Trueno Rojo (40 page)

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Authors: John Varley

BOOK: Trueno Rojo
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Strickland no se dio cuenta y yo respiré un poco más tranquilo una vez que estuve seguro de que se había tragado nuestra tapadera. La mayor ventaja con que contábamos era que ninguna persona sensata podía echar un vistazo al Trueno Rojo y deducir lo que pretendíamos hacer con él. Era demasiado grande, demasiado pesado, y no tenía motor.

Nos libramos de él lo antes posible, y entonces me encaminé a la oficina de Kelly, sabiendo que aquello debía de haberle afectado mucho.

Cuando entré, estaba hablando por teléfono y parecía encontrarse bien.

—¿A quién llamas?

—A un cerrajero. Quiero que cambie todas las cerraduras.

Me pareció muy bien.

Al día siguiente recibimos otra visita de los agentes Dallas y Lubbock, del FBI.

Yo era el que se encontraba más cerca de la puerta cuando sonó el timbre, así que me acerqué y los vi en el monitor. El corazón me dio un vuelco... pero al girar la cámara, vi que no había ningún equipo de asalto de los SWAT ni agentes uniformados de la policía de Daytona. De hecho, no se veía a nadie aparte de Dallas y Lubbock. Llamé a Travis y le dije quién había venido. Estaba a mi lado en cuestión de segundos, seguido por todos los demás. Me sonrió y abrió la puerta lo justo para salir. Los demás nos agolpamos alrededor del monitor.

No había gran cosa que ver. Travis repetía su interpretación del perfecto borracho y los agentes estaban tan tiesos como maniquís. Cuando hablaban, sus labios apenas se movían.

Al cabo de un rato, volvieron a subirse a su Feebmobile y se marcharon. Travis los observó, saludó con la mano, y a continuación volvió a entrar. Estaba empapado en sudor. Sacudió la camisa para que el aire acondicionado del almacén pudiera circular por su interior.

—Tío, me vendría bien algo de beber. —Alicia corrió a traerle una limonada.

—Están muy cabreados, chicos —dijo—. Deben de estarlo para habérmelo contado. Quienquiera que esté al mando de esta investigación debe de ser un poli muy obstinado, porque ha ordenado que sus agentes vuelvan a comprobarlo todo.

—¿Te han dicho todo eso? —preguntó Dak.

—No con tantas palabras. Pero los agentes del FBI se ven como una elite. Teóricamente no deberían andar pateándose las calles como polis normales. Estaban acalorados y cansados... creo que se les ha estropeado el aire acondicionado del coche... Y además están enfadados con el FBI, que los está obligando a buscar un platillo volante. Así que han dicho algunas cosas que normalmente no hubieran dicho. Ahora están investigando a mi vecino, el fanático religioso. No les ha dejado entrar en su propiedad. ¿Por qué debería hacerlo? No es David Koresh, aunque odia a los hombres del gobierno.

—Entonces, ¿crees que estamos a salvo? —preguntó Kelly. Alicia regresó con un vaso alto de limonada. Travis se bebió la mitad de una vez.

—¿A salvo? No me sentiré a salvo hasta que hayamos salido de la atmósfera.

Cinco días antes del Día-M, subimos los cuatro por la rampa, cruzamos la compuerta y la sellamos detrás de nosotros. Durante los cinco días siguientes, solo comeríamos, beberíamos y respiraríamos lo que estaba almacenado en el Trueno Rojo. Estábamos todos excitados y asustados.

No permanecimos mucho tiempo así. Había que hacer pruebas y ejercicios de entrenamiento. Cada uno de nosotros tuvo que ponerse el traje y bajar por la escalerilla hasta la compuerta. Luego, las horas empezaron a alargarse. No tardamos en desplegar el tablero del Monopoly en la cubierta de sistemas de control y empezamos una partida que suponíamos que se prolongaría los cinco días enteros.

Deberíamos haber sabido que Travis no iba a dejar que nos sentáramos y vegetáramos, no cuando podía torturarnos con más ejercicios.

A las trece horas, empezó a sonar una alarma en todas las cubiertas, y una voz empezó a decir:

—Pérdida de presión, Módulo Dos. Esto no es un simulacro, esto no es un simulacro.

Era la voz de Kelly, grabada en el ordenador. Por alguna razón, esto hacía que resultara todavía más aterrador. Tiramos el tablero de Monopoly en nuestra precipitación por llegar a nuestros puestos.

El tanque dos era responsabilidad mía, de modo que cuando llegamos a la intersección central, Dak sacó el traje de emergencia de un armario mientras yo me inclinaba, entraba y cerraba la escotilla exterior de la cámara de descompresión. Pude oír un siseo pero no sentí aire por ninguna parte. Habíamos tenido el Trueno Rojo cerrado a cal y canto con una presión de un cuarto de atmósfera durante una semana, utilizando la cámara de descompresión para entrar y salir, y había permanecido estanco.

Dak desplegó el traje de emergencia y lo tendió abierto hacia mí, por el lado de la cremallera, como habíamos practicado una docena de veces. Aquel traje era un extra que Travis había conseguido en la Ciudad de las Estrellas, ni de lejos tan caro como los demás. Había comprado cuatro. No era más que una bolsa de plástico con forma de hombre, de talla única. En el pecho tenía una pequeña botella de oxígeno. En lugar de guantes tenía manoplas. Cuando te lo ponías, parecías un empleado de un túnel de lavado en seco, envuelto en plástico.

Los rusos habían desarrollado aquellos trajes para las estaciones espaciales. La idea era que una persona podía meterse en uno en quince segundos y luego, una vez que se hubiera perdido todo el aire de la cabina, tenía aproximadamente treinta minutos de autonomía para ocuparse de la emergencia.

O, si no podía hacer nada, y no estaba bajo un sol directo —en cuyo caso se asaría como una gallina cubierta en papel de estaño— alguien con un traje espacial de verdad podía llevarlo hasta un lugar más seguro. El traje tenía un asidero en la parte superior, para que el rescatador pudiera coger al rescatado como un cavernícola a su esposa.

Metí las piernas en el traje y Dak me lo subió hasta la cabeza. Me volví y cerró la cremallera. Era asombroso. Sabía que no corríamos peligro, que seguíamos estando en tierra, en Florida, pero mi imaginación volaba. Tenía el corazón desbocado.

—Veintiséis segundos —gritó Dak. Nunca conseguíamos los teóricos quince segundos de los rusos. Alicia, con diecinueve segundos, poseía nuestro récord.

Abrí la válvula de oxígeno y el traje se hinchó, hasta hacerme parecer el Hombre de Michelín. Metí un pie en la cámara de descompresión, luego el otro, y me agaché, pues la cámara solo tenía metro y medio de diámetro. Dak cerró la compuerta tras de mí y oí el ruido que hacía al sellarse. Apreté el botón de CICLO con una mano y, al instante, se encendieron las luces verdes que indicaban que la presión de la cámara era idéntica a la del exterior. El indicador de presión mostraba una lectura de unas 1.20 atmósferas, cuando debería de haber sido de 1.25. La temperatura era de veintiún grados centígrados, exactamente la que debía ser.

Abrí la compuerta interior y me acerqué a la escalerilla. Había un armario allí. Lo abrí y saqué de su interior un paquete de parches adhesivos y un generador de humo. Abrí el generador y lo sostuve en alto. El humo empezó a descender lentamente, así que bajé por la escalerilla. Seguí el humo hasta el fondo del tanque, envuelto en un silbido que se hacía más agudo y ruidoso cuanto más descendía entre los grandes tanques de aire presurizado. Llegué a las bolsas de agua y me detuve en la última de las cubiertas. Debajo de mí estaba nuestro tanque de aguas grises. Ahora el humo estaba moviéndose más deprisa, revolviéndose en busca de la brecha. Me arrodillé.

El agujero era un círculo perfecto. Alguien lo había hecho con un taladro.

Una cámara en miniatura asomó por él. Entonces oí la voz de Travis, débil, procedente del interior de la nave.

—Tres minutos y quince segundos —dijo—. Puede que alguno de vosotros hubiera sobrevivido.

Volví a meter la cámara en el agujero mientras Travis se reía a carcajadas. Saqué uno de los parches y le quité la parte adhesiva. Estaba hecho de goma dura, casi tan flexible como un neumático de coche, pero más resistente al calor y al frío. Lo puse en su sitio. Solo era una solución de emergencia. Teníamos mejores parches y herramientas para colocarlos, cosa que haría en cuanto hubiera recobrado el aliento.

Traté de enfurecerme con Travis pero, ¿qué sentido tenía? El ensayo general de sistemas era el momento idóneo para enfrentarnos a problemas en tiempo real, cosas que podían habérsenos pasado en las simulaciones por ordenador. Ninguna simulación podía duplicar realmente el mundo real.

Aquella no fue la última vez. Había un centenar de chistes prácticos ocultos por todo el Trueno Rojo, un cojín de la risa debajo de cada asiento, por decirlo así. Travis podía activarlos desde el exterior y observarnos con las cámaras, que cubrían hasta el último centímetro de la nave, con la única excepción de los camarotes y los baños.

Así que se produjo un exceso de calor y tuvimos que repararlo, hubo una bajada de temperatura tan intensa que las paredes se cubrieron de escarcha y se veía nuestro aliento, y tuvimos que repararlo. Resolvimos problemas grandes y pequeños, aproximadamente uno cada tres o cuatro horas mientras estuvimos allí. Fue agotador.

Pero los resolvimos. Todos ellos.

Entonces, el cuarto día de la prueba, veinticuatro horas antes de que finalizase, se presentaron problemas desde una dirección inesperada. "Como ocurre siempre", que era lo que Travis decía constantemente.

Sonó el teléfono. Lo cogí y era Travis.

—Tenéis que salir todos —dijo—. Acaba de llamar tu madre...

—Mi... ¿qué ocurre? ¿Le ha pasado...?

—Se encuentra bien, Manny. Pero tenemos un problema. Tenemos que reunirnos para hablar de ello. Salid y dejaremos los sistemas encendidos. No creo que tardemos más de una hora en resolver el asunto.

Nos reunimos con Travis al pie de la rampa. No nos dijo nada de momento. Nos metió a todos en el Zumbón y nos llevó al motel.

Cuando llegamos allí, todo el mundo se encontraba en la habitación 101. Mamá, María, Caleb, Salty, Gracia, Billy... y un tipo al que no había visto nunca, sentado en una silla al otro lado del cuarto. Era menudo y rechoncho, rubicundo y casi calvo. Llevaba una camisa hawaiana arrugada y sudaba a raudales. Estaba fumando un cigarrillo y no parecía demasiado contento.

—¡Tú! —gritó Kelly nada más verlo.

—En carne y hueso, Kitten —dijo el tipo con una sonrisa mezquina.

Mamá le había enseñado a Travis una tarjeta de visita al entrar. Decía:

SEAMUS LAWRENCE

Seamus el cotilla

Detective privado

En la esquina inferior izquierda había un número de fax, un teléfono y una dirección de correo electrónico.

—Es un detective privado. Mi padre hace que me siga de vez en cuando desde que cumplí los catorce años. ¡Maldito seas, Lawrence!

—¿Tú crees que esa es forma de hablar con un viejo amigo? —Estaba tratando de ser sarcástico, pero las caras de hostilidad que lo miraban lo estaban intimidando. Dio una calada a su cigarrillo y buscó un cenicero con la mirada. Se encogió de hombros y dejó caer la ceniza al suelo. Me acerqué a mamá. Tenía la pistola de competición del calibre .22 en la mano, apuntando al suelo.

—¿Es un agujero de bala lo que tiene en la camisa? —pregunté. El tipo debió de oírme.

—¡Me ha disparado! —dijo, sin lograr ocultar el temor de su voz.

—Si le hubiera disparado a usted, señor Detective Privado, le habría dado. Soy capaz de acertarle a un loro en el ojo. Y puedo hacer lo mismo con usted si sigue causando problemas.

El tipo bajó la mirada y, sí, la bala había atravesado un trozo de tela, precisamente en el ojo de un guacamayo rojo y azul. Aquella prueba de puntería no pareció tranquilizarlo... y con razón. Mamá era muy capaz de meterle un balazo con aquella pistolita, que aunque no lo mataría, le haría mucho daño.

—Se presentó aquí hace una hora —nos dijo—, me dio esa estúpida tarjeta y me dijo que teníamos que hablar de unas personas que querían ir al espacio.

—¡Increíble! —dijo Travis.

—Me dijo que hiciera venir a Kelly cuanto antes. Que por cien de los grandes... eso fue lo que dijo, "cien de los grandes"... el papá de alguien no se enteraría de lo que estaba pasando.

—¿Después de todos estos años venderías a mi padre?

—Está un poco cabreado —dijo Lawrence, casi con tono de disculpa—. Porque no he podido encontrar nada sucio sobre ese cap... sobre tu novio.

—Ha hecho usted muy bien en no terminar la palabra, señor Lawrence —dijo mamá, y mientras lo hacía, casi se podía sentir la tensión en el dedo que apoyaba en el gatillo. Desde luego, seguro que Lawrence la sintió. No apartó la mirada un instante de la pistola, que mamá golpeaba repetidamente contra su muslo.

—Es increíble —volvió a decir Travis.

—¿A qué te refieres, Travis? —le preguntó Alicia.

—¡Es increíble que alguien pueda ser tan estúpido! —Miró a su alrededor—. ¿No os dais cuenta? Tu padre hizo una visita al Trueno Rojo hace pocos días y jamás se le pasó por la imaginación la idea de que pudiera volar. Porque, al margen de muchas otras cosas, tu padre es inteligente. Sabe que para que una nave espacial despegue hace falta un motor muy, muy grande. Cualquiera con dos dedos de frente que echase un vistazo al Trueno Rojo se daría cuenta al instante de que no es una nave de verdad. Demonios, podría habérsela enseñado a los tíos del FBI y tampoco habrían sospechado.

—Pero sí que vuela —señaló Dak.

—¡Exacto! Pero para creer que es capaz de hacerlo, tendrías que suponer que se trata de una tecnología completamente novedosa, o ser tan estúpido, ignorar en tal medida cómo funcionan las cosas... Si lo pensáis, es precioso. Es tan tonto que ha topado con la verdad.

—Oiga —dijo Lawrence, pero sin demasiado entusiasmo.

—Tengo una norma —dijo Travis—. Nunca había tenido que utilizarla en toda mi vida, pero creo que es una buena norma. Nunca pagues chantajes ni rescates.

—Me gusta esa norma —dijo mamá.

Travis le dio la espalda al prisionero y nos guiñó el ojo.

—Entonces no queda más remedio que matarlo.

Por un momento temí que hubiera ido demasiado lejos, porque pareció que al tío iba a darle un ataque al corazón. Empezó a balbucear que se marcharía para siempre, que lo olvidaría todo, que dejaría la ciudad, el estado. Haría cualquier cosa.

Todos lo miramos hasta que se quedó sin palabras.

—Puede que no sea necesario —dijo Caleb—. Lo único que hay que hacer es mantener su estúpido culo encerrado veinticuatro horas. Luego, ¿qué mal puede hacernos?

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