Trópico de Capricornio (18 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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distingué.
Y, sin embargo, Claude era uno de los nuestros, tan bueno como nosotros en cualquier sentido, incluso un poquito mejor, teníamos que reconocerlo en secreto. Mas había un pero: ¡su francés! Nos enemistaba. No tenía derecho a vivir en nuestro barrio, a ser tan capaz y viril como era. Muchas veces, cuando su madre lo llamaba y después de que le hubiéramos dicho adiós, nos reuníamos en el solar y hablábamos de todo lo referente a la familia Lorraine. Nos preguntábamos qué comerían, por ejemplo, porque siendo franceses debían de tener costumbres diferentes de las nuestras. Nadie había puesto nunca los pies en casa de Claude de Lorraine: ése era otro hecho sospechoso y repugnante. ¿Por qué? ¿Qué ocultaban? Y, sin embargo, cuando se cruzaban con nosotros por la calle, siempre se mostraban muy cordiales, siempre sonreían, siempre hablaban inglés y, además, un inglés excelente. Solían hacernos sentir bastante avergonzados de nosotros mismos: eran superiores, eso era lo que pasaba. Y había otra cosa desconcertante: con los otros chicos, una pregunta directa recibía una respuesta directa, pero con Claude de Lorraine nunca había respuestas directas. Siempre sonreía con mucho encanto antes de responder y se mostraba muy sereno, calmado, empleaba una ironía y una burla que no alcanzábamos a entender. Era una espina que teníamos clavada, y, cuando por fin se fue a vivir a otro barrio, todos suspiramos aliviados. Por mi parte, hasta quizá diez o quince años después no pensé en aquel muchacho y en su extraño comportamiento elegante. Y fue entonces cuando tuve la impresión de que había cometido un gran error. Pues de pronto un día recordé que Claude de Lorraine se me había acercado en cierta ocasión para ganarse mi amistad evidentemente y yo lo había tratado con bastante arrogancia. En el momento en que pensé en aquel incidente, caí en la cuenta de repente de que Claude de Lorraine debió de ver algo diferente en mí y de que había tenido la intención de honrarme tendiéndome la mano de la amistad. Pero en aquella época tenía yo un código de honor — malo o bueno, es igual — que era el de seguir en el rebaño. Si me hubiera convertido en amigo del alma de Claude de Lorraine, habría traicionado a los otros chicos. Fueran cuales fuesen las ventajas que me hubiera podido proporcionar aquella amistad, no eran para mí; era uno de la pandilla y mi deber era mantenerme alejado de alguien como Claude de Lorraine. He de decir que volví a recordar aquel incidente después de un intervalo aún mayor: después de haber vivido en Francia unos meses y de que la palabra
raisonable
hubiera llegado a adquirir un significado totalmente nuevo para mí. De repente, un día, al oírla en labios de alguien al pasar, pensé en las ofertas de Claude de Lorraine en la calle enfrente de su casa. Recordé vividamente que había usado la palabra
razonable.
Probablemente me había pedido que fuera
razonable,
palabra que entonces nunca se me habría ocurrido pronunciar, ya que no la necesitaba en mi vocabulario. Era una palabra, como «caballero», que raras veces se empleaba y, si acaso, con gran discreción y circunspección. Era una palabra que podía hacer que los demás se rieran de uno. Había muchas palabras como ésa:
realmente,
por ejemplo. Ningún conocido mío había usado nunca la palabra
realmente...
hasta que no apareció Jack Lawson. La usaba porque sus padres eran ingleses, y, aunque nos reíamos de él, se la perdonábamos.
Realmente
era una palabra que me recordaba inmediatamente al pequeño Cari Ragner, del barrio anterior. Cari Ragner era el hijo único de un político que vivía en la callecita bastante distinguida llamada Fillmore Place. Vivía cerca del final de la calle en una casita de ladrillo rojo que siempre estaba cuidada divinamente. Recuerdo la casa porque, al pasar delante del camino de la escuela, solía observar lo bien bruñidos que estaban los pomos metálicos de la puerta. De hecho, nadie tenía pomos metálicos en la puerta. El caso es que el pequeño Cari Ragner era uno de esos muchachos a los que no permitían juntarse con otros chicos. En realidad, raras veces lo veíamos. Generalmente era un domingo cuando lo veíamos por un instante caminando con su padre. Si su padre no hubiese sido una figura influyente en el barrio, a Cari lo habrían apedreado hasta matarlo. Era verdaderamente insoportable, con su traje de los domingos. No sólo llevaba pantalones largos y zapatos de charol, sino que, además, lucía sombrero hongo y bastón. A los seis años de edad, un muchacho que se hubiera dejado vestir de ese modo tenía que ser un tonto: ésa era la opinión unánime. Algunos decían que era un enclenque, como si eso fuera una excusa para su excéntrica forma de vestir. Lo extraño es que ni una vez le oí hablar. Era tan elegante, que quizá se había imaginado que era de mala educación hablar en público. En cualquier caso, solía esperarlo al acecho los domingos por la mañana simplemente para verlo pasar con su viejo. Lo miraba con la misma curiosidad ávida con que miraba a los bomberos limpiar las máquinas en el cuartel. A veces, de vuelta a casa, llevaba una cajita de helado, la más pequeña que había y probablemente suficiente sólo para él, para postre. «Postre» era otra palabra con la que de algún modo nos habíamos familiarizado y que usábamos despectivamente, cuando nos referíamos a gente como Cari Ragner y su familia. Podíamos pasarnos horas preguntándonos qué comería de
postre
aquella gente, y nuestro placer, consistía principalmente en repetir aquella palabra recién descubierta,
postre,
que probablemente había salido de contrabando de la casa de los Ragner. Debió de ser también por aquella época cuando Santos Dumont se hizo famoso. Para nosotros en el nombre de Santos Dumont había algo grotesco. Sus proezas no nos interesaban... sólo el nombre. Para la mayoría de nosotros olía a azúcar, a plantaciones cubanas, a la extraña bandera cubana que tenía una estrella en un ángulo y que era muy apreciada siempre por los que coleccionaban los cromos que daban con los cigarrillos Sweet Caporal y en los que aparecían representadas bien las banderas de las diferentes naciones bien las actrices célebres o los púgiles famosos. Así, pues, Santos Dumont era algo deliciosamente extranjero, a diferencia de las personas u objetos extranjeros habituales, como la lavandería china, o la altiva familia de Claude de Lorraine. Santos Dumont era una expresión mágica que sugería un bello bigote ondeante, un sombrero, espuelas, algo etéreo, delicado, gracioso, quijotesco. A veces traía el aroma de granos de café y de esteras de paja, o por ser tan totalmente exótica y quijotesca, provocaba una digresión sobre la vida de los hotentotes. Pues entre nosotros había chicos mayores que estaban empezando a leer y que nos entretenían horas enteras con relatos fantásticos que habían sacado de libros como
Ayesha o Under Two Flags.
El auténtico sabor del conocimiento va asociado del modo más preciso en mi mente con el solar vacío de la esquina del nuevo barrio, donde me trasplantaron a la edad de diez años. Allí, cuando llegaban los días otoñales y nos reuníamos en torno a la hoguera a asar pajaritos y patatas en las latitas que llevábamos con nosotros, surgía otra clase de discusiones que diferían de las antiguas que había conocido en que sus orígenes eran siempre librescos. Alguien acababa de leer un libro de aventuras, o un libro científico, e inmediatamente toda la calle se animaba con la introducción de un tema desconocido hasta entonces. Podía ser que uno de aquellos chicos acabara de descubrir la existencia de la corriente japonesa e intentase explicarnos cómo se formó y cuál era su efecto. Ese era el único modo como aprendíamos las cosas: recostados contra la valla, por decirlo así, mientras asábamos pajaritos y patatas. Aquellos retazos de conocimiento penetraban profundamente... tan profundamente, de hecho, que más adelante, confrontados con un conocimiento exacto, muchas veces resultaba difícil desalojar el antiguo. Así, un día un chico mayor nos explicó que los egipcios conocían la circulación de la sangre, algo que nos parecía tan natural, que después nos resultó difícil de tragar la historia del descubrimiento de la circulación de la sangre por un inglés llamado Harvey. Tampoco me parece ahora extraño que en aquellos días la mayoría de nuestras conversaciones versaran sobre lugares remotos, como China, Perú, Egipto, África, Islandia, Groenlandia. Hablábamos de fantasmas, de Dios, de la transmigración de las almas, del infierno, de astronomía, de pájaros y peces extraños, de la formación de piedras preciosas, de las plantaciones de caucho, de métodos de tortura, de los aztecas y los incas, de la vida marina, de volcanes y terremotos, de ritos funerarios y ceremonias nupciales en diferentes partes de la tierra, de lenguas, del origen de la América india, de los búfalos que estaban extinguiéndose, de enfermedades extrañas, de canibalismo, de brujería, de asesinos y bandoleros, de los milagros de la Biblia, de alfarería, de mil y un objetos que nunca mencionaban en casa ni en la escuela y que eran de vital importancia para nosotros porque estábamos hambrientos de saber y el mundo estaba lleno de maravilla y misterio, y sólo cuando nos reuníamos en el solar vacío tiritando nos poníamos a hablar en serio y sentíamos la necesidad de comunicación, que era a un tiempo agradable y terrorífica. La maravilla y el misterio de la vida... ¡que sofocan en nosotros cuando nos convertimos en miembros responsables de la sociedad! Hasta que no nos obligaron a trabajar, el mundo era muy pequeño y vivíamos en su periferia, en la frontera, por decirlo así, de lo desconocido. Un pequeño mundo griego que, sin embargo, era lo bastante profundo para proporcionar toda clase de variaciones, toda clase de aventuras y especulaciones. Tampoco era tan pequeño, ya que tenía en reserva las potencialidades más ilimitadas. No he ganado nada con la ampliación de mi mundo: al contrario, he perdido. Quiero volverme cada vez más infantil, y superar la infancia en la dirección contraria. Quiero desarrollarme en el sentido contrario exactamente al normal, pasar a un dominio superinfantil del ser que será absolutamente demente y caótico, pero no al modo del mundo que me rodea. He sido adulto y padre y miembro responsable de la sociedad. Me he ganado el pan de cada día. Me he adaptado a un mundo que nunca fue mío. Quiero abrirme paso a través de este mundo más amplio y encontrarme de nuevo en la frontera de un mundo desconocido que arroje a las sombras este mundo descolorido, unilateral. Quiero pasar de la responsabilidad de padre a la irresponsabilidad del hombre anárquico, al que no se puede constreñir ni sobornar ni calumniar. Quiero adoptar como guía a Oberón, el jinete nocturno que bajo sus negras alas desplegadas, elimina tanto la belleza como el horror del pasado: quiero huir hacia una aurora perpetua con una rapidez y una inexorabilidad que no dejen posibilidad de remordimiento ni de lamentación ni de arrepentimiento. Quiero sobrepasar al hombre inventivo, que es un azote de la tierra, para encontrarme de nuevo ante un abismo infranqueable que ni siquiera las alas más robustas me permitan atravesar. Aun cuando deba convertirme en un parque salvaje y natural habitado sólo por soñadores ociosos, no he de detenerme a descansar aquí, en la estupidez ordenada de la vida adulta y responsable. He de hacerlo en memoria de una vida que no se puede comparar con la vida que se me prometió, en memoria de la vida de un niño al que asfixió y sofocó la aquiescencia mutua de los que habían cedido. Repudio todo lo que los padres y las madres crearon. Regreso a un mundo más pequeño aún que el mundo helénico, a un mundo que siempre puedo tocar con los brazos extendidos, el mundo de lo que sé y reconozco de un momento a otro. Cualquier otro mundo carece de sentido para mí, y es ajeno y hostil. Al volver a atravesar el primer mundo luminoso que conocí de niño, no deseo descansar en él, sino abrirme paso a la fuerza hasta un mundo más luminoso del que debo haber escapado. Cómo será ese mundo es algo que no sé, ni estoy seguro siquiera de que lo vaya a encontrar, pero es mi mundo y ninguna otra cosa me intriga.

El primer vislumbre, la primera comprensión, del nuevo mundo luminoso se produjo al conocer a Roy Hamilton. Contaba entonces veintitrés años, probablemente el peor año de toda mi vida. Me encontraba en tal estado de desesperación, que decidí irme de casa, y sólo pensaba y hablaba de California, donde había proyectado empezar una nueva vida. Tan violentamente soñaba con aquella nueva tierra prometida, que posteriormente, cuando había regresado de California, apenas recordaba la California que había visto, sino que pensaba y hablaba sólo de la California que había conocido en mis sueños. Justo antes de partir fue cuando conocí a Hamilton. Era posible, pero no seguro, que fuera medio hermano de mi antiguo amigo McGregor: hacía poco que se habían conocido, pues Roy, que había vivido la mayor parte de su vida en California, había tenido siempre la impresión de que su auténtico padre era el señor Hamilton y no el señor McGregor. De hecho, había venido al Este precisamente para desentrañar el misterio de su origen. Al parecer, la vida con los McGregor no lo había acercado a la solución del misterio. En realidad, parecía estar más perplejo que nunca después de haber conocido al hombre que, por lo que había deducido, debía de ser su padre legítimo. Estaba perplejo, como más adelante me confesó, porque en ninguno de los dos hombres podía encontrar parecido con el hombre que consideraba ser. Probablemente fuera aquel problema obsesivo de decidir a quién tomar por padre el que había estimulado el desarrollo de su propio carácter. Digo esto, porque inmediatamente después de que me lo presentasen, sentí que me encontraba ante un ser como no había conocido antes. Por la descripción que McGregor me había hecho de él, esperaba encontrarme con un individuo bastante «extraño», palabra que en boca de McGregor significaba ligeramente chiflado. Efectivamente, era extraño, pero tan profundamente sensato, que me sentí entusiasmado al instante. Por primera vez hablaba con un hombre que pasaba por encima del significado de las palabras e iba a la esencia misma de las cosas. Tuve la impresión de estar hablando con un filósofo, no un filósofo como los que había conocido gracias a los libros, sino un hombre que filosofaba constantemente...
y que vivía la filosofía que exponía.
Es decir, que no tenía teoría alguna, excepto la de penetrar hasta la esencia misma de las cosas y, a la luz de cada nueva revelación, vivir su vida de tal modo que hubiera un mínimo de desacuerdo entre las verdades que se le revelaban y la ejemplificación de dichas verdades en la acción. Naturalmente, su comportamiento era extraño para los que lo rodeaban. Sin embargo, no había sido extraño para los que lo conocieron en el Oeste, donde, según decía, estaba en su elemento. Al parecer, allí lo consideraban como un ser superior y le escuchaban con el mayor respeto, incluso con reverencia.

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