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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (4 page)

BOOK: Último intento
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Marino está en el pasillo con un cigarrillo en la comisura de la boca, y siento que él trata de leer lo que me ocurre y lo que puede haber sucedido mientras Jay estaba conmigo en el dormitorio con la puerta cerrada. Me quedo mirando instante el pasillo vacío, con la esperanza de que Jay reaparezca y, al mismo tiempo, temiendo que eso suceda. Marino toma mis bolsos y los policías callan cuando yo me acerco. Evitan mirarme mientras se mueven por el living de casa, y se oye el crujido de sus cintos y el ruido de los equipos que están manipulando. Un investigador toma fotografías de la mesa ratona y el destello del flash produce una luz blanca Otra persona graba un video mientras un técnico de escenas del crimen instala una fuente alternativa de luz llamada Luma-Lite capaz de detectar huellas dactilares, drogas y fluidos corporales no visibles al ojo desnudo En mi oficina del centro hay una Luma-Lite que habitualmente utilizo sobre cadáveres en las escenas del crimen y en la morgue. El hecho de ver ahora una dentro de mi casa me produce una sensación indescriptible.

Un polvo oscuro mancha los muebles y las paredes, y han quitado la alfombra persa, dejando al descubierto un antiguo piso de roble francés. Sobre el piso hay una lámpara de mesa desenchufada. El sofá tiene cráteres donde solían estar los almohadones y el aire es aceitoso y picante por el olor residual de la formalina. Junto al living y cerca de la puerta del frente está el comedor y, a través de la puerta abierta veo una bolsa de papel marrón sellada con cinta amarilla de pruebas, que tiene un marbete con la fecha, una firma de iniciales y la leyenda «ropa de Scarpetta». Adentro están los pantalones, el suéter, las medias, los zapatos, el corpiño y la bombacha que yo usaba anoche y que me sacaron en el hospital. Esa bolsa, además de otras pruebas, linternas y equipos están sobre mi mesa roja favorita de comedor, de Jarrah Wood, que ahora parece una mesa de trabajo. Los policías han colgado sus chaquetas sobre las sillas y por todas partes hay huellas mojadas y sucias de pisadas. Tengo la boca seca y siento las articulaciones débiles por la vergüenza y la furia.

—¡Eh, Marino! —ladra un policía—. Righter te está buscando.

Buford Righter es el abogado del estado. Miro por todos lados en busca de Jay, pero no lo encuentro.

—Dile que saque número y se ponga en la cola para esperarme —dice Marino, sin abandonar su alusión de la rotisería.

Enciende un cigarrillo cuando yo abro la puerta del frente y el aire helado me muerde la cara y hace que de mis ojos broten lágrimas.

—¿Tomaste mi estuche para escenas del crimen? —le pregunto.

—Está en mi pickup —dice, con el tono de un marido condescendiente al que le piden que busque la cartera de su esposa.

—¿Para qué quiere verte Righter? —quiero saber.

—No son más que un puñado de
voyeurs
—farfulla él.

La pickup de Marino está en la calle, frente a casa, y dos enormes neumáticos han dejado una huella en mi jardín cubierto de nieve. Buford Righter y yo hemos trabajado juntos en muchos casos a lo largo de los años y me molesta que no me haya preguntado personalmente si podía venir a casa. En realidad, tampoco se ha puesto en contacto conmigo para averiguar cómo estoy y decirme que se alegra de que siga con vida.

—Si quieres saberlo, creo que la gente sólo quiere ver tu casa —dice Marino—. Así que ponen como excusa que necesitan verificar esto o aquello.

La nieve derretida se me mete en los zapatos cuando camino por el sendero.

—No tienes idea de la cantidad de gente que me pregunta cómo es tu casa. Cualquiera diría que eres Lady Di o alguien por el estilo. Además, Righter siempre mete la nariz en todo, no puede soportar que prescindan de él. En su opinión, éste es el caso más sensacionalista desde Jack el Destripador. Y Righter nos está volviendo locos.

Los destellos de los flashes explotan de pronto y yo casi me resbalo. Maldigo en voz alta. Los fotógrafos lograron superar el portón de entrada del barrio cerrado custodiado por un guardia. Tres de ellos corren hacia mí en medio de una tormenta de flashes mientras yo lucho con un brazo por subirme a la butaca delantera de la pickup.

—¡Eh! —le grita Marino a la persona que tiene más cerca, una mujer— ¡Hija de puta! —Él pega un salto trata de bloquearle la cámara y ella cae sentada sobre la calle resbalosa, con su equipo diseminado por el suelo.

—¡Imbécil de porquería! —le grita ella.

—¡Sube al auto! ¡Vamos, sube! —me grita Marino.

—¡Hijo de puta!

Mi corazón golpea contra las costillas.

—¡Te voy a iniciar juicio, hijo de puta!

Más flashes y a mí se me engancha el saco en la puerta y tengo que abrirla de nuevo y después cerrarla mientras Marino arroja mis bolsos en la parte de atrás y salta al asiento del conductor y el motor zumba como un yate. La fotógrafa trata de subir y se me ocurre que yo tendría que asegurarme de que no está herida.

—Deberíamos ver si está herida —digo y miro por la ventanilla.

—Diablos, no. Ni loco. —La pickup pega un salto hacia adelante, colea un poco y después acelera.

—¿Quiénes son esas personas? —Siento en el cuerpo una descarga de adrenalina. Una serie de puntos azules flotan delante de mis ojos.

—Imbéciles, eso es lo que son. —Toma el radiotransmisor. —Unidad nueve —Anuncia.

—Unidad nueve —dice el despachador.

—Yo no necesito que nadie me tome fotografías a mí y a mi casa… —Levanto la voz. Cada célula de mi cuerpo se enciende para protestar por esa injusticia.

—Diez cinco unidad tres veinte, pídele que me llame a mi celular. —Marino sostiene el micrófono contra la boca. La unidad tres veinte lo llama enseguida y el teléfono celular empieza a vibrar como un enorme insecto. Marino lo toma y dice: —De alguna manera los medios de difusión entraron en el vecindario. Fotógrafos. Creo que deben de haber estacionado en algún lugar de Windsor Farms, pasaron el portón a pie por ese sector con pasto detrás de la garita del guardia. Envía unidades para que verifiquen si hay automóviles estacionados en una zona prohibida y, si es así, llévenselos a remolque. Si llegan a pisar la propiedad de la Doc, arréstenlos. —Termina la comunicación y cierra el celular como si él fuera el Capitán Kirk que acaba de ordenar al
Enterprise
que ataque.

Nos detenemos en la garita del guardia y Joe sale. Es un hombre mayor que siempre viste con orgullo su uniforme Pinkerton marrón y es muy agradable, cortés y protector, pero yo no quisiera tener que depender de él o de sus colegas para algo importante. No debería sorprenderme nada el que Chandonne haya entrado en mi vecindario ni que ahora lo hayan hecho los medios de difusión. En la cara arrugada y floja de Joe aparece una expresión de intranquilidad cuando advierte que yo estoy sentada en el interior de la pickup.

—Oiga —le dice Marino por la ventanilla abierta—, ¿cómo entraron los fotógrafos?

—¿Qué? —Joe enseguida adopta una actitud de protección: entrecierra los ojos mientras mira fijo la calle vacía y patinosa y los vapores de sodio forman auras amarillas en lo alto de los postes.

—Llegaron hasta el frente de la casa de la Doc. Por lo menos tres.

—No pasaron por aquí —Declara Joe. Entra en la garita y toma el teléfono.

Seguimos adelante.

—No es mucho lo que podemos hacer en ese sentido, Doc —me dice Marino—. Más te vale enterrar la
cabeza
en la arena, porque por todas partes habrá fotógrafos y toda esa mierda.

Por la ventanilla observo hermosas casas estilo georgiano que brillan con espíritu festivo.

—La mala noticia es que tu riesgo de seguridad acaba de subir otro kilómetro y medio. —Marino me sermonea, me dice lo que yo ya sé y no tengo interés en escuchar en este momento. —Porque ahora la mitad del mundo quiere ver tu casa grande y lujosa y sabe exactamente dónde vives. El problema y lo que me preocupa muchísimo, es que esta clase de cosas hace que otras alimañas salgan de la madriguera. Les da ideas. Empiezan a imaginarte como una víctima y eso los excita, como esos tarados que asisten a los juicios orales en busca de casos de violación.

Marino detiene el vehículo en la intersección de Canterbury Road con la calle West Cary, y la luz de unos faros nos barre cuando un sedán compacto de color oscuro gira y aparece frente a nosotros. Reconozco la cara angosta e insípida de Buford Righter que mira la pickup de Marino. Righter y Marino bajan sus respectivas ventanillas.

—¿Se va…? —Righter comienza a decir algo cuando su mirada pasa frente a Marino y aterriza con sorpresa en mí. Tengo la desagradable sensación de que yo soy la última persona que desea ver. —Lamento el problema —me dice Righter con incomodidad, como si lo que me está pasando no fuera más que un problema, algo inconveniente o desagradable.

—Sí, nos vamos. —Marino le da una pitada al cigarrillo, nada dispuesto a hacer que la conversación sea más fácil. Ya ha expresado su opinión acerca de la presencia de Righter en mi casa: era innecesaria. Incluso si para ese tipo era realmente importante ver con sus propios ojos la escena del crimen, ¿entonces por qué no lo hizo cuando yo estaba en el hospital?

Righter se cierra más el cuello del sobretodo y la luz de los faroles de la calle se refleja en sus anteojos. Él asiente y me dice:

—Cuídate. Me alegra que estés bien. —Por lo visto ha decidido acusar recibo de mi «problema».—Esto es realmente difícil para todos nosotros. —Un pensamiento se le cruza por la cabeza antes de ser expresado en palabras. Lo que iba a decir desaparece, es borrado del registro. —Ya nos hablaremos —le promete a Marino.

Las ventanillas suben y partimos.

—Dame un cigarrillo —le digo a Marino—. Doy por sentado que él no vino hoy a casa más temprano —digo después.

—Bueno, en realidad si lo hizo. A eso de las diez de la mañana. —me ofrece el paquete de Lucky Strikes sin filtro y una llama brota del encendedor que me acerca.

Siento que mi furia crece, tengo la nuca caliente y la presión en mi cabeza es casi intolerable. El miedo me revuelve las entrañas como una bestia ambulante. Me vuelvo mala y oprimo el encendedor del tablero de instrumentos, dejando a Marino con el brazo extendido y la llama de su Bic ardiendo.

—Gracias por decírmelo —es mi respuesta mordaz—. ¿Puedo preguntarte quién demonios más ha estado en casa? ¿Y cuántas veces? ¿Y durante cuánto tiempo se quedaron y qué tocaron?

—Epa, no te desquites conmigo —me advierte.

Conozco el tono. Está a punto de perder la paciencia conmigo y con mi problema. Somos como sistemas climáticos a punto de chocar, y yo no quiero eso. Lo último que necesito en este momento es una guerra con Marino. Toco la punta del cigarrillo con las espirales color anaranjado vivo e inhalo, y ese gusto a tabaco me marea. Avanzamos varios minutos en total silencio y, cuando finalmente hablo, me siento atontada, mi cerebro afiebrado se pone vidrioso como la calle, y la depresión es un dolor pesado que se extiende hacia mis costillas.

—Sé que haces lo que es preciso hacer, y lo aprecio. —me obligo a pronunciar esas palabras. —Aunque no lo demuestre.

—No hace falta que expliques nada. —Le da una pitada a su cigarrillo y los dos exhalamos nubes de humo hacia nuestras ventanillas parcialmente abiertas. —Sé exactamente cómo te sientes —Agrega.

—No lo creo posible.—El resentimiento me sube por la garganta como bilis. —Ni siquiera yo lo sé.

—Entiendo mucho más de lo que tú crees —dice él—. Algún día lo comprenderás, Doc. Ahora no creo que puedas verlo y te juro que nada mejorará en los próximos días y semanas. Así son las cosas. Todavía no te das cuenta del verdadero daño. No sabes cuántas veces lo he visto yo, me refiero a lo que les sucede a las personas que son convertidas en víctimas.

Yo no quería oír ni una sola palabra más sobre el tema.—Es una suerte que hayas decidido ir adonde vas —dice—. Es exactamente lo que ordenó el médico, en más de un sentido.

—Yo no voy a lo de Anna porque me lo haya ordenado un médico —Contesté con fastidio— sino porque ella es mi amiga.

—Mira tú eres una víctima y más vale que lo enfrentes. Y necesitas ayuda, precisamente para enfrentarlo. No importa si eres médica-abogada-jefe india. —Marino se niega a callarse, en parte porque busca pelea. Quiere descargar en mí su furia. Lo veo venir y la furia me sube por mi cuello y me calienta las raíces del pelo.

—Ser víctima es el gran ecualizador —Prosigue Marino, la autoridad mundial en ese campo.

Yo digo, muy lentamente: —Yo no soy una víctima. —mi voz fluctúa en los bordes como fuego. —Hay una diferencia entre ser convertida en víctima y ser una víctima. Yo no soy para nada una exhibición de trastornos del carácter. —mi tono se endurece. —Yo no me he transformado en lo que él quería transformarme —Desde luego, me refiero a Chandonne—. Aunque él se hubiera salido con la suya, yo no sería lo que él trató de proyectar en mí. Solamente estaría muerta. No habría cambiado ni sería algo menos de lo que soy. Solamente estaría muerta.

Siento que Marino se recluye en sí mismo en su espacio del otro lado de su pickup enorme y viril. No entiende lo que yo quiero decir ni lo que siento y probablemente jamás lo entenderá. Reacciona como si yo lo hubiera abofeteado y le hubiera propinado un puntapié en la entrepierna.

—Yo hablo de la realidad —me retruca—. Uno de nosotros debe hacerlo.

—La realidad es que estoy viva.

—Sí. Un maldito milagro.

—Debería haber sabido que harías esto. —Hablo ahora con serenidad y frialdad.—Era tan previsible. La gente culpa a la presa y no al depredador, critica al herido y no al desgraciado que lo hirió. —Tiemblo en la oscuridad. —maldito seas, Marino.

—¡Todavía no puedo creer que le hayas abierto la puerta! —grita él. Lo que me sucedió a mí hace que él se sienta impotente.

—¿Y dónde estaban ustedes? —le recuerdo una vez más ese hecho desagradable—. Lo lógico habría sido que al menos uno o dos de ustedes siguiera vigilando mi propiedad. Puesto que te preocupaba tanto la idea de que Chandonne viniera tras de mí.

—Te llamé por teléfono, ¿recuerdas? —Marino me ataca desde otro frente. —Dijiste que estabas bien. Yo te dije que no hicieras nada, que nosotros habíamos averiguado dónde se escondía ese hijo de puta, que sabíamos que merodeaba por alguna parte, probablemente en busca de otra mujer para golpearla y matarla. ¿Y qué hiciste tú? ¡Sencillamente abrir la puerta cuando alguien te toca el timbre! ¡Y a la medianoche!

BOOK: Último intento
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