—Vaya carrera que se te ha hecho en la media, no sé si te has dado cuenta. Habrá sido durante la caminata. O el perro.
—Sí —contestó con naturalidad, sin sobresalto—, hace un ratito que me la he visto, pero no quería interrumpirte. Voy al cuarto de baño un momento, será mejor que me las quite. Qué vergüenza. —Se levantó (adiós visión) y cogió el bolso, el perro se irguió, se dispuso a seguirla, ella lo frenó en inglés con dos palabras (era un perro autóctono, naturalmente), lo convenció de permanecer echado, desapareció. 'Qué vergüenza', lo dijo ya desde el pasillo, fuera de mi campo visual. Pero no se la noté, no la sentía. 'No está tan cansada ni tan desalentada ni tan abatida', pensé. '¿Interrumpirme a mí? No ha podido ser una confusión ni un despiste. Ni por el vino. Es ella quien está hablando, quien está contando, quien ha venido hasta aquí y está rogando, aunque todavía no haya hecho esto último propiamente, ni con el tono ni con el vocabulario ni con la pesadez ni con la insistencia. Pero aun así está rogando, sólo que sin arriesgarse a provocar rechazo y resultar contraproducente. Pide sin patetismo y sin humillarse, casi como si no pidiera. Tampoco lo hace con soberbia. Como si expusiera.' Cuando regresó no calzaba ya medias, luego no era de esas precavidas mujeres que llevan unas de repuesto; o sí, pero había decidido no ponérselas, las botas sobre la piel, no hacía frío en la casa. Cruzó las piernas como si nada hubiera pasado (volvió la visión, mejor en parte), cogió dos aceitunas, cogió una patata, bebió un tímido trago, tal vez controlaba lo que bebía más de lo que yo había creído—. Tú me dirás, Jaime, qué me respondes. ¿Puedo contar con tu ayuda? Es un favor grande.
Llevaba demasiado rato sentado. Me levanté y me acerqué a la ventana, la subí, la abrí unos segundos, asomé la cabeza y miré al cielo, a la calle, me mojé las mejillas levemente, la nuca, no pararía la lluvia en varios días y varias noches, tenía toda la pinta de ir a quedarse sobre la ciudad algún tiempo, o sobre el país que para ella era
'country'
y acaso era también 'patria’ el peligroso y hueco concepto y la peligrosa e inflamadora palabra, la que permite decir a una madre para justificar al hijo: 'La patria es la patria, y las mentiras ya no son las mentiras cuando se trata de ella’. Pobre y cautiva madre, la del traidor no a esa patria, sino al amigo antiguo, siempre es más seguro jugársela a un solo individuo, por próximo que sea, que a la idea abstracta y vaga de la que cualquiera puede erigirse en representante y así a cada paso podría uno encontrarse con acusaciones de desconocidos, de abanderados a los que nunca ha visto, que se sentirán traicionados por nuestras acciones o pasividades; es lo malo de las ideas, que les salen representantes de bajo las piedras, en todas partes, y todos pueden adherirse a ellas de acuerdo con su orfandad o conveniencia, y proclamar que las defienden con lo que sea, bayoneta y delación, persecución y tanque, mortero y difamación, o saña y daga, todo vale. Quizá a mí me era más fácil que a Pérez Nuix intentar jugársela a Tupra. Para mí era un solo individuo y sólo eso, mientras que tal vez para ella representaba a su patria, en alguna medida, o al menos encarnaba una idea. El engaño vendría de ella, pero por la persona interpuesta que yo sería, y esas personas ayudan indeciblemente a difuminar la culpa, parece que uno no tenga tanto que ver o tras el cumplimiento apenas nada, por supuesto ante los demás pero también ante uno mismo, y por eso se recurre tanto a ellas, a testaferros, sicarios, soldados, a matones, hombres de paja, asesinos a sueldo y a la policía; e incluso a la justicia, que a menudo hace las veces; de brazo ejecutor de nuestras pasiones, sí lograrnos primero enredarla y convencerla luego. Cuesta menos acabar con alguien o buscarle la ruina si uno sólo da la orden o activa las maquinaciones, o paga la suma o va a quien debe con el chivatazo o urde la trama, o si pone la denuncia y conspira y son otros los que conducen a nuestra víctima hasta el calabozo, no digamos si la ajustician tras pasar por incontables intermediarios, legales todos, que se van repartiendo la culpa por el largo camino hasta que a nosotros nos devuelven sólo las enfriadas sobras, migajas de poco peso, y lo único que recibimos al final del proceso que originamos es una frase escueta, un mero comunicado, a veces un sobreentendido: 'Se ha dictado sentencia', o 'Se ha cumplido', o 'Problema resuelto', o 'Ya no tienes de qué preocuparte', o 'Acabado el tormento', o 'Puedes dormir tranquilo'. O bien 'He hecho el hecho' o 'He cometido el acto lo que una vez fue
‘I have done the deed’
en boca de un escocés antiguo). Sería menos siniestro en mi caso, se trataría de llamar a Patricia un día o ni siquiera eso: de susurrarle en la oficina, cuando nos cruzáramos y nos rozáramos: 'Se lo ha tragado'. El nombre principal de la traición, Del Real ese nombre, también había actuado por personas interpuestas contra mi padre: primero reclutó al segundo nombre, aquel profesor Santa Olalla que prestó su firma para reforzar una denuncia contra quien no conocía, y luego... No habían ido por él ellos dos, por Juan Deza, el día de San Isidro del 39, sino que habían enviado a la policía de Franco para detenerlo y meterlo en la cárcel, y después habían intervenido testigos, fiscal, abogado y juez de farsa, casi nada es nunca directo ni cara a cara, ni vemos el rostro de quien nos pierde, casi siempre hay alguien en medio, entre tú y yo, o yo y el muerto, entre él y ella.
—¿Por qué no se lo has pedido a Tupra directamente? ¿No crees que se mostraría comprensivo, que te haría el favor si le explicaras lo mismo que a mí, lo de tu padre? Haría una excepción, seguramente. A él lo conoces mucho más que a mí, me da la impresión de que os tenéis confianza y hasta algo de afecto irónico, por así llamarlo, como si os hubierais tratado también fuera de la oficina. —No quise continuar por ahí, no quise insinuar lo que me sospechaba que habría existido entre ellos; lo que no creía era que aún se diera, lo imaginaba más como cosa pasada, y puede que pasajera en su día, o sólo a medias voluntaria. Ahora le hablaba a más distancia que antes, con la espalda contra la ventana abierta, notaba el aire atravesar mi camisa, por fortuna no llovía oblicuo, tendría que volver a bajar la guillotina en cuanto se hubiera despejado el humo—. De hecho a mí me conoces muy poco. ¿Qué te ha llevado a pensar que yo sea más accesible que él, más propenso a conceder lo que pides, más útil? No sé, él te guardará algo de agradecimiento, aunque sólo sea por los años de colaboración y buen trabajo. Yo, en cambio —dudé un momento, hice recapitulación fugaz, no hallé nada—, aún no tengo por qué tenértelo, que yo sepa o que recuerde.
—Tú eres español —me dijo—, y por lo tanto menos rígido en materia de principios. Acabas de llegar a esto, puede que te largues pronto y eres un asalariado. No es que Bertram tenga demasiados, ni que sean los más nobles, según el común entender de la gente; claro que es capaz de hacer excepciones, en este oficio no hay más remedio, como en la mayoría, por otra parte. Pero los que tiene sí los observa, y uno de ellos es no jugar con el trabajo. Si se produce un fallo, lo acepta, pero no quiere que se deba a negligencia ni que sea deliberado, es decir, falso. Sólo acepta los inevitables, cuando de verdad nos equivocamos, o nos engañan, o andamos mal de perspicacia, a todos nos sucede de vez en cuando, andar con los ojos bizcos y meter la pata hasta el fondo. No, no me haría este favor, no este precisamente. Me instaría a buscar otras soluciones, pensaría que ha de haberlas, yo sé que no, le he dado a la cuestión mil vueltas. Es más, si él estuviera al tanto, lo tomaría como un dato más sobre Incompara, lo aprovecharía para el informe y quién sabe si en su perjuicio, me arriesgaría a que por mi culpa saliese todo al revés de como necesito. Él tiene en mucho su prestigio, presume de su experiencia. No se considera infalible, pero está convencido de prestar grandes servicios, al Estado y a los clientes, los que acuden a él no son gente insignificante. También tiene en mucho su ojo para elegir colaboradores. Aquí no entra cualquiera, por si no te has dado cuenta. Tú empezaste como traductor de lenguas. Si has pasado a otras cosas es porque te ha visto capacitado y te has ganado su confianza. Has sido rápido. Lo último que esperaría es que uno de nosotros le tergiversara una interpretación a propósito, o le pidiera a él hacerlo. A ti creo que, en cambio, nada de esto te importa mucho. Me parece que estás aquí sólo esperando, ganando dinero mientras, con algo que te cuesta poco y te divierte más que la radio. Esperando a saber qué hacer, a ver qué hacer, o a ser llamado desde Madrid, a que alguien te diga 'Vuelve'. No te lo tomes a mal, pero creo que no tienes el orgullo puesto en esto. Por eso te lo pido a ti y no a Bertie. Qué más te da. De verdad, es un favor grande.
'Ven, ven, estaba tan equivocada antes', pensé. 'Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre.' Seguían pasando las noches y yo no oía palabra alguna que se asemejara a estas, nada equivalente, ni un murmullo contradictorio o un falso eco. Quizá tenía razón Pérez Nuix, quizá estaba allí sólo a la espera,
'waiting without hope’
como dijo un poeta inglés al que luego han copiado tantos. Pero si la voz no llegaba nunca, por teléfono o por inesperada carta, o en persona cuando por fin visitar a a mis hijos, habría un día en que me despertaría con la sensación de ya no estar esperando ('Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy? Soy una jornada más viejo, es la única diferencia y sin embargo mi existencia ha cambiado. Ya no aguardo'). Descubriría esa mañana que me había acostumbrado a Londres, a Tupra y a Pérez Nuix, a Mulryan y a Rendel, a la oficina sin nombre y a mi trabajo diario y a Wheeler de tarde en tarde, el cual había conocido a Luisa y se convertiría de pronto en el vínculo con mi olvido. Descubriría que me había acostumbrado del todo, quiero decir, hasta el punto de no extrañarme al abrir los ojos ni preguntarme más por ninguno de ellos. Serían mi cotidianidad y mi mundo, lo que es sin porqué y el aire, y a Luisa no la echaría de menos, ni a mis pasadas ciudad y vida. Sólo a los niños.
Bajé la ventana, empezaba a notar algo de fresco y sobre todo observé que lo notaba ella: no llevaba ya medias, la veía tentada de estirarse la falda para protegerse los muslos y así privarme de esa visión que me agradaba. Pero permanecí aún en el sitio, dando la espalda a la calle, al cielo, a la lluvia. Y también pensé: 'Esta mujer lleva camino de convencerme, como sin duda tenía previsto. Pero todavía está en mi mano responder "Sí" o "No", o "Puede"'.
—Antes has dicho que no tendría que mentir en casi nada —le contesté—. ¿Cuál sería exactamente ese 'casi'? ¿Qué debería decirle a Tupra que no veo o sí veo en Incompara y que sí veré o no veré, probablemente? Sea lo que sea, también él lo verá o no lo verá, ¿no te parece?
La joven Pérez Nuix ya no bebía apenas. O se le había pasado la sed furiosa o conocía perfectamente su aguante, y lo medía. Sí fumaba. Encendió otro cigarrillo Karelias, debía de haberle gustado el picor leve. Descruzó las piernas con el mechero en la mano y no las dejó demasiado juntas, y entonces, desde donde yo estaba, me pareció ver el fondo entre ambas, el pico de unas bragas blancas. Procuré que mis ojos no se quedaran fijos en ello, se habría dado cuenta en seguida. Tan sólo les permití fugaces pasadas.
—Algunas cosas fundamentales no es nada fácil advertirlas, en un encuentro, en una conversación o en un vídeo
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no sé si habrá alguno de Incompara que te pueda enseñar Bertie. No es probable pero puede, él consigue de casi todo el mundo. No es sencillo advertir, por ejemplo, que una persona es cobarde, y que en el momento de mayor peligro va a dejarte en la estacada, sobre todo si es peligro físico, o qué sé yo, de cárcel. A mí me ha dado la impresión de que Incompara es así, el par de veces que lo he visto. Puedo estar equivocada, pero no convendría, en ningún caso, que el informe reflejara eso, le haría un daño irreparable. Quienes lo han encargado no querrían saber nada de él si se le atribuyera esa característica, seguro. Eso a nadie le gusta, eso lo hace sentirse a uno frágil, y en precario. De hecho es lo que más miedo da, tener el convencimiento de que si se tuerce un asunto o se pone feo, el que debería ayudarnos se va a largar, va a escaquearse y a dejarnos colgados, o aún peor, a cargarnos el muerto para salvarse. Si tú también percibes eso, no debes contárselo a Bertie, haría falta que ahí mintieses, o que te lo callases, vamos. Y si lo percibe él, debes intentar persuadirlo, con tiento, de que Incompara no es así, de que en él no hay ese rasgo. —Hizo un alto mínimo y se le abstrajo la mirada, como si en verdad estuviera pensando, o desentrañando, a la vez que hablaba, y eso no es frecuente en nadie—. Es de los más difíciles de apreciar, lo mismo que su contrario. Es en lo que más patinamos, y hasta cuando creemos saberlo nos queda siempre un resto de duda que no se disipa hasta que se nos presenta una ocasión de comprobarlo. No hay que esforzarse, por tanto, para sembrar esa duda. Lo que las personas anuncian o proclaman respecto a esa cuestión, respecto a su carácter valeroso o pusilánime, no sirve apenas. De hecho es lo que mejor esconden, y ni siquiera resulta muy apropiada esa palabra: la mayoría de las veces lo hacen tan bien porque en realidad lo ignoran, tanto como el novato al que todavía no ha llegado su bautismo de fuego. La gente se lo imagina, cómo responderá, de acuerdo con sus deseos o con sus temores; pero casi ninguno tenemos certeza de cómo reaccionaremos en una situación de riesgo. A lo sumo lo averiguamos cuando se nos pone a prueba, pero eso no ocurre a menudo en nuestras vidas normales y puede no ocurrir nunca, lo habitual es que atravesemos los días sin sobresaltos ni peligros grandes... Ni siquiera nos asegura nada descubrir que en una oportunidad concreta nos condujimos con valor o con cobardía, porque a la próxima podríamos comportarnos de muy distinta manera, incluso de la opuesta. Nunca tenemos garantizados el arrojo ni el pánico, y si uno mismo se desconoce en esa faceta, es un mérito enorme que un observador, un intérprete, logre distinguirlo con acierto en alguien, es decir, logre prever lo que hasta el interesado ignora, el interesado va medio ciego en ese campo. Por eso estás tú aquí, entre otras razones: tú tienes buen ojo para discernir ese rasgo, aún mejor que el de Réndela y no es que lo opine yo, se lo he oído comentar a Bertie y él los elogios con cuentagotas. Seguramente se fía de ti en ese terreno más que de ningún otro, incluido él mismo. Así que no te costaría mucho hacerlo vacilar ahí, no caería en saco roto lo que tú dijeras. Sí te resultaría más difícil en otros aspectos, por ejemplo en lo relativo a la falta de escrúpulos, a la dureza de Incompara hacia quienes tiene en el puño, a su brutalidad por delegación que te he mencionado. Pero en todas esas cosas no tendrías que mentir, ni que callar siquiera; no serían obstáculo, ya te he dicho, para que quienes lo investigan se asociaran con él o lo admitieran o lo que sea, sino más bien ventajas y virtudes. La cobardía no, en cambio, en ella no hay beneficio alguno. Eso es indeseable para todo el mundo. Me refiero a la del otro, claro, no a la propia. Con la propia todos llegamos a términos. —Tampoco aquí le salió la expresión española, y tradujo literalmente
‘to come to terms with’
que significa ‘adaptarse', o 'aceptar', o 'alcanzar un compromiso' o 'llegar a un acuerdo'. O quizá es 'habérselas'. Tal vez sí estaba algo cansada, o bebida sin denotarlo apenas. Es cuando más fallan las lenguas.