Trópico de Capricornio (26 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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¿Por qué bailan los esqueletos tan extáticamente?, me pregunto. ¿Es la caída del mundo? ¿Es la danza de la muerte que tantas veces se ha anunciado? El de millones de esqueletos bailando en la nieve mientras la ciudad se desploma en un espectáculo pavoroso. ¿Volverá a crecer algo? ¿Saldrán niños de la matriz? ¿Habrá comida y vino? No hay que olvidar a los hombres que van por los aires, desde luego. Bajarán a saquear. Habrá cólera y disentería y los que estaban arriba y triunfantes perecerán como los demás. Tengo la viva sensación de que voy a ser el último hombre sobre la tierra. Saldré del escaparate, cuando todo haya acabado y me pasearé tranquilamente por entre las ruinas. Dispondré de la tierra entera para mí.

¡Una conferencia de larga distancia! Para comunicarme que no estoy totalmente solo. Entonces, ¿la destrucción no ha sido completa? Es desalentador. El hombre no es ni siquiera capaz de destruirse a sí mismo; de lo único que es capaz es de destruir a los demás. Estoy asqueado. ¡Qué malicioso tullido! ¡Qué crueles ilusiones! Así, que hay otros de la especie por ahí y van a poner orden en este desbarajuste y empezar de nuevo. Dios bajará en carne y hueso y cargará con la culpa. Harán música y construirán cosas de piedra y lo consignarán todo en libros. ¡Pufff! ¡Qué ciega tenacidad! ¡Qué torpes ambiciones!

Vuelvo a estar en la cama. El antiguo mundo griego, el alba de la relación sexual... ¡Y Hymie! Hymie Laubscher siempre en el mismo nivel, mirando hacia abajo, hacia el bulevar al otro lado del río. Hay un momento de calma en la fiesta nupcial y sirven los buñuelos de almejas.
Córrete un poquito,
dice.
¡Eso, así, muy bien!
Oigo croar ranas en la ciénaga fuera de mi ventana. Grandes ranas de cementerio alimentadas por los muertos. Están todas amontonadas en la relación sexual; están croando de alegría sexual.

Ahora comprendo cómo fue concebido y traído al mundo Hymie. ¡Hymie el sapo! Su madre estaba en el fondo del montón y Hymie, que entonces era un embrión, estaba oculto en la bolsa de ella. Eran los primeros días de la relación sexual y no había reglas del Marqués de Queensbury que pusieran trabas. Era joder y ser jodido... y el último, que pagase el pato. Había sido siempre así desde la época de los griegos: un polvo a ciegas en el lodo y después un desove rápido y luego la muerte. La gente folla en diferentes niveles, pero siempre es en una ciénaga y la cama siempre está destinada para el mismo fin. Cuando se derriba la casa, la cama queda siempre de pie: el altar cosmosexual.

Estaba ensuciando la cama con mis sueños. Estirado en el hormigón armado, mi alma abandonaba su cuerpo y vagabundeaba de un lado para otro en un carrito como el que usan en los almacenes para facilitar el cambio. Yo hacía cambios y excursiones ideológicas; era un vagabundo en el país del cerebro. Todo estaba absolutamente claro para mí porque estaba hecho en cristal de roca; en cada salida estaba escrito en grandes caracteres: ANIQUILACIÓN. El miedo a la extinción me solidificaba; el cuerpo se convertía en un trozo de hormigón armado. Estaba adornado por una erección permanente del mejor gusto. Había alcanzado ese estado de vacío tan ardientemente deseado por ciertos miembros devotos de los cultos esotéricos. Había dejado de ser.
Ni siquiera era una erección personal.

Fue por esa época cuando adopté el seudónimo de Samson Lackawanna y empecé mis saqueos. El instinto criminal que había en mí había salido vencedor. Mientras que hasta entonces había sido sólo un alma errante, una especie de
dybbuk
gentil, en adelante me convertí en un fantasma entrado en carnes. Había adoptado el nombre que me gustaba y bastaba con que actuara instintivamente. En Hong Kong, por ejemplo, hice mi aparición como vendedor de libros. Llevaba un monedero de cuero lleno de dólares mexicanos y visité religiosamente a todos los chinos que necesitaban completar sus estudios. En el hotel llamaba para pedir mujeres como si se tratara de whisky con soda. Por las mañanas estudiaba tibetano para preparar el viaje a Lhasa. Ya hablaba judío con fluidez, y hebreo también. Podía contar dos columnas de números a la vez. Era tan fácil estafar a los chinos, que volví a Manila hastiado. Allí me hice cargo de un señor Rico y le enseñé el arte de vender libros sin gastos de envío. Todo el beneficio provenía de las tarifas del transporte marítimo, pero era suficiente para permitirme una vida lujosa, mientras duró.

El aliento se había convertido en un truco lo mismo que la respiración. Las cosas no eran simplemente dobles, sino múltiples. Me había convertido en una jaula de espejos que reflejaba el vacío. Pero, una vez postulado el vacío firmemente, estaba en mi elemento y lo que se llama creación consistía en llenar agujeros. El carrito me llevó cómodamente de un lugar a otro y en cada pequeño receptáculo del gran vacío dejé caer una tonelada de poemas para borrar la idea de aniquilación. Tenía siempre ante mí perspectivas infinitas. Empecé a vivir en la perspectiva, como una motita microscópica en la lente de un telescopio gigantesco. No había noche en que descansar. Era perpetua luz estelar en la árida superficie de los planetas muertos. De vez en cuando un lago negro como el mármol en que me veía caminando entre brillantes orbes de luz. Tan bajas colgaban las estrellas y tan deslumbrante era la luz que emitían, que parecía como si el universo estuviera simplemente a punto de nacer. Lo que hacía que la impresión fuera más fuerte era que yo estaba solo; no sólo no había animales, ni árboles, ni otros seres, sino que, además, ni siquiera había una brizna de hierba, ni siquiera una raíz muerta. En aquella luz violenta e incandescente sin el menor rastro de sombra siquiera, el propio movimiento parecía ausente. Era como una llamarada de pura conciencia, el pensamiento hecho Dios. Y Dios por primera vez, que yo supiera, estaba perfectamente afeitado. Yo también estaba perfectamente afeitado, impecable, extraordinariamente exacto. Vi mi imagen en los lagos de mármol negro y estaba adornada con estrellas. Estrellas, estrellas... como un golpe entre los ojos y todos los recuerdos esfumados al instante. Era Samson y también Lackawanna y estaba muriendo como un ser en el éxtasis de la conciencia plena.

Y ahora aquí estoy, navegando río abajo en mi pequeña canoa. Todo lo que deseéis que haga lo haré... gratis. Este es el País de la Jodienda, en que no hay animales, ni árboles, ni estrellas, ni problemas. Aquí el espermatozoide es dueño y señor. Nada va determinado de antemano, el futuro es absolutamente incierto, el pasado es inexistente. Por cada millón que nace 999.999 están condenados a morir y a no volver a nacer más. Pero el que mete un gol tiene asegurada la vida eterna. La vida se comprime en una semilla, que es un alma. Todo tiene alma, incluidos los minerales, las plantas, los lagos, las montañas, las rocas. Todo es sensible, incluso en la etapa más baja de la conciencia.

Una vez que se entiende ese hecho, no puede seguir habiendo desesperación. En la base misma de la escala,
chez
los espermatozoides, existe el mismo estado de bienaventuranza que en la cima,
chez
Dios. Dios es la suma de todos los espermatozoides, que han alcanzado la conciencia plena. Entre la base y la cima no hay pasado, no hay estación intermedia. El río nace en algún lugar de la montaña y fluye hasta el mar. En ese río que conduce hasta Dios, la canoa es tan inútil como el acorazado. Desde el comienzo mismo la travesía es de regreso a casa.

Navegando río abajo... lento como la lombriz intestinal, pero lo bastante diminuto como para tomar todas las curvas. Y, además, escurridizo como una anguila.
¿Cómo te llamas?,
grita alguien.
¿Que cómo me llamo? Hombre, pues, llámame Dios simplemente... Dios, el embrión;
sigo navegando. A alguien le gustaría comprarme un sombrero. ¿Cuál es tu talla, imbécil?, grita.
¿Qué talla? Hombre, pues, ¡la talla X!
(¿Y por qué me gritan siempre? ¿Acaso creen que estoy sordo?) El sombrero se pierde en la próxima catarata.
Tant pis...
para el sombrero. ¿Acaso necesita Dios un sombrero? Lo único que Dios necesita es llegar a ser Dios, cada vez más. Todo este navegar, todos estos escollos, el tiempo que pasa, el paisaje, y sobre el paisaje el
hombre,
trillones y trillones de cosas llamadas hombre, como semillas de mostaza. Ni siquiera en el embrión tiene memoria

Dios. El telón de fondo de la conciencia se compone de diminutos ganglios infinitesimales, una capa de pelo suave como la lana. La cabra montes está sola en el

Himalaya; no se pregunta cómo ha llegado a la cima. Pasta tranquilamente en medio del
décor;
cuando llegue el momento, volverá a bajar. No aparta el hocico del suelo, mientras va buscando el poco alimento que ofrecen los picos de las montañas. En ese extraño estado capricorniano de embriosis, Dios, el macho cabrío, rumia con estólido deleite entre los picos de las montañas. Las altas elevaciones alimentan el germen de la separación que un día lo apartarán del alma del hombre, que lo convertirán en un padre desolado, semejante a una roca, condenado a vivir eternamente en un vacío que es inconcebible. Pero primero vienen las enfermedades morganáticas, de las que hemos de hablar ahora... Existe un estado de miseria que es irremediable... porque su origen se pierde en la oscuridad. Los almacenes Bloomingdale, por ejemplo, pueden producir ese estado. Todos los grandes almacenes son símbolos de enfermedad y vacío, pero el de Bloomingdale es mi enfermedad especial, mi enfermedad oscura e incurable. En el caos de Bloomingdale hay un orden, pero ese orden es absolutamente demencial para mí; es el orden que encontraría en la cabeza de un alfiler, si la colocara bajo el microscopio. Es el orden de una serie accidental de accidentes concebidos accidentalmente. Ese orden tiene, sobre todo, un olor... y es el olor de Bloomingdale el que infunde terror en mi corazón. En Bloomingdale me desintegro completamente: me desahogo gota a gota en el suelo, una masa indefensa de tripas, huesos y cartílago. Hay un olor, no a descomposición, sino a asociación inconveniente. El hombre, el miserable alquimista, ha reunido en un millón de formas y figuras, sustancias y esencias que no tienen nada en común. Porque en su mente hay un tumor que lo está devorando insaciablemente; ha abandonado la pequeña canoa que lo llevaba gozosamente río abajo para construir un barco mayor y más seguro en que haya sitio para todos. Sus trabajos lo llevan tan lejos, que ha olvidado por completo la razón por la que abandonó la pequeña canoa. El arca está tan llena de cachivaches, que se ha convertido en un edificio inmóvil por encima de un pasaje subterráneo en que el olor a linóleo prevalece y predomina. Reúne todo el significado oculto en la miscelánea intersticial de los almacenes Bloomingdale y colócalo en una cabeza de alfiler, y lo que te quede será un universo en que las grandes constelaciones se mueven sin el menor peligro de colisión. Ese caos microscópico es el que causa mis dolencias morganáticas. En la calle me pongo a apuñalar caballos al azar, o alzo unas faldas aquí y allá en busca de un buzón o pego un sello de correos a una boca, a un ojo, a una vagina. O de repente decido subir a un edificio alto, como una mosca, y, después de haber llegado arriba, me echo a volar de verdad con alas auténticas y vuelo y vuelo y vuelo, recorriendo ciudades como Weehawken, Hoboken, Hackensack, Canarsie, Bergen Beach en un abrir y cerrar de ojos. Una vez que te conviertes en un auténtico esquizerino, volar es la cosa más fácil del mundo; el truco es volar con el cuerpo etéreo, dejar tras de ti en Bloomingdale el saco de huesos, tripas, sangre y cartílago; volar solo con tu yo inmutable, que, si te detienes a reflexionar un momento, siempre está equipado con alas. Volar así, en pleno día, presenta ventajas frente al vuelo nocturno ordinario a que todo el mundo se entrega. Puedes dejarlo en cualquier momento, tan rápida y decisivamente como si pisaras el freno; no hay dificultad para encontrar tu otro yo, porque en el momento en que lo dejas, eres tu otro yo, es decir, el llamado yo entero. Sólo que, como demuestra la experiencia de Bloomingdale, ese yo entero del que tanto se ha alardeado, se cae en pedazos con mucha facilidad. El olor a linóleo, por alguna razón extraña, siempre me hará desplomarme en el suelo. Es el olor de las cosas naturales que estaban pegadas a mí, que se habían juntado, por decirlo así, por consentimiento negativo.

Hasta después de la tercera comida no empiezan a desaparecer los dones matinales, legados por las uniones falsas de los antepasados, y la auténtica roca del yo, la roca feliz, emerge de la basura del alma. A la caída de la noche, el universo de cabeza de alfiler empieza a expandirse. Se expande orgánicamente, desde una motita nuclear infinitesimal, al modo como se forman los minerales o las constelaciones de estrellas. Corroe el caos circundante como una rata que horada el queso. Todo el caos podría juntarse en la cabeza de un alfiler, pero el yo, microscópico al comienzo, crece hasta convertirse en un universo desde cualquier punto del espacio. No es el yo sobre el que se escriben libros, sino el yo eterno que se ha arrendado durante milenios a hombres con nombres y fechas, el yo que empieza y acaba como un gusano, que es el gusano en el queso llamado el mundo. Así como la brisa más ligera puede poner en movimiento un vasto bosque, así también, gracias a un insondable impulso desde dentro, el yo semejante a una roca puede empezar a crecer, y en ese crecimiento nada puede prevalecer contra él. Es como el frío en acción, y el mundo entero un cristal de ventana. Ni asomo de trabajo, ni sonido, ni lucha, ni descanso; el crecimento del yo prosigue, implacable, despiadado, incesante. Solos dos platos en el menú: el yo y el no yo. Y una eternidad para elaborarlo. En esa eternidad que no tiene nada que ver con el tiempo ni con el espacio, hay interludios en que se produce algo así como un deshielo. La forma del yo se descompone, pero el yo, como el clima, permanece. Por la noche la materia amorfa del yo adopta las formas más fugaces: el error penetra por las troneras y el vagabundo se suelta de su puerta. Esa puerta, que el cuerpo lleva encima, si se abre al mundo, conduce a la aniquilación. Es la puerta por la que en todas las fábulas sale el mago; nadie ha leído nunca que haya regresado por la misma puerta. Si se abre hacia dentro, hay infinitas puertas, todas parecidas a escotillones: no hay horizontes visibles, ni líneas aéreas, ni ríos, ni mapas, ni boletos. Cada
couche
es un alto por la noche solamente, ya sea de cinco minutos o de diez mil años. Las puertas no tienen picaportes y nunca se desgastan. Lo más importante que hay que observar: no hay fin a la vista. Todos esos altos por la noche, por decirlo así, son como exploraciones abortivas de un mito. Puede uno ir a tientas, orientarse, observar fenómenos pasajeros; hasta podemos sentirnos en casa. Pero no hay modo de echar raíces. En el preciso momento en que empieza uno a sentirse «establecido», se hunde todo el terreno, el suelo bajo los pies va a la deriva, las constelaciones se sueltan de sus amarras, todo el universo conocido, incluido el yo imperecedero, empieza a moverse silencioso, ominosa, estremecedoramente sereno y despreocupado, hacia un destino desconocido e invisible. Todas las puertas parecen abrirse a la vez; la presión es tan grande, que se produce una implosión y, en la rápida zambullida, el esqueleto estalla en pedazos. Un hundimiento gigantesco semejante debió de ser el que Dante experimentó, cuando se sintió en el Infierno; no era un fondo lo que tocó, sino un núcleo, un centro inerte desde el que se computa el propio tiempo. Ahí comienza la comedia, pues ahí es donde se ve que es divina.

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