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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (12 page)

BOOK: Último intento
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—Legalmente, el hecho de que tengas un segundo trabajo no tiene nada que ver con el caso que, aparentemente, el ATF tiene contra ti, Lucy —dice la abogada que hay en mí.

—Ganar dinero en una actividad paralela supuestamente habla de mi veracidad, ¿no?

—¿El ATF te ha acusado de falta de veracidad? ¿Te han llamado deshonesta?

—Bueno, no. Ellos no aducirán eso. Pero lo cierto es, tía Kay, que yo violé las reglas. No se supone que uno deba ganar dinero de otra fuente mientras está empleado en el ATF, el FBI o cualquier otro organismo federal de aplicación de la ley. Yo no estoy de acuerdo con esa prohibición. No es justa. Los policías sí pueden tener otro empleo. Nosotros, no. Quizá siempre supe que mis días con los federales estaban contados. —Se pone de pie. —Así que me ocupé de mi futuro. Tal vez, en el fondo, estaba harta de todo. No quiero pasar el resto de mi vida recibiendo órdenes de otras personas.

—Si no quieres seguir perteneciendo al ATF procura que sea por tu decisión, no por la de ellos.

—Es mi decisión —dice, un poco enojada—. Supongo que será mejor que me vaya.

La tomo del brazo y la acompaño a la puerta.

—Gracias —le digo—. Es muy importante para mí que me lo hayas contado.

—Voy a enseñarte a pilotear un helicóptero —dice ella y se pone el abrigo. —Me parece bien —digo—. Hoy he estado en muchos espacios aéreos desconocidos. Supongo que un poco más no importa.

Capítulo 6

Durante años, el chiste grosero ha sido que los virginianos van a Nueva York en busca de arte y los neoyorquinos vienen a Virginia en busca de basura. El intendente Giuliani casi inició otra guerra civil cuando, durante su muy publicitada guerra con Jim Gilmor, el gobernador de Virginia en aquella época, habló del derecho que tenía Manhattan de embargar megatones de la basura del norte a nuestras tierras de relleno sureñas. Sólo puedo imaginar cuál será la reacción cuando se sepa que ahora tenemos que ir a Nueva York también en busca de justicia.

Durante todo el tiempo que he sido jefa de médicos forenses de Virginia, Jaime Berger ha sido la cabeza de la unidad de Crímenes Sexuales para la oficina del fiscal de distrito de Manhattan. Aunque no nos conocemos personalmente, con frecuencia se nos menciona juntas. Se dice que yo soy la patóloga forense mujer más famosa del país y que ella es la más famosa fiscal mujer. Hasta ahora, la única reacción que podría tener frente a eso es que yo no quiero ser famosa y que no confío en la gente que lo es, y que lo del sexo femenino está de más. Nadie habla de hombres exitosos en términos de un médico, un presidente o un director general del sexo masculino.

A lo largo de los últimos días, he pasado horas en la computadora de Anna buscando a Berger en Internet. Resistí quedar impresionada, pero no puedo evitarlo. Yo no sabía, por ejemplo, que se hizo acreedora a una beca Rhodes ni que, después de que Clinton fue elegido, fue preseleccionada para el cargo de procuradora general y, según la revista Time, fue un alivio para ella que finalmente nombraran a Janet Reno. Berger no quería tener que dejar de procesar casos. Supuestamente, por la misma razón ha declinado nombramientos de juez y otras ofertas muy interesantes de estudios jurídicos privados. Y es tan admirada por sus pares, que establecieron una beca de servicios públicos en su nombre en Harvard, donde ella pasó sus años de estudiante universitaria. Curiosamente, es muy poco lo que se dice de su vida personal, salvo que juega al tenis y que lo hace extremadamente bien, por supuesto. Hace gimnasia con un personal trainer, tres mañanas por semana en un club atlético de Nueva York, y corre entre cinco y seis kilómetros por día. Su restaurante favorito es Primóla. Me cae muy bien el hecho de que le guste la comida italiana.

Ahora es miércoles, temprano por la tarde, y Lucy y yo hacemos compras para Navidad. Yo he picoteado y comprado tanto como mi estómago puede tolerar, mientras mi mente está envenenada con preocupaciones, el brazo me pica terriblemente dentro de su capullo de yeso y la apremiante necesidad que siento de fumar un cigarrillo se acerca bastante a la lujuria. Lucy está en alguna parte del Centro Comercial Regency ocupándose de su propia lista y yo busco un lugar donde pueda evadir esa multitud arremolinada. Miles de personas han esperado hasta tres días antes de la Navidad para encontrar regalos especiales para las personas más importantes de su vida. Las voces y el movimiento constante se combinan en una suerte de rugido permanente que impide pensar y tener una conversación normal, y la música festiva envasada me pone los nervios de punta. Estoy frente a las puertas de vidrio de Sea Dream Leather, de espaldas a una serie de personas discordantes quienes, como dedos torpes sobre el teclado de un piano, se apuran, se detienen y fuerzan las cosas sin alegría. Después de apretar el teléfono celular contra mi oído, cedo a una nueva adicción. Reviso mi contestador por décima vez en el día. Se ha convertido en mi fugaz y secreta conexión con mi existencia anterior. Oír mis mensajes es la única manera en que puedo regresar a casa.

Hay cuatro llamados. Rose, mi secretaria, llamó para ver cómo estoy. Mi madre dejó una larga queja de la vida. El servicio al cliente de AT&T trató de ponerse en contacto conmigo con respecto a una cuestión de facturación, y Jack Fielding, mi adjunto, necesita hablar conmigo. Lo llamo enseguida.

—Casi no la oigo. —Su voz estridente suena en uno de mis oídos, mientras con la mano me cubro el otro. En segundo plano, uno de sus hijos llora. —No estoy en un buen lugar para hablar —Le digo. —Yo tampoco. Mi ex está aquí. Bendito sea Dios. —¿Qué sucede? —Le digo. —Una fiscal de Nueva York acaba de llamarme.

Sobresaltada, me obligo a sonar calma, casi indiferente, cuando le pregunto el nombre de esa persona. Me dice que una tal Jaime Berger se comunicó con él a su casa hace varias horas. Quería saber si él había asistido a las autopsias que yo practiqué sobre Kim Luong y Diane Bray.

—Eso es interesante —Comento—. ¿No era que tu número no figuraba en guía? —Righter se lo dio —me informa.

La paranoia hace su aparición y siento la herida de la traición. ¿Righter le dio el número de Jack y no el mío?

—¿Por qué no le dijo que me llamara a mí? —Pregunto. Jack calla un momento mientras otro chico se suma al coro de su casa.

—No lo sé. Le dije que yo no asistía oficialmente, que usted practicaba las autopsias. Que yo no figuro en los protocolos como testigo. Le dije que realmente debería hablar con usted.

—¿Qué contestó ella cuando le dijiste eso? —Pregunto.

—Empezó a hacerme preguntas. Es evidente que tiene copias de los informes.

Righter una vez más. Las copias del informe inicial del médico forense relativo a la investigación y los protocolos de la autopsia van a la oficina del fiscal del estado. Me siento mareada. Ahora parece que dos fiscales me han despreciado, y el miedo y la perplejidad se apoderan de mí como un ejército de hormigas feroces, que trastocan mi mundo interior y clavan sus aguijones en mi psiquis. Lo que está sucediendo es extraño y cruel. Va más allá de cualquier cosa que hubiera imaginado en mis peores momentos. La voz de Jack suena distante a través de una estática que parece una proyección del caos de mi mente. Alcanzo a entender que Berger estuvo muy fría y sonaba como si hablara por el teléfono de un automóvil. Y, después, algo sobre fiscales especiales.

—Creí que sólo se los hacía intervenir para el presidente o Waco o lo que fuera —dice él cuando su celular de pronto funciona bien y grita —Supongo que a su ex esposa—: ¿No puedes llevarlos a la otra habitación? ¡Estoy hablando por teléfono! Dios mío —me dice a mí—, nunca tenga hijos.

—¿Qué quieres decir con fiscal especial? —Pregunto—. ¿Cuál fiscal especial?

Jack hace una pausa.

—Estoy dando por sentado que la traerán aquí para el juicio porque Righter no quiere hacerlo —me contesta con repentina nerviosidad. De hecho, suena evasivo.

—Parecería que tienen un caso en Nueva York. —Procuro cuidar mucho lo que digo. —Por eso ella está involucrada, al menos así me dijeron.

—¿Se refiere a un caso como el nuestro?

—Sí, hace dos años.

—¿En serio? Para mí es una novedad. De acuerdo. Ella no me dijo nada de eso. Sólo quería saber todo lo referente a los de aquí —me dice Jack.

—Hasta ahora, ¿cuántos para la mañana? —Pregunto acerca del número de nuestros casos para mañana.

—Hasta el momento, cinco. Incluyendo uno que va a resultar bastante difícil. Joven blanco del sexo masculino —Tal vez hispano—, que fue encontrado en el interior de la habitación de un motel. Parece que el cuarto fue incendiado. No tenía ninguna identificación, pero sí una aguja clavada en un brazo, así que no sabemos si fue por una sobredosis de drogas o por inhalar humo.

—No hablemos de esto por teléfono celular. —Lo interrumpo y miro en todas direcciones. —Lo hablaremos por la mañana. Yo me ocuparé de él.

Sigue una pausa prolongada y sorprendida, seguida por:

—¿Está segura? Porque yo…

—Estoy segura, Jack. —Yo no he estado en la oficina toda esta semana. —Nos veremos, entonces.

Se supone que debo encontrarme con Lucy frente a Waldenbooks a las siete y media y me aventuro a salir hacia ese gentío agitado. Tan pronto me detengo en el lugar convenido advierto la presencia de un hombre conocido, grandote, de expresión amarga, que sube por la escalera mecánica. Marino muerde en ese momento un
pretzel
blando y se lame los dedos mientras mira fijo a la muchacha adolescente que está un escalón más arriba que él y cuyos jeans y suéter ajustados no deja en el misterio a sus curvas, hendeduras y prominencias y, aun a esta distancia, me doy cuenta de que Marino traza mentalmente un mapa de sus rutas e imagina lo que sería viajar por ellas.

Lo observo ser llevado por escalones de acero atestados de gente, muy concentrado con su pretzel, que mastica con la boca abierta. Usa jeans azules abolsados y desteñidos debajo de su panza hinchada, y sus manos grandes, que parecen guantes de béisbol, asoman de las mangas de un rompevientos NASCAR rojo. Una gorra NASCAR cubre su cabeza prematuramente calva, y lleva puestos unos ridículos anteojos con armazón de acero de tamaño Elvis. Su cara carnosa tiene una expresión de descontento y el aspecto flojo e inflamado de la disipación crónica, y me sorprende darme cuenta de lo mal que se siente en su propio cuerpo, de lo mucho que lucha contra ese cuerpo que ahora lo vence con una venganza. Marino me recuerda a alguien que trata muy mal a su automóvil: lo conduce a toda velocidad forzando el motor, deja que se oxide y se destartale, y después lo odia con violencia. Imagino a Marino bajando el capó con un golpe y pateando los neumáticos.

Trabajamos juntos en nuestro primer caso, poco después de mi traslado de Miami a Virginia, y él se mostró hosco y condescendiente desde el primer momento. Yo estaba segura de que, al aceptar el cargo de jefe de médicos forenses de Virginia había cometido el error más grande de mi vida. En Miami, me había granjeado el respeto de la policía y de la comunidad médica y científica. La prensa me trató razonablemente bien y disfruté de cierta fama, lo cual me dio confianza y seguridad en mí misma. Ser mujer no me pareció una contra en ese sentido hasta que conocí a Peter Rocco Marino, hijo de italianos trabajadores de Nueva Jersey, ex policía de Nueva York, ahora divorciado de la novia de su infancia, padre de un hijo del que nunca habla.

Él es como la luz dura y cruel de los vestidores. Yo me sentía relativamente cómoda conmigo misma hasta que vi mi reflejo en él. En este minuto estoy lo suficientemente perturbada como para aceptar que los defectos que él ve en mí son probablemente ciertos. Él me ve contra el vidrio del frente del negocio, cuando yo vuelvo a poner el celular en mi cartera, las bolsas de compras junto a los pies, y lo saludo con la mano. Se toma su tiempo para maniobrar su cuerpo abultado entre la gente preocupada que en este momento no piensa en asesinos ni juicios ni fiscales neoyorquinos.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta, como si yo estuviera violando una propiedad.

—Comprando tu regalo de Navidad —Le contesto. Él toma otro bocado del
pretzel
. Al parecer, es lo único que ha comprado. —¿Y tú? —Le pregunto.

—Vine a sentarme sobre las rodillas de Papá Noel y a que me sacaran una fotografía.

—No permitas que yo te lo impida.

—Me comuniqué con Lucy y ella me dijo en qué lugar de este zoológico era más probable que te encontrara. Se me ocurrió que tal vez necesitabas que alguien te llevara los bolsos, puesto que ahora no tienes el uso de las dos manos. ¿Cómo piensas practicar autopsias con eso? —Pregunta e indica mi yeso.

Yo sé por qué está aquí. Detecto el rumor lejano de información que se dirige hacia mí como una avalancha. Suspiro. Lenta pero seguramente me estoy rindiendo al hecho de que mi vida sólo va a empeorar.

—Muy bien, Marino, ¿ahora, qué? —Le pregunto—. ¿Qué sucedió ahora? —Doc, mañana aparecerá en los periódicos. —Se inclina para tomar mis bolsas. —Righter me llamó hace un rato. El ADN coincide. Parece que el Hombre Lobo mató a esa mujer en Nueva York hace dos años. Y, aparentemente, el muy tarado decidió que no se va a oponer a que lo extraditen a la Gran Manzana. Es una extraña coincidencia el que el hijo de puta haya decidido irse de la ciudad el mismo día del servicio religioso en homenaje a Bray. —¿Cuál servicio? —Pregunto.—El que se realizará en Saint Bridget.

Yo tampoco sabía que Bray era católica y que solía concurrir a la iglesia de la que soy feligresa. Una sensación extraña me sube por la espina dorsal. No importa qué lugar en el mundo ocupo yo, parecería que la misión de Bray fuera siempre irrumpir en él y eclipsarme. El hecho de que incluso lo haya intentado en mi propia iglesia me recuerda lo despiadada y arrogante que ella era.

—De modo que Chandonne es sacado de Richmond el mismo día en que se supone que despedimos a la última mujer que él liquidó. —Marino sigue hablando, mientras observa a cada comprador que pasa junto a él. —No pienses ni por un momento que se trata de una coincidencia accidental. En cada movimiento que él hace, la prensa siempre está presente. De modo que eclipsará a Bray, le robará su brillo, porque los medios se interesarán mucho más en lo que él está haciendo que en quién va a presentar sus respetos a una de sus víctimas. Si es que alguien va a presentarle sus respetos. Sé que yo no iré, no después de todo lo que ella hizo para alegrarme la vida. Ah, y sí, Berger ya está en viaje hacia aquí. Vemos a Lucy en el mismo momento en que un grupo de muchachos turbulentos lo hacen. Tienen los peinados de moda y jeans que prácticamente se les caen de sus delgadas caderas. Hacen movimientos exagerados dedicados a mi sobrina, quien usa calzas negras, botas del ejército y una vieja campera de vuelo que rescató de una tienda de ropa vieja en alguna parte. Marino les lanza a los admiradores una mirada capaz de matar si el hecho de mirar con furia en el corazón pudiera penetrar la piel y perforar órganos vitales. Los muchachos agitan las manos y saltan sobre imponentes zapatillas de cuero para básquet, y me recuerdan a cachorritos que todavía no han crecido lo suficiente para armonizar con el tamaño de sus patas.

BOOK: Último intento
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