Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Cuando la dejé parada delante de una estación de gasolina, eran más de las doce de la noche. Tenía unos treinta y cinco centavos en el monedero. Cuando me puse en camino hacia casa, empecé a maldecir a mi mujer por lo hija de puta mezquina que era. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido a ella a quien hubiese dejado parada en la carretera sin saber adonde ir. Sabía que, cuando regresara, ni mencionaría el nombre de la muchacha.
Volví a casa y me estaba esperando. Pensé que iba a volver a armarme un escándalo. Pero no, había esperado porque había un recado importante de O'Rourke. Debía telefonearle tan pronto como llegara a casa. Sin embargo, decidí no telefonear. Decidí quitarme la ropa y acostarme. Justo cuando acababa de instalarme cómodamente en la cama, sonó el teléfono. Era O'Rourke. Había un telegrama para mí en la oficina: quería saber si debía abrirlo y leérmelo. Le dije que naturalmente que sí. El telegrama iba firmado por Mónica. Procedía de Buffalo. Decía que llegaba a la Estación Central por la mañana con el cuerpo de su madre. Le di las gracias y volví a la cama. Mi mujer no preguntó nada. Me quedé tumbado preguntándome qué hacer. Si accedía a la petición de Mónica, sería volver a empezar otra vez. Precisamente había estado agradeciendo a mi estrella que me hubiera librado de Mónica. Y ahora volvía con el cadáver de su madre. Lágrimas y reconciliación. No, no me gustaba aquella perspectiva. Suponiendo que no me presentase, ¿qué pasaría? Siempre habría alguien para hacerse cargo de un cadáver. Sobre todo, si la desconsolada hija era una atractiva joven rubia de vivaces ojos azules. Me pregunté si volvería a su trabajo en el restaurante. Si no hubiera sabido griego y latín, nunca habría hecho buenas migas con ella. Pero mi curiosidad pudo más. Y, además, era tan tremendamente pobre, que también eso me conmovió. Quizá no habría estado mal del todo, si no le hubiesen olido las manos a grasa. Eso era lo que echaba a perder su encanto: sus manos grasientas. Recuerdo la primera noche que la conocí y que fuimos a pasear por el parque. Tenía un aspecto encantador, y era despierta e inteligente. Era la época en que se llevaban las faldas cortas y a ella le favorecía especialmente. Solía ir al restaurante noche tras noche simplemente para verla moverse de un lado para otro, verla inclinarse para servir o agacharse para recoger un tenedor. Y a las bonitas piernas y los ojos hechiceros había que sumar una parrafada maravillosa sobre Homero; al cerdo y al
sauerkraut,
un verso de Safo, las conjugaciones latinas, las odas de Píndaro; al postre, quizá los
Rubaiyat
o
Cynara.
Pero las manos grasientas y la cama desaliñada de la pensión de enfrente del mercado... ¡pufff!... me daban náuseas. Cuanto más la rehuía, más se apegaba a mí. Cartas de amor de diez páginas con notas al pie sobre
Así hablaba Zaratustra.
Y después un silencio repentino, del que me felicité de corazón. No, no podía hacerme a la idea de ir a la Estación Central por la mañana. Me di la vuelta y me quedé profundamente dormido. Por la mañana pediría a mi mujer que telefoneara a la oficina y dijese que estaba enfermo. Ya hacía más de una semana que no caía enfermo: ya era hora de volver a estarlo.
Al mediodía encontré a Kronski esperándome delante de la oficina. Quería que comiera con él: deseaba presentarme a una muchacha egipcia. La muchacha resultó ser judía, pero procedía de Egipto y parecía egipcia. Estaba buenísima y los dos nos pusimos a trabajarla a la vez. Como había dicho que estaba enfermo, decidí no volver a la oficina, sino dar un paseo por el East Side. Kronski volvería para sustituirme. Dimos la mano a la muchacha y nos fuimos cada uno por nuestro camino. Me dirigí hacia el río, donde hacía más fresco, y casi al instante me olvidé de la muchacha. Me senté al borde del muelle con las piernas colgando sobre el larguero. Pasó una chalana cargada de ladrillos rojos. De repente, me vino Mónica a la memoria. Mónica llegando a la Estación Central con un cadáver. ¡Un cadáver franco de porte con destino a Nueva York! Parecía tan absurdo y ridículo, que me eché a reír. ¿Qué habría hecho con él? ¿Lo habría dejado en la consigna o en un apartadero? Seguro que estaba maldiciéndome. Me pregunté qué habría hecho si hubiera podido imaginarme sentado allí, en el muelle, con las piernas colgando sobre el larguero. Hacía calor y bochorno, a pesar de la brisa que soplaba del río. Empecé a dar cabezadas. Mientras dormitaba me vino Paulina a la memoria. La imaginé caminando por la carretera con la mano alzada. Indudablemente, era una chica valiente. Era curioso que no pareciera preocuparle quedar embarazada. Quizás estuviese tan desesperada, que le diera igual. ¡Y Balzac! Eso también era muy absurdo. ¿Por qué Balzac? Bueno, eso era asunto suyo. De cualquier modo, tendría suficiente para comer, hasta que encontrara a otro tipo. Pero, ¡que una chica así pensase en llegar a ser escritora! Bueno, ¿y por qué no? Todo el mundo tenía ilusiones de una clase o de otra. También Mónica quería ser escritora. Todo el mundo se estaba haciendo escritor. ¡Escritor! ¡Dios, qué fútil parecía!
Me adormecí... Cuando me desperté, tenía una erección. El sol parecía abrasarme justo en la bragueta. Me levanté y me lavé la cara en una fuente. Seguía haciendo el mismo calor y bochorno. El asfalto estaba blando como puré, las moscas picaban, la basura se pudría en el arroyo. Fui caminando entre las carretillas y mirando las cosas con mirada vacía. La erección persistió todo el tiempo, a pesar de que no tenía presente ningún objeto definido. Hasta que no volví a pasar por la Segunda Avenida, no recordé de repente a la judía egipcia de la comida. Recordé haberle oído decir que vivía encima del Restaurante Ruso, cerca de la Calle Doce. Seguía sin tener idea de lo que iba a hacer. Iba mirando escaparates simplemente, matando el tiempo. No obstante, los pies me iban arrastrando hacia el norte, hacia la Calle Catorce. Cuando llegué a la altura del Restaurante Ruso, me detuve un momento
y
después subí las escaleras corriendo de tres en tres. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Subí dos pisos leyendo los nombres en las puertas. Vivía en el último piso y bajo su nombre aparecía el de un hombre. Llamé suavemente. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después una voz cerca de la puerta preguntó quién era y al mismo tiempo giró el pomo de la puerta. Abrí la puerta de un empujón y entré a tientas en la habitación a oscuras. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empecé a besarla apasionadamente y a hacerle retroceder al mismo tiempo hacia el sofá que había cerca de la ventana. Susurró algo sobre que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y le hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta y saqué el canario y se lo metí. Estaba tan drogada por el sueño que era casi como manejar un autómata. También me daba cuenta de que disfrutaba con la idea de que la follaran medio dormida. Lo malo era que cada vez que la embestía, se despertaba un poco más.
Y a medida que recobraba la conciencia, se asustaba cada vez más. No sabía qué hacer para volver a dormirla sin perderme un polvo tan bueno. Conseguí tumbarla en el sofá sin perder terreno, y entonces ella estaba más cachonda que la hostia, y se retorcía como una anguila. Desde que había empezado a darle marcha, creo que no había abierto los ojos ni una vez. Yo repetía sin cesar para mis adentros: «un polvo egipcio... un polvo egipcio», y para no correrme inmediatamente, empecé a pensar en el cadáver que Mónica había traído hasta la Estación Central y en los treinta y cinco centavos que había dejado con Paulina en la carretera. Y entonces, ¡pan!, una sonora llamada en la puerta, ante lo cual abrió los ojos y me miró sumamente aterrorizada. Empecé a retirarme rápidamente, pero, ante mi sorpresa, ella me retuvo con todas sus fuerzas. «No te muevas», me susurró al oído. «¡Espera!» Se oyó otro sonoro golpe y después oí la voz de Kronski que decía: «Soy yo, Thelma... soy yo,
Izzy.»
Al oírlo, casi me eché a reír. Volvimos a colocarnos en una posición natural y, cuando cerró los ojos suavemente, se la moví dentro, despacito para no volver a despertarla. Fue uno de los polvos más maravillosos de mi vida. Creía que iba a durar eternamente. Cada vez que me sentía en peligro de irme, dejaba de moverme y me ponía a pensar: pensaba, por ejemplo, en dónde me gustaría pasar las vacaciones, en caso de que me las dieran, o pensaba en las camisas que había en el cajón de la cómoda, o en el remiendo de la alfombra del dormitorio justo al pie de la cama. Kronski seguía parado delante de la puerta: le oía cambiar de posición. Cada vez que sentía su presencia allí, le tiraba un viaje a ella de propina y, medio dormida como estaba, me respondía, divertida, como si entendiera lo que quería yo decir con aquel lenguaje de mete y saca. No me atrevía a pensar en lo que ella podría estar pensando o, si no, me habría corrido inmediatamente. A veces me aproximaba peligrosamente, pero el truco que me salvaba era pensar en Mónica y en el cadáver en la Estación Central. Aquella idea, su carácter humorístico, quiero decir, actuaba como una ducha fría. Cuando acabamos, abrió los ojos y me miró, como si fuera la primera vez que me veía. No tenía nada que decirle; mi única idea era largarme lo más rápidamente posible. Mientras nos lavábamos, vi una nota en el suelo junto a la puerta. Era de Kronski. Acababan de llevar a su esposa al hospital: quería que ella fuera a encontrarse con él en el hospital. ¡Sentí un gran alivio! Eso significaba que podía largarme sin tener que dar explicaciones inútiles.
Al día siguiente recibí una llamada de Kronski. Su mujer había muerto en el quirófano. Aquella noche fui a casa a cenar; todavía estábamos sentados a la mesa, cuando sonó el timbre. Allí estaba Kronski, a la puerta, con aspecto de estar absolutamente hundido. Siempre me resultaba difícil pronunciar palabras de condolencia; con él era absolutamente imposible. Al oír a mi mujer pronunciar sus trilladas palabras de pésame, me sentí más asqueado que nunca de ella. «¡Vamonos de aquí!», dije.
Caminamos en absoluto silencio por un rato. Al llegar a la altura del parque, entramos y nos dirigimos hacia los prados. Había una niebla espesa y no se veía nada a un metro de distancia. De repente, mientras avanzábamos a ciegas, se echó a sollozar. Me detuve y volví la cabeza a otro lado. Cuando pensé que había acabado, me di la vuelta y me lo encontré mirándome con una sonrisa extraña. «Es curioso», dijo, «lo difícil que es aceptar la muerte». Sonreí yo también en aquel momento y le eché la mano al hombro. «Sigue», dije, «di todo lo que tengas que decir. Desahógate». Reanudamos el paso, y recorrimos los prados de un extremo a otro, como si fuéramos caminando bajo el mar. La niebla se había vuelto tan espesa, que apenas podía distinguir sus facciones. Él iba hablando tranquilamente, pero como un loco. «Sabía que iba a suceder», dijo, «era demasiado bonito como para durar». La noche antes de que cayera enferma, él había tenido un sueño. Había soñado que había perdido su identidad. «Iba tambaleándome y dando vueltas en la oscuridad y pronunciando mi nombre. Recuerdo que llegué a un puente, y, al mirar el agua, me vi ahogándome. Me tiré del puente de cabeza y, cuando salí a la superficie, vi a Yetta flotando bajo el puente. Estaba muerta.» Y de repente añadió: «Estabas allí ayer cuando llamé a la puerta, ¿verdad? Sabía que estabas allí y no podía marcharme. Sabía también que Yetta estaba agonizando y quería estar con ella, pero tenía miedo de ir solo.» No dije nada y él siguió con sus divagaciones. «La primera muchacha a la que amé murió del mismo modo. Yo era un niño y no podía olvidarla. Todas las noches iba al cementerio y me sentaba junto a su tumba. La gente creía que había perdido el juicio. Ayer, cuando estaba parado ante la puerta, todo me volvió a la memoria. Volvía a estar en Trenton, en la tumba, y la hermana de la muchacha a la que amaba estaba sentada a mi lado. Ella dijo que no podía seguir así mucho tiempo, que me volvería loco. Pensé para mis adentros que realmente estaba loco y para demostrármelo a mí mismo decidí hacer alguna locura, así que le dije: "No es
a ella
a quien amo, sino a ti", y la atraje hacia mí y nos tumbamos a besarnos y, al final, me la jodí, al lado mismo de la tumba. Y creo que aquello me curó, porque nunca regresé allí y nunca más volví a pensar en ella... hasta ayer cuando estaba parado en la puerta. Si hubiera podido echarte el guante ayer, te habría estrangulado. No sé por qué me sentí así, pero me pareció que habías abierto una tumba, que estabas violando el cuerpo de la muchacha a la que yo amaba. Es una locura, ¿verdad? ¿Y por qué he venido a verte esta noche? Quizá porque me eres absolutamente indiferente... porque no eres judío y puedo hablarte... porque te importa un comino, y tienes razón... ¿Has leído
La rebelión de los ángeles?»
Acabábamos de llegar al sendero para bicicletas que rodea el parque. Las luces del bulevar nadaban en la niebla. Lo miré atentamente y vi que estaba fuera de sí. Me pregunté si podría hacerle reír. Temía también que, si se echaba a reír, no se detuviera nunca. Así que empecé a hablar de lo que saliese, de Anatole France primero, y después de otros escritores, y, por último, cuando sentí que se me escapaba, cambié de improviso al tema del general Ivolgin, y ante eso se echó a reír, pero no era risa, sino un cloqueo, un cloqueo horrible, como un gallo con la cabeza en el tajo. Fue un ataque tan violento, que tuvo que detenerse y sujetarse el vientre; le brotaban lágrimas de los ojos y entre los cloqueos dejaba escapar los sollozos más terribles y desgarradores. «Sabía que me harías sentirme mejor», dijo abruptamente, al extinguirse el último estallido. «Siempre he dicho que eres un hijo de puta loco... eres un cabrito judío tú también, sólo que no lo sabes... Ahora, dime, cabronazo, ¿qué tal te fue ayer? ¿Se la metiste? ¿No te dije que era un buen polvo? ¿Y sabes con quién está viviendo? ¡La hostia! ¡Qué suerte tuviste de que no te pescara! Está viviendo con un poeta ruso... tú también conoces a ese tipo. Te lo presenté una vez en el Café Royal. Más vale que no se entere. Te saltará la tapa de los sesos... y escribirá un bello poema y se lo enviará a ella con un ramo de flores. Sí, lo conocí en Stelton, en la colonia anarquista. Su viejo era un nihilista. Toda la familia está loca. Por cierto, más vale que te andes con cuidado. Quería decírtelo el otro día, pero no pensé que actuarías tan deprisa. Mira, puede que tenga sífilis. No estoy intentando meterte miedo. Te lo digo por tu bien...»