Trópico de Capricornio (22 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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— He venido en nombre del Santo de Santos —dijo Grover tan campante — . Me ha purificado la muerte en el Calvario y estoy aquí en el dulce nombre de Cristo para que os redimáis y caminéis en la luz, el poder y la gloria.

El viejo pareció aturdido. «Pero, hombre, ¿qué es lo que te ha pasado?», dijo, mostrando a Grover una débil sonrisa consoladora. Mi madre acababa de llegar de la cocina y se había quedado junto a la silla de Grover. Estaba haciendo una mueca con la boca para intentar dar a entender al viejo que Grover estaba chalado. Hasta mi hermana pareció darse cuenta de que algo raro le pasaba, sobre todo cuando se negó a visitar la nueva bolera que su encantador pastor había instalado expresamente para los jóvenes como Grover.

¿Qué le pasaba a Grover? Nada, excepto que tenía los pies plantados sólidamente en el quinto cimiento de la gran muralla de la Ciudad Santa de Jerusalén, el quinto cimiento compuesto enteramente de sardónice, desde el que dominaba la vista de un río puro de agua de vida, que brotaba del trono de Dios. Y la vista de ese río de la vida era para Grover como la picadura de mil pulgas en el colon inferior. Hasta que no hubiera dado por lo menos siete vueltas a la tierra corriendo no iba a poder sentarse tranquilamente a observar la ceguera y la indiferencia de los hombres con alguna ecuanimidad. Estaba vivo y purificado, y aunque, para los espíritus indolentes y sucios de los cuerdos, estaba «chiflado», a mí me pareció que estaba mejor así que antes. Era un pelmazo que no podía hacerte daño. Si le escuchabas durante largo rato, te purificabas un poco, aunque quizá no quedaras convencido. El nuevo lenguaje brillante de Grover siempre se me metía hasta el diafragma y, mediante una risa excesiva, me limpiaba la basura acumulada por la indolente cordura que me rodeaba. Estaba vivo como Ponce de León había esperado estar vivo; vivo como sólo unos pocos hombres lo han estado. Y, al estar vivo de un modo no natural, le importaba un comino que te rieras en sus narices, ni le habría importado que le hubieses robado las pocas posesiones que tenía. Estaba vivo y vacío, lo que es tan próximo a Dios que es demencial.

Con los pies sólidamente plantados en la gran muralla de la Nueva Jerusalén, Grover conocía un gozo inconmensurable. Quizá si no hubiera nacido con un pie deforme, no habría conocido ese gozo increíble. Quizás hubiese sido una suerte que su padre hubiera dado una patada a su madre en el vientre, mientras Grover estaba todavía en la matriz. Tal vez hubiese sido aquella patada en el vientre lo que le había hecho elevarse, lo que lo había vuelto tan completamente vivo y despierto, que hasta en el sueño pronunciaba mensajes de Dios. Cuanto más duramente trabajaba, menos cansado se sentía. Ya no tenía preocupaciones, ni remordimientos, ni recuerdos desgarradores. No reconocía deberes, ni obligaciones, salvo los que tenía para con Dios. ¿Y qué esperaba Dios de él? Nada, nada... excepto que cantara alabanzas de Él. Dios sólo pedía a Grover Watrous que se revelara vivo en la carne. Sólo le pedía que estuviese cada vez más vivo. Y cuando estaba plenamente vivo, Grover era una voz y esa voz era un diluvio que reducía todas las cosas a caos y ese caos, a su vez, se convirtió en la boca del mundo en cuyo centro mismo estaba el verbo
ser. En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Así, que Dios era ese extraño y pequeño infinitivo que es lo único que hay... ¿y es que no es bastante? Para Grover era más que suficiente: era todo. A partir de ese Verbo, ¿qué más daba el camino que siguiera? Separarse del Verbo era alejarse del centro, erigir una Babel. Quizá Dios hubiera lisiado deliberadamente a Grover Watrous para mantenerlo en el centro, en el Verbo. Mediante una cuerda invisible Dios mantenía a Grover Watrous sujeto a su estaca, que pasaba por el corazón del mundo, y Grover se convirtió en la gorda gansa que ponía un huevo de oro cada día.

¿Por qué escribo sobre Grover Watrous? Porque he conocido a millares de personas y ninguna de ellas estaba tan viva como él. La mayoría de ellas eran más inteligentes, muchas de ellas eran brillantes, algunas eran famosas incluso, pero ninguna estaba viva y vacía como Grover. Grover era infatigable. Era como un trocito de radio que, aunque se lo sepulte bajo una montaña, no pierde su poder de emitir energía. Había visto antes muchas personas de las llamadas
enérgicas
—¿acaso no está América llena de ellas?—, pero nunca, en forma de ser humano, un depósito de energía. ¿Y qué era lo que creaba ese depósito inagotable de energía? Una iluminación. Sí, ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, que es la única forma como ocurre algo importante. De la noche a la mañana Grover tiró por la borda sus valores preconcebidos. De repente, dejó de moverse como los demás. Echó el freno y dejó el motor en marcha. Si en otro tiempo, como otra gente, había pensado que era necesario llegar a algún sitio, ahora sabía que un sitio era cualquier sitio y, por tanto, aquí mismo, así que, ¿a santo de qué moverse? ¿Por qué no aparcar el coche y mantener el motor en marcha? Entretanto, la propia tierra se está moviendo y Grover sabía que estaba girando y que él estaba girando con ella. ¿Va la tierra a algún sitio? Indudablemente, Grover debió de hacerse esta pregunta e indudablemente debió de haberse convencido de que
no
iba a ningún sitio. Entonces, ¿quién había dicho que debíamos llegar a algún sitio? Grover preguntaba a unos y a otros hacia dónde se dirigían y lo extraño era que, aunque todos se dirigían a sus destinos individuales, ninguno de ellos se detuvo nunca a pensar que el único destino inevitable, igual para todos, era la tumba. Eso asombró a Grover porque nadie podía convencerlo de que la muerte no era una cosa segura, mientras que nadie podía convencer a nadie de que cualquier otro destino no fuera cosa segura. Convencido de la absoluta seguridad de la muerte, Grover se volvió de repente tremenda y arrolladoramente vivo. Por primera vez en su vida empezó a vivir, y al mismo tiempo el pie deforme desapareció completamente de su conciencia. Esto es algo extraño también, si uno lo piensa, porque el pie deforme, exactamente igual que la muerte, era otro hecho ineluctable. Y, sin embargo, el pie deforme desapareció de su mente, o, lo que es más importante, todo lo que había unido al pie deforme. Del mismo modo, al haber aceptado la muerte, también la muerte desapareció de la mente de Grover. Al haber aceptado la certeza de la muerte, todas las incertidumbres desaparecieron. Ahora el resto del mundo iba cojeando con incertidumbres de pie deforme, y Grover Watrous era el único que estaba libre y no impedido. Grover Watrous era la personificación de la certeza. Podía estar equivocado, pero estaba seguro.
¿Y de qué sirve estar en lo cierto, si tiene uno que ir cojeando o con un pie deforme?
Sólo unos pocos hombres han comprendido alguna vez esta verdad y sus nombres han pasado a ser grandes. Probablemente Grover Watrous no llegará a ser conocido, pero no por ello deja de ser grande. Probablemente ésa sea la razón por la que escribo sobre él: el simple hecho de que tuve suficiente juicio para comprender que Grover había alcanzado la grandeza, aunque nadie vaya a admitirlo. En aquella época pensaba simplemente que Grover era un fanático inofensivo, sí, un poco «chiflado», como insinuaba mi madre. Pero todos los hombres que habían captado la verdad de la certeza estaban un poco chiflados y ésos son los únicos hombres que han realizado algo para el mundo. Otros hombres, otros
grandes
hombres, han destruido un poco por aquí y por allá, pero esos pocos de que hablo, y entre los cuales incluyo a Grover Watrous, eran capaces de destruirlo todo para que la verdad viviera. Generalmente esos hombres habían nacido con un impedimento, con un pie deforme, por decirlo así, y por una extraña ironía lo único que los hombres recuerdan es el pie deforme. Si un hombre como Grover queda desposeído de su pie deforme, el mundo dice que ha llegado a estar «poseso». Esa es la lógica de la incertidumbre y su fruto es la miseria. Grover fue el único ser auténticamente alegre que conocí en mi vida y, en consecuencia, esto es un pequeño monumento que estoy erigiendo en su memoria, en memoria de esa certidumbre alegre. Es una lástima que tuviera que usar a Cristo de muleta, pero es que, ¿qué importa cómo se llegue a la verdad, con tal de que la captemos y vivamos gracias a ella?

Interludio

Confusión es una palabra que hemos inventado para un orden que no se entiende. Me gusta pararme a pensar en aquella época en que las cosas estaban tomando forma, porque el orden —si se entendiera— debió de ser admirable. En primer lugar, hay que citar a Hymie, Hymie el sapo, y también los ovarios de su mujer, que llevaban mucho tiempo pudriéndose. Hymie estaba completamente absorto en los podridos ovarios de su mujer. Era el tema diario de conversación; ahora tenía prioridad sobre los purgantes y la lengua sucia. Hymie era especialista en «proverbios sexuales», como él los llamaba. Todo lo que decía partía de los ovarios o conducía a ellos. A pesar de todo, seguía quilando con su mujer: prolongadas copulaciones, como de serpientes, en que solía fumar un cigarrillo o dos antes de sacarla. Trataba de explicarme que el pus de los podridos ovarios la ponía cachonda. Siempre había sido un buen polvo, pero ahora lo era mejor que nunca. Una vez que le extirparan los ovarios, no se podía saber cómo reaccionaría. También ella parecía comprenderlo. Así que, ¡a follar se ha dicho! Todas las noches, después de lavar los platos, se desnudaban en su pisito, y se acostaban como una pareja de serpientes. En varias ocasiones intentó describirme la forma de follar de su mujer. Era como una ostra por dentro, con dientes suaves que lo mordisqueaban. A veces le parecía estar dentro mismo de su matriz, de blando y mullido que era, y aquellos suaves dientes que le mordían el canario y lo volvían loco. Solían yacer como unas tijeras y quedarse mirando el techo. Para no correrse, pensaba en la oficina, en las pequeñas preocupaciones que lo tenían en vilo y le hacían sentir el corazón en un puño. Entre uno y otro orgasmo se ponía a pensar en otra, para que, cuando empezase a magrearlo de nuevo, pudiera imaginarse que estaba echando un polvo con otra tía. Solía colocarse de modo que pudiera mirar por la ventana mientras soplaban. Se estaba habituando tanto a aquello, que podía desnudar a una mujer que pasase por el bulevar bajo su ventana y transportarla a la cama; no sólo eso, sino que, además, podía hacer que ocupara el lugar de su mujer, todo ello sin sacarla. A veces, jodía así durante dos horas sin correrse siquiera. Como él decía: ¿para qué desperdiciarlo ?

En cambio, Steve Romero se las veía y se las deseaba para contenerse. Steve tenía la figura de un toro y diseminaba su semen sin control. A veces cambiábamos impresiones en el restaurante chino, a la vuelta de la calle de la oficina. Era una atmósfera extraña. Quizá fuera porque no había vino. Tal vez fuese por las curiosas setas, pequeñas y negras, que nos servían. En cualquier caso, no era difícil sacar el tema a colación. Por lo general, cuando Steve se reunía con nosotros, ya había hecho su entrenamiento, se había duchado y se había dado fricciones. Estaba limpio por dentro y por fuera. Un ejemplar de hombre casi perfecto. No muy brillante, desde luego, pero buen chico, lo que se dice un compañero. En cambio, Hymie era como un sapo. Parecía venir a la mesa directamente desde las ciénagas donde había pasado el día ensuciándose. Llevaba churretes de mugre en torno a los labios, como si fuera miel. De hecho, en su caso no podía llamarse mugre, pues no había otro ingrediente con que poder compararla. Todo era una sustancia fluida, viscosa, pegajosa, compuesta enteramente de sexo. Cuando miraba su comida, la veía como esperma en potencia; si el tiempo era cálido decía que era bueno para los huevos; si subía a un tranvía, sabía de antemano que su movimiento rítmico iba a estimularle el deseo, le iba a provocar una erección lenta y «personal», como él decía. Nunca conseguí saber por qué decía «personal», pero así era como la llamaba. Le gustaba salir con nosotros, porque siempre estábamos bastante seguros de conseguir algún ligue decente. Cuando salía solo, no siempre le iba tan bien. Con nosotros cambiaba de carne: gachís gentiles, como él decía. Le gustaban las gachís gentiles. Olían mejor que las judías, según él. También reían con mayor facilidad... A veces, en pleno tracatrá. Lo único que no podía tolerar era la carne oscura. Le asombraba y desagradaba verme salir con Valeska. En cierta ocasión, me preguntó si no olía un poco fuerte. Le dije que me gustaba así: fuerte y hediondo, con mucha salsa alrededor. Casi se sonrojó al oírme. Era asombroso lo delicado que podía ser para ciertas cosas. La comida, por ejemplo. Era muy melindroso con la comida. Tal vez se tratara de una peculiaridad racial. También era inmaculado en lo tocante a su persona. No podía ver una mancha en sus limpios puños. No paraba de cepillarse, a cada momento sacaba su espejo para ver si tenía restos de comida entre los dientes. Si encontraba una partícula, ocultaba la cara tras la servilleta y la extraía con su mondadientes de nácar. Naturalmente, los ovarios no podía verlos. Tampoco podía olerlos, porque también su mujer era una tía inmaculada. Pasaba el día duchándose en preparación de las nupcias nocturnas. Era trágica la importancia que atribuía a sus ovarios.

Hasta el día que se la llevaron al hospital, fue una auténtica máquina de joder. La idea de no poder volver a follar la aterrorizaba hasta hacerle perder el juicio. Desde luego, Hymie le decía que, pasara lo que pasase, a él no le importaría. Pegado a ella como una serpiente, con un cigarrillo en la boca, viendo pasar a las chicas abajo, en el bulevar, le resultaba difícil imaginar que una mujer no pudiera volver a joder. Estaba seguro de que la operación sería un éxito.
¡Un éxito!
Es decir, que jodería mejor que antes incluso. Solía decírselo, tumbado boca arriba mirando al techo. «Tú sabes que siempre te querré», le decía. «Muévete un poquito, ¿quieres?... eso, muy bien... así. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí... claro, ¿por qué? ¿Por qué razón habrías de preocuparte de cosas así? Por supuesto que te seré fiel. Oye, córrete un poquito... eso... así... así está bien.» Solía contárnoslo en el restaurante chino. Steve se moría de risa. Steve no podía hacer una cosa así. Era demasiado honrado, sobre todo con las mujeres. Por eso nunca tuvo suerte. El pequeño Curley, por ejemplo —Steve odiaba a Curley—, siempre conseguía lo que quería... Era un mentiroso nato, un impostor nato. A Hymie tampoco le gustaba mucho Curley. Decía que no era honrado, refiriéndose, por supuesto, a que no lo era en cuestiones de dinero. Con respecto a esas cosas Hymie era escrupuloso. Lo que le desagradaba especialmente era la forma como hablaba Curley de su tía. Ya era bastante grave, según Hymie, que se estuviera tirando a la hermana de su madre, pero presentarla como si fuese un trozo de queso rancio era demasiado para Hymie. Hay que tener un poco de respeto hacia una mujer, siempre y cuando no sea una puta. Si es una puta, la cosa cambia. Las putas no son mujeres. Las putas son putas. Ese era el modo de ver de Hymie.

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