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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (10 page)

BOOK: Último intento
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—Recuerdo haberme emocionado terriblemente —digo y comparto recuerdos que ignoraba que tenía—. La luz de comienzos de la primavera que iba cambiando sobre las laderas y el aspecto nudoso de los viñedos podados en invierno, todos como levantando las manos y ofreciéndonos lo mejor que tienen: su esencia. Y con frecuencia nosotros no rozamos siquiera su carácter. No nos tomamos el tiempo necesario para descubrir la armonía en esos tonos sutiles, la sinfonía que los vinos finos ejecutan en nuestra lengua si se los permitimos. —Callo. Anna aguarda en silencio a que yo vuelva a hablar. —Como cuando a mí sólo se me pregunta por mis casos —Continúo—. Sólo me preguntan acerca de los horrores que veo, cuando en mí hay tantas otras cosas.

—Te sientes sola —Comenta Anna—. Y no entendida. Tal vez tan deshumanizada como tus pacientes muertos.

No le contesto sino que sigo con mis analogías y describo la vez que Benton y yo recorrimos en tren casi toda Francia durante varias semanas y terminamos en Bordeaux, y los tejados iban poniéndose más rojos a medida que nos dirigíamos al sur. El primer toque de la primavera relucía en los árboles con un verde irreal, y las venas y las arterias más grandes de agua se dirigían al mar, tal como todos los vasos sanguíneos del cuerpo comienzan y terminan en el corazón.

—Todo el tiempo me maravilla la simetría de la naturaleza, la forma en que los arroyos y tributarios del aire se parecen al sistema circulatorio, y las rocas me recuerdan viejos huesos esparcidos —digo—. Y el cerebro empieza siendo liso y con el tiempo se llena de circunvoluciones y hendeduras, tal como las montañas se vuelven distintas a lo largo de miles de años. Todos estamos sometidos a la misma ley de la física. Y, al mismo tiempo, no lo estamos. El cerebro, por ejemplo, no se parece nada a la función que cumple. En un examen superficial, es tan poco interesante como un hongo.

Anna asiente. Me pregunta si yo compartí algunos de esos pensamientos con Benton. Le contesto que no. Ella quiere saber por qué no tuve ganas de compartir con él, mi amante, lo que parecen ser percepciones inofensivas, y yo le digo que necesito pensarlo un minuto. Que no estoy segura de la respuesta.

—No —me aguijonea—, no pienses. Sólo siéntelo.

Yo reflexiono.

—No. Siéntelo, Kay. Siéntelo —dice y se pone la mano sobre el corazón.

—Necesito pensar. Llegué al lugar en que estoy en la vida por pensar —es mi respuesta defensiva, que brota de ese extraño espacio en el que acabo de estar. Ahora me encuentro de nuevo en su living y entiendo todo lo que me ha ocurrido.

—Has llegado al lugar en que estás en la vida por lo que sabes. Y saber es percibir. El pensamiento es la manera en que procesamos lo que percibimos, y pensar con frecuencia enmascara la verdad. ¿Por qué no compartiste con Benton tu faceta más poética?

—Porque en realidad no reconozco en mí esa faceta. Es una faceta inservible. Por ejemplo, comparar a un cerebro con un hongo frente a un juzgado no nos llevaría a ninguna parte —respondo.

—Ah —dice Anna y vuelve a asentir—. En los juzgados tú haces analogías todo el tiempo. Ésa es la razón por la que eres tan buena testigo. Evocas imágenes para que la persona común y corriente pueda entender. ¿Por qué no le hiciste a Benton las asociaciones que ahora me haces a mí?

Dejo de mecerme y cambio de posición el brazo enyesado. Me aparto de Anna y miro hacia el río, y de pronto me siento tan evasiva como Buford Righter. Docenas de gansos de Canadá se han congregado alrededor de un viejo sicómoro. Se sientan en el pasto como calabazas oscuras y de cuello largo y aletean y picotean en busca de comida.

—No quiero atravesar ese espejo —le digo—. No es sólo que no quise decírselo a Benton. No quiero decírselo a nadie. Sencillamente, no quiero decirlo. Y al no repetir involuntariamente imágenes y asociaciones, yo no…

Anna vuelve a asentir.

—Al no reconocerlas, no invitas a tu imaginación a participar en tu trabajo —Termina mi pensamiento.

—Tengo que ser clínica, objetiva. Tú, más que nadie, deberías entenderlo.

Ella me observa un momento antes de responder.

—¿Es eso? ¿O podría ser que lo que haces es evitar el sufrimiento intolerable que sentirías si permitieras que tu imaginación se viera involucrada en tus casos? —Se inclina más hacia mí, apoya los codos en las rodillas y gesticula. —¿Qué pasaría si, por ejemplo —hace una pausa para aumentar el efecto dramático de sus palabras— pudieras tomar los hechos de la ciencia y de la medicina y utilizar tu imaginación para reconstruir en detalle los últimos minutos de la vida de Diane Bray? ¿Si pudieras conjurarla como las secuencias de una película y observar el momento en que ella es atacada, ver su hemorragia, ver cómo fue mordida y golpeada? ¿Verla morir?

—Eso sería abominablemente atroz —Logro decir con dificultad.

—Qué fuerza tendría el que un jurado pudiera ver una película como ésa —dice Anna.

Una serie de impulsos nerviosos hierven debajo de mi piel como miles de peces diminutos.

—Pero si atravesaras ese espejo, como tú lo llamas —Continúa—, ¿adonde terminaría todo? —Levanta las dos manos. —Ah, tal vez no terminaría, y entonces te verías obligada a ver la escena de la muerte de Benton.

Cierro los ojos y la resisto. «No. Por favor, Dios, no me hagas ver eso.» Una imagen fugaz de Benton en la oscuridad, un arma apuntándolo y el chasquido metálico cuando le ponen las esposas. Sin duda lo hostigan, se burlan de él: «Señor FBI, usted que es tan vivo, ¿qué va a hacer ahora, señor encargado de perfiles? ¿Puede leemos el pensamiento, predecir qué haremos, meterse en nuestra cabeza?» Seguro que él no les contestó. No les preguntaría nada cuando lo metieron en un pequeño local de almacén cerca de la Universidad de Pennsylvania que había cerrado a las cinco de esa tarde. Benton iba a morir. Lo iban a torturar y a hostigar, y ésa es la parte en que él se centraría: cómo evitar el dolor y la degradación que sabía que le infligirían si tenían tiempo. Oscuridad y un fósforo que se encendía. Su cara, que oscilaba con la luz de esa pequeña llama que tiembla con cada movimiento del aire mientras esos dos psicópatas se desplazan en ese inmundo almacén paquistaní al que le prendieron fuego después de matar a Benton.

Abro los párpados. Anna me está hablando. Un sudor frío va bajando por mis costados como pequeños insectos.

—Lo siento. ¿Qué me decías?

—Que es muy, pero muy penoso. —Su cara se llena de compasión. —No puedo ni imaginarlo.

Benton entra en mi mente. Lleva puestos sus pantalones favoritos color caqui y zapatillas. Zapatillas Saucony. Saucony era la única marca que él usaba y yo solía acusarlo de ser maniático con respecto a las cosas que realmente le gustaban. También usaba el viejo buzo de la Universidad de Virginia que Lucy le regaló, color azul oscuro con letras color anaranjado vivo y que, a lo largo de los años, quedó suave y desteñido. Él le cortó las mangas porque eran demasiado cortas y a mí siempre me gustó el aspecto de Benton con ese viejo buzo gastado, su pelo plateado, su perfil neto y los misterios que se ocultaban detrás de sus ojos oscuros de mirada intensa. Sus manos se curvan apenas sobre los apoyabrazos de la silla. Tiene los dedos de un pianista, largos y delgados y expresivos cuando habla, y siempre suaves y delicados cuando me tocan, cosa que sucede cada vez con menos frecuencia. Le digo todo esto a Anna en voz baja, hablando en tiempo presente acerca de un hombre que murió hace más de un año.

—¿Qué secretos crees que él no te contó? —Pregunta Anna—. ¿Qué misterios viste en sus ojos?

—Dios mío. En su mayor parte, con respecto a su trabajo. —Me tiembla la voz y mi corazón escapa muerto de miedo. —Se guardaba muchos detalles. Detalles con respecto a lo que veía en ciertos casos, cosas que tenía la sensación de que eran tan terribles que nadie debería estar expuesto a ellos.

—¿Ni siquiera tú? ¿Hay algo que no has visto?

—El dolor de esas personas —digo en voz baja—. No es necesario que vea el terror que sienten. Ni que oiga sus gritos.

—Pero puedes reconstruir todo eso.

—No es lo mismo. No, para nada. A muchos de los asesinos con los que Benton se enfrentaba les gustaba fotografiar, grabar y en algunos casos, grabar en video lo que les hacían a sus víctimas. Benton estaba obligado a mirar, a escuchar. Yo siempre lo sabía. Cuando llegaba a casa estaba gris. No hablaba mucho durante la cena, no comía mucho y, esas noches, bebía más que de costumbre.

—Pero no te contaba…

—No, nunca —Le interrumpo—. Jamás. Ése era su Cementerio Indio y a nadie se le permitía hollarlo. Yo solía dar clases en una escuela de investigación de muertes en San Luis. Eso fue al principio de mi carrera, antes de mudarme aquí, cuando todavía era subjefa en Miami. Yo daba una clase sobre asfixia por inmersión y decidí que, puesto que ya estaba allí, asistiría toda la semana al seminario. Cierta tarde, un psiquiatra forense dio una clase sobre homicidio sexual y mostró diapositivas de las víctimas cuando estaban vivas. Una mujer estaba atada a una silla y su atacante le había atado una cuerda muy apretada sobre uno de los pechos e insertado agujas en el pezón. Todavía puedo verle los ojos: eran pozos oscuros llenos de infierno, y tenía la boca abierta de par en par mientras gritaba. Y también vi grabaciones en video. —Continúo con voz monocorde. —Una mujer, secuestrada, atada, torturada y a punto de recibir un disparo en la cabeza. No hace más que gemir y pedir por su madre. Suplica, llora. Creo que estaba en un sótano; la escena era oscura y tenía mucho grano. Después, el sonido de un disparo. Luego, silencio.

Anna no dice nada. Los leños chisporrotean en el hogar. —Yo era la única mujer en una habitación donde había como sesenta policías —Agrego.

—Entonces es incluso peor, porque las víctimas eran mujeres y tú eras la única mujer presente —dice Anna.

Me lleno de furia al recordar la manera en que algunos de los hombres miraban las diapositivas y los videos.

—La mutilación sexual excitaba a algunos de ellos —digo—. Lo veía en sus caras, lo intuía. Lo mismo se aplica a varios especialistas en perfiles, los colegas de Benton en la unidad. Describían la manera en que Bundy violaba a una mujer desde atrás mientras la estrangulaba y a ella se le salían los ojos hacia afuera, lo mismo que la lengua. Y él tenía un orgasmo en el momento en que ella moría. Y esos hombres con los que Benton trabajaba lo disfrutaban un poco demasiado. ¿Tienes idea de lo que es eso? —La miro de nuevo con expresión casi filosa. —Ver un cuerpo muerto, ver fotografías y videos de alguien que es torturado, de alguien que sufre y está aterrado, y darse cuenta de las personas que nos rodean secretamente lo están disfrutando, les resulta eróticamente excitante. —¿Crees que a Benton también le ocurría eso? —Pregunta Anna. —No. Él tenía que presenciar esas cosas todas las semanas, quizás a diario.

No, no le resultaban espectáculos eróticos. Él tenía que escuchar sus gritos. —Comienzo a divagar. —Tenía que oírlas llorar y suplicar. Esas pobres personas no sabían. Y, aunque lo hubieran sabido, no habrían podido evitarlo. —¿No sabían? ¿Qué era lo que no sabían?

—Que lo que más excita a los sádicos sexuales es el llanto, las súplicas, el miedo —contesto.

—¿Crees que Benton lloró o suplicó cuando sus asesinos lo secuestraron y lo llevaron a ese edificio sombrío? —Pregunta Anna, muy cerca de anotarse un punto.

—Yo he visto el informe de su autopsia. —Me meto en mi escondite clínico.—En él no hay nada que me diga con seguridad qué sucedió antes de su muerte. El fuego quemó gran parte de su cuerpo. Era tanto el tejido quemado que, por ejemplo, no era posible comprobar si todavía tenía presión sanguínea cuando lo cortaron.

—Tenía también una herida de bala en la cabeza, ¿no? —Pregunta Anna. —Sí.

—¿Qué crees que pasó primero?

Me quedo mirándola, muda. No he reconstruido lo que condujo a su muerte. Nunca pude animarme a hacerlo.

—Visualízalo, Kay —me dice Anna—. Tú lo sabes, ¿verdad? Has trabajado demasiadas muertes como para no saber qué sucedió.

Mi mente está a oscuras, tan a oscuras como el interior de ese almacén de Filadelfia.

—Él hizo algo, ¿no es así? —Insiste ella y se inclina hacia mí, sobre el borde mismo de la otomana—. Él ganó, ¿verdad?

—¿Ganó? —Carraspeo. —¡Ganó! —exclamo—. ¿Le cortaron la cara, se la arrancaron, lo quemaron y tú dices que ganó?

Anna espera hasta que yo haga la conexión. Cuando no le digo nada más, se pone de pie y se acerca al fuego de la chimenea, y en el camino me roza apenas un hombro. Arroja otro leño, me mira y dice:

—Kay, deja que te lo pregunte. ¿Por qué le dispararon después del hecho?

Yo me froto los ojos y suspiro.

—Cortarle la cara fue parte del
modus operandi
—Continúa—. Lo que a Newton Joyce le gustaba hacerles a sus víctimas. —Se refiere al malévolo compañero de la malévola Carrie Grethen, una pareja de psicópatas que hacía que Bonnie y Clyde parecieran una tira cómica del sábado por la mañana de mi juventud. —Les extirpaban las caras y las almacenaban en la heladera como souvenirs. Y como la cara de Joyce era tan fea y con tantas cicatrices por el acné —Prosigue Anna—, él robó lo que tanto envidiaba: la belleza. ¿Sí?

—Sí, supongo que sí. Tanto como podemos creer en cualquier otra teoría acerca de por qué la gente hace lo que hace.

—Y era importante que Joyce se hiciera cargo de la extirpación y la hiciera con mucho cuidado para no dañar los rostros. Que es la razón por la que no les disparaba a sus víctimas y, por cierto, no en la cabeza. No quería correr el riesgo de dañar la cara, el cuero cabelludo. Y disparar es algo demasiado fácil. —Anna se encoge de hombros. —Y rápido. Quizá misericordioso. Es mucho mejor recibir un disparo en lugar de que a uno le corten el cuello. Entonces, ¿por qué Newtonjoyce y Carrie Grethen le dispararon a Benton?

Anna está de pie junto a mí. Yo levanto la vista y la miro.

—Él les dijo algo —respondo por último, lentamente—. Tiene que haberlo hecho.

—Sí —dice Anna y vuelve a sentarse—. Sí, sí. —Me alienta con sus manos, como si dirigiera el tráfico y le indicara que avanzara en el siguiente cruce. —¿Qué, qué sucede? Dímelo, Kay.

Le contesto que no sé qué les dijo Benton a Newtonjoyce y Carrie Grethen. Pero dijo algo o hizo algo que llevó a que uno o el otro perdiera el control del juego. Fue un impulso, una reacción involuntaria el que uno de ellos pusiera el cañón del arma contra la cabeza de Benton y apretara el gatillo. ¡Bum! y la diversión terminó. Benton no sintió nada, no supo nada después de eso. No importa qué le hicieron después, nada importaba. Él estaba muerto o agonizando. Inconsciente. Benton nunca sintió el cuchillo. Tal vez no lo vio nunca.

BOOK: Último intento
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