Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Ella tomó asiento a su lado le miró de frente con sus inmensos ojos negros, siempre llenos de vida y de reflejos escondidos, e inquirió suavemente:
—Te preocupan esos hombres, ¿no es cierto?
—No ellos, —replicó pensativo—. Sino algo que los acompaña como una sombra o un olor.
—Vienen de lejos. Y todo lo que viene de lejos te perturba, porque mi abuela predijo que no morirías en el desierto. —Extendió la mano tímidamente hasta rozar la suya—. Mi abuela se equivocaba con frecuencia —añadió—. Cuando nací, me auguró un tétrico futuro, y, sin embargo, me casé con un noble, casi un príncipe.
Sonrió con ternura:
—Recuerdo cuando naciste —dijo—. No puede hacer mucho más de quince años. Tu futuro aún no ha comenzado.
Le apenó haberla entristecido, porque la amaba, y aunque un "imohag" no debía mostrarse demasiado tierno con las mujeres, era la madre del último de sus hijos, por lo que abrió a su vez la mano para tomar la de ella.
—Tal vez tengas razón y la vieja Khaltoum se equivocara —señaló—. Nadie puede obligarme a abandonar el desierto y morir lejos.
Permanecieron largo rato contemplando en silencio la noche, y advirtió que la sensación de paz le invadía nuevamente.
Cierto era que la negra Khaltoum predijo con un año de anticipación la enfermedad que llevaría a su padre a la tumba, y predijo también la gran sequía que agotó los pozos, dejó sin una brizna de hierba el desierto y mató de sed a cientos de animales acostumbrados desde siempre a la sed y la sequía, pero cierto era, también, que, con frecuencia, la vieja esclava hablaba por hablar, y sus visiones parecían más fruto de su mente senil, que auténticas premoniciones.
—¿Qué existe al otro lado del desierto? —inquirió Laila al cabo de ese largo silencio—. Nunca fui más allá de las montañas de Huaila.
—Gente —fue la respuesta—. Mucha gente. Gacel meditó recordando su experiencia en El-Akab y los oasis del Norte, y movió la cabeza negativamente—. Les gusta amontonarse en espacios diminutos o en casas estrechas y malolientes, gritando y alborotando sin razón, robándose y engañándose como bestias que no saben vivir más que en manada.
—¿Por qué?
Hubiera querido dar una respuesta porque le enorgullecía la admiración que Laila sentía por él, pero no conocía esa respuesta. El era un "imohag" nacido y criado en la soledad de los grandes espacios vacíos, y en su mente, por más que lo intentara, no cabía la idea del hacinamiento, y el voluntario gregarismo a que parecían tan aficionados los hombres y mujeres de otras tribus.
Gacel acogía con gusto a los visitantes y amaba reunirse en torno a la hoguera, a contar viejas historias y comentar las pequeñas incidencias de la vida cotidiana, pero luego, cuando las brasas se consumían y el negro camello que transportaba a lomos el sueño, cruzaba silencioso e invisible el campamento, cada cual se apartaba a su distante tienda, a vivir su vida a solas, a respirar profundo, a gozar del silencio.
En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz, y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la Naturaleza que le rodeaba, y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios beréberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos; con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás, que lo que pudiera ocurrirle a uno mismo.
—No lo sé, —admitió al fin de mala gana—. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse, y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé, —repitió. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud.
La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse, no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los "akli" contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo.
Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda, y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del Oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos.
Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo, se vio interrumpido por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las "sheribas".
—La camella va a parir, padre —dijo—. Y los chacales rondan.
Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura.
Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto.
Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fenec y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento.
Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos. Los ojos del targuí, de su esposa, sus hijos, sus esclavos e incluso sus animales, se hallaban prendidos en la columna de polvo y en el pardo oscuro de los monstruos mecánicos, y chiquillos y bestias retrocedieron atemorizados, mientras las esclavas corrían a esconderse en lo más profundo de las tiendas, lejos de la vista de extraños.
Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble "imohag" respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus "jaimas" como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes.
Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de "jaique" azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak-ben-Sad, "imohag" perteneciente al "Pueblo de la Lanza", uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, "el Cazador".
—"Metulem, metulem" —saludó.
—"Aselam aleikum" —replicó Mubarrak—. Buscamos a dos hombres. Dos extraños.
—Son mis huéspedes —replicó con calma—, y se encuentran enfermos.
El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero éste le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento.
—Son mis huéspedes —repitió.
El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas.
Se volvió a Mubarrak y éste comprendió porque desvió la vista hacia el oficial.
—La hospitalidad es sagrada entre nosotros —indicó—. Una ley más antigua que el Corán.
El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino.
—Yo represento la ley aquí —dijo tajante—. Y no existe otra.
Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo, con fuerza, y le obligó a volverse y mirarle a los ojos.
—La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta —musitó mordiendo las palabras—. ¡Deja en paz a mis huéspedes!
A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil.
El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún le sujetaba y desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas.
Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados que corrieron tras él.
Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad.
Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor, y los camiones se alejaron por donde habían venido.
Mubarrak, el "imohag" del "Pueblo de la Lanza", saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo.
No era bueno humillar a un "inmouchar" del "Pueblo del Velo" y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida.
Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo, y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan sólo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto.
Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la "jaima" grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan sólo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante, y luego llamó a Suílem.
—Entiérralo —pidió—. Y prepara mi camello.
Por primera vez en su vida Suílem no cumplió la orden de su amo, y una hora después entró en la tienda y se arrojó a sus pies tratando de besarle las sandalias.
—¡No lo hagas! —suplicó—. Nada conseguirás.
Gacel apartó el pie con desagrado.
—¿Crees que debo consentir semejante ofensa? —inquirió con voz ronca—. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo, tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro?
—¿Qué otra cosa podías hacer? —protestó—. Te hubieran matado.
—Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta.
—¿Y qué obtendrás con ello? —inquirió el negro—. ¿Devolverás la vida al muerto?
—No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un "imohag" impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los "akli" admitís las ofensas y la opresión y os sentís satisfechos siendo esclavos.
Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. —Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias—. Pero nosotros, los tuareg, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta.
—Agitó la cabeza—. Y no es hora de cambiar.
—Pero ellos son muchos —protestó—. Y poderosos.
—Es cierto —admitió el targuí—. Y así debe ser. Sólo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y sólo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan sólo un golpe de suerte decidirá la batalla.
El "imohag", el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo.
—¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros?
—Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá pro mete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad.
—Pero no has contestado a mi pregunta —insistió el negro—. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes?
Su gesto fue fatalista.
—¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? —inquirió—. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? —Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie. Ve y prepara mi camello y mis armas —pidió—. Me iré al amanecer.
Luego te ocuparás de levantar el Campamento y llevar a mi familia lejos, al "guelta" del Huaila, allí donde murió mi primera esposa.
El amanecer llegó precedido por el viento.
Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila.
Escuchó con los ojos abiertos, contemplando el techo de su "jaima" con sus rayas tan conocidas y creyó estar viendo los matojos corriendo sueltos sobre la arena y las rocas, siempre con prisa, siempre queriendo encontrar un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que les acogiese y les librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África.
Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego —tal como habían llegado en la infinita nada del desierto sin fronteras.
"Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro", había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto.