preguntarse sobre qué descansaba la tortuga sería volverse loco.

En aquella época no me atrevía a pensar en otra cosa que en los hechos». Para penetrar bajo los hechos, tendría que haber sido un artista, y no se llega a ser artista de la noche a la mañana. Primero tienes que verte aplastado, ver destruidos tus puntos de vista contradictorios. Tienes que verte borrado del mapa como ser humano para renacer como individuo. Tienes que verte carbonizado y mineralizado para elevarte a partir del último común denominador del yo. Tienes que superar la compasión para sentir desde las raíces mismas de tu ser. No se puede hacer un nuevo cielo y una nueva tierra con «hechos». No hay «hechos»: sólo existe
el hecho
de que el hombre, cualquier hombre, en cualquier parte del mundo, va camino de la ordenación. Unos hombres toman el camino más largo y otros el más corto. Todos los hombres desarrollan su destino a su modo v nadie puede prestar otra ayuda que la de mostrarse amable, generoso y paciente. Por mi entusiasmo, en aquella época me resultaban inexplicables ciertas cosas que ahora veo con claridad. Pienso, por ejemplo, en Carnahan, uno de los doce hombrecillos sobre los que decidí escribir. Era lo que se dice un repartidor modélico. Estaba licenciado por una de las universidades más importantes, tenía una inteligencia sólida y un carácter ejemplar. Trabajaba dieciocho y veinte horas al día y ganaba más que ningún otro repartidor del cuerpo. Los clientes a los que servía escribían cartas para ponerlo por las nubes; le ofrecían buenos puestos que rechazaba por una u otra razón. Vivía frugalmente y enviaba la mayor parte de su sueldo a su esposa e hijos que vivían en otra ciudad. Tenía dos vicios: la bebida y el deseo de triunfar. Podía pasarse un año sin beber, pero si tomaba un traguito, no podía parar. Por dos veces había ganado una fortuna en Wall Street y, aun así, antes de acudir a mí en busca de trabajo, no había pasado de sacristán de la iglesia de un pueblecito. Lo habían despedido de ese empleo porque se había puesto a beber el vino sacramental y se había pasado la noche tocando las campanas. Era honrado, sincero, formal. Yo tenía confianza implícita en él y su hoja de servicios sin tacha demostró que no me había equivocado. No obstante, disparó a su mujer y a sus hijos a sangre fría y después se disparó a sí mismo. Afortunadamente, ninguno de ellos murió; estuvieron internados todos ellos en el mismo hospital y se recuperaron. Después de que lo hubieran trasladado a la cárcel, fui a ver a su mujer para obtener su ayuda. Se negó rotundamente. Dijo que era el hijo de puta más mezquino y cruel que se había echado a la cara: quería verlo colgado. Durante dos días intenté convencerla, pero se mostró inflexible. Fui a la cárcel y hablé con él a través de las rejas. Advertí que ya se había hecho popular entre las autoridades, que ya le habían concedido privilegios especiales. No estaba desanimado lo más mínimo. Al contrario, esperaba aprovechar el tiempo que pasara en la cárcel «estudiando a fondo» el arte de vender. Iba a ser el mejor vendedor de América, cuando saliese en libertad. Casi podría decir que parecía feliz. Dijo que no me preocupara por él, que se las arreglaría perfectamente. Dijo que todo el mundo se portaba fetén con él y que no tenía nada de qué quejarse. Me despedí un poco aturdido. Me fui a una playa cercana y decidí darme un baño. Veía todo con nuevos ojos. Casi me olvidé de regresar a casa, de tan absorto como había quedado en mis meditaciones sobre aquel tipo. ¿Quién podría decir que lo que le había ocurrido no había sido para su bien? Podía ser que saliera de la cárcel hecho un evangelista en lugar de un vendedor. Nadie podía predecir lo que haría. Y nadie podía ayudarle porque estaba desarrollando su destino a su manera particular. Había otro tipo, un hindú, llamado Guptal. No sólo era un modelo de buena conducta: era un santo. Sentía pasión por la flauta, que tocaba a solas en su pequeña y miserable habitación. Un día lo encontraron desnudo, con el cuello cortado de oreja a oreja, y a su lado sobre la cama estaba su flauta. En el entierro hubo doce mujeres que vertieron lágrimas apasionadas... incluida la esposa del conserje que lo había asesinado. Podría escribir un libro sobre aquel joven que fue el hombre más bondadoso y santo que he conocido, que nunca había ofendido a nadie ni había cogido nunca nada de nadie, pero había cometido el error capital de venir a América a propagar la paz y el amor. Otro era Dave Olinski, otro repartidor fiel, diligente, que sólo pensaba en trabajar. Tenía una debilidad fatal: hablaba demasiado. Cuando acudió a mí, ya había dado la vuelta al globo varias veces y lo que no había hecho para ganarse la vida no vale la pena contarlo. Sabía unas doce lenguas y estaba bastante orgulloso de su capacidad lingüística. Era uno de esos hombres cuya buena voluntad y entusiasmo son precisamente su ruina. Quería ayudar a todo el mundo, mostrar a todo el mundo el camino del éxito. Quería más trabajo del que podíamos darle: era un glotón del trabajo. Quizá debería haberle avisado, cuando lo envié a su oficina del East Side, que iba a trabajar en un barrio peligroso, pero afirmaba saber tanto e insistió tanto en trabajar en aquella zona (a causa de su capacidad lingüística), que no le dije nada. Pensé para mis adentros: «Muy pronto lo descubrirás por ti mismo.» Y no me equivocaba lo más mínimo, pues no pasó mucho tiempo sin que tuviera contratiempos. Un día un muchacho del barrio, un judío pendenciero, entró y pidió un impreso. Dave, el repartidor, estaba tras el mostrador. No le gustó el modo como el otro pidió el impreso. Le dijo que debía ser más educado. Se ganó un bofetón en el oído. Aquello le desató la lengua todavía más, con lo que recibió tal sopapo, que le hizo tragarse los dientes y le rompió la mandíbula por tres sitios. Ni siquiera así supo mantener cerrado el pico. Como el grandísimo imbécil que era, va a la comisaría y pone una denuncia. Una semana después, estando sentado en un banco dormitando, una pandilla de rufianes irrumpió en el local y le pegó una paliza que lo dejó hecho papilla. Le dejaron la cabeza tan molida, que los sesos parecían una tortilla. De paso, vaciaron la caja fuerte y la dejaron patas arriba. Dave murió camino del hospital. Le encontraron quinientos dólares escondidos en la punta del calcetín... Otros eran Clausen y su mujer Lena. Se presentaron juntos, cuando él solicitó el empleo. Lena llevaba un niño en los brazos y él llevaba dos pequeños de la mano. Me los envió una agencia de socorro a los necesitados. Lo contraté como repartidor nocturno para que tuviera un salario fijo. Al cabo de unos días recibí una carta suya demencial en la que me pedía disculpas por haber faltado, ya que tenía que presentarse a la comisaría por estar en libertad condicional. Después otra carta en la que decía que su mujer se había negado a acostarse con él porque no quería tener más hijos y me preguntaba si tendría la amabilidad de ir a verlos para intentar convencerla de que se acostara con él. Fui a su casa: un sótano en el barrio italiano. Parecía un manicomio. Lena estaba embarazada otra vez, de unos siete meses, y al borde de la imbecilidad. Le había dado por dormir en la azotea porque en el sótano hacía demasiado calor, y también porque no quería que él volviera a tocarla. Cuando le dije que en su estado actual daría igual, se limitó a mirarme y a sonreír con una mueca. Clausen había estado en la guerra y quizás el gas lo había dejado un poco chiflado. Dijo que le rompería la crisma, si volvía a subir a la azotea. Insinuó que dormía en ella para entenderse con el carbonero que vivía en el ático. Al oír aquello, Lena volvió a sonreír con aquella mueca triste de batracio. Clausen perdió la paciencia y le dio de repente un puntapié en el culo. Ella salió enojada y se llevó a los chavales. El le dijo que era mejor que no volviera nunca más. Entonces abrió un cajón
y sacó
un gran colt. Dijo que lo guardaba por si acaso lo necesitaba alguna vez. También me enseñó unos cuchillos y una especie de cachiporra que había hecho él mismo. Después se echó a llorar. Dijo que su mujer lo estaba poniendo en ridículo, que estaba harto de trabajar para ella, porque se acostaba con todos los vecinos. Los chicos no eran suyos, porque ya no podía hacer un niño aunque quisiera. El propio día siguiente, mientras Lena estaba en la compra, subió a los niños a la azotea y con la cachiporra que me había enseñado les rompió la crisma. Después se tiró de la azotea de cabeza. Cuando Lena llegó a casa y vio lo que había ocurrido, perdió el juicio. Tuvieron que ponerle una camisa de fuerza y llamar a una ambulancia. Otro era Schuldig, el soplón, que había pasado veinte años en la cárcel por un delito que no había cometido. Lo habían azotado casi hasta matarlo para conseguir que confesara; después el encierro incomunicado, el hambre, la tortura, la perversión, la droga. Cuando por fin lo soltaron, ya no era un ser humano. Una noche me describió sus últimos treinta días en la cárcel, la agonía de la espera a que lo soltasen. Nunca he oído nada semejante; no creía que un ser humano pudiera sobrevivir a semejante angustia. Una vez libre, le atormentaba el miedo a que pudieran obligarlo a cometer un crimen y lo volviesen a enviar a la cárcel. Se quejaba de que lo seguían, lo espiaban, iban tras él constantemente. Decía que «ellos» le estaban tentando para que hiciera cosas que no deseaba hacer. «Ellos» eran los polis que le seguían los pasos, que cobraban para volverlo a encerrar. Por la noche, cuando estaba dormido, le susurraban al oído. Se sentía impotente frente a ellos, porque primero lo hipnotizaban. A veces colocaban droga bajo su almohada, y con ella un revólver o un cuchillo. Querían que matara a algún inocente para tener una acusación más sólida contra él esa vez. Iba de mal en peor. Una noche, después de haberse paseado durante horas con un fajo de telegramas en el bolsillo, se dirigió a un poli y le pidió que lo encerrara. No podía recordar su nombre ni su dirección ni la oficina siquiera para la que trabajaba. Había perdido su identidad completamente. Repetía sin cesar: «Soy inocente... soy inocente.» Volvieron a torturarlo mientras lo interrogaban. De repente, dio un salto y exclamó como un loco: «Confesaré... confesaré...», y acto seguido empezó a contar un crimen tras otro. Siguió así durante tres horas. De improviso, en plena confesión horripilante, se interrumpió, echó una mirada rápida a su alrededor, como quien vuelve en sí de repente, y después, con la rapidez y la fuerza de que sólo un loco puede hacer acopio, dio un salto tremendo a través de la habitación y estrelló el cráneo contra la pared de piedra... Cuento esos incidentes breve y apresuradamente a medida que me vienen a la mente; mi memoria rebosa con millares de detalles semejantes, con multitud de caras, gestos, relatos, confesiones, todos ellos entrelazados y entretejidos como la prodigiosa fachada de algún templo indio hecho no de piedra, sino de la experiencia de la carne humana, un monstruoso edificio de sueño construido enteramente con realidad y que, sin embargo, no es realidad, sino simplemente el recipiente que contiene el misterio del ser humano. Mi mente se pasea por la clínica donde por ignorancia y con buena voluntad llevé a algunos de los más jóvenes para que los curaran. No se me ocurre una imagen más evocadora para expresar la atmósfera de aquel lugar que el cuadro de El Bosco en que el mago, al modo de un dentista extrayendo un nervio en vivo, aparece representado como liberador de la locura. Todo el relumbrón y la charlatanería de nuestros especialistas científicos alcanzaba la apoteosis en la persona del afable sádico que dirigía aquella clínica con connivencia y consentimiento plenos de la ley. Era la imagen viva de Caligari, pero sin las orejas de burro. Fingiendo que entendía las secretas regulaciones de las glándulas, investido con los poderes de un monarca medieval, indiferente hacia el dolor que infligía, ignorante de todo lo que no fuera su conocimiento médico, se ponía a trabajar en el organismo humano como un fontanero en las tuberías subterráneas. Además de los venenos que introducía en el organismo del paciente, recurría a sus puños o a sus rodillas, según los casos. Cualquier cosa justificaba una «reacción». Si la víctima se mostraba letárgica, le gritaba, le daba bofetadas, le pellizcaba en el brazo, le daba puñetazos, patadas. Si, por el contrario, la víctima tenía demasiada energía, empleaba los mismos métodos, sólo que con mayor gusto. Los sentimientos del sujeto carecían de importancia para él; cualquiera que fuese la reacción que lograra obtener era simplemente una demostración o manifestación de las leyes que regulan el funcionamiento de las glándulas de secreción interna. El objetivo de su tratamiento era volver al sujeto apto para la sociedad. Pero, por deprisa que trabajara e independientemente de que tuviese éxito o no, la sociedad producía cada vez más inadaptados. Algunos de ellos lo eran tan maravillosamente, que, cuando, para obtener la reacción proverbial, les daba una enérgica bofetada, respondían con un gancho o una patada en los cojones. Era cierto, la mayoría de sus sujetos eran exactamente como los calificaba: delincuentes incipientes. El continente entero iba pendiente abajo —todavía va— y no sólo las glándulas necesitan una regulación, sino también los rodamientos de bolas, la armadura, la estructura del esqueleto, el cerebro, el cerebelo, el coxis, la laringe, el páncreas, el hígado, el intestino grueso y el intestino delgado, el corazón, los riñones, los testículos, la matriz, las trompas de Falopio, y toda la pesca. El país entero carece de ley, es violento, explosivo, demoníaco. Está en el aire, en el clima, en el paisaje ultragrandioso, en los bosques petrificados que yacen horizontalmente, en los ríos torrenciales que corroen los cañones rocosos, en las distancias supranormales, los supernos y áridos yermos, las cosechas más que florecientes, los frutos monstruosos, la mezcla de sangres quijotescas, la miscelánea de cultos, sectas, creencias, la oposición de leyes y lenguas, el carácter contradictorio de temperamentos, principios, necesidades, exigencias. El continente está lleno de violencia enterrada, de los huesos de monstruos antediluvianos y de razas humanas desaparecidas, de misterios envueltos en la fatalidad. A veces la atmósfera es tan eléctrica, que el alma se siente llamada a salir de su cuerpo y enloquece. Como la lluvia, todo llega a cántaros... o no llega. El continente entero es un volcán enorme cuyo cráter está oculto momentáneamente por un panorama conmovedor que es en parte sueño, en parte miedo, en parte desesperación. De Alaska al Yucatán es la misma historia. La Naturaleza domina, la Naturaleza triunfa. Por todos lados el mismo instinto asesino, destructivo, saqueador. Por fuera parece un pueblo recto: sano, optimista, valiente. Por dentro están llenos de gusanos. Una chispita y explotan.

Other books

The Triple Package by Amy Chua, Jed Rubenfeld
Resist (London) by Breeze, Danielle
Russka by Edward Rutherfurd
Evil Season by Michael Benson
A Treasure to Die For by Richard Houston
The Hess Cross by James Thayer
A Summer In Europe by Marilyn Brant
In the Teeth of the Evidence by Dorothy L. Sayers
Stabbing Stephanie by Evan Marshall