Último intento (13 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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Marino bufa. Lucy se echa a reír con demasiada jovialidad para alguien a punto de ser despedida de su trabajo, por muy millonaria que sea. Afuera, en la playa de estacionamiento, el aire es húmedo y muy frío. Los faros brillan en la oscuridad y por donde miro veo automóviles y personas apuradas. Halos plateados brillan de los faroles y los conductores avanzan en círculos con sus vehículos, buscando lugares para estacionar que estén cerca de la entrada del centro comercial, como si tener que caminar treinta metros fuera lo peor que le puede pasar a una persona.

—Detesto esta época del año. Ojalá fuera judía —Comenta Lucy irónicamente, como si ella compartiera la alusión que hizo Marino más temprano con respecto a la identidad étnica de Berger.

—¿Berger era fiscal de distrito cuando entraste en la policía en Nueva York? —Le pregunto a Marino cuando él coloca mis paquetes en el interior del viejo Suburban verde de Lucy.

—Yo acababa de empezar. —Cierra la compuerta trasera. —Nunca la conocí.

—¿Qué oíste decir acerca de ella? —Pregunto.

—Bueno, que era realmente atractiva y tenía tetas grandes.

—Marino, qué evolucionado que eres —Comenta Lucy.

—Epa —dice él y levanta la cabeza. —No me pregunten algo si no quieren oír la respuesta.

Observo su cuerpo grandote avanzar por entre una confusión de faros, compradores y sombras. El cielo está lechoso a la luz de una luna imperfecta y la nieve cae en copos lentos y pequeños. Lucy retrocede el auto y se pone en la fila junto con otros vehículos. Colgando de la cadena de la llave del auto hay un medallón de plata grabado con el logo de Whirly-Girls, un nombre aparentemente frívolo para una asociación internacional muy seria de mujeres pilotos de helicópteros. Lucy, que por lo general no pertenece a ninguna asociación, es un miembro vehemente de ésta, y yo agradezco que, a pesar de que todo ha salido mal, al menos tengo su regalo de Navidad metido en uno de mis bolsos. Hace algunos meses, yo conspiré con los dueños de la Joyería Schwarzchild para que le hicieran a Lucy un collar Whirly-Girls de oro. El momento es perfecto, en especial a la luz de las últimas revelaciones de mi sobrina con respecto a sus planes en la vida.

—¿Exactamente qué harás con tu propio helicóptero? ¿De veras te vas a comprar uno? —Pregunto. En parte, quiero apartar la conversación de Nueva York y de Berger. Todavía estoy irritada por lo que Jack me dijo por teléfono, y una sombra ha caído sobre mi psiquis. Otra cosa me molesta y no sé bien qué es.

—Sí, me voy a comprar un Bell cuatro-cero-siete. —Lucy zambulle el auto en un flujo interminable de luces traseras rojas que avanza lentamente por Parham Road. —¿Qué planeo hacer con él? Pues volarlo. Y utilizarlo en el negocio.

—¿Qué más puedes decirme acerca de ese nuevo negocio?

—Bueno, Teun está viviendo en Nueva York, de modo que es allí donde estará mi nueva oficina central.

—Hablame más de Teun —La instigo—. ¿Tiene familia? ¿Dónde pasará la Navidad?

Lucy mantiene la vista fija hacia adelante cuando conduce, siempre el piloto serio y responsable.

—Déjame que retroceda y que te cuente una pequeña historia, tía Kay. Cuando ella se enteró del tiroteo en Miami, se puso en contacto conmigo. Entonces, la otra semana, fui a Nueva York y lo pasé bastante mal.

Qué bien lo recuerdo. Lucy se hizo humo y yo entré en pánico. Logré seguirle la pista hasta un teléfono de Greenwich Village, que resultó ser un bar sobre el Hudson, un escondrijo favorito del Village. Lucy estaba trastornada y bebía mucho. Pensé que estaba enojada y herida por sus problemas con Jo. Ahora la historia cambia justo delante de mis ojos. Lucy está financieramente involucrada con Teun McGovern desde el último verano, pero no fue sino después del incidente ocurrido en Nueva York la semana pasada que Lucy decidió cambiar por completo su vida.

—Anna me preguntó si quería que llamara a alguien —explica Lucy—. Yo no estaba de humor para regresar a mi hotel.

—¿Anna?

—Una ex policía. Es la dueña del bar.

—Ah, claro.

—Reconozco que me sentía bastante vapuleada, y le dije a Anna que llamara a Teun —dice Lucy—. Lo siguiente que recuerdo es ver a Teun entrando en el bar. Me llenó de café y estuvimos hablando toda la noche. Más que nada de mi situación personal con Jo, con el ATF, con todo. Yo no he sido feliz. —Lucy me mira. —Creo que hace mucho, mucho tiempo que estoy lista para un cambio. Esa noche tomé la decisión. O sea que ya lo había decidido antes de que sucediera esta otra cosa. —«Esta otra cosa» se refiere al hecho de que Chandonne haya querido matarme. —Gracias a Dios que Teun estaba allí para mí. —Lucy no se refiere al bar sino a que McGovem haya aparecido en su vida en general, y yo siento que la felicidad comienza a irradiarse desde lo más profundo de Lucy. La psicología común y corriente dicta que otras personas y otros trabajos no pueden hacemos felices. Que es uno el que tiene que conquistar la propia felicidad. Esto no es del todo cierto. McGovern y Último Intento parecen haber logrado que Lucy sea feliz.

—Lo sea que ya habías estado involucrada con Último Intento desde hacía un tiempo? —La aliento a continuar con el relato. —¿Desde el verano pasado? ¿Fue entonces cuando se te ocurrió la idea?

—Todo comenzó como una broma en los viejos tiempos, en Filadelfia, cuando a Teun y a mí nos volvían locas los burócratas lobotomizados, la gente que se interponía en nuestro camino, el hecho de ver cómo las víctimas inocentes terminaban aplastadas por el sistema. Entonces se nos ocurrió esta organización de fantasía que yo bauticé Último Intento. Decíamos: «¿Adonde se va cuando ya no hay dónde ir?» —Su sonrisa es forzada e intuyo que en el tono optimista de sus noticias están a punto de aparecer algunas nubes. Lucy me va a decir algo que yo no quiero oír. —Como te darás cuenta, tengo que mudarme a Nueva York —dice—. Y pronto.

Righter ha entregado el caso a Nueva York y, ahora, Lucy se muda a Nueva York. Enciendo la calefacción del auto y me aprieto más el abrigo.

—Creo que Teun me encontró un departamento en el Upper East Side.

Quizá a unos cinco minutos de carrera del parque. Sobre la Sesenta y Siete y Lexington —dice.

—Qué rápido —Comento—. Y cerca de donde Susan Pless fue asesinada —Agrego, como si fuera una señal ominosa—. ¿Por qué en esa parte de la ciudad? ¿Queda cerca de la oficina de Teun?

—A pocas cuadras. Ella está a un par de puertas de la comisaría diecinueve y, al parecer, conoce a un puñado de policías que trabajan en esa zona.

—¿Y Teun nunca oyó hablar de Susan Pless, de ese homicidio? Qué extraño pensar que terminó a varias calles de allí. —La negatividad se apodera de mí, y no puedo evitarlo.

—Ella está enterada de ese homicidio porque hablamos de lo que te sucede a ti —contesta Lucy—. Antes de eso, jamás supo del caso. Y tampoco yo. Supongo que la preocupación de nuestro vecindario es el Violador del East Side, que, en realidad, es algo en lo que sí hemos estado involucradas. Hace cinco años que se vienen produciendo esas violaciones. Siempre es el mismo hombre; le gustan las rubias de entre treinta y cuarenta años. Por lo general han bebido unas copas, acaban de salir de un bar y él se abalanza sobre ellas cuando van camino a su departamento. Es el primer ADN de Fulano de Nueva York. Tenemos su ADN pero no su identidad. —Todos los caminos parecen conducir a Jaime Berger. El caso del Violador del East Side sin duda tendría prioridad para su oficina. —Me voy a teñir el pelo de rubio y a comenzar a regresar a casa tarde de los bares —dice Lucy, y yo la creo muy
capaz
de hacerlo.

Quiero decirle a Lucy que la dirección que ha elegido es emocionante y que me alegro mucho por ella, pero las palabras no me salen. Lucy ha vivido en muchos lugares que no quedan cerca de Richmond, pero, por alguna razón, esta vez tengo la sensación de que realmente se está yendo de casa para siempre, que ya es una mujer adulta. De pronto me convierto en mi madre: critico, señalo la parte negativa, los contra, levanto la alfombra en busca de ese lugar que se me pasó por alto cuando limpié la casa, reviso mi libreta de calificaciones llena de sobresalientes y comento que es una pena que yo no tenga amigas, y que cuando pruebo lo que cocino siempre me parece que le falta algo.

—¿Qué harás con tu helicóptero? ¿Lo tendrás allá? —me oigo preguntarle a mi sobrina—. Me parece que será todo un problema.

—Probablemente lo tendré en Teterboro.

—De modo que tendrás que viajar a Nueva Jersey cuando quieras volar.

—No queda tan lejos.

—El costo de vivir allí. Y tú y Teun… —machaco.

—¿Qué pasa con Teun y yo? —La voz de Lucy ya no es la misma. —¿Por qué sigues machacando con eso? —Ahora hay en ella furia. —Yo ya no trabajo para ella. Teun ya no es mi supervisora del ATF No tiene nada de malo que seamos amigas.

Mis huellas dactilares están por toda la escena del crimen de su decepción, de su herida. Aún peor, en mi voz aparecen ecos de Dorothy. Me avergüenzo de mí misma, estoy realmente avergonzada.

—Lucy, lo siento.—Extiendo el brazo y le tomo la mano con las puntas de los dedos que asoman de mi yeso. —No quiero que te vayas. Sé que soy egoísta, muy egoísta. Lo siento.

—Yo no te abandono. Vendré a cada rato. Esto queda a sólo dos horas de helicóptero. Está todo bien. —Me mira. —¿Por qué no te vienes a trabajar con nosotras, tía Kay? —Me doy cuenta de que no se trata de un pensamiento nuevo. Obviamente, ella y McGovern han hablado mucho de mí, incluyendo mi papel posible en la compañía de las dos. Esto me produce una sensación extraña. Me he negado a pensar en mi futuro y, de pronto, se aparece delante de mí como una enorme pantalla en blanco. Si bien mentalmente sé que la forma en que he vivido pertenece ya al pasado, todavía no he aceptado esta verdad en mi corazón. —¿Por qué no buscas la manera de trabajar para ti, en lugar de permitir que el estado te diga qué hacer? —Continúa Lucy—. ¿Alguna vez lo has pensado en serio?

—Siempre fue un plan para más adelante —respondo.

—Pues bien, el más adelante es ahora —me dice—. El siglo XX termina dentro de exactamente nueve días.

Capítulo 7

Es casi medianoche. Estoy frente a la chimenea encendida, sentada en la mecedora tallada a mano que es el único indicio rústico de la casa de Anna. Ella ha ubicado su silla en un ángulo especial para poder mirarme, pero yo no tengo que mirarla a ella si llego a descubrir en mí alguna prueba psicológica que me impresiona. Últimamente he aprendido que nunca sé lo que puedo descubrir durante mis conversaciones con Anna, como si yo estuviera en una escena del crimen que investigo por primera vez. Las luces del living están apagadas, el fuego de la chimenea agoniza. La incandescencia se transmite a las brasas que respiran tonalidades anaranjadas cuando le hablo a Anna de una noche de sábado en noviembre, hace poco más de un año, en la que Benton se mostró extrañamente odioso conmigo.

—Cuando dices «extrañamente», ¿qué es lo que quieres decir? —Pregunta Anna con su tono firme pero sereno.

—Él estaba acostumbrado a mis peregrinaciones tarde por la noche, cuando yo no lograba asentarme o cuando me quedaba trabajando hasta tarde. La noche en cuestión él se quedó dormido mientras leía en la cama. Nada fuera de lo común, y era la señal de que entonces yo podía tener mi propio tiempo. Anhelo el silencio, la soledad absoluta cuando el resto del mundo está sumido en la inconsciencia y no necesita nada de mí.

—¿Siempre sentiste esa necesidad?

—Sí, siempre —respondo—. En esos momentos estoy realmente viva. Me sumerjo dentro de mí misma cuando estoy absolutamente sola. Necesito ese tiempo. Debo tenerlo.

—¿Qué sucedió la noche que mencionas? —Pregunta ella.

—Me levanté, le saqué el libro y apagué la luz —contesto.

—¿Qué estaba leyendo?

Su pregunta me toma de sorpresa. Tengo que pensar. No lo recuerdo con claridad, pero me parece que Benton leía algo sobre Jamestown, el primer asentamiento inglés permanente en Norteamérica, que queda a menos de una hora de viaje en auto al este de Richmond. A él le interesaba mucho la historia y en la universidad se había licenciado tanto en psicología como en historia. Además, su curiosidad con respecto a Jamestown se despertó cuando los arqueólogos comenzaron a excavar aquí y allá y descubrieron el fuerte original. Lentamente lo voy recordando: el libro que Benton leía en la cama era una colección de relatos, muchos de ellos escritos por John Smith. No recuerdo el título, le digo a Anna. Supongo que el libro está todavía en algún lugar de mi casa, y la perspectiva de toparme con él uno de estos días me causa dolor. Continúo con mi relato.

—Salí del dormitorio, cerré la puerta con mucha suavidad y por el hall fui a mi estudio —digo—. Como sabes, cuando practico autopsias tomo secciones de cada órgano y, a veces, también de las heridas. Ese tejido va al laboratorio de histología, donde se los convierte en portaobjetos que yo debo revisar. Nunca consigo ponerme al día con los microdictados y rutinariamente me llevo a casa las carpetas con los portaobjetos y, desde luego, la policía me hizo preguntas al respecto. Es raro, pero mis actividades normales parecen mundanas y más allá de toda duda, hasta que son inspeccionadas por otros. Es entonces cuando me doy cuenta de que no vivo con las demás personas.

—¿Por qué crees que la policía te interrogó acerca de los portaobjetos que podías tener en tu casa? —Pregunta Anna.

—Porque querían saberlo todo. —Vuelvo a mi historia sobre Benton y le describo que yo estaba en mi estudio, inclinada sobre el microscopio, concentrada en neuronas teñidas con metales pesados, que parecían un enjambre de criaturas color púrpura y dorado, con un solo ojo y con tentáculos. Sentí una presencia detrás de mí y, al volverme, vi a Benton de pie junto a la puerta abierta, su cara con una expresión extraña y amenazadora.

«¿No puedes dormir?», me preguntó con un tono desagradable y sarcástico que no parecía suyo. Yo aparté la silla de mi poderoso microscopio Nikon. «Si pudieras enseñarle a eso a coger, no me necesitarías para nada», dijo, y sus ojos me miraron con la furia intensa de las células que yo estaba mirando. Cubierto solamente con los pantalones del piyama, Benton estaba pálido con la luz parcial procedente de la lámpara del escritorio, su pecho estaba cubierto de sudor, su pelo plateado aplastado contra la frente. Le pregunté qué demonios le pasaba y él me ordenó que volviera a la cama.

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