Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Como tenía un culo tan maravilloso y como era más inaccesible que la leche, pensaba en ella como en el Pons Asinorum. Cualquier escolar sabe que el Pons Asinorum sólo pueden cruzarlo dos asnos blancos conducidos por un ciego. No sé por qué es así, pero ésa es la regla, tal como la estableció el viejo Euclides. Era tan sabio, el viejo buitre, que un día —supongo que para divertirse, simplemente— construyó un puente que ningún mortal podría cruzar nunca. Lo llamó el Pons Asinorum porque poseía un par de hermosos asnos blancos, y estaba tan encariñado con aquellos asnos, que no permitía que nadie se apoderara de ellos. Y, por eso, concibió un sueño en que él, el ciego, conduciría un día los asnos sobre el puente y hasta los afortunados terrenos de caza de los asnos. Pues bien, a Verónica le pasaba lo mismo. Estimaba tanto su hermoso culo blanco, que no quería desprenderse de él por nada del mundo. Quería llevárselo con ella al Paraíso, llegado el momento. Por lo que se refiere a su coño, al que, por cierto, nunca hacía referencia... por lo que se refiere a su coño, como digo, pues... era simplemente un accesorio que la acompañaba. En la tenue luz del vestíbulo, sin referirse en ningún momento abiertamente a sus dos problemas, no sé cómo, te hacía tomar conciencia embarazosamente de ellos. Es decir, te hacía tomar conciencia al modo de un prestidigitador. Te dejaba ver o tocar simplemente para engañarte al final, simplemente para demostrarte que no habías visto ni tocado. Era un álgebra sexual muy sutil, la lucubración de media noche que te valdría un 9 o un 10 el día siguiente, pero nada más. Te examinabas, obtenías tu diploma y después te soltaban. Entretanto usabas el culo para sentarte y el coño para hacer aguas. Entre el libro de texto y el retrete había una zona intermedia en la que no debías entrar nunca, porque se denominaba jodienda. Podías hacerte una pajita y echar una meadita, pero no follar. Nunca se apagaba la luz del todo, el sol nunca entraba a raudales. Siempre la luz o la oscuridad suficiente para distinguir un murciélago. Y precisamente ese espectral parpadeo de luz era lo que mantenía a la mente despierta, al acecho, por decirlo así, de bolsos, lápices, botones, llaves, etc. No podías pensar realmente porque ya estabas utilizando la mente. La mente estaba ocupada, como una butaca vacía en el teatro en la que el ocupante hubiera dejado la chistera.
Como digo, Verónica tenía un coño charlatán, lo que no era bueno porque su única función parecía ser la de hablar para que no le echaras un polvo. En cambio, Evelyn tenía un coño risueño. Vivía también en el piso de arriba, sólo que en otra casa. Siempre venía a la hora de comer para contarnos un nuevo chiste. Era una cómica de primera, la única mujer verdaderamente graciosa que he conocido en mi vida. Todo era broma, incluida la jodienda. Podía hacer reír hasta a una picha tiesa, lo que ya es decir. Dicen que una picha tiesa no tiene conciencia, pero una picha tiesa que además se ría es fenomenal. La única forma como puedo describirlo es diciendo que, cuando estaba cachonda y molesta, Evelyn hacía ventriloquia con el coño. Estabas a punto de metérsela, cuando el payaso que tenía entre las piernas soltaba una carcajada de repente. Al mismo tiempo, alargaba los brazos hacia ti y te daba un tironcito y un apretoncito juguetones. También sabía cantar, aquel payaso de coño. De hecho, se comportaba exactamente como una foca amaestrada.
No hay nada más difícil que hacer el amor en un circo. La continua representación del número de la foca amaestrada la volvía más inaccesible que si hubiera estado protegida por barrotes de hierro. Podía acabar con la erección más «personal» del mundo. A fuerza de risa. Al mismo tiempo no era tan humillante como podría uno inclinarse a pensar. Había algo de compasión en aquella risa vaginal. El mundo entero parecía desplegarse como una película pornográfica cuyo trágico tema fuese la impotencia. Podías verte a ti mismo como un perro, o una comadreja, o un conejo blanco. El amor era algo aparte, un plato de caviar, pongamos por caso, o un heliotropo de cera. Podías ver al ventrílocuo que hay dentro de ti hablando de caviar o de heliotropos, pero la persona real era siempre tumbada en el sembrado de coles con las piernas completamente abiertas ofreciendo una hoja verde y brillante al primero que llegase.
Pero, si hacías un movimiento para mordisquearla, el sembrado de coles estallaba a reír, con una risa radiante, fresca, vaginal como Jesús H. Cristo e Immanuel Kant el Cauteloso nunca soñaron, porque, de lo contrario, el mundo no sería lo que es hoy y, además, no habría habido ni Kant ni Cristo Todopoderoso. La mujer raras veces ríe, pero cuando lo hace es como un volcán. Cuando la mujer ríe, lo mejor que puede hacer el hombre es largarse al sótano refugio contra ciclones. Nada quedará en pie ante la carcajada vaginal, ni siquiera el hormigón armado. Cuando se le despierta la capacidad de reír, la mujer puede superar en risa a la hiena o al chacal o al gato montes. De vez en cuando se la oye en una reunión de linchadores. Significa que se ha quitado la tapa, que todo vale. Significa que va a salir de caza... y ten cuidado, ¡ no te vaya a cortar los cojones! Significa que, si se acerca la peste, ELLA llega primero, y con enormes correas de púas que te arrancarán la piel a tiras. Significa que se acostará no sólo con Tom, Dick y Harry, sino también con el Cólera, la Meningitis y la Lepra: significa que se tumbará en el altar como una yegua en celo y aceptará a todos los que se presenten, incluido el Espíritu Santo. Significa que demolerá en una noche lo que el pobre hombre tardó, con su habilidad logarítmica, cinco mil, diez mil, veinte mil años en construir. Lo demolerá y se meará en ello, y nadie la detendrá, una vez que empiece a reír en serio. Y, cuando decía de Verónica que su risa podía acabar con la erección más «personal» imaginable, hablaba en serio; podía acabar con la erección
personal
y te daba a cambio una baqueta al rojo vivo. Puede que no llegaras muy lejos con la propia Verónica, pero con lo que tenía para ofrecerte podías hacer un largo viaje, con toda seguridad. Una vez que entrabas dentro del radio de alcance de su oído, era como si te hubieras tomado una sobredosis de cantárida. Nada del mundo podía bajártela de nuevo, a no ser que la pusieras bajo una almádena.
Así era a todas horas, aunque cada palabra que digo sea una mentira. Era una gira personal por el mundo impersonal, un hombre con un desplantador diminuto en la mano cavando un túnel a través de la tierra para llegar al otro lado. El propósito era llegar por el túnel al otro lado y encontrar por fin la ría de la Culebra, el
nec plus ultra
de la luna de miel de la carne. Y, naturalmente, no se acababa nunca de cavar. Lo máximo a que podía aspirar era a quedarme atascado en el centro inerte de la tierra, donde la presión era más fuerte y más uniforme en todos los sentidos, y permanecer atascado en él para siempre. Eso me haría sentir como Ixion en la rueda, lo que es una especie de salvación que no hay que despreciar totalmente. Por otro lado, yo era un metafísico de la especie instintivista; me era imposible quedarme atascado en ninguna parte, ni siquiera en el centro inerte de la tierra. Tenía que encontrar a toda costa el polvo metafísico y gozarlo, y para eso me vería obligado a salir a una altiplanicie nueva, una meseta de dulce alfalfa y monolitos pulidos, donde las águilas y los buitres volaran al azar.
A veces, sentado en un parque por la noche, especialmente en un parque cubierto de papeles y restos de comida, veía pasar a una, una que parecía ir al Tíbet y la seguía con ojos desencajados con la esperanza de que empezara a volar de repente, pues, si lo hiciese, si empezara a volar, sabía que yo también sería capaz de volar, y eso pondría fin a la tarea de cavar y revolcarse. A veces, probablemente a causa del crepúsculo u otras alteraciones, parecía como si volara efectivamente al doblar una esquina. Es decir, que de repente se elevaba del suelo por espacio de unos metros, como un avión demasiado cargado, pero esa simple elevación repentina e involuntaria, independientemente de que fuese real o imaginaria, me daba esperanza, me infundía valor para mantener los ojos desencajados e inmóviles en el sitio.
Había megáfonos por dentro que gritaban: « Sigue, no te pares, persevera», y todas esas tonterías. Pero, ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Adonde? ¿De dónde? Ponía el despertador para estar levantado a determinada hora, pero,
¿por qué levantado?
¿Por qué levantarse siquiera? Con aquel diminuto desplantador en la mano trabajaba como un galeote sin la menor esperanza de recompensa. Si seguía en línea recta, iba a cavar el agujero más profundo que haya cavado nunca un hombre. Por otro lado, si hubiera deseado verdaderamente llegar al otro lado de la tierra, ¿es que no habría sido mucho más sencillo tirar el desplantador y tomar un aeroplano simplemente hacia China? Pero el cuerpo
sigue
a la mente. La cosa más sencilla para el cuerpo no siempre es fácil para la mente. Y, cuando se vuelve especialmente difícil y embarazoso es en el momento en que los dos empiezan a seguir direcciones opuestas.
Trabajar con el desplantador era la gloria; dejaba la mente en completa libertad y, aun así, nunca había el menor peligro de que se separaran uno de la otra. Si el animal hembra empezaba de repente a gemir de placer, si al animal hembra le daba de pronto un ataque de placer, con las mandíbulas moviéndose como cordones de zapatos antiguos, el pecho jadeando y las costillas crujiendo, si la tipa empezaba de improviso a caerse en pedazos por el suelo, al desplomarse de goce y exasperación, en ese preciso momento, ni un segundo antes ni después, la prometida meseta aparecería en el horizonte como un barco que saliera de la niebla y no quedaría más remedio que plantar las rayas y las estrellas en ella y tomar posesión de ella en nombre del Tío Sam y de todo lo sagrado. Esos reveses ocurrían con tanta frecuencia, que era imposible no creer en la realidad de un reino llamado Jodienda, porque ése era el único nombre que se le podía dar, y, sin embargo, nadie podía reclamar su propiedad permanentemente. Desaparecería de la noche a la mañana... a veces en un abrir y cerrar de ojos. Era la Tierra de Nadie y apestaba a las muertes invisibles por ella esparcidas. Si se declaraba una tregua, te encontrabas en ese terreno y te dabas la mano o trocabas tabaco. Pero las treguas nunca duraban mucho tiempo. Lo único que parecía tener permanencia era la idea de la «zona intermedia». En ella volaban las balas y los cadáveres se apilaban: luego llovía y, al final, sólo quedaba hedor.
Todo esto es una forma de hablar en sentido figurado sobre lo ínmencionable. Lo inmencionable es la jodienda y el coño puros y simples, sólo deben mencionarse en las ediciones de lujo; de lo contrario, el mundo se deshará en pedazos. La amarga experiencia me ha enseñado que lo que sostiene el mundo es la relación sexual. Pero la
jodienda,
la auténtica, el
coño,
el auténtico, parecen contener un elemento no identificado que es mucho más peligroso que la nitroglicerina. Para hacerse una idea de lo auténtico hay que consultar el catálogo de los almacenes Sears-Roebuck aprobado por la Iglesia Anglicana. En la página 23 encontrarás un grabado de Príapo haciendo malabarismos con un sacacorchos en la punta de la pirula; está de pie a la sombra del Partenón por error; está desnudo, salvo un taparrabos que le prestaron para esa ocasión los
Holy Rollers
de Oregón y Saskatchewan. Hay una conferencia de larga distancia para preguntar si deben vender a plazo corto o largo. Dice:
«Idos a tomar por culo» y
cuelga el aparato. En segundo plano Rembrandt está estudiando la anatomía de nuestro Señor Jesucristo que, si recordáis, fue crucificado por los judíos y después llevado a Abisinia para ser golpeado con tejos y otros objetos. El tiempo parece bueno y más cálido, como de costumbre, a no ser por una ligera niebla que se levanta del mar Jónico; es el sudor de los huevos de Neptuno castrados por los primeros monjes, o quizá por los maniqueos de la época de la plaga de Pentecostés. Largas tiras de carne de caballo cuelgan a secar y las moscas andan por todas partes, tal como lo describe Homero en la antigüedad. Muy cerca hay una máquina trilladora McCormick, una segadora y agavilladora con un motor de treinta y seis caballos y sin interruptor. Ha acabado la siega y los trabajadores están contando su salario en los campos distantes. Surge la encendida aurora en el primer día de la relación sexual en el antiguo mundo helenístico, ahora fielmente reproducido para nosotros en color gracias a los Hermanos Zeiss y otros pacientes fanáticos de la industria. Pero éste no es el aspecto que ofrecía a los hombres de la época d« Homero que estaban en aquel lugar. Nadie sabe qué aspecto tenía el dios Príapo, cuando se vio reducido a la ignominia de balancear un sacacorchos en la punta de la pilila. De pie, así, a la sombra del Partenón, indudablemente se puso a soñar con gachís lejanas; debió de perder conciencia del sacacorchos y de la máquina trilladora y segadora; debió de volverse muy silencioso en su interior y, por último, debió de perder hasta el deseo de soñar. Mi idea —y, naturalmente, estoy dispuesto a que me corrijan, si estoy equivocado— es que estando así, en medio de la niebla que se alzaba, oyó de repente el repique del Ángelus y, mira por dónde, apareció ante sus propios ojos un hermoso terreno verde de pantanos en que los chocktaws estaban divirtiéndose con los navajos; en el aire por encima había cóndores blancos, con collarines festoneados de caléndulas. También vio una enorme pizarra en que aparecía escrito el cuerpo de Cristo, el cuerpo de Absalón y el mal, que es la lujuria. Vio la esponja empapada en sangre de ranas, los ojos que Agustín se cosió en la piel, el manto que no era lo bastante grande como para tapar nuestras iniquidades. Vio esas cosas en el antiquísimo momento en que los navajos estaban divirtiéndose con los chocktaws y se llevó tal sorpresa, que de repente salió una voz de entre sus piernas, de la larga caña pensante que había perdido en el sueño, y se trataba de la más aguda estridente y penetrante, la más jubilosa y feroz clase de voz que haya salido alguna vez carcajeándose de las profundidades. Empezó a cantar con su larga picha con gracia y elegancia tan divinas, que los blancos cóndores bajaron del cielo y cagaron enormes huevos purpúreos por toda la verde zona de los pantanos. Cristo Nuestro Señor se levantó de su lecho de piedra y, a pesar de estar marcado por el tajo, bailó como una cabra montes. Los felás salieron de Egipto encadenados, seguidos por los belicosos igorrotes y los comedores de caracoles de Zanzíbar.