Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Mi amigo Kronski solía burlarse de mis «euforias». Era su forma indirecta de recordarme, cuando estaba extraordinariamente alegre, que el día siguiente me encontraría deprimido. Era cierto. Sólo tenía altibajos. Largos períodos de abatimiento y melancolía seguidos de extravagantes estallidos de júbilo, de inspiración parecida al estado de trance. Nunca un nivel en que fuera yo mismo. Parece extraño decirlo, pero nunca era yo mismo. Era o bien anónimo o bien la persona llamada Henry Miller elevada a la
enésima
potencia. En este último talante, por ejemplo, podía contar a Hymie todo un libro, mientras íbamos en el tranvía, a Hymie, que nunca sospechó que yo fuera otra cosa que un buen jefe de personal. Parece que estoy viendo sus ojos ahora, mirándome una noche en que estaba en uno de mis estados de «euforia». Habíamos cogido el tranvía en el puente de Brooklin para ir a un piso en Greenpoint donde nos esperaban un par de fulanas. Hymie había empezado a hablarme, como de costumbre, de los ovarios de su mujer. En primer lugar, no sabía con precisión lo que eran los ovarios, así que estaba explicándoselo de forma cruda y simple. De repente, en plena explicación, me pareció tan profundamente trágico y ridículo que Hymie no supiera lo que eran los ovarios, que me sentí borracho, tan borracho como si me hubiese tomado un litro de whisky. De la idea de los ovarios enfermos germinó con la velocidad de un relámpago una especie de vegetación tropical compuesta del más heterogéneo surtido de baratillo, en medio del cual se encontraban instalados, seguros y tenaces, por decirlo así, Dante y Shakespeare. En el mismo instante recordé también de repente la cadena de mis propios pensamientos que había comenzado hacia la mitad del Puente de Brooklin y que la palabra «ovarios» había interrumpido de improviso. Comprendí que todo lo que Hymie había dicho hasta la palabra «ovarios», había pasado por mí como arena por un tamiz. Lo que había comenzado en medio del puente de Brooklin era lo que había comenzado una y mil veces en el pasado, generalmente cuando me dirigía a la tienda de mi padre, cosa que se producía un día tras otro como en trance. En resumen, lo que había comenzado era un libro de horas, del tedio y la monotonía de mi vida en medio de una actividad feroz. Hacía años que no pensaba en aquel libro que solía escribir cada día en el trayecto de Delancey Street a Murray Hill. Pero, al pasar por el puente con la puesta de sol y los rascacielos brillando como cadáveres fosforescentes, sobrevino el recuerdo del pasado... el recuerdo de ir y venir por el puente, de ir a un trabajo que era la muerte, de regresar a un hogar que era un depósito de cadáveres, de recitar de memoria
Fausto
al tiempo que miraba el cementerio allí abajo, de escupir al cementerio desde el tren elevado, el mismo guarda en el andén cada día, un imbécil, y los otros imbéciles leyendo sus periódicos, nuevos rascacielos en construcción, nuevas tumbas en las que trabajar y morir, los barcos que pasaban por abajo, la Fall River Line, la Albany Day Line, por qué voy a trabajar, qué voy a hacer esta noche, cómo podría meterle mano en el cálido coño a la gachí de al lado, escapa y hazte vaquero, prueba la suerte en Alaska, las minas de oro, apéate y da la vuelta, no te mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, el río, acaba con todo de una vez, hacia abajo, hacia abajo, como un sacacorchos, la cabeza y los hombros en el fango, las piernas libres, los peces vendrán a morder, mañana una vida nueva, dónde, en cualquier parte, por qué empezar de nuevo, en todas partes lo mismo, la muerte, la muerte es la solución, pero no te mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, una cara nueva, un nuevo amigo, millones de oportunidades, eres muy joven todavía, estás melancólico, no mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, a tomar por culo de todos modos, y así sucesivamente por el puente dentro de la jaula de cristal, todos apiñados, gusanos, hormigas, saliendo a rastras de un árbol muerto y sus pensamientos saliendo también a rastras... Quizá, por encontrarme allí arriba entre las dos orillas, suspendido por encima del tráfico, por encima de la vida y de la muerte, con las altas tumbas a cada lado, tumbas que resplandecían con la moribunda luz del ocaso, y el río corriendo indiferente, corriendo como el tiempo mismo, quizá cada vez que pasaba por allí arriba algo tiraba de mí, me instaba a asimilarlo, a darme a conocer; el caso es que cada vez que pasaba por allí arriba estaba verdaderamente solo, y siempre que ocurría eso empezaba a escribirse el libro, gritando las cosas que nunca había revelado, los pensamientos que nunca había expresado, las conversaciones que nunca había sostenido, las esperanzas, los sueños, las ilusiones que nunca había confesado. De modo, que, si aquél era el yo auténtico, era, maravilloso, y, lo que es más, no parecía cambiar nunca, sino reanudar el hilo a partir de la última interrupción, continuar en la misma vena, una vena que había descubierto cuando, siendo niño, salí a la calle solo por primera vez, y allí, en el sucio hielo del arroyo, yacía un gato muerto, la primera vez que había mirado la muerte y había comprendido lo que era. Desde aquel momento supe lo que era estar aislado: cada objeto, cada ser vivo y cada cosa llevaba su existencia independiente. También mis pensamientos llevaban una existencia independiente. De repente, al mirar a Hymie y pensar en aquella extraña palabra, «ovarios», más extraña en aquel momento que cualquier otra de mi vocabulario, aquella sensación de aislamiento glacial se apoderó de mí y Hymie, que estaba sentado a mi lado, era un sapo, un sapo enteramente, y nada más. Me veía saltando del puente de cabeza al fango primigenio, con las piernas libres y esperando un mordisco; así se había zambullido Satán a través de los cielos, a través del sólido núcleo de la tierra, el más oscuro, denso y caliente foso del infierno. Me veía caminando por el Desierto de Mojave y el hombre que tenía a mi lado estaba esperando la caída de la noche para lanzarse sobre mí y matarme. Me veía caminando de nuevo por el País de los Sueños y un hombre iba caminando por encima de mí sobre una cuerda floja y por encima de él iba sentado un hombre en un aeroplano escribiendo letras de humo en el cielo. La mujer cogida a mi brazo estaba embarazada y dentro de seis o siete años la cosa que llevaba en su seno sabría leer las letras del cielo y lo que fuera, varón, hembra o cosa, sabría qué era un cigarrillo, quizás una cajetilla diaria. En la matriz se formaban uñas en cada dedo de las manos y de los pies; podías detenerte ahí, en una uña del pie, la más pequeña uña del pie imaginable y podías romperte la cabeza intentando explicártelo. A un lado del registro se encuentran los libros que el hombre ha escrito, que contienen tal mezcolanza de sabiduría y disparates, de verdad y falsedad que, aunque llegara uno a edad tan avanzada como Matusalén, no podría desembrollar el enredo; al otro lado del registro, cosas como uñas de pies, cabello, dientes, sangre,
ovarios,
si lo deseáis, todas incalculables, todas escritas en otro tipo de tinta, en otra escritura, una escritura incomprensible, indescifrable. Los ojos del sapo estaban fijos en mí como dos botones de cuello metidos en grasa fría; estaban metidos en el sudor frío del fango primigenio. Cada botón era un ovario que se había despegado, una ilustración sacada del diccionario sin necesidad de elucubración; cada ovario abotonado, deslustrado en la fría grasa amarilla del globo del ojo, producía un escalofrío subterráneo, la pista de patinaje del infierno en que los hombres se encontraban patas arriba sobre el hielo, con las piernas libres y esperando un mordisco. Por allí se paseaba Dante a solas, agobiado por el peso de su visión, atravesando círculos infinitos que avanzaban gradualmente hacia el cielo, para quedar entronizado en su obra. Allí Shakespeare, con semblante sereno, caía en el ensueño insondable de la exaltación para resurgir en forma de elegantes tomos en cuarto e insinuaciones. Una glauca escarcha de incomprensión barrida por explosiones de risa. El centro del ojo del sapo irradiaba nítidos rayos blancos de lucidez diáfana que no debían anotarse ni clasificarse en categorías, que no debían contarse ni definirse, sino que giraban ciegamente en una mutación caleidoscópica. Hymie, el sapo, era la patata ovárica, engendrada en el paso elevado entre dos orillas: para él se habían construido los rascacielos, se había destrozado la selva, se había asesinado a los indios, se había exterminado a los búfalos; para él se habían unido las ciudades gemelas mediante el Puente de Brooklin, se habían bajado las compuertas, se habían tendido los cables de una torre a otra; para él se sentaban hombres patas arriba en el cielo a escribir palabras con fuego y humo; para él se inventaron los anestésicos y el fórceps y el gran Bertha que podía destruir lo que el ojo no podía ver; para él se descompuso la molécula y se reveló que el átomo carecía de sustancia; para él se escudriñaban cada noche las estrellas con telescopios y se fotografiaban mundos nacientes en el acto de la gestación; para él se redujeron a la nada las barreras del tiempo y del espacio y los sumos sacerdotes del cosmos desposeído explicaron irrefutable e indiscutiblemente cualquier clase de movimiento, ya se tratara del vuelo de las aves o de la revolución de los planetas. Luego, en el medio del puente, por ejemplo, en medio de un paseo, en el medio siempre, ya fuera de un libro, una conversación, o del acto de amor, volvía a tomar conciencia de que nunca había hecho lo que quería y por no haber hecho lo que quería se desarrolló dentro de mí esa creación que no era sino una planta obsesiva, una especie de vegetación coralina, que estaba expropiando todo, incluida la propia vida, hasta que la propia vida se convirtió en lo que se negaba, pero que se imponía, creando vida y matándola al mismo tiempo. La veía persistir después de la muerte, como el cabello que crece en un cadáver, y, aunque la gente hable de «muerte», el cabello sigue dando testimonio de la vida, y, al final, no hay muerte, sino esa vida del cabello y las uñas, y, aunque haya desaparecido el cuerpo y el espíritu se haya extinguido, en la muerte sigue algo vivo, expropiando el espacio, causando el tiempo, creando un movimiento infinito. Podía suceder gracias al amor, o a la pena, o al hecho de nacer con un pie deforme; la causa no era nada, el acontecimiento lo era todo.
En el principio era el Verbo...
Fuera lo que fuese,
el Verbo,
enfermedad o creación, seguía su curso desenfrenado; seguiría infinitamente, sobrepasaría el tiempo y el espacio, duraría más que los ángeles, destronaría a Dios, desengancharía el Universo. Cualquier palabra contenía todas las palabras... para quien hubiera llegado al desprendimiento gracias al amor o a la pena o a la causa que fuese. En cada palabra la corriente regresaba hasta el principio perdido y que nunca volvería a encontrar, ya que no había ni principio ni fin, sino sólo lo que se expresaba en el principio y en el fin. Así transcurría en el tranvía ovárico aquel viaje del hombre y el sapo formados de la misma sustancia, ni mejores ni peores que Dante pero infinitamente diferentes, uno que no sabía el significado exacto de nada, el otro que sabía con demasiada exactitud el significado de todo, y, por tanto, perdidos y confusos ambos a través de principios y fines, para acabar, por último, transportados hasta Java o India Street, Greenpoint, donde les harían entrar de nuevo en la llamada corriente de la vida un par de golfas de serrín, con los ovarios crispados, de la conocida variedad de los gasterópodos. Lo que ahora me parece la prueba más maravillosa de mi aptitud o ineptitud para con los tiempos es el hecho de que nada de lo que la gente escribía o hablaba tenía el menor interés para mí. Lo único que me obsesionaba era el objeto, la
cosa
separada, desprendida, insignificante. Podía ser una parte de un cuerpo humano o una escalera de un teatro de variedades; podía ser una chimenea o un botón que hubiera encontrado en el arroyo. Fuera lo que fuese, me permitía abrirme, entregarme, poner mi firma. Estaba tan claramente fuera de su mundo como un caníbal de los límites de la sociedad civilizada. Estaba henchido de un amor perverso hacia la cosa en sí: no un apego filosófico, sino un hambre apasionada, desesperadamente apasionada, como si la
cosa
desechada, sin valor, que todo el mundo pasaba por alto, encerrase el secreto de mi regeneración.
Viviendo en un mundo en que había una plétora de lo nuevo, me apegaba a lo viejo. En cada objeto había una partícula minúscula que me llamaba la atención de modo especial. Yo tenía un ojo microscópico para la mancha, para la vena de fealdad que para mí constituía la única belleza del objeto. Me atraía y apreciaba lo que distinguía al objeto, o lo volvía inservible, o lo databa, fuera lo que fuese. Si eso era perverso, también era sano, si consideramos que yo no estaba destinado a pertenecer a ese mundo que estaba surgiendo a mi alrededor. Pronto también yo me convertí en algo parecido a aquellos objetos que veneraba, en algo aparte, en un miembro inútil de la sociedad. Estaba claramente anticuado, no había duda. Y, sin embargo, era capaz de divertir, de instruir, de alimentar, pero nunca de verme aceptado, de modo auténtico. Cuando lo deseaba, cuando se me antojaba, podía elegir a un hombre cualquiera, de cualquier estrato de la sociedad y hacer que me escuchase. Podía tenerlo hechizado, si lo deseaba, pero, como un mago, o un hechicero, sólo mientras el espíritu permaneciera en mí. En el fondo, sentía en los demás una desconfianza, un desasosiego, un antagonismo que, por ser instintivo, era irremediable. Debería haber sido un payaso; eso me habría permitido la más amplia gama de expresión. Pero yo subestimaba esa profesión. Si me hubiera hecho payaso, o incluso animador de variedades, habría sido famoso. La gente me habría apreciado precisamente porque no me habría entendido; pero habría entendido que no había que entenderme. Eso habría sido un alivio, como mínimo.
Siempre me asombraba la facilidad con que la gente se enfurecía con sólo oírme hablar. Quizá mi forma de hablar fuera algo extravagante, si bien ocurría con frecuencia cuando hacía los mayores esfuerzos para contenerme. El giro de una frase, la elección de un adjetivo desafortunado, la facilidad con que las palabras salían de mis labios, las alusiones a temas que eran tabú: todo conspiraba para señalarme como un proscrito, como un enemigo para la sociedad. Por bien que empezaran las cosas, tarde o temprano me descubrían. Si me mostraba modesto y humilde, por ejemplo, en ese caso resultaba demasiado modesto, demasiado humilde. Si me mostraba alegre y espontáneo, audaz y temerario, en ese caso resultaba demasiado franco, demasiado alegre. Nunca conseguía estar del todo au
point
con el individuo con quien estuviera hablando. Si no era una cuestión de vida o muerte —todo era una cuestión de vida o muerte para mí entonces—, si simplemente se trataba de pasar una velada agradable en casa de algún conocido, sucedía lo mismo. Emanaban de mí vibraciones, alusiones y matices, que cargaban la atmósfera desagradablemente. Podía ser que se hubieran divertido durante toda la velada con mis historias, podía ser que les hubiese hecho desternillarse de risa, como ocurría a menudo, y todo parecía augurar lo mejor. Pero, tan fatalmente como el destino, tenía que ocurrir algo antes de que concluyera la velada, una vibración se soltaba y hacía sonar la araña o recordaba a algún alma sensible el orinal de debajo de la cama. Aun antes de que hubieran dejado de reír, empezaba a hacer sentir sus efectos del veneno. «Esperamos volverlo a ver un día de éstos», decían, pero la mano húmeda y fláccida que tendían desmentía las palabras.