Trópico de Capricornio (9 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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¡Caos! ¡Un caos tremendo! No es necesario escoger un día concreto. Cualquier día de mi vida —allá, al otro lado del charco— serviría. Cualquier día de mi vida, mi minúscula, microcósmica vida, era un reflejo del caos exterior. A ver, dejadme recordar... A las siete y media sonaba el despertador. No me levantaba de la cama de un salto. Me quedaba en ella hasta las ocho y media, intentando dormir otro poco. Dormir... ¿cómo podía dormir? En el fondo de mi mente había una imagen de la oficina, a la que ya iba a llegar tarde. Ya veía a Hymie llegar a las ocho en punto, el conmutador zumbando ya con llamadas de auxilio, los solicitantes subiendo las amplias escaleras de madera, el olor intenso a alcanfor procedente del vestuario. ¿Por qué levantarse y repetir la canción y la danza de ayer? Con la misma rapidez con que los contrataba desaparecían. Me estaba dejando los cojones en el trabajo y no tenía una camisa limpia para ponerme. Los lunes mi mujer me entregaba el estipendio semanal: el dinero para los transportes y para la comida. Siempre estaba en deuda con ella y ella con el tendero, el carnicero, el casero, etcétera. No podía ni pensar en afeitarme: no había tiempo. Me ponía la camisa rota, engullía el desayuno, y le pedía prestado cinco centavos. Si ella estaba de mal humor, se los soplaba al vendedor de periódicos del metro. Llegaba a la oficina sin aliento, con una hora de retraso y doce llamadas por hacer antes de hablar siquiera con un solicitante. Mientras hago una llamada, hay otras tres llamadas que esperan respuesta. Uso dos teléfonos a la vez. El conmutador está zumbando. Hymie saca punta a sus lápices entre llamada y llamada. McGovern, el portero, está a mi lado para hacerme una advertencia sobre uno de los solicitantes, probablemente un pillo que intenta presentarse de nuevo con un nombre falso. Detrás de mí están las fichas y los registros con los nombres de todos los solicitantes que hayan pasado alguna vez por la máquina. Los malos llevan un asterisco en tinta roja; algunos de ellos tienen seis apodos detrás del nombre. Entretanto, la habitación bulle como una colmena. Apesta a sudor, pies sucios, uniformes antiguos, alcanfor, desinfectante, malos alientos. A la mitad habrá que rechazarlos: no es que no los necesitemos, sino que no nos sirven ni siquiera en las peores condiciones. El hombre que está frente a mi escritorio, parado ante la barandilla con manos de paralítico y la vista nublada, es un ex alcalde de Nueva York. Ahora tiene setenta años y aceptaría encantado cualquier cosa. Trae cartas de recomendación estupendas, pero no podemos admitir a nadie que tenga más de cuarenta y cinco años de edad. En Nueva York cuarenta y cinco es el límite. Suena el teléfono y es un secretario melifluo de la Y.M.C.A. Me pregunta si podría hacer una excepción con un muchacho que acaba de entrar en su despacho... un muchacho que ha estado en el reformatorio durante un año aproximadamente.
¿Qué hizo?
Intentó violar a su hermana. Italiano, naturalmente. O'Mara, mi ayudante, está interrogando minuciosamente a un solicitante. Sospecha que es epiléptico. Por fin, descubre lo que buscaba y, por si quedaran dudas, al muchacho le da un ataque allí mismo, en la oficina. Una de las mujeres se desmaya. Una mujer bonita con una hermosa piel en torno al cuello está intentando convencerme para que la contrate. Es una puta de pies a cabeza y sé que, si la admito, me costará caro. Quiere trabajar en determinado edificio de la parte alta de la ciudad... porque, según dice, queda cerca de su casa. Se acerca la hora de comer y empiezan a llegar algunos compañeros. Se sientan alrededor a verme trabajar, como si se tratara de una función de variedades. Llega Kronski, el estudiante de medicina; dice que uno de los muchachos que acabo de contratar tiene la enfermedad de Parkinson. He estado tan ocupado, que no he tenido tiempo de ir al retrete. O'Rourke me cuenta que todos los telegrafistas y todos los gerentes tienen hemorroides. A él le han estado dando masajes eléctricos durante los dos últimos años, pero ningún remedio surte efecto. La hora de la comida y somos seis a la mesa. Alguien tendrá que pagar por mí, como de costumbre. La engullimos y volvemos pitando. Más llamadas que hacer, más solicitantes a quienes entrevistar. El vicepresidente está armando un escándalo porque no podemos mantener el cuerpo de repartidores en el nivel normal. Todos los periódicos de Nueva York y de treinta kilómetros a la redonda publican largos anuncios pidiendo gente. Se han recorrido todas las escuelas en busca de repartidores eventuales. Se ha recurrido a todas las oficinas de caridad y sociedades de asistencia. Desaparecen como moscas. Algunos de ellos ni siquiera duran una hora. Es un molino humano. Y lo más triste es que es totalmente innecesario. Pero eso no es de mi incumbencia. Lo que me incumbe es actuar o morir, como dice Kipling. Tapo agujeros, con una víctima tras otra, mientras el teléfono suena como loco, el local apesta cada vez más, los agujeros se vuelven cada vez mayores. Cada uno de ellos es un ser humano que pide un mendrugo de pan; tengo su altura, peso, color, religión, educación, experiencia, etc. Todos los datos pasarán a un registro que se rellenará alfabéticamente y después cronológicamente. Nombres y fechas. Las huellas dactilares también, si tuviéramos tiempo. ¿Y para qué? Para que el pueblo americano disfrute de la forma de comunicación más rápida conocida, para que puedan vender sus artículos más deprisa, para que en el momento en que te caigas muerto en la calle se pueda avisar inmediatamente a tus parientes más próximos, es decir, en el plazo de una hora, a no ser que el repartidor a quien se confíe el telegrama decida abandonar el trabajo y arrojar el fajo de telegramas al cubo de la basura. Veinte millones de tarjetas de felicitación de Navidad, todas ellas para desearte Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo, de parte de los directores y el presidente y el vicepresidente de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica, y quizás el telegrama diga: «Mamá agoniza, ven en seguida», pero el empleado de la oficina está demasiado ocupado para fijarse en el mensaje y, si pones una denuncia por daños y perjuicios, daños y perjuicios espirituales, hay un departamento jurídico preparado expresamente para hacer frente a esas emergencias, de modo que puedes estar seguro de que tu madre morirá y tendrás unas Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo de todos modos. Naturalmente, despedirán al empleado y un mes después más o menos volverá a buscar trabajo de repartidor y se lo admitirá y se lo destinará al turno de noche cerca de los muelles, donde nadie lo reconocerá, y su mujer vendrá con los chavales a dar las gracias al director de personal, o quizás al propio vicepresidente, por la bondad y consideración de que ha dado muestras. Y después, un día, todo el mundo se sorprenderá al enterarse de que dicho repartidor ha robado la caja fuerte y encargarán a O'Rourke que coja el tren nocturno para Cleveland o Detroit y le siga la pista, aunque cueste diez mil dólares. Y después el vicepresidente dará la orden de que no se contrate a ningún otro judío, pero al cabo de tres o cuatro días aflojará un poco porque solamente vienen judíos a pedir trabajo.

Y como las cosas se están poniendo tan difíciles y el material está escaseando más que la hostia, estoy a punto de contratar a un enano del circo y lo habría contratado, si no se hubiera deshecho en lágrimas y no me hubiese confesado que no es varón sino hembra. Y, para acabarlo de arreglar, Valeska «lo» toma bajo su protección, se «lo» lleva a casa esa noche y con el pretexto de la compasión, le hace un examen minucioso, incluida una exploración vaginal con el dedo índice de la mano derecha. Y la enana se pone muy acaramelada y, al final, muy celosa. Ha sido un día extenuante y camino de casa me tropiezo con la hermana de uno de mis amigos, que insiste en llevarme a cenar. Después de cenar, nos vamos al cine y en la oscuridad empezamos a magrearnos y, al final, las cosas llegan a tal punto, que salimos del cine y volvemos a la oficina, donde me la tiro sobre la mesa cubierta de zinc del vestuario. Y cuando llego a casa, algo después de medianoche, recibo una llamada de teléfono de Valeska, que quiere que coja el metro inmediatamente y vaya a su casa, es muy urgente. Es un trayecto de una hora y estoy muerto de cansancio, pero, como ha dicho que es urgente, me pongo en camino.

Y cuando llego, me presenta a su prima, una joven bastante atractiva, que, según ha contado, acaba de tener una aventura con un desconocido porque estaba cansada de ser virgen. ¿Y para qué me querían con tanta urgencia? Hombre, es que, con la emoción, se ha olvidado de tomar las precauciones habituales y quizás esté embarazada, y entonces, ¿qué? Querían saber qué había que hacer en mi opinión, y dije:
«Nada.»
Y entonces Valeska me lleva aparte y me pregunta si me importaría acostarme con su prima, para que fuera haciéndose, por decirlo así, y no le volviese a pasar lo mismo.

Todo aquello era una locura y estuvimos riendo los tres histéricamente y después empezamos a beber: lo único que había en la casa era Kummel y no necesitamos mucho para cogerla.

Y después la situación se volvió más disparatada porque las dos empezaron a toquetearme y ninguna de las dos dejaba hacer nada a la otra. Total, que las desnudé a las dos y las metí en la cama y se quedaron dormidas una en brazos de la otra. Y cuando salí, a eso de las cinco de la mañana, me di cuenta de que no tenía ni un centavo en el bolsillo e intenté sacarle cinco centavos a un taxista, pero no hubo manera, así que al final me quité el abrigo forrado de piel y se lo di... por cinco centavos. Cuando llegué a casa, mi mujer estaba despierta y con un cabreo de la hostia porque había tardado tanto. Tuvimos una discusión violenta y, al final, perdí los estribos y le di un guantazo y cayó al suelo y se echó a llorar y entonces se despertó la niña y, al oír llorar a mi mujer, se asustó y empezó a gritar a todo pulmón. La chavala del piso de arriba bajó corriendo a ver qué pasaba. Iba en bata y con la melena suelta por la espalda. Con la agitación se acercó a mí y pasaron cosas sin que ninguno de los dos nos lo propusiéramos. Llevamos a mi mujer a la cama con una toalla mojada sobre la frente y, mientras la chavala del piso de arriba estaba inclinada sobre ella, me quedé detrás y le levanté la bata. Se la metí y ella se quedó así largo rato diciendo un montón de tonterías para tranquilizarla. Por fin, me metí en la cama con mi mujer y, para mi total asombro, empezó a apretarse contra mí y, sin decir palabra, nos apalancamos y así nos quedamos hasta el amanecer. Debería haber estado agotado, pero, en realidad, estaba completamente despierto, y me quedé tumbado junto a ella pensando en que no iba a ir a la oficina sino a buscar a la puta de la hermosa piel con la que había estado hablando por la mañana. Después de eso, empecé a pensar en otra mujer, la esposa de uno de mis amigos que siempre se burlaba de mi indiferencia. Y luego empecé a pensar en una tras otra —todas las que había dejado pasar por una razón o por otra— hasta que por fin me quedé profundamente dormido y en pleno sueño me corrí. A las siete y media sonó el despertador, como de costumbre, y, como de costumbre, miré mi camisa rota colgada de la silla y me dije que no valía la pena y me di la vuelta. A las ocho sonó el teléfono y era Hymie. Más vale que vengas rápidamente, me dijo, porque hay huelga. Y así día tras día, sin razón alguna, excepto que el país entero estaba majareta y lo que cuento sucedía en todas partes, en mayor o menor escala, pero lo mismo en todas partes, porque todo era caos y carecía de sentido.

Así fue siempre, día tras día, durante casi cinco años completos. El continente mismo se veía asolado constantemente por ciclones, tornados, marejadas, inundaciones, sequías, ventiscas, oleadas de calor, plagas, huelgas, atracos, asesinatos, suicidios: una fiebre y un tormento continuos, una erupción, un torbellino. Yo era como un hombre sentado en un faro: debajo de mí, las olas bravías, las rocas, los arrecifes, los restos de las flotas naufragadas. Podía dar la señal de peligro, pero era impotente para prevenir la catástrofe.
Respiraba
peligro y catástrofe. A veces la sensación era tan fuerte, que me salía como fuego por las ventanas de la nariz. Anhelaba liberarme de todo aquello y, sin embargo, me sentía atraído irresistiblemente. Era violento y flemático al mismo tiempo. Era como el propio faro: seguro en medio del más turbulento mar. Debajo de mí había roca sólida, la misma plataforma de roca sobre la que se alzaban los imponentes rascacielos. Mis cimientos penetraban en la tierra profundamente y la armadura de mi cuerpo estaba hecha de acero remachado en caliente. Sobre todo, yo era un ojo, un enorme reflector que exploraba el horizonte, que giraba sin cesar, sin piedad. Ese ojo tan abierto parecía haber dejado adormecidas todas mis demás facultades; todas mis fuerzas se consumían en el esfuerzo por ver, por captar el drama del mundo.

Si anhelaba la destrucción, era simplemente para que ese ojo se extinguiera. Anhelaba un terremoto, un cataclismo de la naturaleza que precipitase el faro en el mar, deseaba una metamorfosis, la conversión en pez, en leviatán, en destructor. Quería que la tierra se abriera, que tragase todo en un bostezo absorbente. Quería ver la ciudad en el seno del mar. Quería sentarme en una cueva y leer a la luz de una vela. Quería que se extinguiera ese ojo para que tuviese ocasión de conocer mi propio cuerpo, mis propios deseos. Quería estar solo durante mil años para reflexionar sobre lo que había visto y oído...
y para olvidar.
Deseaba algo de la tierra que no fuera producto del hombre, algo absolutamente separado de lo humano, de lo cual estaba harto. Deseaba algo puramente terrestre y absolutamente despojado de idea. Quería sentir la sangre corriendo de nuevo por mis venas, aun a costa de la aniquilación. Quería expulsar la piedra y la luz de mi organismo. Deseaba la oscura fecundidad de la naturaleza, el profundo pozo de la matriz, el silencio, o bien los lamidos de las negras aguas de la muerte. Quería ser esa noche que el ojo despiadado iluminaba, una noche esmaltada de estrellas y colas de cometas. Pertenecer a la noche, tan espantosamente silenciosa, tan absolutamente incomprensible y elocuente al mismo tiempo. No volver a hablar ni a oír ni a pensar nunca más. Verme englobado y abarcado y abarcar y englobar al mismo tiempo. No más compasión, no más ternura. Ser humano sólo terrestremente, como una planta o un gusano o un arroyo. Verme desintegrado, privado de la luz y de la piedra, variable como una molécula, duradero como el átomo, despiadado como la tierra.

Aproximadamente una semana antes de que Valeska se suicidara, conocí a Mara. La semana o las dos semanas que precedieron a aquel acontecimiento fueron una auténtica pesadilla. Una serie de muertes repentinas y de encuentros extraños con mujeres. La primera fue Paulina Janowski, una judía de dieciséis o diecisiete años que no tenía hogar ni amigos ni parientes. Vino a la oficina en busca de trabajo. Era casi la hora de cerrar y no tuve valor para rechazarla de plano. No sé por qué, se me ocurrió llevarla a casa a cenar y, de ser posible, intentar convencer a mi mujer para alojarla por un tiempo. Lo que me atrajo de ella fue su pasión por Balzac. Todo el camino hasta casa fue hablándome de
Ilusiones perdidas.
El metro iba atestado e íbamos tan apretados, que daba igual de lo que habláramos porque los dos íbamos pensando en la misma cosa. Naturalmente, mi mujer se quedó estupefacta al verme a la puerta en compañía de una joven bonita. Se mostró educada y cortés con su frialdad habitual, pero en seguida comprendí que era inútil pedirle que alojara a la muchacha. Lo máximo que pudo hacer fue acompañarnos a la mesa, mientras durase la cena. En cuanto hubimos acabado, se excusó y se fue al cine. La muchacha empezó a llorar. Todavía estábamos sentados a la mesa, con los platos apilados delante de nosotros. Me acerqué a ella y la abracé. La compadecía sinceramente y no sabía qué hacer por ella. De repente, me echó los brazos al cuello y me besó apasionadamente. Estuvimos un rato así abrazándonos y después pensé que no, que era un crimen, y que, además, quizá mi mujer no se hubiera ido al cine, que tal vez volviese de un momento a otro. Dije a la chica que se calmara, que cogeríamos el tranvía y daríamos una vuelta. Vi la hucha de la niña sobre la repisa de la chimenea, la cogí, me la llevé al retrete y la vacié en silencio. Sólo había unos setenta y cinco centavos. Cogimos un tranvía y nos fuimos a la playa. Por fin, encontramos un lugar desierto y nos tumbamos en la arena. Estaba histéricamente apasionada y no quedó más remedio que hacerlo. Pensé que después me lo reprocharía, pero no lo hizo. Nos quedamos un rato allí tumbados y se puso a hablar de Balzac otra vez. Al parecer, tenía la ambición de ser escritora. Le pregunté qué iba a hacer. Dijo que no tenía la menor idea. Cuando nos levantamos para marcharnos, me pidió que la dejara en la carretera. Dijo que pensaba ir a Cleveland o a algún sitio así.

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