Trópico de Capricornio (25 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Así estaban las cosas el primer día de la relación sexual en el antiguo mundo helenístico. Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Ya no es de buena educación cantar con la pilila, ni se permite a los cóndores siquiera cagar huevos purpúreos por todo el lugar. Todo eso es escatológico y ecuménico. Está prohibido.
Verboten.
Y, por eso, el País de la Jodienda cada vez se aleja más; se vuelve mitológico. Así, pues, me veo obligado a hablar mitológicamente. Hablo con extrema unción, y también con ungüentos preciosos. Dejo de lado los estruendosos címbalos, las tubas, las caléndulas blancas, las adelfas y los rododendros. ¡Vivan las correas y las esposas! Cristo está muerto y destrozado con tejos. Los felás empalidecen en las arenas de Egipto, con las muñecas esposadas sin apretar. Los buitres han devorado hasta la última pizca de carne en descomposición. Todo está en calma, un millón de ratones de oro que mordisquean el queso invisible. Ha salido la luna y el Nilo rumia sus estragos ribereños. La tierra eructa en silencio, las estrellas se estremecen y balan, los ríos se desbordan. Es así... Hay coños que ríen y coños que hablan; hay coños locos, histéricos, en forma de ocarinas y coños lujuriantes, sismográficos, que registran la subida y la bajada de la savia; hay coños caníbales que se abren de par en par como las mandíbulas de una ballena y te tragan vivo; hay también coños masoquistas que se cierran como las ostras y tienen conchas duras y quizás una perla o dos dentro; hay coños ditirámbicos que se ponen a bailar en cuanto se acerca el pene y se empapan de éxtasis; hay coños puercoespines que sueltan sus púas y agitan banderitas en Navidad; hay coños telegráficos que practican el código Morse y dejan la mente llena de puntos y rayas; hay coños políticos que están saturados de ideología y que niegan hasta la menopausia; hay coños vegetativos que no dan respuesta, a no ser que los extirpes de raíz; hay coños religiosos que huelen como los adventistas del Séptimo Día y están llenos de abalorios, gusanos, conchas de almejas, excrementos de oveja y de vez en cuando migas de pan; hay coños mamíferos que están forrados con piel de nutria e hibernan, durante el largo invierno; hay coños navegantes equipados como yates, buenos para solitarios y epilépticos; hay coños glaciales en los que puedes dejar caer estrellas fugaces sin causar el menor temblor; hay coños diversos que se resisten a cualquier clasificación o descripción, con los que te tropiezas una vez en la vida y que te dejan mustio y marcado; hay coños hechos de pura alegría que no tienen nombre ni antecedente y éstos son los mejores de todos, pero, ¿adonde han ido a parar?

Y, por último, existe el coño que lo es todo y a éste vamos a llamarlo supercoño, pues no es de esta tierra, sino de ese país radiante adonde hace mucho tiempo nos invitaron a huir. En él el rocío siempre centellea y las altas cañas se inclinan con el viento. En él vive el gran padre de la fornicación, el Padre Apis, el toro profético que se abrió paso a cornadas hasta el cielo y destruyó a las deidades castradas del bien y del mal. De Apis surgió la raza de los unicornios, ese ridículo animal del que hablan los escritos antiguos cuya culta frente se estiró hasta convertirse en un falo fulgurante, y del unicornio a través de etapas graduales derivó el hombre de la ciudad reciente del que habla Oswald Spengler. Y de la picha muerta de este triste espécimen surgió el gigantesco rascacielos con sus rápidos ascensores y sus torres de observación. Somos el último punto decimal del cálculo sexual; el mundo gira como un huevo podrido en su canasta de paja. Ahora hablemos de las alas de aluminio con que volar a ese lugar lejano, el país radiante donde vive Apis, el padre de la fornicación. Todo avanza como relojes lubricados; por cada minuto de la esfera hay un millón de relojes silenciosos que van pelando las cáscaras del tiempo. Viajamos más rápido que la calculadora relámpago, más rápido que la luz de las estrellas, más rápido que el pensamiento del mago. Cada segundo es un universo de tiempo. Y cada universo de tiempo no es sino un pestañeo de sueño en la cosmogonía de la velocidad. Cuando la velocidad llegue a su fin, allí estaremos, puntuales como siempre y dichosamente anónimos. Nos desprenderemos de nuestras alas, relojes y repisas de chimenea en que apoyarnos. Nos levantaremos ligeros y alborozados como una columna de sangre, y no habrá recuerdo que nos haga caer de nuevo. A ese tiempo yo lo llamo dominio del supercoño, pues desafía a la velocidad, al cálculo y a la imaginación. Tampoco el propio pene tiene tamaño ni peso conocidos. Sólo hay la sensación continua de la jodienda, el fugitivo en pleno vuelo, la pesadilla que fuma su tranquilo puro. El pequeño Nemo se pasea con una erección de siete días y un maravilloso par de cojones azules legados por la Señora Generosa. Es el domingo por la mañana a la vuelta de la esquina del Cementerio de las plantas siempre verdes.

Es el domingo por la mañana y estoy tumbado dichosamente muerto para el mundo en mi cama de hormigón armado. A la vuelta de la esquina está el cementerio, es decir: el
mundo de la relación sexual.
Me duelen los cojones de tanta jodienda como se produce, pero todo está ocurriendo debajo de mi ventana, en el bulevar donde Hymie tiene su nido de copular. Estoy pensando en una mujer y el resto es confuso. Digo que estoy pensando en ella, pero la verdad es que muero de muerte estelar. Estoy tumbado ahí como una estrella enferma esperando que se extinga. Hace años estuve tumbado en esta misma cama y esperé y esperé a nacer. Nada ocurrió. Excepto que mi madre, con su furia luterana, me tiró encima un cubo de agua. Mi madre, la pobre imbécil, pensaba que yo era un vago. No sabía que me había atrapado la corriente estelar, que me estaba pulverizando hasta la atroz extinción ahí fuera, en la orilla más remota del universo. Creía que era pura pereza lo que me mantenía clavado a la cama. Me tiró encima el cubo de agua: me retorcí y estremecí un poco, pero seguí tumbado ahí en mi cama de hormigón armado. Era inamovible. Era un meteoro apagado y abandonado en las inmediaciones de Vega.

Y ahora estoy en la misma cama y la luz que hay en mí se niega a extinguirse. El mundo de hombres y mujeres está divirtiéndose en los terrenos del cementerio. Están teniendo relaciones sexuales, Dios los bendiga, y yo estoy solo en el País de la Jodienda. Me parece oír el chacoloteo de una gran máquina, los brazaletes de la linotipia pasando a través del rodillo del sexo. Hymie y la ninfómana de su mujer están tumbados al mismo nivel que yo, sólo que están al otro lado del río. El río se llama Muerte y tiene sabor amargo. Lo he vadeado muchas veces, hasta las caderas, pero por alguna razón no me ha petrificado ni inmortalizado. Sigo ardiendo vivamente por dentro, a pesar de que por fuera estoy muerto como un planeta. De esta cama me he levantado para bailar, no una, sino centenares, miles de veces. Cada vez que me retiraba, tenía el convencimiento de que había bailado la danza del esqueleto en un
terrain vague.
Quizás había desperdiciado demasiada de mi sustancia sufriendo; quizá tenía la loca idea de que sería la primera floración metalúrgica de la especie humana; tal vez estuviera imbuido con la idea de que era a la vez un subgorila y un superdiós. En esta cama de hormigón armado recuerdo todo y todo es de cristal de roca. No hay nunca animal alguno, sólo miles y miles de seres humanos todos hablando a la vez, y para cada palabra que pronuncian tengo una respuesta inmediatamente, a veces antes de que la palabra salga de su boca. Hay una gran matanza, pero sin sangre. Los asesinatos se perpetran con limpieza, y siempre en silencio. Pero, aun cuando todo el mundo fuera asesinado, seguiría habiendo conversación, y ésta sería a la vez complicada y fácil de seguir. Porque, ¡yo soy quien la crea! Lo sé, y por eso es por lo que nunca me vuelve loco. Tengo conversaciones que no pueden producirse hasta dentro de veinte años, cuando encuentre a la persona indicada, la que voy a crear, digamos, cuando llegue el momento adecuado. Todas esas charlas se producen en un solar vacío que está unido a mi cama como un colchón. En un tiempo le di un nombre, a este
terrain vague:
lo llamé Ubiguchi, pero, no sé por qué, Ubiguchi nunca me satisfizo, era demasiado inteligible, estaba demasiado cargado de significado. Sería mejor dejarlo en
«terrain vague»,
que es lo que tengo intención de hacer. La gente cree que el vacío es la nada, pero no lo es. El vacío es una plenitud discordante, un mundo atestado de fantasmas en que el alma hace un reconocimiento. Recuerdo haber estado de niño en el solar vacío como si fuera un alma muy viva y desnuda y de pie sobre un par de zapatos. Me habían robado el cuerpo porque no lo necesitaba de forma especial. Entonces podía existir con cuerpo o sin él. Si mataba un pájaro y lo asaba al fuego y me lo comía, no era porque tuviera hambre, sino porque quería saber cosas sobre Timbuctú o la Tierra del Fuego. Tenía que estar en el solar vacío y comer pájaros muertos para crear el deseo de esa tierra radiante en la que más adelante viviría solo y que poblaría de nostalgia. Esperaba cosas definitivas de ese lugar, pero quedé decepcionado de forma lamentable. Llegué lo más lejos que se puede llegar en un estado de completo entumecimiento, y después en virtud de una ley, que debe ser la ley de la creación, supongo, me inflamé y empecé a vivir inexhaustiblemente, como una estrella cuya luz sea inextinguible. Entonces empezaron las auténticas excursiones caníbales que han significado tanto para mí; no más pajaritos muertos recogidos de la hoguera, sino carne humana viva, tierna, carne humana suculenta, secretos como hígados sanguinolentos, confidencias como tumores hinchados que se hayan conservado en hielo. Aprendí a no esperar a que muriera mi víctima, sino a devorarla mientras me hablaba. Muchas veces, cuando dejaba una comida sin acabar, descubrí que no era otra cosa que un viejo amigo menos, un brazo o una pierna. A veces lo dejaba allí: un tronco lleno de intestinos hediondos.

Por ser de la ciudad, de la única ciudad del mundo, y no hay lugar en el mundo como Broadway, solía pasearme para arriba y para abajo mirando los jamones iluminados con reflectores y otras golosinas. Era un esquizerino desde las suelas de la bota hasta las puntas del cabello. Vivía exclusivamente en el gerundio, que sólo entendía en latín. Mucho antes de que leyera sobre ella en el
Black Book,
cohabitaba con Hilda, la coliflor gigantesca de mis sueños. Pasamos juntos por todas las enfermedades morganáticas y algunas que eran
ex cathedra.
Vivíamos en el armazón de los instintos y nos alimentábamos de recuerdos ganglionares. Nunca había
un
universo, sino millones y billones de universos, todos los cuales no ocupaban juntos más espacio que la cabeza de un alfiler. Era un sueño vegetal en la selva del espíritu. Era el pasado, que es el único que abarca la eternidad. En medio de la fauna y flora de mis sueños, oía conferencias telefónicas de larga distancia. Los deformes y los epilépticos dejaban mensajes sobre mi mesa. A veces venía a verme Hans Castorp y juntos cometíamos delitos inocentes. O, si era un día claro y glacial, daba una vuelta con mi bicicleta

Presto de Chemnitz, Bohemia.

Lo mejor de todo era la danza del esqueleto. Primero me lavaba todos los miembros en el fregadero, me cambiaba de muda, me ponía los escarpines de bailar. Sintiéndome anormalmente ligero por dentro y por fuera, serpenteaba entrando y saliendo de la multitud por un rato para captar el ritmo humano característico, el peso y la sustancia de la carne. Después iba derecho a la pista de baile, cogía un cacho de carne casquivana e iniciaba la pirueta otoñal. Así fue como entré una noche en el local del griego peludo y tropecé de golpe con ella. Parecía amoratada, blanca como la tiza, sin edad. No había sólo la corriente de acá para allá, sino también la caída interminable, la voluptuosidad del desasosiego intrínseco. Era ágil y al mismo tiempo estaba apetitosamente llenita. Tenía la mirada marmórea de un fauno sumido en lava. Ha llegado el momento, pensé, de volver de la periferia. Di un paso hacia el centro, simplemente para notar que el suelo se movía bajo mis pies. La tierra se deslizaba rápidamente bajo mis asombrados pies. Volví a salir de la cintura terrestre y, mira por dónde, tenía las manos llenas de flores meteóricas. Extendí mis manos ardientes hacia ella, pero era más escurridiza que la arena. Pensé en mis pesadillas favoritas, pero no se parecía a nada que me hubiera hecho sudar y farfullar. En mi delirio empecé a hacer cabriolas y a relinchar. Compré ranas y las apareé con sapos. Pensé en la cosa más fácil de hacer, que es morir, pero no hice nada. Me quedé quieto y empecé a petrificarme en las extremidades. Era tan maravilloso, tan curativo, tan eminentemente sensible, que me eché a reír hasta lo más profundo de las visceras, como una hiena enloquecida por el celo. ¡Quizá me convirtiera en una piedra de Rosetta! Simplemente me quedé quieto y esperé. Llegó la primavera y el otoño, y luego el invierno. Renové mi póliza de seguros automáticamente. Comí hierba y las raíces de árboles caducos. Me quedé sentado días enteros mirando la misma película. De vez en cuando me cepillaba los dientes. Si me disparabas con una automática, las balas se desviaban y hacían un extraño tat-tat-tat al rebotar contra la pared. En cierta ocasión, en una calle oscura, derribado por un maleante, sentí que un cuchillo me penetraba de parte a parte. Sentí como un baño de agujas. Por extraño que parezca, el cuchillo no me dejó agujeros en la piel. La experiencia fue tan novedosa, que me fui a casa y me clavé cuchillos en todas las partes del cuerpo. Más baños de agujas. Me senté, saqué todos los cuchillos, y volví a maravillarme de que no hubiera ni rastro de sangre, ni agujeros, ni dolor. Estaba a punto de morderme el brazo, cuando sonó el teléfono. Era una conferencia de larga distancia. Nunca supe quién hacía las llamadas, porque nadie se ponía al aparato. Sin embargo, la danza del esqueleto...

La vida pasa a la deriva por el escaparate. Estoy tendido en él como un jamón iluminado esperando que caiga el hacha. En realidad, no hay nada que temer, porque todo está cortado pulcramente en lonchitas y envuelto en celofán. De repente, todas las luces de la ciudad se apagan y las sirenas dan la alarma. La ciudad está envuelta en gas venenoso, explotan bombas, cuerpos despedazados vuelan por los aires. Hay electricidad por todos lados, y sangre y esquirlas y altavoces. Los hombres que van por los aires están locos de alegría, los de abajo gritan y braman. Cuando el gas y las llamas han devorado toda la carne, comienza la danza del esqueleto. Miro desde el escaparate, que ahora está a oscuras. Es mejor que el Saco de Roma porque hay más cosas que destruir.

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