No fue un acontecimiento grave, sino leve para nuestro tiempo y placentero, lo que sucedió sin que sucediera entre la joven Pérez Nuix y yo aquella noche bien entrada, quizá en la hora que los romanos llamaban el conticinio y que en realidad ya no existe en nuestras ciudades, pues no hay en ellas hora alguna en que todo esté quieto en silencio. Ella respiró con satisfacción o alivio y me dio las gracias por mi promesa que no lo era, es decir, por mi anuncio de que vería de hacerlo, eso no es gran compromiso. De pronto pareció muy fatigada, pero le duró sólo un momento, en seguida se puso en pie con energía, fue hasta la ventana y miró más de cerca la lluvia que no se cansa. Se estiró con discreción —sólo los puños, no los brazos; y los muslos, sin ponerse de puntillas ni de talones—, y entonces me pidió quedarse. Le daba mucha pereza irse ahora, tan tarde, dijo, y no debía preocuparme, se levantaría muy temprano para sacar al perro, saldría con tiempo para regresar a su casa y ducharse y cambiarse ('Y calzarse medias nuevas', pensé al vuelo), y no tendríamos que ir juntos hasta el edificio sin nombre, como un extraño matrimonio que no se separara al marchar al trabajo. Nadie allí se imaginaría que nos habíamos encontrado fuera para conspirar ni que nos habíamos despedido tan poco antes. Yo accedí, cómo podía negarme a cosa tan nimia tras haber concedido la principal (bueno, su intento), aunque fueran de naturaleza distinta; la noche estaba asquerosa para echarse otra vez a la calle y quién sabía cuánto le llevaría aparecer a un taxi, y primero habría que llamarlo, si los teléfonos contestaban. También prefería, por delicadeza escénica, que no se marchara nada más obtener lo que buscaba (o su anuncio), eso habría convertido la visita en exclusivamente utilitaria. Lo era y los dos lo sabíamos, pero no podía gustarnos que se subrayara, ni tampoco era conveniente para cuanto nos quedaba aún por hacer en los siguientes días, sobre todo a mí, que debía interpretar y quizá ver a Incompara. Me ofrecí a dormir en el sofá y cederle la cama; ella no consintió, era la intrusa y la inesperada, no iba a privarme de mi colchón y mis sábanas.
—El sofá para mí —dijo. Pero al mirarlo con otros ojos y verlo incómodo, y tal vez aún algo mojado por ella misma y la lluvia que había traído, propuso lo que le tocaba, por edad y por desenvoltura-—: Tampoco creo que nos pase nada si dormimos los dos en la cama, siempre que a ti no te importe. A mí no, desde luego. ¿Es ancha?
Claro que no me importaba, mi juventud había transcurrido en la época en que se acostaba uno en cualquier cama y junto a recién conocidos, donde lo pillara la noche brava o de inducido éxtasis o de supuesta espiritualidad o de farra, los años setenta tan esforzadamente espontáneos y tan poco aseados si es que no sucios a veces, y parte de los ochenta, que aun se les parecieron. Y claro que me importaba, ya no era aquel joven ni solía dormir más que en mi propia cama, y llevaba demasiados años acostumbrado a hacerlo sólo al lado de Luisa, ni siquiera al de mi breve y estúpida amante que echó a perder mucho de lo que había, o de lo atesorado, aunque Luisa nunca supiera de ella a ciencia cierta; y después, en Londres, sólo al lado de algunas esporádicas mujeres —tres hasta entonces, exactamente— con las que el desaseo, o la suciedad si se quiere, se habían producido ya antes y a las que por tanto no había peligro de querer tantear por vez primera en sueños o en la duermevela, ni de procurar su roce con la respiración contenida y fingiendo azares, ni de observar a oscuras pero con los sentidos despiertos y los ojos bien abiertos, e intensos inútilmente.
Así es como me vi metido en la cama con la joven Pérez Nuix, tan alerta ante su calor, su presencia, que a duras penas conseguía dormirme, y aún me dejaba menos conciliar el sueño la incógnita que me rondaba de si a ella le ocurriría lo mismo, si estaría aguardando o temiendo una mayor cercanía mía, una aproximación paulatina, sigilosa, inicialmente tan insensible como para dudar que existiera, igual que las de los tocones de autobús o de tranvía o metro que, so pretexto de las apreturas y de los vaivenes, acababan restregándose y aun aplastándose contra el sufrido busto de la mujer elegida, siempre sin utilizar las manos —luego la palabra 'tocones' no es del todo la adecuada— y por tanto con la coartada de la involuntariedad de sus frotamientos, en toda ocasión atríbuibles a la avasalladora presión del gentío y a las curvas y los traqueteos. Si hablo de ello en pasado es porque hace tiempo que no asisto a ese espectáculo sonrojante en ningún transporte público, e ignoro si se dan todavía en estos tiempos, que son más respetuosos únicamente en ese campo; en mi infancia y en mi adolescencia sí los veía a menudo, e incluso no descarto haber participado en alguno tímido a mis trece o catorce años, cuando todo es sexo imaginario o frustrado en las mentes de los incipientes hombres. Y por asociar tales escenas a ese pasado remoto, supongo, me ha salido hablar de tranvías, que son fantasmas desde hace décadas, lo mismo que los agradables autobuses madrileños de dos pisos, idénticos a los de Londres hasta que retiraron éstos hace poco, sólo que de color azul en vez de rojo, y con la entrada sin puerta —sólo una barra vertical a la que agarrarse, y desde la que tomar impulso— a la derecha y no a la izquierda, de acuerdo con el lado por el que circulaba en mi país el tráfico.
También los sexos son entradas sin puertas, quiero decir que si están desembarazados de ropa ya no hay que abrirlos para penetrar en ellos, los sexos de mujer, se entiende. Yo dejé que ella se metiera en la cama antes, a solas, esperé en el salón un rato para que se preparara y se cambiara a su aire, de modo que cuando aparecí al fin en la alcoba, al cabo de esos minutos, la joven Pérez Nuix se encontraba ya bajo las sábanas y yo no tenía manera visual de saber de cuáles ni de cuántas prendas se había despojado para acostarse. Le había prestado una camiseta limpia, de manga corta, porque eso es lo que yo me pongo para dormir cuando preveo frío, pijamas propiamente no tengo. 'Eso me vale, gracias', había dicho, luego lo más probable era que llevara eso sólo y no se cubriera las piernas con nada, aunque también era casi seguro que habría conservado por pudor las bragas, o por consideración, o por pulcritud y para no manchar lienzo ajeno, como yo conservé mis calzoncillos en forma de pantaloncitos y me puse otra camiseta, no tanto porque sintiera frío aquella noche cuanto para evitarle a ella algún roce casual, piel con piel, carne con carne, eso podría darse tan sólo a la altura de nuestras piernas, las mías con pelo y las suyas bien lisas, era española pura en su depilación tan cuidada. Pero antes de apagar la luz que ella había dejado encendida para que yo no entrara a ciegas —la de la mesilla—, pretexté poner algo de orden entre mi ropa y la suya, que habíamos depositado ambos sobre la misma butaca, y entonces pude ver y contar las prendas que se había quitado, y no sólo conté el sostén, como me imaginaba, sino su demás lencería, como en modo alguno me imaginaba, allí estaban sus blancas bragas dobladas, un solo pliegue, eran exiguas, es decir normales, y pensé en seguida: 'Los faldones de la camiseta le serán lo bastante largos, yo soy más alto, le habrá bastado con ellos para sentirse tapada'. Pero no me sirvió ese pensamiento, y a partir del instante en que quedó a oscuras el cuarto y me introduje entre las sábanas, me di cuenta de que en toda la noche no iba a olvidar el dato extraño e inesperado y de que me sería casi imposible así dormirme, dándole vueltas y buscándole un significado: qué sentido tenía que se las hubiera quitado y que su sexo estuviera —como quien dice— al descubierto, tan cerca de mí y del mío, sólo nos separaban unos pocos centímetros y dos telas finas o ni siquiera, la de mis pantaloncitos con abertura a propósito y la de su camiseta prestada, si es que no se le habían subido los faldones al meterse en la cama y no se había preocupado de estirárselos, era posible que ahora su culo —se había echado hacia el lado contrario al que yo ocupaba, luego me daba la espalda— estuviera desnudo y muy próximo a mi miembro sin remedio desperezado, un desastre, no pegaría ojo por culpa de la alerta física y de la actividad mental repetitiva, pensando y pensando en el dato, en el miembro, en las nalgas y más abajo, en la vecindad de todo y en la ausencia de puertas y hasta de barra y de hilo, dudando si acercarme disimuladamente y posarme con tiento, haciendo ver que era inconsciente, que era en sueños, algo meramente instintivo, involuntario, animalesco casi, a la tensa y despejada espera, sin embargo, de ver si se escabullía en el acto, si se apartaba al primer contacto o toleraba y no se movía ni rehuía, no cedía ni me dejaba caer en el aire, en el vacío, en hueco; a tanto como a esperar presión o estímulo no me atrevía, todo esto era sólo con el pensamiento que en seguida se hace obsesivo en esta clase de circunstancias, es el tipo de duda o idea que una vez alumbradas no se disuelven ni se retiran, aún menos si la sangre se ha concentrado e impide todo amaine o respiro, todo aplacamiento o distracción o tregua, y la tentación se vuelve fija. Al cabo de un rato de acechar su respiración —no me parecía la de una persona dormida— y de refrenar, casi aguantar la mía, se me ocurrió levantarme e irme al sofá con una manta, pero en realidad no quería salir de allí ni perder la inverosímil proximidad alcanzada, era una especie de promesa que en sí misma satisfacía y que me permitía mantener la ignorancia mortificadora y esperanzadora, fantasear con lo que podría pasar en cualquier instante si se producía el roce y ninguno de los dos lo esquivaba ni se sobresaltaba, había tan pocos centímetros de distancia y todo es cuestión de tiempo y espacio y de coincidir en ellos, el tiempo ya lo teníamos y casi también el espacio, sólo faltaba un deslizamiento leve para tenerlo a nuestro favor completamente, un desplazamiento mínimo, era tan fácil que parecía imposible que no fuera a darse, quizá un tanteo leve previo y en seguida mi miembro se habría colado en su sexo y ambos estarían en el mismo sitio, el uno en el interior del otro como sin darnos cuenta, hasta podríamos fingir no dárnosla y continuar dormidos aunque estuviéramos los dos bien despiertos, lo sabía de mí y lo creía de ella; firmemente pero sin certeza, claro, y ese era el freno o uno de ellos.
Aquella situación de inminencia sexual callada no me era nueva, esto es, lo era con la joven Pérez Nuix pero no en mi vida, más de una vez había ocurrido así con Luisa, al principio en silencio y apaciguadamente, se habían producido ese leve tanteo previo y el mínimo desplazamiento que nos había hecho coincidir en el espacio y en el tiempo, eso es lo que determina y cuenta en los hechos importantes, y por eso es tan vital a veces
not to linger or delay,
no esperar ni entretenerse, aunque eso pueda ser también lo que nos salve, nunca sabemos qué nos convendrá y qué es lo bueno, nadie muere si no coinciden en los mismos lugar e instante la bala y su frente, o la navaja y su pecho, o el filo de la espada y su cuello, y por esa razón aún vivía De la Garza, porque su cuello y la lansquenete de Reresby, o su
Katzbalger,
no habían coincidido exactamente, pese a haber estado a punto varias veces. Pero en aquellas ocasiones con Luisa la aquiescencia era segura o casi, y sí podían esperarse la presión y el estímulo, al fin y al cabo todas las noches nos metíamos en la misma cama, ella más pronto y yo más tarde, como si me acercara a visitarla en sus sueños o yo fuera su fantasma, y el resto entraba dentro de lo previsible y probable, o al menos de lo posible. Y si se daba una negativa, de ella o incluso mía, era un rechazo circunstancial, razonado y momentáneo ('Hoy estoy agotada', u 'Hoy estoy muy preocupado, con la cabeza en otra parte', o aún más intrascendente, 'Mañana he de madrugar muchísimo'), no esencial ni a la totalidad ni al propio acto, como sí podría ser el de la joven Nuix con inequívocas y aplastantes palabras: 'Pero, ¿qué diablos haces, qué te has creído?', o bien más suaves y diplomáticas, 'No sigas por ahí, no te lo aconsejo, no vas a llegar a ningún lado', u otras más humillantes, 'Vaya, te creía con mayor control, más maduro, menos español salido, no tan español de antes'.
No hubo esas palabras hirientes ni las hubo de ninguna otra índole cuando por fin me atreví al roce y apoyé levemente mi miembro en sus nalgas y noté al instante no los faldones de la camiseta sino la firmeza y el calor de su carne, era una de esas mujeres seguramente frioleras que despiden el calor que no sienten, son como estufas para el que está cerca y las toca, aunque ellas estén quizá pasando frío, como las personas con fiebre. No hubo palabra ni reacción alguna, de acercamiento ni de alejamiento, de disuasión ni de aliento, era como si en verdad estuviera profundamente dormida, me pregunté si era posible que lo estuviera tanto como para no reparar en el contacto, de piel a piel sin mediación alguna, pensé que no y que tenía que estar fingiendo, pero uno nunca tiene la absoluta seguridad de nada, de casi nada relativo a los otros, y puede que ni a uno mismo. Me arrimé un poco más, presioné un poco más, tan poco aún que ni siquiera tuve la certeza de haberlo hecho, a veces uno cree haberse desplazado o movido, o haber empujado o acariciado, pero la aproximación es tan tímida y aterrorizada que puede engañarse, y no resultar para el otro perceptible el avance, tal vez ni el tacto. Y en eso estaba, en un sí y un no, en un deseo irresistible y en un freno último temeroso o civilizado, en una presión tan milimétrica que quizá ni lo era, cuando me acordé de pronto, ridiculamente: 'Un condón', pensé. 'No puedo atreverme a intentarlo sin llevar un condón puesto, y para eso hace falta un mínimo de consentimiento expreso, de permiso, de acuerdo. Si ahora me levanto y lo busco y regreso con él luego a la cama, habré perdido mi posición tan cercana, tendría que empezar el tanteo de nuevo, ella podría alejarse y quizá no vuelva a estar tan a las puertas. Y con eso puesto ya no tendría coartada, ya no podría decirle, si me regañase y me detuviese en seco: "Ay, perdona, ha sido sin querer, estaba ya dormido y no me he dado cuenta de que te tocaba. No era mi intención, disculpa, me iré al otro extremo", porque la funda ridícula sería irrefutable prueba de que sí era mi intención, y además alevosa.'
Ese pensamiento me hizo apartarme un poco, inmediatamente, lo bastante para perder el contacto, y al perderlo me reafirmé en mi insegura idea de que lo había habido, y con la fantasmal presión por mi parte que no había sido esquivada ni rechazada; y al cabo de unos segundos abandoné mi postura ('Un maldito condón', pensaba, 'en mi juventud los despreciábamos, ni se me ocurría comprarlos, y ahora en cambio los necesitamos siempre') y ya no quedé detrás de ella, en lugar privilegiado, sino tumbado boca arriba, preguntándome qué hacer o cómo hacer o si desistir pese a mis ilusiones crecidas y procurar dormirme y no hacer nada. Metí un brazo bajo la almohada para mejor apoyar la cabeza, un involuntario ademán cavilatorio, y con ese mismo gesto me destapé el pecho, casi hasta la cintura, y le destapé a ella los hombros. Y eso fue suficiente —o fue pretexto— para que la joven Pérez Nuix se despertara o simulara que se despertaba. Y fue entonces cuando por primera y única vez en toda aquella noche que pasamos juntos no fui para ella invisible, pese a estar a oscuras: se dio la vuelta y me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, las palmas suaves; me miró a los ojos durante unos cuantos segundos (uno, dos, tres, cuatro; y cinco; o seis, siete, ocho; y nueve; o diez, once, doce; y trece) y me sonrió y se rió mientras con delicadeza me cogía o me sujetaba la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana, o cuando yo la visitaba tarde como un espectro al que se ha dado cita y se espera, y me acogía. Sólo entonces no fui invisible para Pérez Nuix, justo cuando luz no había. Mis ojos estaban acostumbrados a ver en la penumbra de mi alcoba sin persianas ni contraventanas, como casi todas las de aquella isla grande que se adormece con un ojo abierto; pero no los ojos de ella, que no conocían el espacio. Aun así me miró y sonrió y se rió, fue breve. Luego se dio de nuevo media vuelta y me ofreció la espalda, adoptó la misma postura que antes como si no hubiera ocurrido ese mirarse en penumbra y se dispusiera a seguir durmiendo. Pero sí había ocurrido, y esa fue para mí la señal del consentimiento, del permiso, el acuerdo, y me hizo salir de la cama un momento y buscar como un rayo un preservativo y ponérmelo, y regresar con mucha más seguridad y aplomo a mi propia posición de antes, y al roce y al tanteo y al ligero empuje, ahora ya no contra las nalgas sino un poco más abajo, hacia la humedad y el pasaje, hacia el pasadizo,
more ferarum,
a la manera de las fieras, así se llama con latinajo. Ella no se movió, o no al principio de mi deslizamiento ahora fácil ('Me la estoy follando', pensé al adentrarme, y no pude evitarlo), se dejó hacer, no participó si es que eso puede decirse o es posible, en todo caso no hablamos, no hubo más señales por parte de ninguno de que estuviera sucediendo lo que sucedía, cómo expresarlo, fingimos fingir estar dormidos y no enterarnos, no reconocérnoslo, como si aquello se produjera en ausencia nuestra o sin nuestro conocimiento, aunque en algunos instantes se le escaparon a ella sonidos y quizá a mí también a mi término, los reprimí a conciencia, según mi criterio me limité tan sólo a respirar más hondo, a suspirar a lo sumo, pero quién sabe, uno se oye poco a sí mismo, en todo caso los sonidos y aun los gemidos son admisibles dentro del sueño, hay quien incluso lanza parlamentos enteros dormido y no por ello es acusado de estar consciente. No se oía, tampoco se veía casi nada, yo sólo veía su nuca en la oscuridad y demasiado cerca, y sin duda por eso se me representaron visiones, las que acababa de contemplar durante largo rato en el salón ('Será breve, un momentito', me había anunciado desde la calle, hasta qué punto habría sabido lo falso de eso), las cremalleras de sus botas bajando y subiendo, la carrera de sus medias que le avanzaba por todas partes pero sobre todo muslos arriba, como si indicara así el camino; y también otra visión más antigua, la de su pecho descubierto, una falda estrecha, en la mano una toalla y un brazo alzado que añadía un suplemento de desnudez a la imagen al mostrar sin pudor la axila limpia y tersa y recién lavada y por supuesto afeitada, aquella mañana temprano en el edificio sin nombre, aquella vez en que el rubor no la asaltó y a mí me dio por pensar que la joven Nuix no me descartaba, o no me excluía enteramente aunque tampoco se sintiera atraída, tras verse vista por mí y decidir no taparse, o tal vez no había habido ni decisión por medio. Fue todo silencioso y tímido, en verdad fue fantasmal y no hubo apenas más cambios, sólo al cabo de un rato noté también el empuje suyo, ya no era sólo el mío y ninguno era ya disimulado ni leve, era como si nos abrazáramos con fuerza sin utilizar los brazos, ella apretaba hacia mí y yo hacia ella, pero nada más con una parte del cuerpo, la misma en ambos como si sólo fuéramos esa o sólo en ella consistiéramos, parecía que nos tuviéramos prohibido enlazarnos de ninguna otra forma, ni con los brazos ni con las piernas ni por la cintura ni con los besos. Creo que ni siquiera nos cogimos la mano.